El día que todo cambió fue ayer.
Ese cosquilleo en el cerebro me obligó a levantarme. Y así lo hice. Me dijo que me pusiera las zapatillas, cogiera una bolsa pequeña con lo imprescindible y agarrara el bolso. Y así lo hice.
No tenía lógica ni finalidad alguna, salvo que sabía que tenía que hacer algo más que lo que estaba haciendo o no conseguiría salir de ésa. O acabaría como mis padres.
Siempre creí que la depresión estaba sobrevalorada; la gente usa la palabra indiscriminadamente (como esa palabra que empieza por A y no pienso volver a decirle a un tío en toda mi vida). Cuando estaba en el instituto las chicas solían hablar de lo «deprimidas» que estaban y de que sus madres las llevaban al psiquiatra para que las medicara, y luego se juntaban para ver qué pastillas tomaba cada una. Para mí, depresión equivalía a tres palabras: tristeza, tristeza, tristeza. Veía esos anuncios estúpidos con esos personajes como de dibujos animados que iban por ahí con cara mustia y una nube negra que descargaba continuamente lluvia sobre su cabeza y pensaba que con lo de la depresión cargan pero bien las tintas. Lo siento por la gente. Siempre lo he sentido. No me gusta ver que alguien lo pasa mal, pero reconozco que cada vez que oigo a alguien jugar la baza de la depresión revuelvo los ojos y me desentiendo.
No tenía la menor idea de que la depresión fuera una enfermedad grave.
Esas chicas del instituto no sabían lo que es de verdad estar deprimido.
No es solamente tristeza. Lo cierto es que la tristeza no tiene mucho que ver con ella. La depresión es dolor en su forma más pura, y yo haría lo que fuera por poder volver a sentir una emoción. Alguna, la que fuera. El dolor duele, pero cuando el dolor es tan intenso que ya no puedes sentir nada más es cuando empiezas a tener la sensación de que te estás volviendo loca.
Me preocupa un montón que la última vez que lloré fue aquel día en el instituto en el que me enteré de que Ian había muerto en el accidente. Lloré en brazos de Damon. De Damon, precisamente.
Pero ésa fue la última vez que derramé una lágrima, y de eso hace ya algo más de un año.
Después ya no fui capaz. No lloré ni cuando mis padres se divorciaron ni cuando condenaron a Cole ni cuando a Damon se le vio el plumero ni cuando Natalie me dio la puñalada por la espalda. No paro de pensar que un día de éstos me derrumbaré y me cogeré una buena llorera con la cara enterrada en la almohada. Que vomitaré de tanto llorar.
Pero ese día nunca llega, y yo sigo sin sentir nada.
Salvo esta sensación de romper con todo. Ese cosquilleo, aunque vago y parco, me obliga a obedecerlo. No sé por qué, no puedo explicarlo, pero está ahí y no puedo evitar hacerle caso.
Pasé la mayor parte de la noche en la estación de autobuses, esperando que el cosquilleo me dijera qué hacer.
Entonces me acerqué a la ventanilla.
—¿En qué puedo ayudarte? —dijo la mujer con cara inexpresiva.
Lo pensé un segundo y repuse:
—Voy a ver a mi hermana a Idaho, acaba de tener un niño.
Ella me miró con cara rara y, lo admito, sonó raro. No tengo ninguna hermana y no he ido nunca a Idaho, pero fue la primera mentira que se me ocurrió. Y la mujer se estaba comiendo una patata asada. Se veía detrás de la ventanilla, en un recipiente grasiento de aluminio con crema agria. Así que Idaho fue el primer estado que me vino a la cabeza. La verdad es que da lo mismo el sitio que elija, porque me da igual.
Pensé: cuando llegue a Idaho, sacaré otro billete a otra parte. Puede que a California. O a Washington. O puede que me dirija al sur para ver cómo es Texas. Siempre lo he imaginado como un paisaje vasto y árido con bares de carretera y sombreros de cowboy. Y dicen que los texanos tienen mala leche, o algo. Quizá me quiten la tontería a patadas con sus botas de cowboy.
No lo sentiré. Ya no siento nada, ¿vale?
Eso fue ayer, cuando decidí levantarme y largarme sin más, dejarlo todo. Siempre he querido hacerlo, dejarlo todo, pero jamás imaginé que sería así. Ian y yo, antes de que muriera, teníamos pensado vivir de manera distinta. Queríamos alejarnos de todo lo predecible, de todo lo que pudiera convertirnos en los zombis de la sociedad que se levantan a la misma hora todas las mañanas y repiten el día anterior. Queríamos recorrer el mundo con una mochila a la espalda: por eso se lo comenté a Natalie aquel día en la cafetería. Tal vez una parte de mí esperaba que compartiera la pasión por la idea que Ian y yo teníamos y que ella lo hiciera conmigo, pero, al igual que todo lo demás, no salió precisamente como yo esperaba.
—¿Te importa si me siento aquí? —pregunta en el pasillo del autobús una señora entrada en años que lleva un bolso verde lima apretado contra el pecho.
—No, claro —respondo sonriéndole débilmente.
La verdad es que no tengo ninguna gana de sonreír, pero lo último que quiero es darle algún motivo para que piense que soy una joven atormentada que necesita una buena dosis de consejos de una anciana.
Se acomoda en el asiento de al lado después de dejar arriba la bolsa de viaje. Está algo gorda, pero se mueve con agilidad. Y huele bien.
—Pareces joven —observa—. ¿Adónde vas?
—A Idaho.
—¿En serio? —Me sonríe, y eso hace que destaquen las profundas arrugas que rodean su boca—. Por cosas de familia, supongo: no creo que nadie vaya allí de vacaciones.
—Sí. Voy a ver a mi hermana.
Redondea un tanto los labios y asiente, como si archivara mis respuestas. Luego se pone a buscar algo en el bolso.
Miro hacia la alta ventana de plexiglás de mi lado y veo bajar y subir a los pasajeros en otros autobuses. Es mediodía, y en este momento estoy en Memphis. Me he pasado la mayor parte de la noche durmiendo; o, bueno, intentando dormir, pero sobre todo dando cabezadas hasta que un bache en la carretera o el dolor de cuello y espalda me despertaban cuando estaba hecha un ocho en el asiento. No conozco Memphis, pero debo decir que esta estación de autobuses me pone nerviosa. He visto a gente merodeando que me inspiraba poca confianza.
—Yo voy a Montana —cuenta la señora mientras se pone una pastillita blanca en la lengua—. Normalmente cojo el tren, pero esta vez decidí ir por otro sitio. Para ver un paisaje distinto.
—Viajará usted mucho —comento, mirándola.
—No mucho —niega ella—. Sólo una vez al año, para visitar a mi madre. Tiene noventa y ocho años.
—¡Caray!
—Pues sí. Esa mujer es cabezota como una mula. Ya ha tenido cáncer cinco veces y sigue viva. Siempre gana la batalla.
Le dirijo una sonrisa afectuosa.
—Pero, si no te importa, necesito echarme un buen sueñecito —afirma al tiempo que pega bien la espalda al asiento y apoya la cabeza—. En el último autobús no pegué ojo: el conductor estuvo todo el tiempo dando volantazos. —Levanta un dedo—. Ten cuidado en estos autobuses. Hay gente muy rara, y por lo general los conductores andan faltos de descanso. Hay que controlarlos, procurar hablarles para que no se duerman, de lo contrario puedes acabar boca abajo al otro lado del quitamiedos en un montón de metal.
¿Por qué ha tenido que decir eso? Reprimo el recuerdo del accidente de Ian, que guarda un parecido inquietante con lo que acaba de contar ella, y asiento.
La mujer cierra los ojos, pero acto seguido los abre y me mira una vez más.
—Aunque con lo que de verdad tienes que andarte con cuidado es con la gente. Nunca se sabe con quién te puedes tropezar ni qué te reserva el destino.
—Lo tendré en cuenta —aseguro—. Gracias.
Tennessee se desliza desdibujado ante mi ventana. Cae la noche y también yo caigo dormida. No sueño; llevo sin soñar nada desde que Ian murió, pero probablemente sea mejor así. Si sueño, los sueños podrían despertar emociones, y lo de las emociones se acabó. Empiezo a acostumbrarme a esta sensación de que todo me da lo mismo. Aparte de unos pocos personajes turbios que rondan por las estaciones, ya no le tengo miedo a nada. Supongo que cuando todo te da lo mismo, ya no hay puto miedo que valga.
Antes tampoco hablaba tan mal.
La anciana y yo nos separamos en San Luis, y hasta Kansas voy todo el camino con los dos asientos para mí sola, con lo cual puedo tumbarme atravesada en lugar de toda recta y con la cara contra la ventana.
Todo tiene el mismo aspecto. Entre Carolina del Norte y Missouri, da la impresión de que lo único que cambia son las matrículas y las señales que dan la bienvenida a cada estado a los viajeros, pero más allá sólo hay más árboles y carretera. En todos los estados siempre hay un coche averiado en el arcén. Siempre hay un autoestopista y un tío con una camisa sin mangas que va con un bidón de gasolina desde su camión hasta la salida más próxima, donde se congregan todas las estaciones de servicio y los restaurantes de comida rápida. Y siempre, siempre, hay un único zapato en el arcén. No sé a qué se debe esto de los zapatos en la carretera. Nunca se ven unos pantalones o una camiseta, y muy de vez en cuando se ve un sombrero o unas gafas de sol. Pero lo de los zapatos desparejados… ¿Qué es lo que pasa con los zapatos?
Viajar en autobús es como estar en otro mundo.
Todos saben que cuando se suben va a ser para largo. Para bastante largo. Está abarrotado. Hay tanta gente junta que se puede oler cada colonia y desodorante distintos, y las diferentes clases de detergente y suavizante que utiliza cada cual. Y, por desgracia, también se puede oler a la gente que no usa colonia ni desodorante y que probablemente no haya lavado la ropa que lleva en varios días.
Hasta el momento, la verdad es que el viaje no se me está haciendo muy cuesta arriba. Sólo me fastidia cuando tengo que compartir espacio con alguien.
Mi siguiente autobús viene con un retraso de dos horas, así que cruzo la estación de Kansas, medio llena, en busca de un lugar donde sentarme que no esté demasiado cerca de nadie. Todas las estaciones de autobuses huelen igual, sobre todo a ese combustible tan fuerte que empieza a revolverme un poco el estómago. Me muevo en el duro asiento de plástico intentando ponerme cómoda, pero no hay manera. No muy lejos hay un par de teléfonos públicos, y por un instante se me pasa por la cabeza lo obsoletos que se han quedado. Meto maquinalmente la mano en el bolso para buscar el móvil, sólo para asegurarme de que sigue ahí.
Las dos horas de retraso se me hacen eternas, y cuando el siguiente autobús por fin entra en la estación, soy de los primeros que se levantan y se ponen en fila. Al menos los asientos del bus son blandos y podré ponerme más o menos cómoda otra vez.
El conductor, que va de azul marino y gris marengo de la cabeza a los pies, me coge el billete, rasga su parte y me entrega el resto. Tras ponerlo a buen recaudo en la bolsa, me subo al autobús y voy mirando las dos filas de asientos hasta dar con el que me parece el adecuado. Me siento junto a la ventana, hacia la parte trasera, y me encuentro mejor en cuanto mi cuerpo se instala en la comodidad del acolchado. Suspiro, me pego la bolsa al estómago y cruzo los brazos encima. El conductor tarda unos diez minutos en convencerse de que tiene a todos los pasajeros que se supone que ha de tener en ese trayecto. Esta vez no hay mucha gente, y por suerte ningún niño chillón ni ninguna pareja repelente a la que le da lo mismo que sea de mal gusto darse el lote delante del personal. No hay nada malo en besarse en público —Ian y yo lo hacíamos todo el tiempo—, pero cuando roza lo pornográfico es pasarse de la raya.
El conductor cierra las puertas, pero entonces tira de la palanca y se abren de nuevo con un chirrido. Se sube un tío con una bolsa negra al hombro. Alto, pelo corto castaño con estilo, camiseta azul marino ceñida y una especie de mueca que podría ser una sonrisa amable genuina o algo más descarado. «Gracias», le dice al conductor con despreocupación.
Aunque hay muchos asientos libres entre los que elegir, pongo la bolsa en el que está a mi lado por si decide que es el adecuado. No es muy probable, lo sé, pero soy esa de clase de chicas, las de los «por si acaso». Las puertas se cierran de nuevo mientras el chico avanza por el pasillo hacia mí. Me centro en la revista que cogí en la terminal y me pongo a leer un artículo sobre Brangelina.
Suspiro aliviada cuando pasa de largo y ocupa el par de asientos libres que quedan detrás.
Por fin, un autobús medio vacío en el que quizá hasta pueda dormir como es debido. Lo que, en realidad, es todo cuanto quiero hacer. Cuanto más tiempo paso despierta, más pienso en todas las cosas en las que no quiero pensar. No sé lo que estoy haciendo ni adónde voy, lo que sí sé es que quiero hacer lo que sea y llegar pronto.
Me duermo después de pasarme una hora mirando por la ventana.
La música amortiguada de unos cascos a todo volumen detrás de mí me despierta cuando ya ha oscurecido.
En un principio me quedo sentada, confiando en que él vea que la parte superior de mi cabeza, ahora despierta del todo, se mueve por encima del asiento y decida bajar la música.
Pero no lo hace.
Me estiro, me froto un músculo del cuello que me duele de haberme quedado dormida apoyada en el brazo y me vuelvo para mirarlo. ¿Estará dormido? ¿Cómo puede dormir alguien con la música a ese nivel? El autobús está completamente a oscuras a excepción de un par de luces de lectura tenues que iluminan libros y revistas desde la parte superior de los asientos y las lucecitas verdes y azules del salpicadero. El tío que va detrás de mí está envuelto en oscuridad, pero le veo un lado de la cara iluminado por la luna.
Lo pienso un segundo y acto seguido me pongo de rodillas en el asiento, me apoyo en el respaldo, extiendo el brazo y le doy unos golpecitos en la pierna.
No se inmuta. Le doy con más fuerza, y entonces el chico se mueve y abre los ojos despacio y me mira, el estómago colgando sobre el asiento.
Él se quita los cascos, dejando que la música salga por los minúsculos auriculares.
—¿Te importaría bajarla un poco?
—¿La oías? —pregunta.
Enarco una ceja y respondo:
—Pues sí, está bastante alta.
Se encoge de hombros, le da al botón del volumen en el mp3 y la música se debilita.
—Gracias —digo, y vuelvo a sentarme.
Esta vez no me tumbo en los asientos en posición fetal, sino que me echo contra la ventana y apoyo en ella la cabeza. Cruzo los brazos y cierro los ojos.
—Oye.
Abro los ojos, pero sin mover la cabeza.
—¿Ya te has dormido?
Separo la cabeza de la ventana y al mirar veo al tío cerniéndose sobre mí.
—Acabo de cerrar los ojos —contesto—. ¿Cómo voy a estar dormida ya?
—Bueno, no sé —susurra—. Mi abuelo se quedaba dormido a los dos segundos de cerrar los ojos.
—¿Tenía narcolepsia?
Pausa.
—No, que yo sepa.
«Vaya, esto sí que es raro».
—¿Qué quieres? —pregunto también en voz baja.
—Nada —replica él, sonriéndome—. Sólo quería saber si ya te habías dormido.
—¿Por qué?
—Para volver a subir la música.
Tras pensarlo un segundo, descruzo los brazos, me incorporo del todo en el asiento y giro la cintura para verlo.
—¿Quieres esperar a que me haya dormido para volver a subir la música y despertarme otra vez?
No acabo de entenderlo.
Esboza una media sonrisa.
—Estuviste durmiendo tres horas y no te despertó —razona—. Así que supongo que no fue mi música lo que lo hizo, seguro que fue otra cosa.
Frunzo el ceño.
—Eh…, no, estoy bastante segura de que fue la música.
—Vale —contesta.
Se retira del asiento y dejo de verlo.
Espero unos segundos antes de cerrar los ojos por si esto se pone más raro y, al ver que no, vuelvo al país de los no sueños.