El móvil me despierta a la mañana siguiente. Lo oigo vibrar en la mesilla de noche, junto a mi cabeza. En la pantalla pone «NATALIE» en negrita, y su rostro risueño, con los ojos muy abiertos, me mira. Verla termina de despertarme, por lo que me incorporo con rigidez de la cama y sostengo el teléfono en la mano, dejando que me vibre en la palma unos segundos más antes de reunir el valor necesario para cogerlo.
—¿Adónde te fuiste? —me chilla—. Por favor, Cam, desapareciste sin más y casi me da algo, y Damon estuvo perdido por ahí un rato y luego volvió y vi que Blake se iba con la puta cara toda ensangrentada y entonces caí y me di cuenta de a qué te referías cuando dijiste que Damon estaba mosqueado… —Finalmente respira—. Y le pregunté cincuenta veces qué había hecho o dicho o si era por lo que había pasado la otra semana en el restaurante, pero no me hizo ni caso y dijo que era hora de irse y…
—Natalie —la corto, mareada con tanta frase seguida—, tranquilízate, ¿quieres?
Retiro la manta y me levanto de la cama con el teléfono aún pegado a la oreja. Sé que tengo que hacerlo, contarle lo que hizo Damon. Tengo que hacerlo. No sólo no me perdonaría después cuando se enterara, sino que yo no me perdonaría a mí misma. Si la cosa fuera al revés, me gustaría que me lo contara.
Pero no por teléfono. Esto hay que hacerlo cara a cara.
—¿Tomamos café dentro de una hora?
Silencio.
—Eh…, claro, sí. ¿Estás segura de que estás bien? Casi me da un ataque de la preocupación. Pensé que te habían raptado o algo.
—Natalie, sí, estoy… —«estoy hecha una mierda»—, sí, estoy bien, ¿vale? Te veo dentro de una hora y, por favor, ven sola.
—Damon está en su casa, muerto —comenta, y le noto en la voz que sonríe—. Tía, anoche me hizo cosas que no sabía que fuera capaz de hacer.
Me estremezco al oír sus palabras. Son como entidades chillonas que me vociferan desde el otro extremo de la línea, pero debo fingir que no son más que palabras.
—Me refiero a que ni siquiera pude pensar en el sexo hasta que supe que estabas bien. Como no cogías el móvil, llamé a tu madre a eso de las tres y me dijo que estabas en la cama, durmiendo. Seguía muy preocupada, como te fuiste sin…
—Una hora —la interrumpo antes de que se vuelva a ir por la tangente.
Colgamos, y lo primero que hago es ver las llamadas perdidas que tengo: seis son de Natalie; pero las otras nueve, de Damon. Sin embargo, los únicos mensajes de voz me los dejó ella. Supongo que Damon no querría dejar ninguna prueba incriminatoria.
No es que necesite pruebas: Natalie y yo somos amigas íntimas desde que la muy cerda me robó la Barbie Corduroy Cool una noche que se quedó a dormir en mi casa.
Cuando llega, estoy nerviosa y me he bebido más de la mitad del café. Se desploma en la silla. Ojalá no sonriera tanto: hace que todo resulte mucho más difícil.
—Tienes muy mala cara, Cam.
—Lo sé.
Ella parpadea, aturdida.
—¿Cómo? ¿Nada de un «gracias» sarcástico seguido de tu famoso revolver de ojos?
«Por favor, deja de sonreír, Nat. Por favor, por una vez en tu vida tómate en serio mi extraño comportamiento, el hecho de que no sonría, mírame y ponte seria».
Naturalmente, no lo hace.
—Mira, te lo voy a soltar sin más, ¿vale?
Ahora sí: la sonrisa por fin empieza a borrarse.
Trago saliva y respiro hondo. Dios mío, no me puedo creer que haya pasado esto. Si fuera un tío cualquiera con el que se hubiera liado durante los breves períodos de tiempo que ella y Damon lo dejan, esto no sería tan difícil. Pero se trata de Damon, el chico con el que lleva cinco años, entre cuyos brazos siempre vuelve a refugiarse cuando cortan o se pelean. Es el único tío del que ha estado enamorada de verdad.
—Cam, ¿qué pasa?
Presiente la gravedad de lo que voy a contarle y veo en sus ojos marrones que ya intenta averiguar si es algo que quiere oír o no. Creo que sabe que tiene que ver con Damon.
Veo que tiene un nudo en la garganta.
—La otra noche subí a la azotea con Blake…
En su cara de preocupación se dibuja de pronto una serie de sonrisas. Es como si aprovechara la oportunidad para enmascarar la inevitable noticia con algo con lo que tomársela a risa.
Pero la freno antes de que pueda comentar nada.
—Escúchame un minuto, ¿quieres?
Por fin la tengo. La naturaleza juguetona que siempre destila su cara desaparece.
Continúo:
—Damon pensó que Blake me había llevado a la azotea para hacérselo conmigo. Entró como una furia y se ensañó con él, lo puso fino. Y claro, Blake se cabreó y se fue y nos quedamos Damon y yo a solas.
Los ojos de Natalie ya delatan sus temores. Es como si supiera lo que voy a decir y ya hubiera empezado a odiarme en silencio por ello.
—Damon se me echó encima, Nat.
Sus ojos se achinan.
—Me besó y trató de decirme que está por mí desde séptimo.
Sé que el corazón se le ha acelerado, porque su respiración es entrecortada.
—Quería que lo supieras…
—Eres una cerda mentirosa.
Siento un nuevo puñetazo en las tripas, sólo que esta vez me corta la respiración por completo.
Natalie se levanta de golpe de la silla, se cuelga el bolso del hombro y me fulmina con unos ojos oscuros voraces enmarcados por un pelo también oscuro.
Sigo sin poder moverme, atónita con lo que me ha dicho.
—Te gusta Damon desde que empecé a salir con él —me escupe—. ¿Crees que no lo he visto todos estos años en tu forma de mirarlo? —Su boca se torna una línea dura—. Mierda, Camryn, siempre te pones de su parte, me das la paliza cuando tonteo con otros tíos. —Empieza a gesticular y a imitarme exagerando y nasalizando la voz—: Tienes novio, Nat… No te olvides de Damon, Nat… Deberías pensar en Damon. —Apoya con fuerza las manos en la mesa, haciendo que ésta se balancee precariamente antes de estabilizarse. Ni siquiera me muevo para coger el café, pero no se cae—. Aléjate de mí y aléjate de Damon. —Me señala con un dedo acusador—. O juro por Dios que te daré una paliza.
Se va y sale por las altas puertas de cristal, el sonido de la campanilla que hay sobre la puerta resuena en el local.
Cuando por fin salgo de mi estupor, me doy cuenta de que unos tres clientes me miran desde sus respectivas mesas. Hasta la chica del mostrador desvía la vista cuando la miro. Así que clavo los ojos en la mesa, dejando que los dibujos de la veta de la madera bailoteen, lo veo todo borroso. Apoyo la cabeza en las manos y me quedo sentada donde estoy durante una eternidad.
Hago ademán de llamarla dos veces, pero me obligo a no hacerlo y dejo el teléfono en la mesa.
¿Cómo ha pasado esto? Después de años siendo inseparables —por favor, ¡si hasta limpié la que armó cuando tuvo gastroenteritis!—, ahora me aparta como si fuera unos restos de comida mohosa. «Sólo está herida —me digo—. Lo que le pasa ahora mismo es que no lo quiere admitir, y tengo que darle tiempo para que asimile la verdad. Entrará en razón, largará a Damon y me pedirá perdón y me llevará otra vez a rastras al Underground para que las dos nos busquemos un tío». Pero en realidad no me creo nada de lo que me estoy diciendo o, mejor dicho, la parte menos racional herida de mí no me permite ver más allá del enfado.
Un cliente pasa por delante, un hombre alto de cierta edad con un traje arrugado, y me mira de reojo antes de salir. Mi humillación es completa. Levanto la vista de nuevo y veo que me siguen mirando los mismos pares de ojos de antes, que ahora se apartan. Noto que me compadecen. Y odio que me compadezcan.
Cojo el bolso del suelo, me levanto y me lo echo al hombro de cualquier forma. Después salgo casi tan indignada como ha salido antes Natalie.
Ha pasado una semana y sigo sin saber nada de Natalie. Al final me vine abajo y probé a llamarla —varias veces—, pero siempre me saltaba el buzón de voz. Y la última vez que llamé había cambiado el mensaje: «Hola, soy Nat. Si eres un amigo —un amigo de verdad—, deja un mensaje y te llamaré. De lo contrario, no te molestes». Me entraron ganas de meter la mano en el teléfono y darle un puñetazo en la cara, pero me conformé con lanzarlo al otro lado de la habitación. Menos mal que compré también una funda protectora cuando compré el móvil, o estoy segura de que ya estaría en la tienda Apple soltando otro par de cientos de pavos para hacerme con otro.
Incluso me vine abajo y llamé a Damon. Es la última persona del planeta con la que me apetece hablar, pero es quien tiene la clave de mi amistad con Natalie. Triste pero, al parecer, cierto. No sé en qué estaba pensando: ¿que se mojaría y le contaría la verdad a Natalie? Sí, claro. Ni de coña.
Así que dejé de llamar. Evité adrede nuestra cafetería preferida y me conformé con la mierda que sirven en la tienda más cercana, y di un rodeo con el coche de más de tres kilómetros para ir a una entrevista de trabajo en Dillard’s sólo para no pasar por delante del piso de Natalie.
Conseguí el trabajo: asistente de dirección —mi madre me echó un cable, es muy amiga de la señora Phillips, la que me contrató—, pero tengo tantas ganas de trabajar en unos grandes almacenes como de beber la mierda de café que me tomo todas las mañanas.
Y caigo en la cuenta cuando estoy sentada a la mesa de la cocina viendo cómo mi madre con su rubio playero inspecciona la nevera: ya no me mudo, ya no me voy a vivir con mi mejor amiga. Tendré que buscarme un piso para mí sola o quedarme aquí un poco más con mi madre hasta que Natalie entre en razón. Lo que podría ser nunca. O puede que tarde tanto que se me quiten las ganas de perdonarla y, cuando lo haga, la mande a paseo.
Tengo la sensación de que la habitación da vueltas.
—Esta noche salgo con Roger —anuncia mi madre tras la puerta de la nevera. Endereza la espalda y me mira, lleva demasiada sombra de ojos—. Conociste a Roger, ¿no?
—Sí.
La verdad es que no, o tal vez sí, pero confundo el nombre con los últimos cinco tíos con los que ha salido en el último mes. Se ha apuntado a uno de esos rollos raros de citas rápidas. Y desde luego lo suyo con esos tíos es rápido, así que en su caso supongo que la cosa es literal.
—Es majo. Es la tercera vez que salgo con él.
Me obligo a sonreír. Quiero que mi madre sea feliz, aunque ello signifique que se vuelva a casar, que es algo que me da un miedo horroroso. Quiero a mi padre —soy su niñita—, pero lo que le hizo a mi madre no tiene perdón. Desde que se divorció, hace cuatro meses, mi madre es una extraña a la que sólo conozco a medias. Es como si hubiera metido la mano en un cajón que lleva treinta años cerrado y sacara la personalidad que solía ponerse antes de que conociera a mi padre y nos tuviera a mí y a mi hermano Cole. Salvo que ya no le queda bien, pero ella hace lo imposible todos los días por llevarla.
—Ha comentado algo de un crucero. —La cara se le ilumina sólo de pensarlo.
Cierro el portátil.
—¿No crees que tres citas es un poco pronto para un crucero?
Ella frunce la boca y desecha la idea.
—No, cariño, yo opino que no. Tiene mucho dinero, así que para él es tan normal como invitarme a cenar.
Miro hacia otro lado y mordisqueo el borde del sándwich que me he preparado, aunque no tengo nada de hambre.
Mi madre revolotea por la cocina fingiendo limpiar. Por regla general, tiene a una señora que viene los miércoles, pero cuando hay un hombre rondando cree que pasar una bayeta por la encimera y perfumar la casa con ambientador es limpiar.
—Que no se te olvide lo del sábado —dice mientras comienza a meter los cacharros en el lavavajillas, toda una sorpresa.
—Ya, mamá. —Suspiro y sacudo la cabeza—. Pensaba que podría saltármelo esta vez.
Ella se yergue y me mira.
—Cariño, prometiste que irías —contesta desesperada, tamborileando con las uñas nerviosamente sobre la encimera—. Ya sabes que a mí no me gusta ir sola al calabozo.
—Se dice «cárcel», mamá. —Quito como si tal cosa unos trocitos de corteza de pan y los dejo en el plato—. Y no te pueden hacer nada, están todos encerrados, como Cole. Y es culpa suya.
Mi madre baja los ojos y una enorme bola de culpa al rojo se me instala en el estómago.
Suspiro hondo.
—Lo siento. No quería decir eso.
Sí que quería, pero no en voz alta ni a ella, porque le duele cada vez que hablo de mi hermano, Cole, y de sus cinco años de prisión por matar a un hombre en un accidente de coche cuando iba borracho. Pasó sólo seis meses después de que Ian muriera en el accidente de coche.
Tengo la sensación de que pierdo a todo el mundo…
Me levanto y me planto ante la encimera mientras ella sigue llenando el lavaplatos.
—Iré contigo, ¿de acuerdo?
Mi madre esboza una sonrisa aún velada por una fina capa de dolor y asiente.
—Gracias, cariño.
Lo siento por ella. Me parte el corazón que mi padre la engañara después de veintidós años de matrimonio.
Aunque todos lo veíamos venir.
Y pensar que mis padres intentaron mantenernos separados a Ian y mí cuando, a los dieciséis años, le confesé a mi madre que estábamos enamorados.
Los padres tienen la idea equivocada de que cualquiera que no haya cumplido los veinte no puede saber lo que es el amor, como si la edad para amar se determinara del mismo modo que la ley determina la edad legal a la que se puede beber. Piensan que el crecimiento emocional del cerebro de un adolescente no está lo suficientemente desarrollado para entender el amor, para saber si es de verdad o no.
Una auténtica gilipollez.
La verdad es que los adultos aman de distintas maneras, no de la única manera. Yo quería a Ian en el ahora, su forma de mirarme, de hacer que sintiera mariposas en el estómago, su manera de sujetarme el pelo cuando yo echaba las tripas después de comerme una enchilada en mal estado.
Eso es amor.
Adoro a mis padres, pero mucho antes de que se divorciaran, la última vez que mi madre se puso mala, todo lo que mi padre hizo por ella fue llevarle un antidiarreico y preguntarle dónde estaba el mando a distancia al salir.
En fin.
Supongo que mis padres la cagaron pero bien en algún punto del camino porque, por muy buenos que sean conmigo, por mucho que hagan por mí y por mucho que los quiera, acabé creciendo con un miedo cerval a que pudiera terminar como ellos: infeliz y fingiendo vivir una vida estupenda con dos hijos, un perro y una cerca de madera blanca. Aunque, en realidad, yo sabía que dormían dándose la espalda. Sabía que mi madre se planteaba a menudo cómo habría sido la vida si le hubiera dado otra oportunidad al chico del instituto del que estaba enamorada en secreto (leí el diario que escribía; lo sé todo sobre él). Sé que mi padre —antes de que engañara a mi madre con ella— pensaba mucho en Rosanne Hartman, la chica a la que llevó al baile del instituto (y su primer amor), que aún vive en Wiltshire.
Si alguien se engaña con cómo funciona el amor, con cómo es el verdadero amor, es la mayor parte de la población adulta.
Ian y yo no nos dimos un revolcón la noche que perdí la virginidad; esa noche hicimos el amor. Jamás creí que llegaría a decir esas tres palabras: hacer el amor, porque siempre sonaban cursis, como si fueran sólo cosa de adultos. Me daba vergüenza ajena cuando se lo oía decir a alguien, o cuando ese tío cantaba Feel like makin’ love en la radio del coche de mi padre todas las mañanas en la emisora de rock clásico.
Pero puedo decirlo porque eso fue exactamente lo que pasó.
Y fue mágico e increíble e impresionante, y no hay nada que se le pueda comparar. Nunca lo habrá.
Ese sábado fui con mi madre a ver a Cole a la cárcel. Pero no dije gran cosa, como de costumbre, y Cole no me hizo el menor caso. No es que lo haga para ser odioso, sino que más bien es como si tuviera miedo de decirme algo porque sabe que sigo cabreada, dolida y decepcionada por lo que hizo. No fue algo puntual a lo que se pueda dar carpetazo etiquetándolo como «accidente trágico»; Cole era alcohólico antes de cumplir los dieciocho. Es la oveja negra de la familia. Fue un cabrón asqueroso que creció pasando períodos de tiempo en el reformatorio y matando a mis padres de preocupación cuando desaparecía durante semanas seguidas para hacer lo que le daba la real gana. La verdad es que sólo piensa en sí mismo.
Empecé el trabajo el lunes siguiente. Doy gracias por tener un empleo, ya que no quiero vivir del dinero de mi padre el resto de mi vida, pero cuando me vi allí con el trajecito de chaqueta y pantalón negro y la camisa blanca y los tacones, me sentí completamente fuera de lugar. No necesariamente por la ropa, sino porque… ése no es mi sitio. No sabría decir por qué, pero ese lunes y el resto de esa semana, cuando me levanté, me vestí y entré en esa tienda, noté un cosquilleo. No oía las palabras exactas que me decía la conciencia, pero era algo así como: «Ésta es tu vida, Camryn Bennett. Ésta es tu vida».
Miraba a los clientes que pasaban y lo único que veía era lo negativo: gente estirada que lucía bolsos caros y compraba productos absurdos.
Y ahí fue cuando caí en la cuenta de que todo cuanto hiciera a partir de ese punto daría los mismos resultados: «Ésta es tu vida, Camryn Bennett. Ésta es tu vida».