Prácticamente me echo encima de él, me refugio entre sus brazos a la desesperada, y él me abraza con fuerza, pero no tanta como me gustaría. Quiero que me aplaste hasta morir y no me suelte jamás, que me lleve consigo. Pero todavía está débil. Veo que la enfermedad por la que está pasando lo consume de prisa.
Andrew me coge la cara entre las manos, me aparta el pelo de los ojos y me borra a besos las lágrimas que tanto he intentado ocultar por él, para que no tuviera que malgastar su energía en mí. Sin embargo, el corazón piensa por su cuenta y siempre se sale con la suya, sobre todo cuando se está muriendo.
—Lo siento mucho —dice con voz dolorida, desesperada, sus manos aún rodeando mi cara—. No podía decírtelo, Camryn… No quería que el tiempo que pasáramos juntos fuese distinto de lo que fue.
Rompo a llorar, las lágrimas corriéndole por los dedos y por las muñecas.
—Espero que no estés…
—No, Andrew… —Me trago unas lágrimas—. Lo entiendo, no hace falta que me des explicaciones. Me alegro de que no me lo contaras…
Parece sorprendido, aunque satisfecho. Me acerca la cara y me besa en la boca.
—Tienes razón —aseguro—. Si me lo hubieras dicho, el tiempo que pasamos juntos se habría ensombrecido y… no… no lo sé, pero habría sido distinto, y no soporto la idea de que hubiera sido distinto… Pero, Andrew, ojalá me lo hubieses dicho por una razón, sólo por una: habría hecho lo que fuera, ¡lo que fuera!, para llevarte al hospital antes. —Empiezo a alzar la voz cuando me duele decir la triste verdad de mis palabras—. Podrías…
Él niega con la cabeza.
—Nena, ya era demasiado tarde.
—¡No digas eso! No es demasiado tarde. Sigues aquí, todavía hay una oportunidad.
Sonríe dulcemente y sus manos dejan mi cara, descansando a los lados en la manta de hospital de punto blanca que lo tapa. Del dorso de la mano le sale una vía conectada a un aparato.
—Estoy siendo realista, Camryn. Ya me han dicho que esto no pinta bien.
—Pero aún hay una posibilidad —insisto, reprimiendo más lágrimas y deseando que pudiera cortar el grifo—. Aunque sea pequeña, es mejor que nada.
—Si dejo que me operen.
Es como si acabaran de darme un bofetón.
—¿Cómo que «si» dejas?
Sus ojos se apartan de los míos.
Le cojo la barbilla con firmeza, obligándolo a mirarme.
—Nada de «si», Andrew…, no lo dirás en serio, ¿no?
Él me agarra y se hace a un lado en la cama. Luego hace que me tumbe con él y, cuando me aovillo contra su cuerpo, me pasa un brazo por la cintura y me aprieta con fuerza.
—Si no te hubiera conocido —dice mirándome a los ojos, ahora a escasos centímetros de los suyos— no habría seguido adelante. Si no estuvieras conmigo ahora mismo, no lo haría. Pensaría que es una pérdida de dinero y de tiempo y no haría sino darle falsas esperanzas a mi familia, alargando lo inevitable.
—Pero vas a dejar que te operen —afirma con recelo, aunque más bien es una pregunta.
Me pasa el pulgar por la mejilla.
—Haré cualquier cosa por ti, Camryn Bennett. Me da igual lo que sea, me da lo mismo…, cualquier cosa que me pidas que haga la haré. Sin excepciones.
Los sollozos me sacuden el pecho.
Antes de que pueda decir nada más, Andrew me acaricia la mejilla con la mano, apartándome el pelo. Me mira fijamente a los ojos.
—Lo haré.
Pego mi boca a la suya y nos besamos febrilmente.
—No puedo perderte —digo—. La carretera nos espera. Eres mi alma gemela. —Me obligo a sonreír a pesar de las lágrimas.
Él me da un beso en la frente.
Nos quedamos tumbados un rato, hablando de la operación y de las pruebas que aún se han de hacer, y le digo que no me moveré de su lado. Me quedaré con él lo que haga falta. Y seguimos hablando y hablando de los sitios que queremos ver, y de pronto él empieza a elegir canciones que quiere que me aprenda para que podamos cantarlas juntos en la carretera. Nunca he estado más dispuesta a cantar con él. Intentaría berrear a Céline Dion o a una cantante de ópera: me da lo mismo, lo haría. Casi con toda seguridad conseguiría que todo el mundo buscara la salida gritando, pero lo haría. En un momento dado entra una enfermera para ver cómo está, y Andrew recupera parte de su personalidad juguetona y bromea con ella: le dice que puede unirse a nosotros si le apetece montarse un trío.
La enfermera sonrió, levantando la vista al techo, y se puso a lo suyo. El comentario hizo que se sintiera bien consigo misma, que era todo cuanto él pretendía.
Durante un rato, tumbada en la cama con Andrew, es como cuando estábamos en la carretera. No pensamos en la enfermedad ni en la muerte, y no lloramos. Sólo hablamos y nos reímos y de vez en cuando intenta tocarme en los sitios adecuados. Suelto una risita y le quito las manos, porque tengo la sensación de estar haciendo algo malo. De que él debería descansar.
Al final me rindo y lo dejo hacer. Porque es insistente. Y, desde luego, irresistible. Dejo que me meta un dedo bajo la manta y luego mi mano se ocupa de él.
Al cabo de otra hora, me levanto de la cama.
—Nena, ¿qué pasa?
—No pasa nada —afirmo, sonriendo cariñosamente, y me quito los pantalones y la camiseta.
Se le pone una sonrisa de oreja a oreja. Sabía que la maquinaria pervertida de su cabeza empezaría a funcionar antes que cualquier otra cosa.
—Aunque me encantaría montármelo contigo en la habitación de un hospital —aclaro cuando vuelvo a meterme en la cama con él—, eso no va a pasar: necesitas reservar todas las fuerzas para la operación.
Me lo montaría con él sin dudarlo en esta cama, pero ahora mismo la cosa no va de sexo.
Me mira con curiosidad cuando me tumbo de nuevo a su lado en bragas y sujetador únicamente y me acurruco junto a él como antes. Bajo la manta de punto él sólo lleva unos finos pantalones azules de hospital. Pego el pecho con fuerza al suyo y enredo las piernas en las de él, nuestros cuerpos, perfectamente alineados, las costillas, tocándose.
—¿Qué haces? —inquiere, cada vez más curioso e impaciente, pero encantado en todo momento.
Bajo el brazo libre y recorro su tatuaje de Eurídice con los dedos. Él me mira con atención. Y cuando el dedo índice llega al codo de Eurídice, donde termina la tinta, lo paso por mi propia piel para seguirlo.
—Quiero ser tu Eurídice, si me dejas.
La cara se le ilumina, los hoyuelos se le marcan más.
—Quiero hacerme la otra mitad —continúo, ahora tocándole los labios con los dedos—. Quiero tener a Orfeo en las costillas y que se reúnan.
Está abrumado. Lo veo en sus ojos brillantes.
—Nena, no hace falta que lo hagas; en las costillas duele un montón.
—Pero lo quiero, y me da lo mismo lo que duela.
Los ojos se le humedecen al mirarme y a continuación me besa en la boca y nuestras lenguas bailotean juntas durante un largo y tierno instante.
—Me encantaría —me susurra en los labios.
Lo beso con ternura y susurro a mi vez:
—Después de la operación, cuando estés bastante recuperado, iremos.
Asiente.
—Sí, está claro que tendré que ir para que Gus se asegure de que tu tatuaje encaja con el mío: se rió de mí cuando fui a que me hiciera el mío en las costillas.
Sonrío.
—¿Se rió?
—Ajá. —Suelta una risita—. Me acusó de ser un romántico incurable y amenazó con contárselo a mis amigos. Yo le dije que parecía mi padre y que cerrara el puto pico. Gus es un buen tío, y un tatuador acojonante.
—Ya lo veo.
Andrew me pasa la mano por el pelo, echándomelo hacia atrás una y otra vez. Y, mientras me mira, escrutando mi cara, me pregunto qué se le pasará por la cabeza. Su bonita sonrisa se ha desvanecido, y parece más abstraído y cuidadoso.
—Camryn, quiero que estés preparada.
—No empieces con…
—No, nena, tienes que hacer esto por mí —insiste, la preocupación reflejada en sus ojos—. No puedes permitirte creer al cien por cien que voy a salir de ésta. No puedes.
—Andrew, por favor, para.
Me pone cuatro dedos en los labios para acallarme. Estoy llorando otra vez. Intenta tener el mayor tacto posible con la verdad, conteniendo sus propias lágrimas y sus propias emociones mejor incluso que yo. Él es el que podría morir y soy yo la que no tiene fuerzas. Me cabrea, pero lo único que puedo hacer es llorar y cabrearme conmigo misma.
—Sólo prométeme que seguirás diciéndote que podría morir.
—No puedo obligarme a decir eso.
Me abraza con más fuerza.
—Prométemelo.
Aprieto los dientes, la mandíbula en tensión. Los ojos y la nariz me pican y me escuecen.
Al final, contesto:
—Te lo prometo. —Y me destroza el corazón—. Pero tú tienes que prometerme a mí que saldrás de ésta —pido, metiendo de nuevo la cabeza bajo su barbilla—. No puedo estar sin ti, Andrew. Es preciso que sepas que no puedo.
—Lo sé, nena…, lo sé.
Silencio.
—¿Me cantarás? —pregunta.
—¿Qué quieres que cante?
—Dust in the wind —replica.
—No. Me niego a cantar esa canción. No me lo vuelvas a pedir. Nunca.
Me aprieta contra sí.
—Pues entonces canta cualquier cosa —musita—. Sólo quiero oír tu voz.
Así que empiezo a cantar Poison & wine, la canción que cantamos juntos en Nueva Orleans cuando estábamos abrazados aquella noche. Canta conmigo unas frases, pero sé que está muy débil, porque apenas puede sostener una nota.
Nos quedamos dormidos abrazados.
—Tengo que hacer unas pruebas —oigo decir a una voz sobre la cama.
Abro los ojos y veo que la enfermera del trío está junto a la cama.
Andrew también se despierta.
Es media tarde y, a juzgar por la luz que entra por la ventana, pronto anochecerá.
—Creo que deberías vestirte —sugiere la enfermera con una sonrisa de complicidad.
Probablemente piense que Andrew y yo nos lo hemos montado aquí, teniendo en cuenta que estoy medio desnuda.
Salgo de la cama y me pongo la ropa mientras la enfermera comprueba el estado de Andrew y, al parecer, lo prepara para que salga de la habitación con ella. A los pies de la cama hay una silla de ruedas.
—¿Qué clase de pruebas? —pregunta él con un hilo de voz.
La debilidad de su tono hace que alce la vista: no tiene buen aspecto. Parece… desorientado.
—¿Andrew? —Vuelvo a la cama.
Él levanta con cuidado una mano para que no vaya.
—No, nena, estoy bien, sólo un poco mareado. Al intentar levantarme.
La enfermera se vuelve hacia mí, y aunque están entrenadas para parecer relajadas y que no se les note lo preocupadas que están en realidad, se lo veo en los ojos. Sabe que algo va mal.
Esboza una sonrisa forzada y rodea la cama para ayudarlo a incorporarse, quitando de en medio la vía.
—Estará fuera una hora o dos, puede que más, mientras le hacen más pruebas —informa—. Aprovecha para ir a comer algo y estirar las piernas y vuelve dentro de un rato.
—Pero no… no quiero dejarlo.
—Haz lo que dice —farfulla Andrew, y cuanto más lo oigo intentando hablar, más miedo me entra—. Quiero que vayas a comer. —Consigue volver la cabeza para mirarme esta vez y señala con un dedo severo—. Pero nada de carne —me prohíbe de broma—. Todavía me debes un filete, ¿te acuerdas? Cuando salga de aquí será lo primero que hagamos.
Me arranca la sonrisa que pretendía, aunque es débil.
—Vale —accedo, asintiendo a regañadientes—. Volveré dentro de unas horas y te estaré esperando.
Me acerco y lo beso con delicadeza. Él me mira intensamente a los ojos cuando me aparto. Sólo veo dolor en su mirada. Dolor y agotamiento. Pero procura ser fuerte y una pequeña sonrisa le ilumina la boca. Se sienta en la silla de ruedas y vuelve la cabeza para mirarme una vez más antes de que se lo lleve la enfermera.
Me quedo sin respiración.
Me entran ganas de decirle a voz en grito que lo quiero, pero no lo digo. Lo quiero con toda mi alma, pero en el fondo siento que si lo digo, si por fin lo admito en voz alta, todo se vendrá abajo. Puede que si me lo guardo, si nunca digo esas dos palabras, lo nuestro no acabe jamás. Pronunciar esas dos palabras puede ser un principio, pero para mí y para Andrew me temo que sea el final.