37

—¿Andrew? —pregunto al tiempo que me vuelvo e invado su lado de la cama. Cuando despierto un poco más, levanto la cabeza despacio y veo que no está.

Me huele a beicon.

Recuerdo la noche que hemos pasado y soy incapaz de borrarme la elocuente sonrisa de la cara. Me desenredo de las sábanas, salgo de la cama y me pongo las bragas y la camiseta.

Cuando entro en la cocina, Andrew está frente a los fogones.

—Amor —digo—, ¿por qué te has levantado tan pronto?

Voy a la nevera, la abro y busco algo con lo que humedecerme la boca. Necesito lavarme los dientes, pero si está preparando el desayuno no quiero que me sepa raro al mezclarlo con dentífrico.

—Pensaba llevarte el desayuno a la cama.

Ha tardado unos segundos más en contestar de lo que creo que debería, y le he notado la voz apagada. Levanto la vista de la nevera y lo miro. Está ahí plantado, mirando la grasa.

—Amor, ¿te encuentras bien?

Dejo que se cierre la puerta de la nevera sin coger nada.

Él apenas alza la cabeza para mirarme.

—¿Andrew?

El corazón me late más y más deprisa, aunque no sé por qué.

Me acerco a él y le pongo la mano en el brazo. Él deja de mirar la grasa y me mira despacio.

—Andrew…

En una especie de cámara lenta cruel, las piernas le ceden y su cuerpo cae en las baldosas blancas, la espumadera que tenía en la mano golpeando el suelo con él, salpicándolo de grasa caliente. Intento cogerlo, pero no soy capaz. Todo sigue moviéndose a cámara lenta: el chillido que pego, mis manos cuando le agarran los hombros, su cabeza al rebotar contra el suelo. Pero, cuando su cuerpo empieza a temblar y a convulsionarse de manera descontrolada, la cámara lenta pasa a ser veloz y aterradora.

—¡ANDREW! ¡DIOS MÍO, ANDREW!

Quiero ayudarlo a que se levante, pero su cuerpo no deja de temblar. Revuelve los ojos y tiene la mandíbula contraída de tal forma que da miedo; las extremidades, rígidas.

Grito de nuevo, las lágrimas brotándome de los ojos.

—¡Que alguien me ayude!

Entonces reacciono y voy en busca del teléfono más a mano. Su móvil está en la encimera. Marco el número de emergencias y en los dos segundos que tardan en cogerlo voy a apagar el fuego de la cocina.

—Por favor, está sufriendo un ataque. Por favor, ¡que alguien me ayude!

—Señora, lo primero que tiene que hacer es calmarse. ¿Aún tiene el ataque?

—¡Sí!

Veo horrorizada que el cuerpo de Andrew tiembla contra el suelo. Estoy tan asustada que me dan ganas de vomitar.

—Señora, quiero que aparte de su lado cualquier cosa con la que pueda hacerse daño. ¿Lleva gafas? ¿Corre peligro de que se golpee la cabeza contra un mueble o algún otro objeto?

—¡No! Pero… pero se ha dado en la cabeza al caer.

—Muy bien, busque algo que pueda ponerle debajo, una almohada, algo que impida que se golpee contra otra cosa.

Echo un vistazo en la cocina primero, pero al no ver nada voy corriendo al salón y cojo un cojín pequeño del sofá y lo llevo. Dejo el teléfono justo lo suficiente para ponerle el cojín debajo de la cabeza, que no para de dar sacudidas.

«No, no… Dios mío, ¡¿qué le está pasando?!».

Vuelvo a coger el teléfono.

—¡Le he puesto un cojín debajo de la cabeza!

—Muy bien, señora —dice la operadora sin alterarse—, ¿cuánto hace que tiene el ataque? ¿Sabe si tiene alguna enfermedad que le provoque esos ataques?

—No… no lo sé, unos…, puede que dos minutos, tres como mucho. Y no, nunca lo he visto así antes. No me ha dicho que tenga… —Ahora que caigo en la cuenta: no me lo ha dicho. Se me empiezan a pasar toda clase de cosas por la cabeza, y lo único que consigo es volver a perder los nervios—. Por favor, ¡manden una ambulancia! ¡Por favor! ¡De prisa! —Me ahogo con mis propias lágrimas.

Las convulsiones de Andrew cesan.

Antes de que la operadora pueda responder, digo:

—¡Ha parado! ¿Qué… qué hago?

—Muy bien, señora, necesito que lo ayude a ponerse de lado. Le enviaremos una ambulancia. ¿Cuál es la dirección?

Mientras lo pongo de lado, la pregunta me deja helada.

«¡No lo sé! ¡Joder, no lo sé! ¡Mierda!».

—No… no sé cuál es la… —Me levanto como una bala y corro hacia la encimera, donde se amontona el correo, veo la dirección en el sobre de arriba y se la leo.

—La ambulancia va en camino. ¿Quiere que me quede al teléfono con usted mientras llega?

No estoy segura de lo que me ha dicho, o de si no ha dicho nada y sólo son imaginaciones mías, pero no contesto. No puedo dejar de mirar a Andrew, inconsciente en el suelo de la cocina.

—¡Está inconsciente! Dios mío, ¡¿por qué no se despierta?! —Me llevo la mano libre a la boca.

—No es tan raro —aclara la mujer, y por fin salgo de mi estupor y la escucho—. ¿Quiere que siga con usted hasta que llegue la ambulancia?

—Sí, por favor, no cuelgue. Por favor.

—No se preocupe, estoy aquí —afirma.

Y su voz es mi único consuelo. No puedo respirar. No puedo pensar con claridad. No puedo hablar. Sólo puedo mirarlo. Estoy demasiado asustada hasta para sentarme en el suelo a su lado por miedo de que vuelva a darle el ataque y yo esté por medio.

Minutos después oigo un ulular de sirenas en la calle.

—Creo que han llegado —digo al teléfono, la voz lejana.

Sigo sin poder apartar la vista de Andrew.

«¿Por qué está pasando esto?».

Llaman a la puerta y finalmente me levanto y salgo corriendo para abrir a los paramédicos. Ni siquiera recuerdo que se me cayera el teléfono de Andrew al suelo con la operadora del servicio de emergencias aún al otro lado. Lo siguiente que recuerdo es que suben a Andrew a una camilla y lo sujetan con unas correas.

—¿Cómo se llama? —pregunta alguien, y estoy segura de que es uno de los paramédicos, pero no le veo la cara. Sólo veo la de Andrew mientras lo sacan por la puerta.

—Andrew Parrish —respondo en voz baja.

Oigo vagamente el nombre del hospital al que el paramédico me dice que lo llevan. Y, cuando se marchan, me quedo como un pasmarote, la vista clavada en la puerta donde lo he visto por última vez. Tardo varios largos minutos en poner en orden las ideas, y lo primero que hago es cogerle el móvil y buscar el número de su madre. La oigo llorar al otro extremo cuando le cuento lo sucedido y creo que se le cae el teléfono.

—¿Señora Parrish? —Noto que se me saltan las lágrimas—. ¿Señora Parrish? —Pero no está.

Al cabo, me pongo algo de ropa —ni siquiera sé lo que llevo—, y, después de coger las llaves del coche de Andrew y mi bolso, salgo corriendo. Doy vueltas unos minutos con el Chevelle hasta que me doy cuenta de que no sé adónde voy ni dónde estoy. Encuentro una estación de servicio y pregunto cómo llegar al hospital. Me dan indicaciones, pero casi no consigo llegar sin perderme. No puedo pensar con claridad.

Cierro la puerta de golpe e irrumpo en urgencias con el bolso resbalándoseme por el hombro. Se me podría caer y no notaría la diferencia. La enfermera del mostrador busca información y me indica por dónde ir. Acabo en una sala de espera. Y estoy completamente sola.

Creo que ha pasado una hora, pero podría equivocarme. Una hora. Cinco minutos. Una semana. Da lo mismo: todo me parecería lo mismo. Me duele el pecho de tanto llorar. He estado dando tantas vueltas que he empezado a contar las motas de la moqueta de tanto ir arriba y abajo.

Otra hora.

La sala de espera es increíblemente anodina, con paredes marrones y asientos marrones dispuestos ordenadamente en dos filas en el centro de la habitación. Un reloj sobre la puerta va marcando el tiempo con su tictac, y aunque el sonido apenas me resulta perceptible, mi cerebro cree poder oírlo. Cerca hay una cafetera y un lavabo. Un hombre —creo— acaba de entrar por una puerta lateral, se llena un vasito de plástico y se marcha.

Otra hora.

Me duele la cabeza. Tengo los labios agrietados. No paro de pasarme la lengua por ellos, empeorando la situación. Llevo un rato sin ver pasar a ninguna enfermera, y empiezo a desear haber parado a la última que vi antes de que se fuera por el largo y aséptico pasillo iluminado con fluorescentes.

¿Por qué están tardando tanto? ¿Qué está pasando?

Me doy una palmada en la frente y, cuando voy a sacar el móvil de Andrew del bolso, oigo una voz familiar.

—¿Camryn?

Me vuelvo de prisa.

Asher, el hermano menor de Andrew, entra en la sala.

Quiero sentirme aliviada al ver que por fin alguien viene a hablar conmigo, a quitarme esta profunda sensación de doloroso vacío, pero no puedo sentir alivio porque seguro que me va a contar algo horrible de Andrew. Que yo sepa, Asher ni siquiera estaba en Texas, y si está aquí de pronto seguro que es porque ha cogido el primer avión desde dondequiera que se encontrara, y la gente sólo hace eso cuando ha pasado algo malo.

—¿Asher? —digo, las lágrimas tensando mi voz. Me echo en sus brazos sin vacilar y él me estrecha con fuerza—. Por favor, dime qué está pasando —pido, las lágrimas cayéndome de nuevo—. ¿Está bien Andrew?

Él me coge la mano, me lleva hasta un asiento y me acomodo a su lado, estrujando el bolso en el regazo sólo para tener algo a lo que agarrarme.

Asher se parece tanto a Andrew que se me parte el corazón.

Me sonríe con amabilidad.

—Ahora mismo está bien —responde, y esa pequeña frase basta para que una sacudida de energía me recorra el cuerpo—. Pero probablemente no por mucho tiempo.

E igualmente de prisa, esa energía esperanzadora me abandona arrastrando consigo otras partes de mí: el corazón, el alma, esa pizca de esperanza que llevaba manteniendo desde que pasó esto. «¿Qué dice Asher?… ¿Qué está intentando decirme?».

Las lágrimas me sacuden el pecho.

—¿Qué quieres decir? —Apenas me salen las palabras.

Él coge aire con tranquilidad.

—Hará unos ocho meses, mi hermano se enteró de que tiene un tumor cerebral… —cuenta con cautela.

Me quedo sin corazón. Me quedo sin respiración.

El bolso se me cae al suelo, todo se sale, pero soy incapaz de moverme para recogerlo. No puedo mover… ninguna parte de mi cuerpo.

Noto que Asher me coge la mano.

—Como mi padre estaba enfermo, Andrew se negó a hacerse más pruebas. Se suponía que tenía que ir a ver al doctor Marsters esa misma semana, pero no quiso ir. Mi madre y mi hermano, Aidan, hicieron todo lo que pudieron para que fuese. Que yo sepa, dijo que sí en un momento dado, pero no llegó a ir porque mi padre empeoró.

—No… —sacudo la cabeza una y otra vez, no quiero creer lo que me está contando—, no… —Sólo quiero desterrar sus palabras de mi cabeza.

—Por eso Andrew y Aidan han andado como el perro y el gato —continúa Asher—. Aidan solamente quería que Andrew hiciera lo que tenía que hacer, y Andrew, el muy cabezota, venga a discutir con él.

Miro la pared y digo:

—Por eso no quería ver a su padre en el hospital… —Al comprenderlo me siento más aturdida aún.

—Sí —afirma Asher en voz queda—. Y tampoco quiso ir al funeral por lo mismo.

Ahora miro a Asher, mis ojos atravesándolo, dándome golpecitos con los dedos en los labios.

—Tiene miedo. Tiene miedo de que le vaya a pasar lo mismo, de que su tumor no se pueda operar.

—Sí.

Me levanto de un salto, una barra de labios se casca al pisarla.

—Pero ¿y si no es tan malo? —espeto, desesperada—. Ahora está en el hospital, pueden hacer lo que tengan que hacer. —Voy hacia la salida—. Lo obligaré a hacerse las pruebas. ¡Como sea! Me hará caso.

Asher me agarra por el brazo. Me vuelvo.

—Que ellos sepan, ahora mismo no tiene muchas posibilidades, Camryn.

Voy a vomitar. Tengo la sensación de que miles de agujas minúsculas me acribillan las mejillas cuando más lágrimas asoman a la superficie. Y las manos me tiemblan. ¡Me tiembla todo el puñetero cuerpo!

Asher añade con suavidad:

—Lo ha dejado estar demasiado tiempo.

Me tapo la cara con las dos manos y prorrumpo en sollozos, mi cuerpo temblando sin control. Siento que Asher me abraza con fuerza.

—Quiere verte.

Sus palabras hacen que levante la vista.

—Ya lo han subido a una habitación, te acompañaré a verlo. Espera aquí unos minutos, hasta que se vaya mi madre, y te llevo.

No digo nada. Me quedo allí parada, muda…, muriéndome por dentro, el peor dolor que he sentido en mi vida.

Asher me mira una vez más para asegurarse de que lo he oído bien y después dice con cautela:

—No tardo nada. Tú espera aquí.

Asher se va y, para no desmoronarme, me agarro al asiento que tengo más a mano y me dejo caer. Ni siquiera veo bien, las lágrimas me escuecen en los ojos, me ruedan por las mejillas. Es como si alguien me hubiera metido la mano en el pecho literalmente y me hubiera arrancado el corazón.

No sé si podré verlo sin que se me vaya la cabeza del todo.

¡¿Por qué ha hecho esto?!

¡¿Por qué está pasando esto?!

Antes de que me vuelva loca de atar y empiece a romper cosas o a dar golpes y hacerme daño, me pongo a cuatro patas en el suelo para buscar el bolso. Ni siquiera me he dado cuenta de que Asher lo ha recogido todo y, después de meterlo dentro, ha dejado el bolso en la silla. Cojo el teléfono y llamo a Natalie.

—¿Sí?

—Natalie, necesito… necesito que me hagas un favor.

—Cam…, ¿estás llorando?

—Natalie, por favor, escúchame.

—Sí, claro, dime. ¿Qué pasa?

—Eres mi mejor amiga —continúo—, y necesito que vengas a Galveston. Cuanto antes. ¿Lo harás? Te necesito. Por favor.

—Dios mío, Camryn, ¿qué coño está pasando? ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

—A mí no me ha pasado nada, pero te necesito aquí. Necesito a alguien, y eres todo lo que tengo. Mi madre no… Natalie, por favor.

—Cla-claro —contesta, profundamente preocupada—. Cogeré el primer avión, iré ahora mismo. No te separes del teléfono.

Dejo caer la mano, el teléfono apretado en el puño, y miro la pared durante lo que me parece una eternidad hasta que la voz de Asher me saca de mi ensimismamiento. Lo miro. Viene hacia mí y me coge la mano, a sabiendas de que lo voy a necesitar. Me noto las piernas flojas, como si llevara unas prótesis y no las controlara del todo. Asher me agarra la mano con fuerza. Salimos al iluminado pasillo y vamos hacia un ascensor.

—Tengo que tranquilizarme —digo en voz alta, pero más para mí misma que para Asher. Le suelto la mano, me seco las lágrimas y me paso los dedos por el pelo, por la cabeza—. No puedo verlo hecha una histérica. Sólo faltaba que tuviera que tranquilizarme él a mí.

Asher no dice nada, y no lo miro. Veo nuestro reflejo en la puerta del ascensor, deformado y descolorido. Veo que el ascensor sube dos plantas y luego se detiene. La puerta se abre. Me quedo parada al principio, tengo miedo de salir, pero luego respiro hondo y me enjugo los ojos de nuevo.

Recorremos la mitad del pasillo, hasta llegar a una habitación con una puerta grande de madera entreabierta. Asher la empuja, pero yo miro al suelo y a la línea invisible que me separa a mí, en el pasillo, de Andrew, en la habitación, y me asusta cruzarla. Me da que una vez que lo haga veré que todo esto es real y que ya no hay vuelta atrás. Cierro los ojos y reprimo una nueva oleada de lágrimas, respiro hondo, los puños apretando el bolso.

Abro los ojos cuando sale la madre de Andrew.

Tiene el amable rostro exhausto debido a la emoción, como sé que lo estará el mío; el pelo revuelto, los ojos hinchados. Así y todo, consigue dedicarme una sonrisa cariñosa, me apoya con suavidad una mano en el hombro.

—Me alegro de que estés aquí, Camryn.

Y se aleja de la habitación cogida de la mano de Asher.

Los sigo con la mirada un instante en el pasillo, pero parecen fundirse con el entorno.

Echo un vistazo a la habitación desde la puerta y veo el extremo de la cama que sé que ocupa Andrew.

Entro.

—Nena, ven aquí —dice él al verme.

Al principio me quedo clavada donde estoy, pero cuando lo miro a los ojos, esos inolvidables ojos verdes que tanto poder ejercen sobre mí, dejo el bolso en el suelo y corro hasta su cama.