35

Primero paramos donde Andrew dejó el Camaro retro de 1969, y cuando entramos en el taller en el que al parecer solía trabajar, veo a mi primer texano típico de carne y hueso.

—Sabrás que estás despedido, ¿no? —dice un hombre alto que lleva un sombrero de cowboy y unas botas negras cuando sale a saludarnos. Estaba dentro, hablando con otro hombre que tiene más pinta de mecánico.

Le da la mano a Andrew y luego un abrazo, con palmaditas en la espalda.

—Sí, lo sé —responde él, dándole asimismo palmaditas—, pero tenía que hacer lo que tenía que hacer.

Andrew se vuelve hacia mí.

—Billy, ésta es mi novia, Camryn. Camryn, mi antiguo jefe, Billy Frank.

Mi corazón da un salto cuando dice que soy su novia. Oírlo decir eso me afecta mucho más de lo que pensaba que lo haría.

Billy me tiende una mano ruda, con manchas de aceite, que estrecho sin vacilar.

—Encantada de conocerte —sonrío.

Y él sonríe, los dientes torcidos y amarillos, probablemente por llevar demasiados años bebiendo café y fumando.

—Es una preciosidad —comenta Billy sonriendo a Andrew—. Yo también habría dejado el curro por una chavala así. —Le da un golpe a Andrew en el brazo de broma y luego se dirige a mí—: ¿Te trata bien? Este muchacho tiene una boquita que hará que tu madre se caiga de culo.

Suelto una risita y contesto:

—Lo de la boquita es verdad, pero me trata de maravilla.

A mi lado, los ojos de Andrew me sonríen.

—Vale, pero, si alguna vez se porta mal, ya sabes dónde encontrarme. Yo soy el único que sabe ponerlo en su sitio —dice sonriéndole a Andrew.

—Gracias, lo tendré en cuenta.

Tras dejar a Billy Frank, atravesamos el taller y salimos por una puerta lateral que da a una zona vallada donde se encuentran los coches. Sé de inmediato cuál es el suyo, aunque no lo he visto nunca salvo camuflado en la corteza del árbol que Andrew tiene tatuado. Es el más bonito de todos: gris oscuro con dos franjas negras paralelas atravesando el capó. Se parece mucho al Chevelle retro de su padre. Nos abrimos paso entre un laberinto de coches y él abre la puerta del conductor no sin antes mirar la carrocería a conciencia de delante a atrás por cada lado.

—Si no hubiera tenido que hacerle algunos arreglos cuando decidí no ir en avión a Wyoming, habría cogido a esta pequeña en lugar del autobús —explica mientras pasa los dedos por el marco de la puerta.

—No es que quiera decir nada malo de tu chica —aseguro, risueña, mientras doy unas palmaditas en el capó—, pero me alegro de que no pudiera llevarte.

Él me mira, la cara iluminada como la veo más y más cada día.

—Yo también me alegro —coincide.

Por un breve instante pienso dónde estaríamos ahora mismo si hubiera pasado eso, si no nos hubiéramos conocido. Pero en este caso breve es bastante largo, porque pensamientos así me hacen polvo el estómago. No me imagino no haberlo conocido. Ni quiero.

—Entonces, ¿vamos a coger éste en lugar del Chevelle?

Andrew se muerde un carrillo, pensando. Está junto a la puerta abierta, con una mano apoyada en el techo. Le da una palmadita y me mira.

—¿Tú qué opinas? ¿Qué quieres hacer, nena?

Ahora soy yo quien se muerde el carrillo mientras se lo plantea. No contaba con que fuese yo quien decidiera. Me acerco más al coche y miro adentro, observando los envolventes asientos de piel y…, bueno, la verdad es que es lo único que miro.

—¿Sinceramente? —pregunto cruzando los brazos.

Él hace un gesto afirmativo.

Miro de nuevo el Camaro mientras le doy vueltas al asunto.

—Creo que me gusta el Chevelle —replico—. Me encanta este coche, mola mucho, es sólo que estoy más familiarizada con el otro. —Para que mis argumentos sean más convincentes, señalo los asientos—. ¿Cómo apoyaría la cabeza en tu regazo o dormiría delante con estos asientos?

Él sonríe levemente y acaricia el techo del coche como para asegurarle que no es nada personal. Le da otra palmadita y cierra la puerta.

—Entonces cogeremos el Chevelle —decide—. A mi niña la llevaré a casa más tarde y la dejaré aparcada.

Andrew me invita a comer y me lleva a algunos sitios al azar a los que le gusta ir en Galveston Island. Y después, cuando termina la hora punta, lo llama su madre.

—Estoy nerviosa —digo en mi asiento cuando vamos hacia la casa de su madre.

Él arruga el ceño, me mira y dice:

—Pues no lo estés; le vas a encantar. —Centra la vista en la carretera—. No es una de esas zorras estiradas que piensan que nadie es bueno para su hijo.

—Eso sí que es un alivio.

—Y aunque lo fuera —añade, sonriéndome—, le encantarías.

Junto las manos en el regazo y sonrío. Da igual: puede ponerla por las nubes y decirme lo maja que es todo lo que quiera, que seguiré teniendo los mismos nervios en el estómago.

—¿Se lo vas a decir? —pregunto.

Me mira.

—¿Qué?, ¿que nos vamos?

—Sí.

Asiente.

—Se lo diré, de lo contrario se preocupará lo bastante como para querer llevarme a terapia.

—¿Qué crees que dirá?

Andrew suelta una risita.

—Nena, tengo veinticinco años y llevo fuera de casa desde los diecinueve. Se lo tomará bien.

—Es que, bueno…, ya sabes…, la razón por la que te marchas y lo que pensamos hacer exactamente… —Miro hacia otro lado y luego hacia el parabrisas—. No es como hacer las maletas y mudarse a otra ciudad; hasta mi madre podría digerir eso. Pero si le dijera que pretendo viajar ni se sabe adónde y que lo voy a hacer con un tío al que conocí en un bus, probablemente se asustara un poco.

—¿Probablemente? —repite él—. ¿Como si se lo dijeras?

Lo miro.

—No, claro que voy a decírselo. Al igual que tú, creo que es mejor que lo sepa, pero…, Andrew, ya sabes a qué me refiero.

—Sí, lo sé, nena —dice, pone el intermitente de la izquierda y gira en el stop—. Y tienes razón, no es lo que se dice normal.

Luego me sonríe, y eso hace que se me dibuje una sonrisa en la cara de inmediato.

—Pero ¿no es ése un motivo por el que lo hacemos? ¿Porque no es normal?

—Pues sí.

—Claro que el motivo principal es la compañía —asegura.

Me pongo roja.

Después de dejar atrás dos manzanas más de casitas de estilo residencial y aceras blancas con niños montando en bicicleta, llegamos a la casa de su madre, de una planta, con un bonito jardín que rodea la parte delantera y dos exuberantes arbustos verdes a ambos lados del camino que lleva hasta la puerta principal. El Chevelle se sitúa detrás de un coche familiar blanco de cuatro puertas que está aparcado en un garaje abierto de par en par. Me miro de prisa y corriendo en el espejo retrovisor para asegurarme de que no tengo mocos pegados en la nariz ni lechuga entre los dientes del sándwich de pollo que me comí antes, y Andrew da la vuelta y me abre la puerta.

—Vaya, vaya, ya veo cómo va esto —le tomo el pelo—. Sólo me abres la puerta cuando cabe la posibilidad de que tu madre esté mirando.

Me tiende la mano y hace una reverencia con aire teatral.

—A partir de ahora os abriré la puerta si os gustan estas cosas, mi señora… Sin embargo…, no pensaba que fueseis de ésas.

Pongo mi mano en la suya y esbozo una ancha sonrisa al ver semejante despliegue.

—Ah, ¿no? —inquiero con un acento inglés horroroso al tiempo que levanto el mentón—. Y, dígame, señor Parrish, ¿cómo pensaba usted que era?

Cierra la puerta y me coge del brazo, la espalda recta y la barbilla alta.

—Pensaba que eras de las que les importaba una mierda, siempre y cuando la puerta se abriera cuando quisieras salir.

Se me escapa una risita.

—Pues no te equivocabas —aseguro, y me pego a su hombro mientras me lleva hacia la puerta que se abre en el garaje.

La puerta da a la cocina, donde nos recibe un olor a estofado. Pienso: «¿Ha tenido tiempo de preparar un estofado?». Pero entonces veo la olla a presión en la encimera. Andrew rodea la barra y va a la zona de estar justo cuando una mujer guapa de pelo cobrizo aparece por el pasillo.

—Cuánto me alegro de que hayas venido —dice, y le da un fuerte abrazo, prácticamente estrujándolo con su cuerpecillo. Andrew debe de pasarle por lo menos unos ocho centímetros. Pero ya veo de dónde ha sacado los ojos verdes y los hoyuelos.

Su madre me sonríe con todo el afecto del mundo y, para mi sorpresa, también me da un abrazo. Me dejo hacer, tiesa como un palo, los brazos pegados en vertical a su espalda.

—Tú debes de ser Camryn —deduce—. Es como si ya te conociera.

Me resulta raro, pues yo no he sabido de su existencia hasta hoy. Miro con disimulo a Andrew, que me devuelve una sonrisa misteriosa. Me figuro que ha tenido bastantes ocasiones para hablar de mí durante el viaje, sobre todo antes de que empezáramos a compartir habitación, pero lo que más me sorprende es por qué ha hablado tanto de mí.

—Encantada de conocerla, señora… —Abro mucho los ojos cuando miro a Andrew para que me facilite la información por la que voy a darle una patada en la espinilla por no habérmela facilitado antes. Y nada de sonrisas, para que sepa que estoy mosqueada, pero él sigue sonriendo.

—Llámame Marna —pide su madre, y acto seguido me coge las manos, que levanta con las suyas mientras me mira de arriba abajo con esa sonrisa resplandeciente que tiene—. ¿Habéis comido? —pregunta mirando primero a Andrew y luego a mí.

—Sí, mamá, picamos algo antes.

—Ya, pero deberíais comer. He hecho un estofado con judías verdes.

Sólo me suelta una mano, la otra la mantiene agarrada con suavidad, y la sigo al salón, donde hay un televisor enorme sobre la chimenea.

—Sentaos, os traeré un plato.

—Mamá, Camryn no tiene hambre, de verdad.

Andrew entra detrás.

La cabeza me da vueltas: su madre sabe cosas de mí, por lo visto lo bastante para que tenga la sensación de que me conoce. Es muy amable y toda sonrisas, como si ya le cayera bien. Por no mencionar que me cogió a mí de la mano en lugar de coger a su hijo para guiarme por la casa. ¿Me estoy perdiendo algo o es que es sólo la persona más maja con la personalidad más encantadora del mundo? Sea lo que sea, el sentimiento es mutuo.

Me mira y ladea la cabeza a la espera de que diga algo. Me tenso un poco porque no quiero herir sus sentimientos, y me excuso:

—Se lo agradezco mucho, de verdad, pero ahora mismo no creo que pueda comer nada.

Su sonrisa se suaviza.

—Bueno, ¿y algo de beber?

—Eso sí. ¿Tiene té?

—Claro —contesta—. ¿Con azúcar, sin azúcar, de limón, de melocotón, de frambuesa…?

—Uno con azúcar es perfecto, gracias.

Me siento en el centro del sofá color burdeos.

—Cariño, ¿tú qué quieres?

—Lo mismo que Camryn.

Andrew se sienta a mi lado y, antes de volver a la cocina, su madre nos mira un instante, sonriendo mientras piensa algo para sus adentros. Acto seguido, desaparece.

Me vuelvo hacia Andrew rápidamente y le pregunto en voz baja:

—¿Qué le has contado de mí?

Él sonríe.

—En realidad, nada —asegura, e intenta quitarle importancia, pero no funciona—. Sólo que conocí a una chica súperguapa y maja que es muy malhablada y tiene un antojo muy pequeño en la cara interna del muslo izquierdo.

Le doy en la pierna, y su sonrisa se ensancha.

—No, nena —continúa, ahora serio—, sólo le dije que te conocí en el bus y que no nos hemos separado desde entonces.

Me pasa la mano por el muslo para tranquilizarme.

—Da la impresión de que le caigo demasiado bien para haberle dicho sólo eso.

Andrew se encoge ligeramente de hombros y a continuación su madre vuelve con dos vasos de té que nos deja delante, sobre la mesa. Tienen pequeños girasoles amarillos en un lateral.

—Gracias —digo, y bebo un sorbo y dejo el vaso con suavidad en la mesa. Busco un posavasos, pero no veo ninguno.

Ella se sienta frente a nosotros, en la butaca a juego.

—Andrew me ha dicho que eres de Carolina del Norte.

«Ya…, conque eso es todo lo que le ha dicho, ¡y una mierda!». Sé que se ríe para sí, es como si lo oyera perfectamente. Sabe que no puedo asesinarlo con la mirada ni darle ni hacer nada de lo que haría en condiciones normales. Me limito a sonreír como si no estuviera sentado a mi lado.

—Sí —replico—. Nací en New Bern, pero he vivido en Raleigh casi toda mi vida. —Doy otro sorbo.

Marna cruza las piernas y une las manos en el regazo. Lleva joyas sencillas, dos anillos discretos en cada mano, unas bolitas de oro en las orejas y una cadena a juego oculta entre los pliegues de la blusa blanca.

—Mi hermana mayor vivió dieciséis años en Raleigh antes de volver a Texas. Es un bonito estado.

Asiento y sonrío. Imagino que no ha sido más que un tópico para romper el hielo, porque ahora se hace un silencio incómodo y veo que Marna mira mucho a Andrew de reojo. Y él no dice nada. Este silencio me escama, es como si yo fuera la única de la habitación que no sabe lo que están pensando los demás.

—Y dime, Camryn, ¿por qué estabas de viaje cuando conociste a Andrew? —inquiere Marna, y su mirada se aparta de él.

Hala, genial. Esto no me lo esperaba. No quiero mentir, pero la verdad no es precisamente de lo que se suele charlar cuando se toma un té con alguien a quien acabas de conocer.

Andrew bebe un gran trago de té y deja el vaso en la mesa.

—Digamos que estaba más o menos en mi mismo barco —responde por mí, y la respuesta me deja estupefacta—. Yo iba por el camino más largo y Camryn por el camino a ninguna parte, y da la casualidad de que los dos llevaban al mismo sitio.

La curiosidad hace que a Marna se le iluminen los ojos. Tuerce la barbilla, me mira, mira a Andrew y luego a los dos. Hay algo cordial pero muy misterioso en su cara, y no la perplejidad, el escepticismo que me esperaba.

—En fin, Camryn, quiero que sepas que me alegro mucho de que os hayáis conocido. Por lo visto, tu compañía ha ayudado a Andrew a superar algunas dificultades.

Su viva sonrisa se apaga un tanto tras el comentario, y veo con el rabillo del ojo que él la mira con cautela. Supongo que su madre ya ha dicho bastante, o puede que le preocupe que vaya a decir algo que lo avergüence delante de mí.

Como me siento ligeramente incómoda al ser la única a la que evidentemente le falta información, me obligo a esbozar una pequeña sonrisa por la madre.

—La verdad es que nos hemos ayudado mucho mutuamente —admito, y ahora sonrío más porque lo que digo no puede ser más cierto.

Marna se da una palmadita en los muslos, sonríe con cara de felicidad y se levanta.

—Tengo que hacer una llamada rápida —anuncia moviendo una mano—. Se me olvidó decirle a Asher una cosa sobre la moto esa que quiere comprarle al señor Sanders. Será mejor que lo llame antes de que se me vuelva a olvidar. Perdonadme, sólo serán unos minutos.

Sus ojos se detienen con disimulo en Andrew antes de salir del salón. Lo he visto, seguro que ninguno de los dos piensa que no sé que hay algo que a todas luces no debo saber. No sé si es que en el fondo no le caigo bien a Marna y ha hecho el paripé delante de mí para que Andrew no se sienta violento o si se trata de algo completamente distinto. Me está volviendo loca, y ya no estoy tan relajada como llegué a estarlo nada más conocerla.

Y no me equivoco: pocos segundos después de que su madre se haya ido, Andrew se pone en pie.

—¿Qué pasa? —pregunto como si tal cosa.

Él me mira y me da la sensación de que sabe que no voy a pasar esto por alto eternamente. Es consciente de que he sido más observadora de lo que a él le habría gustado.

Sus ojos escrutan mi cara pero no sonríe, sólo me mira como se miraría a alguien a quien se está a punto de decir adiós. Luego se inclina y me besa.

—No pasa nada, nena —niega, decidiendo ser el Andrew risueño y juguetón que tan bien conozco.

Pero no me lo trago. Sé que está mintiendo, y no pienso dejarlo estar. Lo haré por ahora, mientras estemos aquí, pero después será otra historia.

—Ahora mismo vuelvo —dice, y sale por donde se fue su madre.