34

Cuando veo la revista porno en el retrete, que está ahí con la misma naturalidad que si se tratara de una de motos, no puedo evitar reírme para mis adentros. Me pregunto un instante si habrá algún tío en el mundo que no consuma pornografía, y acto seguido me doy cuenta de lo estúpida que es la pregunta. No puedo decir nada: yo le he dado lo mío al porno en internet.

Me doy una larga ducha caliente, me seco con la toalla de playa que me ha dado Andrew y me visto.

No me gusta estar aquí. En su casa. En Texas.

En cualquier otro momento y en otras circunstancias la cosa sería distinta, pero sigo pensando lo que le dije la otra noche cuando paramos en el arcén. Este sitio, todo en él da la sensación de que es el final. La magia del tiempo que hemos pasado juntos en la carretera prácticamente se ha esfumado con la lluvia de la semana pasada. No lo que sentimos el uno por el otro…, no, eso es tan fuerte que pensar en el final acaba metafóricamente conmigo. Lo que sentimos el uno por el otro es… bueno, es todo cuanto nos queda. La carretera ha desaparecido. Las paradas espontáneas y no saber a veces dónde estamos, pero que nos importe una mierda, han desaparecido. Los moteles y las pequeñas cosas como las tiras de cecina, el aceite para niños y los baños de espuma han desaparecido. La banda sonora del tiempo que hemos pasado juntos, nuestra breve vida en común, se esfumó cuando terminó la última canción del álbum. Ahora todo cuanto oigo es la suave vibración del silencio que sale por los altavoces. Creo que lo único que quiero hacer es estirar el brazo y empezar de nuevo, pero mi mano no se mueve para darle al botón.

Y no entiendo por qué.

Me limpio la lágrima de la cara y empujo hacia abajo las emociones para que no afloren, respirando hondo antes de abrir la puerta del cuarto de baño.

Al cruzar el comedor oigo a Andrew, que está hablando por teléfono.

—No me jodas ahora, Aidan. No tengo necesidad de aguantar esta mierda. Sí, ¿y qué? ¿Quién eres tú para decirme lo que hacer con mi vida? ¿Qué? Dame un puto respiro, tío, los funerales no son obligatorios. Por mi parte, preferiría no ir a ninguno más a menos que sea el mío. De todas formas, no sé por qué la gente celebra funerales: ir a ver a alguien a quien quieres muerto y metido en una puta caja… Si es la última vez que veo a alguien preferiría verlo vivo. No me vengas con esa mierda, Aidan. Sabes que es una chorrada.

No quiero quedarme fuera como si estuviera escuchando, pero tampoco me parece apropiado entrar.

Lo hago de todas formas. Andrew se está cabreando demasiado y sólo quiero calmarlo un poco. Nada más verme, deja el tono airado con Aidan y se endereza en el sofá.

—Escucha, tengo que irme —dice—. Sí, ya he llamado a mamá. Sí. Sí, claro, entendido. Luego.

Cuelga el teléfono y lo deja en la mesita de roble junto a donde tiene apoyados los pies descalzos.

Me siento a su lado en la chaise longue.

—Lo siento —se disculpa, y me da unas palmaditas en el muslo y después me lo acaricia con la mano—. Es que siempre está con lo mismo.

Me muevo y me siento encima de él, que me estrecha contra su pecho como si yo fuese lo que necesita para tranquilizarse. Le echo los brazos al cuello y entrelazo los dedos. Me inclino y lo beso en la comisura de la boca.

—Camryn. —Me mira a los ojos—. Escucha, yo tampoco quiero que esto sea el final —asegura, como si me hubiese leído el pensamiento cuando estaba en el cuarto de baño hace un momento.

De pronto me levanta y me sienta a horcajadas sobre él, las rodillas dobladas en el sofá. Me coge las dos manos y me dirige una mirada seria e intensa.

—¿Y si…? —Desvía la mirada, sopesando bien las palabras, aunque ojalá supiera si es porque quiere decir lo que sea de la manera adecuada o no decirlo.

—Y si, ¿qué? —pruebo. No quiero que se eche atrás, sea lo que sea. Quiero que lo diga. Vuelvo a sentir cierta esperanza y no puedo dejarla pasar—. ¿Andrew?

Sus intensos ojos verdes me miran cuando mi voz lo devuelve al presente.

—¿Y si nos vamos juntos? —propone, y el corazón empieza a latirme con más fuerza—. No quiero estar aquí. Y no lo digo por lo de mi padre o por mi hermano…, nada de eso tiene nada que ver con lo que siento. Ahora mismo. Aquí, contigo. Con lo que he sentido todo este tiempo, desde el día que te vi sola en ese autobús en Kansas. —Me aprieta las manos—. Sé que perdiste a tu alma gemela, pero… quiero que seas mía. Podríamos dar la vuelta al mundo juntos, Camryn… Sé que no puedo sustituir a tu ex…

Las lágrimas me corren por la cara.

Él lo interpreta mal. Sus manos sueltan las mías y de pronto es incapaz de mirarme. Le agarro la cara, obligando a centrar en mí su mirada atormentada.

—Andrew… —sacudo la cabeza, llorando como una Magdalena—, siempre has sido tú —susurro con aspereza—. Incluso con Ian sentía que faltaba algo. Te lo dije, aquella noche en el campo, te dije que… —Dejo la frase a medias. Sonrío y afirmo—: Tú eres mi alma gemela. Lo sé desde hace tiempo. —Lo beso en la boca—. No se me ocurre nada mejor que hacer en este mundo que verlo contigo. Nuestro sitio está en la carretera. Juntos. Ahí es donde quiero estar.

Se le saltan las lágrimas, pero consigue contenerlas antes de que caigan con su radiante sonrisa. Y luego su boca se pega a la mía, cogiéndonos la cara entre las manos. Su beso me corta la respiración, pero se lo devuelvo con más fuerza, aspirando su aliento cuanto puedo. Y, sin dejar de besarnos, sus manos sueltan mi cara y rodean con fuerza mi cuerpo para levantarme con él.

—Tienes que conocer a mi madre, iremos a verla hoy —afirma escrutando mi rostro, mirándome profundamente a los ojos.

Me sorbo la nariz y asiento.

—Me encantaría conocerla.

—Genial —responde, y me separa de él—. Me meteré en la ducha, haremos unos recados por el centro e iremos a verla cuando salga de trabajar.

—Vale —contesto sin que la sonrisa se borre de mi boca.

No podría borrarla aunque lo intentara.

Me mira un buen rato, como si no quisiera marcharse ni para darse una ducha, sus ojos risueños tan radiantes como los vi aquella noche después de que actuáramos en el Old Point. Su cara dice todas las cosas que alguien que es sumamente feliz querría decir, pero él no dice nada.

No hace falta.

Al cabo, se va para ducharse y yo voy a ver si tengo algún mensaje. Mi madre por fin ha llamado. Me ha dejado un mensaje de voz contándome lo del crucero por las Bahamas, que al final duró ocho días. Da la impresión de que le gusta ese tío, Roger. Lo cierto es que tendría que pasarme por casa y quedarme lo suficiente para someterlo a mi examen de capullos por si mi madre se ha cegado con algo que tenga ese tipo que eclipse las señales de advertencia: más dinero que mi padre, un cuerpo mejor que el de Andrew —aunque eso es poco probable— o una gran… Bueno, no estoy muy segura de cómo averiguaría algo así a menos que se lo preguntara directamente a mi madre, y no pienso hacerlo.

Mi padre también ha llamado. Dijo que se va a Grecia dentro de un mes en un viaje de negocios y que si quiero ir con él. Me encantaría, pero lo siento, papá, si voy a Grecia el año que viene o cuando sea será con Andrew. Siempre he sido la niñita de mi padre, pero en algún momento hay que crecer, y ahora… ahora soy la niñita de Andrew.

Me sacudo esos vagos pensamientos y sigo escuchando mensajes. Natalie al final llamó en lugar de morderse la lengua y mandar un mensaje de texto. Sé que a estas alturas debe de estar que se sube por las paredes al no saber lo que he estado haciendo ni con quién estoy. Creo que quizá se lo haya hecho pasar mal demasiado tiempo.

Hum…, podría darle un anticipo.

Esbozo una sonrisa maliciosa. Un anticipo podría ser una tortura mayor, pero es mejor que nada.

Cuando Andrew sale de la ducha con una toalla mojada al cuello, lo llamo para que venga al salón. Ahí está, sin camiseta, el tío más bueno que he visto en toda mi vida, con gotas de agua en los morenos abdominales. Me entran ganas de quitársela a lametones, pero me contengo por Natalie.

—Amor, ven aquí —le pido, llamándolo con un dedo—. Quiero mandarle a Natalie una foto de los dos. Lleva dándome la lata contigo desde Nueva Orleans, pero todavía no le he contado nada, ni siquiera le he dicho cómo te llamas. Me dejó un mensaje de voz. —Me pongo a teclear en el móvil.

Él se ríe y se seca el pelo con la toalla.

—¿Qué dice?

—Básicamente que está a punto de estallar. Quiero hacerla rabiar un poco.

A Andrew se le marcan los hoyuelos.

—Pues claro, soy todo tuyo. —Se desploma en el sofá y me arrastra consigo.

Saco unas cuantas fotos: una mirando a la cámara, otra con él plantándome un besazo en la mejilla y una tercera en la que él mira a la cámara con aire seductor mientras saca la lengua de lado y me chupa la cara.

—Ésta es perfecta —aseguro, entusiasmada, de la tercera—. Le va a dar algo. Prepárate: cuando vea esta foto, es muy posible que a Texas llegue el huracán Natalie.

Andrew se ríe y me deja en el sofá con el móvil.

—Estaré listo dentro de unos minutos —informa al salir del salón.

Adjunto la foto a un mensaje y escribo:

Aquí nos tienes, Nat, estamos en Galveston, Texas :-)

Y lo envío. Andrew trajina por el piso. Voy a levantarme para ver qué hace cuando, menos de un minuto después de haber mandado la foto, Natalie responde:

Jooodr! T acuestas con Kellan Lutz???!!!

Me parto de risa. Viene Andrew, por desgracia con una camiseta esta vez, se está metiendo la parte de delante en los pantalones. Y ha cambiado los pantalones cortos por unos vaqueros.

—¿Cómo? ¿Ya ha contestado?

Parece que le hace gracia.

—Sí —respondo entre risas—, sabía que no tardaría mucho.

Empiezan a sucederse rápidamente los mensajes, como si al otro lado hubiera una máquina:

Cam, jooodr, stá d muert. Srás…!!!

Llámam. AHORA!!!!!!!!!!

CAMRYN MARYBETH BENNETT! Más t val k m llams!

Stoy muerta dl asno!!!

Dl ASNO.

AHHH!!!!!!

M cago n l corrctor! Odio st puto tlfono.

Dl ASCO, no dl asno!!

No puedo parar de reír. Andrew se acerca por detrás y me quita el móvil.

Se ríe al leer la retahíla.

—¿No se come muchas letras? —comenta—. Y ¿quién coño es Kellan Lutz? ¿Es feo?

Me mira con cierto temor en los ojos.

«Ehhh…, no, feo, desde luego, no es».

—Es un actor —intento explicar—. Y no, no es feo. No le des muchas vueltas; Natalie siempre, siempre, compara a todo el mundo con algún famoso, y normalmente carga bastante las tintas. —Recupero el teléfono mientras Andrew sigue comiéndose un poco el coco con mi explicación y lo dejo en el sofá—. Ella y yo fuimos al colegio con Shay Mitchell y Hayden Panettiere, Megan Fox fue la reina del baile de fin de curso, y Chris Hemsworth el rey. —Chasqueo la lengua—. Y también estaba la peor enemiga de Natalie, una animadora que intentó quitarle a Damon en décimo curso; Natalie dijo que era la versión guarra de Nina Dobrev: ninguna de esas personas se parecía a ellas, o no mucho, en cualquier caso. Es que Natalie es… rara.

Andrew sacude la cabeza, risueño.

—Bueno, desde luego es todo un personaje, eso hay que reconocérselo.

Aunque el teléfono sigue vibrando contra el cojín del sofá, no le hago caso, me acerco a Andrew y le paso los brazos por la cintura.

—¿Estás seguro de que quieres hacer esto conmigo?

Me mira a los ojos y me pone las manos en las mejillas.

—No he estado más seguro de nada en toda mi vida, Camryn.

Acto seguido empieza a dar vueltas por la habitación.

—Siempre he sentido este… este… —su mirada es intensa, concentrada—, este agujero… Me refiero a que no era un agujero vacío, siempre había algo en él, pero nunca lo que tenía que haber. Nunca era lo adecuado. Fui a la universidad durante un tiempo, hasta que un día me dije: «Andrew, ¿qué coño haces aquí?». Y caí en la cuenta de que no estaba allí porque quisiera, sino porque era lo que la gente esperaba, incluida gente a la que no conozco, la sociedad. Es lo que la gente hace: crece, va a la universidad, consigue un empleo y hace la misma mierda a diario durante el resto de su vida hasta que envejece y muere; exactamente lo que me dijiste tú aquella noche de tus planes con tu ex. —Mueve la mano derecha como si diera un manotazo en el aire—. La mayoría de la gente nunca ve nada aparte del sitio en el que creció. —Sus pasos se vuelven más enérgicos, deteniéndose sólo de vez en cuando, cuando quiere resaltar una palabra o una idea importante. Casi ni me mira, es más como si dijera esas cosas para sí, como si el mar de respuestas que lleva buscando toda la vida finalmente inundara su cabeza y él intentara abarcarlas todas a la vez—. Nunca me gustó realmente nada de lo que hacía…

Al cabo, me mira.

—Y entonces te conocí… y fue como si algo se disparara en mi cabeza, o despertara, no… no sé, pero…

Se planta delante de mí de nuevo. Tengo ganas de llorar, pero no lloro.

—… Pero supe que, fuera lo que fuese, estaba bien. Era lo adecuado. Tú eras la adecuada.

Me pongo ligeramente de puntillas y lo beso en la boca. Hay tantas cosas que quiero decir, pero me abruman y no soy capaz de elegir.

—Supongo que yo he de hacerte la misma pregunta —añade—. ¿Estás segura de que quieres hacer esto?

Mis ojos le sonríen con cariño.

—Andrew, ni siquiera es una pregunta —respondo—. ¡Sí!

La sonrisa que me dedica Andrew es tan luminosa que sus preciosos ojos verdes resplandecen.

—Pues es oficial —zanja—, nos iremos mañana. En el banco tengo algo de dinero para tirar una temporada.

Asiento, sonrío y contesto:

—La verdad es que el dinero que yo tengo en el banco no me lo he ganado, y por eso siempre he sido parca con él, pero por esto me puliré hasta el último centavo, y cuando se acabe…

—Antes de que se nos acabe —interrumpe— trabajaremos allí donde estemos, como tú dijiste. Podemos tocar en clubes y bares y mercados de granjeros. —La idea hace que suelte una risotada, pero va muy en serio—. E incluso podemos trabajar en bares y restaurantes cocinando o fregando platos, o sirviendo, y… No sé, ya veremos.

Todo ello parece un sueño alocado que se ha salido de madre, pero a ninguno de los dos nos importa. Estamos viviendo el momento.

—Sí, antes de que se acabe es un plan infinitamente mejor —coincido, ruborizándome—. No quiero terminar mendigando o durmiendo detrás de contenedores o en una esquina con un letrero que ponga: «Trabajamos a cambio de comida».

Andrew se ríe y me estruja los hombros.

—No, no llegaremos a ese punto. Trabajaremos siempre, pero nunca demasiado tiempo en un mismo sitio y nunca haciendo lo mismo una y otra vez.

Lo miro un instante a los ojos, luego le echo los brazos al cuello y lo beso apasionadamente.

Luego él coge sus llaves.

—Vamos —propone, y echa hacia atrás la cabeza y me tiende la mano, que agarro—. Lo primero es lo primero: tengo que ir a ver mi coche. ¡Seguro que mi niña me echa de menos!

Revistas porno y un coche al que venera como si fuera una mujer.

Meneo la cabeza riéndome para mis adentros mientras tira de mí hacia la puerta. Cojo el bolso del suelo y salimos.