—Tienes que hacerlo, para asegurarte —afirmó Marsters, sentado en la típica silla con ruedas negra del típico consultorio con la típica bata.
—No hace falta —respondí, sentado enfrente de él—. ¿Qué más hay que decir? ¿Qué más hay que encontrar?
—Pero…
—No, ¿sabe qué?, que le den. —Me levanté empujando la silla y lanzándola contra una planta que había detrás—. No pasaré por toda esa mierda.
Salí de la consulta dando un portazo tan fuerte que el cristal tembló.
—Andrew, amor, despierta —oigo decir a Camryn.
Abro los ojos. Sigo en el asiento del acompañante. Me pregunto cuánto habré dormido.
Me yergo, muevo la cabeza a ambos lados y me paso una mano por la cara.
—¿Estás bien?
Es de noche. Miro y veo que Camryn me mira con aire de preocupación antes de que se vea obligada a mirar al frente.
—Sí —afirmo, asintiendo—. Muy bien. Supongo que era una pesadilla, pero ni siquiera recuerdo de qué iba —miento otra vez.
—Diste un puñetazo en el salpicadero —cuenta con una risilla—. El puño salió disparado de la nada, me pegaste un susto de muerte.
—Lo siento, nena. —Me inclino hacia ella, sonriendo, y la beso en la mejilla—. ¿Cuánto rato llevas conduciendo?
Mira de reojo los resplandecientes números del reloj.
—No sé, puede que un par de horas.
Miro la siguiente señal de la carretera para ver si ha hecho lo que le pedí que hiciera y no se ha salido de la 90.
—Para ahí. —Señalo un claro llano junto a la carretera.
Deja el firme, sale al asfalto quebrado y detiene el coche. Voy a salir, pero ella me coge por el brazo y me lo impide.
—Espera…, Andrew.
La miro. Apaga el motor y se desabrocha el cinturón.
—Conduciré un rato para que duermas un poco.
—Ya —contesta mirándome con gesto adusto.
—¿Qué pasa?
Camryn rodea el volante con las dos manos y se retrepa en su asiento.
—Ya no estoy tan segura de lo de Texas.
—¿Por qué no?
Me arrimo a ella.
Al cabo, me mira.
—Porque, entonces, ¿qué? —pregunta—. Es como si fuera la última parada. Tú vives allí. ¿Qué más podemos hacer?
Sé adónde quiere ir a parar, y ya llevo algún tiempo compartiendo en secreto con ella esos temores.
—Podemos hacer lo que queramos —aseguro.
Me vuelvo en el asiento y le agarro la barbilla.
—Mírame.
Lo hace, y veo anhelo en sus ojos, algo asustado y atormentado. Lo sé porque yo siento lo mismo.
Trago saliva, me inclino y la beso con dulzura.
—Cuando lleguemos allí, ya veremos, ¿de acuerdo?
Camryn asiente de mala gana. Intento sonreír, pero me cuesta hacerlo cuando sé que no puedo darle ninguna de las respuestas que quiere oír. No puedo darle las que quiero.
Camryn pasa al otro asiento mientras yo me bajo y rodeo el coche. Pasan dos vehículos, que nos ciegan con las luces largas. Cierro la puerta y me quedo sentado un momento. Camryn mira por la ventanilla, sus pensamientos, sin lugar a dudas, en la misma línea que la mayoría de los míos: perdidos e inseguros, y tal vez incluso atemorizados. Nunca me he sentido tan cerca de alguien como con ella, y me está matando lentamente. Cuando alargo el brazo para hacer girar la llave me detengo con los dedos en el metal. Profiero un hondo suspiro.
—Iremos por el camino largo —propongo en voz queda, sin mirarla. Acto seguido, el motor cobra vida.
Cuando vuelve la cabeza para mirarme, lo noto.
Miro de soslayo.
—Si quieres…
Una sonrisa minúscula dota nuevamente de vida a su rostro. Asiente.
Enciendo el reproductor y el CD salta automáticamente. Bad Company empieza a sonar por los altavoces. Al recordar el trato que tenemos, me dispongo a poner otra cosa, pero Camryn dice:
—No, déjalo.
Y la leve sonrisa se vuelve más afectuosa, si cabe.
Me pregunto si se acuerda de la primera noche, cuando nos conocimos en el autobús, cuando le pedí que me dijera una canción de Bad Company. Dijo Ready for love, y yo le pregunté: «¿Lo estás?». No sé por qué lo dije entonces, pero ahora soy consciente de que a fin de cuentas no era tan descabellado. Resulta extraño que ésa sea la canción que suena ahora.
Conducimos por gran parte de la mitad inferior del estado de Luisiana y después cogemos la 82 hasta Texas. Camryn es toda sonrisas esta mañana —a pesar de estar en Texas—, y verla así me hace sonreír a mí también. Hemos estado conduciendo con las ventanillas bajadas, y ella lleva la última hora con los pies descalzos colgando por fuera. Lo único que veo por su espejo cuando intento controlar el tráfico son sus uñitas pintadas.
—No es un viaje por carretera a menos que saques los pies por la ventanilla en la carretera —chilla para hacerse oír con la música y el viento que entra en el coche.
Esta vez lleva el pelo recogido en una única trenza, pero el aire le echa los mechones sueltos por la cara todo el tiempo.
—Tienes razón —convengo pisando el acelerador—, y en todo viaje por carretera que se precie también tienes que follar con un camionero.
El pelo le azota la cara de nuevo cuando vuelve la cabeza.
—¿Eh?
Sonrío.
—Ajá. —Tamborileo con los dedos sobre el volante al compás de la música—. Es obligatorio. ¿Acaso no lo sabías? Tienes que hacer una de estas tres cosas: una… —levanto un dedo—, tienes que enseñarle el culo a un camionero.
Los ojos azules se le salen de las órbitas.
—Dos: tenemos que conducir al lado de uno mientras finges tocarte.
Abre los ojos más si cabe y se queda boquiabierta.
—O tres: simplemente mover el brazo… —muevo el mío arriba y abajo con el puño en alto— para que él toque la bocina.
Pone cara de alivio.
—De acuerdo —accede, y a sus labios asoma una sonrisa misteriosa—, al siguiente que veamos consumaré este viaje follando con un camionero.
Lo dice de manera irrefutable.
A los diez minutos nuestra víctima (o, mejor dicho, el cabrón suertudo —al fin y al cabo, se trata de Camryn—) aparece delante. Estamos en un largo tramo de carretera recta que atraviesa un paisaje llano, sin árboles, a ambos lados. Acortamos la distancia que nos separa del tráiler y nos mantenemos a unos cien kilómetros por hora tras él. Camryn, que lleva esos pantaloncitos de algodón blanco minúsculos que tanto me gustan, baja las piernas del asiento y apoya los pies en el suelo. Sonríe con picardía, y me está poniendo.
—¿Estás lista? —pregunto bajando un poco la música.
Ella asiente, y yo miro por el retrovisor y los espejos laterales primero y luego al frente, al carril contrario, para asegurarme de que no viene ningún vehículo.
Cuando salgo de detrás del tráiler e invado el carril contrario, Camryn se mete la mano derecha por los pantalones.
Se me pone dura en el acto.
¡Estaba seguro de que haría lo menos comprometido: la señal de la bocina!
Le dirijo una sonrisa sombría, mi cabeza bullendo de toda clase de perversiones, y ella me sonríe a su vez. Acelero un poco más y voy aumentando la velocidad poco a poco hasta situarnos en paralelo con la ventana del camionero.
«Joooder…»
La mano de Camryn se mueve con suavidad pero de manera visible bajo el fino tejido de los pantalones. Tiene el índice y el pulgar de la mano izquierda bajo el elástico, bajándolo lo bastante para que se le vea la barriga. Apoya la cabeza en el asiento y se escurre un poco por él. Me cuesta lo mío mantener los ojos en la carretera. Se muerde el labio inferior y mueve los dedos con más intensidad bajo los pantalones. Empiezo a pensar que no está fingiendo. Ahora mismo la tengo tan dura que podría cortar diamantes con ella.
El camión también mantiene el ritmo. Distraído por Camryn, no me he dado cuenta de que he ido levantando el pie del acelerador, y cuando la velocidad ha empezado a reducirse, el tráiler ha hecho lo mismo.
Por la ventana del camión sale un aullido bronco:
—¡La madre del puto cordero! Me va a dar un infarto, nena. ¡Uhhh-Uhhh! —Toca la ruidosa bocina con entusiasmo.
Experimentando una punzada de celos, bajo de cien a setenta y me sitúo detrás del camión. Y justo a tiempo, ya que por el otro carril viene una furgoneta.
Miro a Camryn a sabiendas de que debo de tener ojos de loco. Ella se saca la mano de los pantalones y me sonríe.
—No me esperaba eso.
—Por eso precisamente lo he hecho —replica, y apoya los pies de nuevo en la puerta del coche, tapando el retrovisor con los dedos.
—¿Te estabas tocando… de verdad?
De setenta bajo a sesenta y cinco. El corazón me golpea el pecho con fuerza.
—Pues sí —reconoce—, pero no lo hacía para el camionero.
Su sonrisa se ensancha al quitarse unos mechones de pelo que se le han metido en la boca. No puedo evitar mirarle los labios, estudiarlos, me dan ganas de morderlos y besarlos.
—No es que me queje —contesto mientras intento prestar atención a la carretera para no matarnos—, pero ahora tengo un… problemilla.
La mirada de Camryn baja hasta mi entrepierna y acto seguido sube. Ladea la cabeza con aire travieso y seductor, y luego se me acerca y me la coge. Ahora el corazón me aporrea el pecho. Agarro el volante con fuerza con las dos manos. Ella me besa en el cuello y por la barbilla y sus labios se detienen en mi oreja. Se me pone la carne de gallina.
Empieza a bajarme la cremallera de los pantalones.
—Tú me ayudas con mis problemas —me dice al oído, y después me muerde de nuevo el cuello—, así que lo justo es que te devuelva el favor.
Me mira.
Me limito a asentir como un idiota, porque ahora mismo soy incapaz de pensar lo bastante con la cabeza que tengo sobre los hombros para articular una frase.
Me apoyo más contra el asiento cuando ella me la rodea con la mano y baja la cabeza entre mi estómago y el volante. Mi cuerpo da una ligera sacudida cuando saca la lengua y comienza a lamérmela. «Joooder…, joooder… No sé cómo coño voy a conducir».
Cuando se la mete hasta la garganta, me estremezco, echo un poco hacia atrás la cabeza, sin perder de vista la carretera, y me quedo boquiabierto. Ahora sólo aprieto el volante con la mano izquierda; a medida que me la come más y más de prisa, mi mano derecha deja el volante y le agarra la cabeza, el pelo rubio asomando entre mis dedos.
De sesenta y cinco he subido a ochenta.
A cien, las piernas me tiemblan y no soy capaz de ver con claridad. Agarro el volante otra vez con las dos manos, tratando de mantener algún control sobre algo, sobre todo el puñetero coche, y dejo escapar un grito ahogado y un gemido al correrme.
Finalmente conseguí que no nos matáramos en la carretera tras la bochornosa mamada de Camryn. Estamos en Galveston por la mañana, y ella sigue frita en el asiento con las piernas medio colgando. No la despierto aún. Paso despacio por delante de la casa de mi madre primero y veo que su coche no está fuera, lo que significa que hoy trabaja en el banco. Para matar el tiempo recorro el largo camino que me separa de mi piso bajando por la 53. Camryn no durmió mucho anoche, pero supongo que el hecho de ir más despacio que de costumbre bastará para que se despierte. Empieza a moverse antes de que haya entrado en mi urbanización, The Park, en Cedar Lawn.
Levanta la bella cabeza rubia del asiento, y cuando le veo la cara me entra la risa.
Camryn ladea la revuelta cabeza de recién levantada y refunfuña:
—¿Qué tiene tanta gracia?
—Ay, nena, intenté que no te quedaras dormida así.
Se endereza, pega la cara al espejo retrovisor y revuelve los ojos al ver las tres rayas largas que le van de una mejilla a la oreja. Se palpa las marcas en el espejo.
—Ay, duele un poco —afirma.
—Estás guapa hasta con esas rayas. —Me río, y ella no puede evitar sonreír—. Bueno, ya hemos llegado —anuncio finalmente mientras aparco y apago el motor. Dejo caer las manos a los lados.
En el coche se hace un silencio incómodo. Aunque ninguno de los dos ha dicho en ningún momento que nuestro viaje acabará en Texas, o que las cosas entre nosotros van a cambiar, es como si los dos fuésemos conscientes de ello.
La única diferencia es… que yo soy el único que sabe por qué.
Camryn está completamente quieta y callada en su asiento, las manos unidas débilmente en el regazo.
—Vamos dentro —propongo para romper el silencio.
Me dedica una sonrisa forzada y abre la puerta.
—Caray, esto parece más un colegio mayor que un complejo de apartamentos.
Se echa al hombro la bolsa y el bolso mientras observa el histórico edificio y los gigantescos robles diseminados por los jardines.
—En los años treinta era un hospital para los marines —explico al tiempo que saco mis bolsas del maletero.
Camryn coge la guitarra de Aidan del asiento trasero.
Enfilamos una acera sinuosa color blanco tiza en dirección a mi piso de un solo dormitorio, en la planta baja. Meto la llave y entramos en el gran salón. Nada más poner el pie dentro me llega el olor a espacio deshabitado; no huele desagradable, sino simplemente a vacío.
Dejo las bolsas en el suelo.
Al principio Camryn se queda de pie, echando un vistazo al piso.
—Deja tus cosas donde quieras, nena.
Voy al sofá para quitar de encima los vaqueros, que cuelgan de cualquiera manera del respaldo, y después cojo unos bóxers y una camiseta de la silla y la otomana a juego.
—Es un piso muy chulo —aprueba mientras sigue mirando.
Finalmente deja sus cosas en el suelo y apoya la guitarra de Aidan en el respaldo del sofá.
—No es un pisito de soltero —observo mientras voy al comedor—, pero esto me gusta, y quería estar más cerca de la playa.
—¿No vives con nadie? —pregunta, siguiéndome.
Niego con la cabeza, entro en la cocina y abro la nevera. Las botellas y los frascos de la puerta entrechocan.
—Ya no. Mi amigo Heath estuvo viviendo conmigo unos tres meses cuando me mudé, pero acabó yéndose a Dallas con su novia.
Saco una botella de dos litros de ginger-ale y cierro la puerta de la nevera.
—¿Quieres? —Sostengo la botella en alto para que la vea—. ¿Lo ves? Ni refrescos ni cerveza en la nevera, y ya ves que ni siquiera he estado aquí para ponerlo de antemano.
Camryn sonríe dulcemente y contesta:
—Gracias, pero ahora mismo no tengo sed. ¿Para qué lo compraste? ¿Para la resaca? ¿Gastroenteritis?
Le sonrío y bebo un sorbo a morro. Ella no pone cara de asco, como me medio temía.
—Vaya, me has pillado —admito mientras cierro la botella—. Si quieres darte una ducha, el cuarto de baño está ahí —le digo, salgo de la cocina y señalo el pasillo—. Voy a darle un toque a mi madre para que no se preocupe y a recoger esto un poco antes de ducharme. Probablemente se me haya muerto la planta.
Camryn parece algo sorprendida.
—¿Tienes una planta?
Sonrío.
—Sí, se llama Georgia.
Arquea las cejas.
Me río y la beso con suavidad en los labios.
Mientras Camryn está en la ducha, recorro cada centímetro visible del piso en busca de cualquier cosa comprometedora: calcetines tiesos, asquerosos (encontré uno a los pies de la cama), condones sin usar (tengo una caja llena en la mesilla: la meto al fondo de toda la porquería), envoltorios de condones abiertos (dos en la papelera de mi habitación), más ropa sucia y una revista porno (¡mierda! Está en el retrete, seguro que ya la ha visto).
Después friego los pocos platos sucios que dejé en la pila y me voy a sentar al salón para llamar a mi madre.