Esta vez cogemos el Chevelle. Andrew les echó un vistazo a mis zapatos y supo que no conseguiría llegar a Algiers con ellos. Además, no estaba dispuesto a cargar conmigo y con la guitarra. Vamos por carretera en lugar de coger el transbordador, y tras cruzar el Mississippi llegamos cuando cae la noche. Hacer el resto del trayecto hasta el Old Point como hicimos la primera vez habría sido mejor, porque a medida que nos vamos acercando sé que nos plantaremos ahí en nada.
Empiezo a tener ganas de devolver.
Aparcamos en Olivier Street y nos bajamos. Tengo los pies pegados al asfalto.
Andrew viene a mi lado y me abraza, achuchándome con delicadeza.
—No te obligaré a hacer esto —dice, cambiando de opinión.
Estoy casi segura de que tengo toda la pinta de ir a soltar la comida tardía que tomamos no hace tanto.
Tras apartarme de su pecho, me coge la cara entre las manos y me mira a los ojos.
—Lo digo en serio, nena, sin bromas: no quiero que lo hagas si no lo quieres hacer, ni siquiera por mí.
Asiento nerviosamente y respiro hondo, mi cara aún entre sus manos.
—No, puedo hacerlo —aseguro, todavía asintiendo, intentando armarme de valor—. Quiero hacerlo.
Me acaricia las mejillas con los pulgares.
—¿Segura?
—Sí.
Me sonríe con esos ojos verdes, que empiezo a pensar que me están hechizando de alguna manera, y me da la mano. Coge la guitarra del asiento trasero y vamos juntos al Old Point.
—¡Parrish! —exclama Carla desde la barra. Levanta la mano y nos indica que nos acerquemos.
Aún cogidos de la mano, Andrew se abre camino entre la multitud y se dirige hacia ella. En el televisor de detrás hay anuncios; la luz la envuelve en un resplandor blanquecino.
—Oye, Carla, ¿está Eddie? —pregunta Andrew tras inclinarse sobre la barra y darle un abrazo.
Ella se pone en jarras y me sonríe.
—Claro —responde—, anda por ahí. Hola, Camryn, me alegro de volver a verte.
Sonrío a mi vez.
—Lo mismo digo.
Andrew se sienta en un taburete y me invita a coger el de al lado. Me acomodo con nerviosismo. Sólo puedo pensar en la cantidad de gente que hay en este sitio. Mis ojos escrutan el lugar con inquietud, por encima de cabezas en movimiento y entre los que están de pie ahora que el grupo ha empezado de nuevo a tocar. Cuando la música se anima, Andrew y Carla están hablando prácticamente a voces con la barra en medio.
—¿Hay hueco para nosotros esta noche? —pregunta él.
—¿«Nosotros»? —repite Carla, mirándome—. Venga ya, ¿vais a cantar los dos? —parece entusiasmada.
Y a mí se me acaba de salir el corazón por la boca.
Me trago el nudo nervioso que se me hace en la garganta mientras los miro, pero de inmediato se forma otro.
Carla ladea la cabeza y su sonrisa, ya de por sí ancha, se vuelve afectuosa.
—Cariño, ya verás como lo haces estupendamente. No tienes por qué estar nerviosa, le vas a encantar a todo el mundo.
Mete la mano tras la barra y saca un vaso de chupito. A mi otro lado tengo sentado a un hombre, claramente un asiduo, ya que no tiene ni que pedir y Carla ya le está sirviendo.
Sin embargo, su atención se centra sobre todo en Andrew y en mí.
—Ya se lo he dicho —apunta Andrew—, pero es su primera vez, así que tengo que darle un respiro.
—La primera y la última —puntualizo.
Carla sonríe con disimulo a Andrew y luego me dice:
—Yo no soy nada violenta, la verdad, pero si alguien te molesta, me lo dices y lo echo a patadas, como en las pelis. —Me guiña un ojo y luego le dice a Andrew—: Ahí está Eddie. —Señala hacia el escenario.
Eddie avanza entre el gentío, lleva puesto más o menos lo mismo que le vi cuando lo conocí: camisa blanca, pantalones negros, zapatos negros relucientes y una gran sonrisa surcada de arrugas.
—¡Hombre, pero si es Parrish! —exclama Eddie al tiempo que le da la mano a Andrew y luego un abrazo. A continuación, me mira—: Pero bueno, eres igualita a esas chicas de las revistas.
Y me abraza también. Huele a whisky barato y a tabaco, pero por algún motivo eso me reconforta.
Andrew está radiante.
—Camryn va a cantar conmigo esta noche —comenta, orgulloso.
Eddie abre mucho los ojos, como dos bolas blancas brillantes rebosantes de entusiasmo contra el telón de fondo marrón oscuro de su piel. Debería ponerme más nerviosa que cuando se enteró Carla, pero lo cierto es que la presencia de Eddie me ayuda a tranquilizarme un poco. Quizá debiera esposarlo a mi muñeca cuando cante.
—No me digas —responde él, sonriéndome—, apuesto a que tu voz es tan bonita como tú.
Me pongo muy roja.
—En cuanto terminen el tema que están tocando, allá vamos —informa con su peculiar acento sureño al tiempo que señala el escenario.
Andrew me da la mano y me pega a él. Es como si Eddie fuera un segundo padre para Andrew y él se alegrara de que al parecer yo le caiga tan bien.
Eddie se sitúa en un lateral del escenario, nos mira y levanta tres dedos.
—Tres minutos.
—Dios mío, me va a dar algo.
Sí, Eddie debería haberse quedado cerca.
Andrew me aprieta la mano y me dice al oído:
—Tú sólo recuerda que esta gente se lo está pasando bien, aquí nadie te va a juzgar, esto no es «American idol».
Respiro hondo para relajarme.
Escuchamos la última canción del grupo que está tocando. Luego la música se detiene y se oye el habitual sonido de instrumentos que alguien mueve, afina o golpea contra algo. Una oleada de voces que parlotean aumenta de volumen al no haber una música que la apague, arrollando el espacio como un murmullo amplificado, irregular. Una densa nube de tabaco hace que el ambiente se note cargado, además de todos los cuerpos que abarrotan el lugar.
Cuando Andrew tira de mí hacia el escenario, las manos empiezan a temblarme, y al bajar la vista me doy cuenta de que le estoy clavando las uñas alrededor de los nudillos.
Me sonríe con dulzura y subo con él.
—¿Estoy bien? —susurro.
Si consigo hacer esto sin que me dé un ataque de ansiedad, será toda una sorpresa.
—Nena, estás perfecta.
Me besa en la frente y después deja la guitarra junto a la batería para colocar debidamente el micrófono.
—Tendremos que compartir el micro —informa—. Procura no darme cabezazos.
Lo miro achinando los ojos.
—No tiene gracia.
—No intento ser gracioso —ríe suavemente—, lo digo en serio.
Ya hay varias personas mirándonos, pero la mayoría sigue a lo suyo. Estoy ahí plantada como un pasmarote, algo que en sí mismo me está poniendo más nerviosa aún. Andrew al menos puede centrarse en su guitarra; yo no hago más que comerme la cabeza.
—¿Estás lista? —pregunta a mi lado.
—No, pero acabemos con esto.
Nos miramos y mueve los labios diciendo:
—Un, dos, tres…
Cantamos juntos:
—Oooo…, ooooh…, ooooh…, ooooh.
Y tras una pausa de un segundo:
—Oooo…, ooooh…, ooooh…, ooooh.
Guitarra.
Multitud de cabezas se vuelven al mismo tiempo, y las conversaciones cesan como si se cerrara un grifo.
Mientras Andrew toca el primer riff y se dispone a acometer la primera estrofa, me noto tan aterrorizada que tengo la sensación de que sólo puedo mover los ojos. Sin embargo, cuanto más toca, más se mueve mi cuerpo al compás de la música sin que pueda evitarlo.
Prácticamente todo el mundo está ya moviendo la cabeza con la música.
Andrew comienza a cantar la primera estrofa.
Y después, juntos nuevamente, un breve:
—Ooooh…
A continuación viene el estribillo, y los dos cantamos y sé que voy a tener que dar una nota aguda en…
«¡Lo conseguí!».
Andrew me dedica una sonrisa inmensa cuando se lanza a la siguiente estrofa, siempre rasgueando la guitarra sin saltarse un acorde, como si llevara tocando la canción toda la vida.
El público se está metiendo en ella. Se hacen gestos afirmativos, de esos que dicen: «Son muy buenos», y siento que la cara se me ilumina cuando empiezo a cantar mi parte con Andrew de nuevo, cada vez con más confianza. Ahora muevo el cuerpo con más naturalidad y creo que ya no tengo miedo, pero mi solo… «Madre mía, ahora viene mi solo…»
Andrew me mira como para que me concentre y no pierda la calma y rasguea la guitarra.
Para justo con la música y da unos golpecitos en el borde de la madera antes de que entre yo, toca un rasgueo y para de nuevo, más golpecitos en la madera después de mi segunda frase, y así hasta que doy la última nota y Andrew comienza a tocar nuevamente mientras me susurra:
—Perfecto.
Y comienza a cantar otra vez. Con una ancha sonrisa en la boca, igual que yo. Nuestras caras se unen mientras cantamos con el corazón durante el interludio más rápido.
—Woooh…, ooooh…, ooooh.
El ritmo de la guitarra se ralentiza y cantamos el último estribillo al unísono en voz baja. Andrew me besa en la boca después de que los dos digamos:
—… alma…
Y la canción termina.
El público aplaude y nos vitorea. Incluso le oigo decir a un tío del fondo:
—¡Otra!
Andrew me estrecha contra sí y vuelve a besarme, pegando los labios con fuerza a los míos delante de todo el mundo.
—Joder, nena, ¡has estado increíble!
Los ojos le brillan, la cara entera iluminada por ellos.
—No puedo creer que lo haya hecho —le digo, prácticamente a gritos, ya que a nuestro alrededor todo el mundo habla a voces.
Se me ha puesto la carne de gallina en todo el cuerpo.
—¿Quieres repetir? —inquiere.
Trago saliva.
—¡No! No estoy lista. Pero me alegro de haberlo hecho una vez.
—Estoy muy orgulloso de ti.
Unos cuantos hombres mayores se acercan con una cerveza en la mano. El de barba pide:
—Tienes que bailar conmigo.
Apoya las manos en la cadera y hace un bailecito bochornoso.
Me ruborizo y veo los ojos risueños de Andrew.
—Pero si no hay música —alego.
—¿Cómo que no? —Señala a alguien al otro lado del bar y, segundos después, el jukebox empieza a sonar entre la máquina expendedora y la tragaperras.
Estoy tan acelerada por haber conseguido cantar esa canción en el escenario que ese hecho, además de que me sentiría fatal si rechazara a este tipo, hace que bailar con él sea obligatorio.
Miro una vez más a Andrew y me guiña un ojo.
El barbudo me coge de la mano, la levanta por encima de mi cabeza y yo hago un giro instintivamente. Bailo con él dos canciones antes de que Andrew me salve metiéndose por medio con soltura y pegándome a él todo lo posible y se ponga a menear la cadera conmigo. Tiene las manos en mi cintura. Bailamos y charlamos con la gente e incluso jugamos una partida de dardos con Carla antes de salir del bar, después de medianoche.
De vuelta en el coche, Andrew me mira y dice:
—¿Y bien? ¿Cómo te sientes? —Sus labios forman una sonrisa elocuente.
—Tenías razón —admito—. Me siento…, no sé, distinta, pero en el buen sentido. Jamás pensé que haría algo así.
—Pues me alegro de que lo hayas hecho. —Esboza una sonrisa cariñosa.
Me quito el cinturón de seguridad y me arrimo a él. Me pasa un brazo por los hombros.
—¿Qué me dices de mañana por la noche?
—¿Eh?
—¿Quieres cantar mañana por la noche?
—No, no creo que pueda…
—Vale, no pasa nada —contesta, frotándome el brazo—. Una vez ya es más de lo que esperaba, así que no te daré la paliza.
—No —espeto, y me aparto y me vuelvo para mirarlo—. ¿Sabes qué?, sí que quiero. Quiero volver a hacerlo.
Mete la barbilla en un gesto de sorpresa.
—¿En serio?
—Sí, en serio. —Le sonrío dejando los dientes a la vista.
Él hace lo mismo.
—Muy bien —dice dando un golpecito en el volante—, pues mañana por la noche.
Andrew me lleva de vuelta al hotel y nos lo montamos en la ducha antes de acostarnos.
Nos quedamos dos semanas más en Nueva Orleans, tocando en el Old Point y después en otros bares y clubes de la ciudad. Hace un mes, cantar y actuar en directo en un club probablemente se hallara tan abajo en la lista de cosas que podría verme haciendo que parecería ridículo, pero allí estaba, cantando con el corazón Barton hollow y otras canciones donde sobre todo podía seguir a Andrew y no ser el centro de atención. Pero le gustábamos a todo el mundo. Fueron muchos los que nos abordaron después de cada actuación para darnos la mano y preguntarnos si podíamos cantar esta canción o aquélla, a todo lo cual Andrew se negó. Aún me pone demasiado nerviosa todo esto para aceptar peticiones. Y, para gran sorpresa mía, gente a la que no conocía de nada incluso me pidió un autógrafo y una foto en más de una ocasión. Seguro que estaban como una cuba. Eso es lo que me obligué a creer, porque cualquier otra cosa habría sido bastante rara.
Al término de esas dos semanas, Andrew tenía un grupo preferido que añadir a su lista. Le gustan The Civil Wars tanto como a mí. Y la otra noche, nuestra última noche en Nueva Orleans, nos metimos en la cama y nos pusimos a cantar Poison & wine con el teléfono, que teníamos al lado…, y… creo que con la letra de esa canción nos dijimos cosas que queríamos decirnos…
Eso creo, al menos…
Me dormí en sus brazos llorando sin hacer ruido.
Morí y subí al cielo. Sí…, creo que por fin he muerto.