Minutos después, Andrew regresa con sus bolsas y la guitarra acústica de su hermano.
Está muy emocionado con esto.
Y yo, absolutamente aterrorizada y dándome de bofetadas por haber accedido a hacerlo, aunque tengo que admitir que también siento cierto entusiasmo. No es que tenga miedo de ponerme delante de una multitud: no tuve problema alguno en pronunciar un discurso sobre las especies animales en peligro de extinción en undécimo grado ni en hacer el papel de la enfermera Ratched en Alguien voló sobre el nido del cuco en teatro en último curso. Pero cantar es distinto. Actuar no se me da mal del todo; cantar, sobre todo un dúo con alguien como Andrew, que canta como un dios del blues-rock capaz de humedecer bragas, es otra historia.
—En cualquier caso, creía que no querías escuchar la música que a mí me gusta, ¿no?
Andrew deja las bolsas en el suelo y se va a la cama con la guitarra.
—Sea cual sea la canción que estabas bailando y cantando tan ricamente, la dejaré pasar: la estaba disfrutando.
—The Civil Wars, mi grupo del momento, supongo —comento cuando salgo del cuarto de baño con el pelo mojado, secándome las puntas con una toalla (decidí volver a lavármelo después de que Andrew regresara con la compra)—. La canción es Barton hollow.
—Rollo folk moderno —opina mientras rasguea las cuerdas de la guitarra varias veces—. Me gusta. —Y añade, mirándome—: ¿Dónde tienes el teléfono?
Voy a la ventana a cogerlo, sitúo la barra al principio y se lo doy. Él lo deja al lado, sobre la cama, y le da al «Play». Yo sigo secándome el pelo mientras él aprende de oído, parando la canción y poniéndola una y otra vez, rodeando el mástil con los dedos y probando el sonido de las cuerdas hasta dar con las que encajan con la música. En cuestión de minutos, después de algunos acordes desafinados, empieza a tocar el primer riff con facilidad.
Y, antes de que anochezca, ya se ha aprendido prácticamente la canción entera, a excepción de un breve riff que no para de confundir con otro. Como quería aprendérsela cuanto antes, acabó buscando la música online, y cuando la encontró la cosa avanzó mucho más de prisa.
La letra fue más fácil.
—Creo que casi la tengo —asegura, sentado en el alféizar de la ventana contra un fondo oscuro, nublado y lluvioso. Empezó a llover a alrededor de las ocho y no ha parado desde entonces.
De vez en cuando me unía a él y cantaba algo, pero estoy demasiado nerviosa. La verdad es que no sé cómo voy a lograr hacer semejante locura si estoy nerviosa cuando sólo está él en la habitación. Y yo que decía que no me da miedo plantarme delante de una multitud. Al final preveo un caso extremo de miedo escénico.
—Vamos, nena —dice al tiempo que asiente con la cabeza, los dedos alrededor de la guitarra—, que ya te sepas la letra no quita para que no practiques conmigo.
Me dejo caer en el extremo de la cama.
—Prométeme que no me pondrás ningún careto ni te reirás ni sonreirás ni…
—Ni siquiera respiraré —añade, risueño—. ¡Lo juro! Vamos.
Suspiro, me levanto de la cama y dejo en la mesilla de noche una tira de cecina a medio comer. Andrew se apoya la guitarra en el muslo y da un sorbo rápido al té de lata para preparar la garganta para cantar.
—No te preocupes —añade para tranquilizarme mientras me acerco a él despacio—, el tío tiene mucha más letra que ella, ella únicamente tiene ese solo; el resto lo cantarás conmigo.
Me encojo de hombros con nerviosismo.
—Es verdad —admito—. Al menos, en la mayor parte de la canción tu voz hará que no se oiga mucho la mía.
Sujeta la púa con la boca y me tiende la mano.
—Nena, ven aquí.
Voy, le cojo la mano y él me acomoda entre sus piernas. Cuando me quedo quieta y donde él me quiere, coge la púa.
—Me encanta tu voz, ¿vale? Pero aunque creyera que no sabes cantar, me gustaría que hicieras esto. Lo que piensen los demás no importa.
En mi boca se dibuja una sonrisa insegura, pacata.
—Muy bien —respondo—. Lo haré por ti, pero sólo por ti; más vale que no lo olvides. —Lo señalo con gravedad—. Me debes una.
Él sacude la cabeza.
—Para empezar, no quiero que lo hagas sólo por mí, pero, como practicar es más importante que discutir contigo, esperaré a que hayas cantado en el Old Point para preguntarte si has sacado algo en claro aparte de dejar que me salga con la mía.
—Me parece bien.
Él asiente una vez, se pone en posición de nuevo y empieza a rasguear las cuerdas con la púa.
—Eh…, espera…, puede que si tú también te pusieras de pie no tendría la sensación de que todo el mundo me mira a mí.
Andrew se ríe y se levanta de la ventana.
—Vamos, nena… Está bien, como quieras. Si decides que quieres hacerlo con una bolsa en la cabeza, adelante.
Lo miro como si considerara semejante estupidez.
—De eso nada, Camryn, nada de bolsas. Y ahora, venga.
Practicamos hasta bien entrada la noche, hasta que nos vemos obligados a dejarlo porque, por lo visto, estábamos molestando a los huéspedes de las habitaciones contiguas. Y justo cuando empezaba a cogerle el tranquillo y a soltarme bastante más, sin que me preocupara lo que Andrew pudiera pensar de cómo canto.
Creo que lo estaba haciendo bastante bien.
Esa noche nos vamos a la cama antes, ya que nos han cortado el rollo, y nos acurrucamos y hablamos sin más.
—Me alegro de que te hartaras de mi mierda —digo, entre sus brazos—. De lo contrario, ahora mismo quizá estuviera de vuelta en Carolina del Norte.
Noto sus labios en mi pelo.
—Tengo que confesarte algo —admite.
Aguzo el oído.
—¿Ah, sí?
—Sí —afirma él mirando al techo, donde las luces de la vibrante ciudad se mueven formando curiosos dibujos de vez en cuando—. En Wellington, Kansas, en el primer motel que pillamos, cuando estabas en el cuarto de baño a la mañana siguiente y te di dos minutos para que te prepararas…
Hace una pausa y noto que mueve un tanto la cabeza, como si me mirara.
Separo la cabeza de su brazo para poder mirarlo yo.
—Sí, me acuerdo. ¿Qué hiciste?
Sonríe con nerviosismo.
—Bueno, pues le saqué una foto a tu carnet de conducir con el teléfono.
Parpadeo para apartar el ligero aturdimiento.
—¿Para qué? —Me incorporo un poco más para mirarlo con mayor comodidad.
—¿Estás enfadada?
Resoplo.
—Supongo que depende de lo que pensaras hacer con una información que es bastante personal.
Desvía la mirada, pero veo que se ruboriza aun cuando la habitación está a oscuras.
—Desde luego que no era para poder localizarte después y cortarte en pedacitos o algo por el estilo.
Me quedo boquiabierta.
—Bueno, eso sí que me tranquiliza —me río—. Ahora en serio, ¿por qué sacaste una foto?
Él mira al techo de nuevo, parece sumido en sus pensamientos.
—Sólo quería asegurarme de que podría localizarte —reconoce—, ya sabes…, por si decidíamos ir cada uno por nuestro lado.
Le sonrío con los ojos, pero no con la boca. No estoy enfadada porque sacase la foto por ese motivo —casi me entran ganas de besarlo por ello—, pero no estoy segura de que me guste la parte del «por si…». Me hace sentir más de lo que ya sentía que tenía pensado marcharse en algún momento, pasara lo que pasase.
—¿Andrew?
—¿Sí, nena?
—¿Hay algo más que no me hayas contado?
Hace una pausa.
—No. ¿Por qué lo preguntas?
Yo también miro al techo.
—No sé, es como que siempre te he notado… digamos que reacio.
—¿Reacio? —repite, sorprendido—. ¿Me mostré reacio a convencerte de que hicieras este viaje conmigo? ¿O a comértelo?
—No, supongo que no.
—Camryn, sólo he estado reacio en lo tocante a si era buena idea que estuviéramos juntos.
Me incorporo en la cama y me vuelvo para mirarlo. La sombra que le cruza la cara hace que sus ojos parezcan más feroces. No lleva camiseta, y está tumbado con un brazo doblado detrás de la cabeza.
—¿Crees que no estamos bien juntos?
Esta conversación está empezando a hacerme sentir mal.
Estira la mano que no tiene detrás de la cabeza y me agarra la muñeca con suavidad.
—No, nena, creo… creo que estamos bien en todos los sentidos… y por eso piens…, y por eso pensé que era mejor que no nos liáramos.
—Pero eso no tiene sentido.
Tira de mí y apoyo las manos en su pecho.
—Es sólo que no estaba seguro de si debíamos seguir adelante —confiesa, y me pasa los dedos por el pelo cerca de las orejas—. Pero, nena, tú tampoco es que estuvieras segura de nada.
Vuelvo a tumbarme a su lado. Ahí me ha pillado.
Lo único que no termino de entender es cuáles eran exactamente los motivos que tenía para darle tantas vueltas a lo de liarnos. Sabe por qué me marché de casa y sabe lo de la muerte de Ian. Yo tengo todo un listado de razones de peso sujeto en la nevera con un imán con forma de plátano a la vista de todos, mientras que las razones de Andrew siguen escondidas en alguna parte en una caja de zapatos en la que pone «Postales navideñas».
Y creo que no sólo tiene que ver con su padre.
Me quita el brazo de debajo de la cabeza y se sitúa sobre mí, una pierna a cada lado, el cuerpo sostenido por sus musculosos brazos.
—Me alegro de que no puedas dormir cuando hay música —observa, por lo visto recordando lo primero que le dije, y se inclina y me besa.
Le tomo esa cara divina entre las manos y tiro de él hacia abajo para que vuelva a besarme.
—Y yo me alegro de que Idaho sea famosa por las patatas.
Frunce el entrecejo.
Yo sonrío sin más y lo acerco nuevamente a mis labios. Él me besa con ganas, enredando su lengua con la mía, y después empieza a besarme bajando hacia el estómago. Me rodea el ombligo con la punta de la lengua y me mete los dedos por debajo de las bragas.
—No creo que pueda… —digo en voz baja, mirándolo.
Andrew me lame el estómago y me besa los dedos cuando le acaricio el rostro y luego el pelo.
—Nada de sexo —advierte—, y te prometo que te lameré con cuidado.
Me quita las bragas, y yo levanto un poco el culo para facilitarle la tarea.
Me besa el interior de un muslo y luego el otro.
—Y me ocuparé de tener la lengua bien húmeda para que no te escueza —añade en voz baja.
Y me besa de nuevo la cara interna de los muslos, acercándose al calor.
Jadeo un tanto cuando sus dedos me tocan con suma delicadeza y me separan los labios.
—Joder, nena, estás toda hinchada.
El comentario es sentido, en absoluto burlón.
Sí que escuece, ligeramente, pero, por favor, me apetece tanto…
Siento su aliento caliente entre mis piernas.
—Lo haré con mucho cuidado —asegura, y me quedo sin respiración cuando esa lengua tan húmeda me da un lametón despacio, los dedos aún separando los labios pero sin ejercer presión en la zona.
Mi cuerpo se derrite en las sábanas cuando me pasa la lengua una y otra vez, con la presión exacta para que no sienta dolor, sino éxtasis absoluto y desinhibido.
Llevamos dos días practicando Barton hollow, sobre todo en nuestra habitación del Holiday Inn, pero también fuimos a orillas del Mississippi al final de Canal Street a ensayar un poco. Creo que a Andrew se le ocurrió la idea para intentar sutilmente hacer que me sienta más cómoda cantando en público. Cuando fuimos no había mucha gente, pero así y todo me puse de los nervios. La mayoría pasaba por delante sin detenerse (no era una actuación en toda regla, y nos parábamos a menudo y empezábamos por partes distintas de la canción, así que no había mucho que escuchar), pero hubo uno o dos que aguantaron un poco. Una mujer me sonrió, pero no sé si fue por compasión, porque lo hago fatal, o si dio la casualidad de que le gustó mi voz.
Supongo que pudo ser cualquiera de las dos cosas.
El tercer día Andrew está seguro de que los dos la clavamos y está decidido a que vayamos pronto al Old Point a cantar.
Yo no tanto. Necesito otra semana, u otro mes, o mejor un año o dos.
—Lo vas a hacer muy bien —dice mientras se ata las botas—. No, lo vas a hacer genial. Cuando acabe la canción, tendré que quitarte a los tíos de encima.
—Anda, calla —contesto al tiempo que me pongo un top negro con los hombros al aire y unas cadenitas muy monas por tirantes. Tengo claro que en una noche así no voy a llevar el palabra de honor—. Vi cómo te miraban las chicas aquella noche: creo que tenerte ahí arriba conmigo es lo único con lo que cuento a mi favor, porque todo el mundo estará demasiado embobado contigo para darse cuenta de que la cago.
—Nena, te sabes la canción mejor que yo —aduce—. No seas tan negativa.
La camiseta negra le cubre los abdominales. Lleva un cinturón negro y plateado, pero sólo se mete la camiseta un poco alrededor de la hebilla, dejando que el resto le caiga por la esculpida cadera. Vaqueros oscuros, el pelo alborotado algo de punta por delante… «¿Qué me estaba diciendo?».
—Lo único que tienes que intentar recordar —continúa mientras se pone desodorante— es no cantar toda la canción: tienes la oportunidad de no cantar tanto, pero sigues cantando mis partes también. —Enarca una ceja y me mira—. No es que me importe, es sólo que pensé que estarías más cómoda si tenías que cantar menos.
—Lo sé, pero es que estoy tan acostumbrada a cantar la canción entera yo sola que como que me cuesta lo de no cantar determinadas partes.
Asiente.
Me pongo los zapatos de tacón nuevos y voy a mirarme en el espejo alto que hay sobre el mueble del televisor.
—Eres taaan sexy —aprueba Andrew, acercándoseme por detrás.
Me apoya las manos en la cintura y me besa en el cuello, luego me da una palmada en el culo —mis vaqueros son casi una segunda piel— y suelto un gritito, porque duele.
—Y, como siempre, nena, me encantan las trenzas.
Desliza los pulgares por las trenzas, que me caen por los hombros, y me da un beso juguetón en la mejilla.
Reculo y lo aparto de broma.
—Me vas a acabar corriendo el maquillaje.
Se aleja risueño, coge la cartera de la mesilla y se la mete en el bolsillo trasero.
—Bueno, pues supongo que estamos listos —dice.
Se coloca en el centro de la habitación, me tiende una mano, se lleva el otro brazo a la espalda y hace una reverencia, sonriendo. Yo le cojo la mano y él tira de mí hacia la puerta.
—¿Y la guitarra?
Paramos justo antes de que abra la puerta y me mira con cara de agradecimiento.
—Sí, no estaría de más —contesta, y agarra la guitarra por el mástil—. Si Eddie no está, podríamos tener mala pata y que no haya ninguna guitarra que podamos usar.
—Pues si lo sé no digo nada.
Andrew sacude la cabeza y me hace salir de la habitación.