27

De vuelta en el hotel, Andrew se queda conmigo en mi habitación lo bastante para ver una película. Hablamos mucho tiempo, y noto la reticencia que existe entre nosotros: él quiere contarme algo tanto como yo quiero contarle cosas a él.

Supongo que somos demasiado parecidos y por eso ninguno de los dos cruza la línea.

¿Qué nos lo impide? Puede que sea yo; quizá sea lo que sea lo que hay entre nosotros, no pueda ir más allá hasta que él presienta que sé qué es lo que quiero. O quizá sea que él tampoco está seguro de nada.

Pero ¿cómo es posible que no cedan dos personas que indudablemente se sienten más que atraídas la una por la otra? Ya llevamos casi dos semanas de viaje. Hemos compartido secretos y hemos intimado en cierto modo. Hemos dormido juntos y nos hemos tocado, y sin embargo aquí estamos, uno a cada lado de un grueso muro de cristal. Levantamos la mano y tocamos el cristal con los dedos, nos miramos a los ojos y sabemos lo que queremos, pero el puñetero cristal no se mueve. O es disciplina inviolable o masoquismo en estado puro.

—No es que tenga prisa por marcharme, pero ¿cuánto nos vamos a quedar en Nueva Orleans? —pregunto cuando Andrew se dispone a volver a su habitación.

Coge el móvil de la mesilla y mira la pantalla un instante antes de encerrarlo en la mano.

—Tenemos las habitaciones pagadas hasta el jueves —informa—, pero como tú digas: podemos marcharnos mañana o quedarnos más si quieres.

Frunzo la boca, sonriendo, fingiendo meditar profundamente la decisión mientras me doy golpecitos en la mejilla con el dedo índice.

—No sé —contesto, y me levanto de la cama—. Esto me gusta, pero aún tenemos que ir a Texas.

Andrew me mira con curiosidad.

—Conque sigues decidida a ir a Texas, ¿eh?

Asiento despacio, esta vez considerándolo en serio.

—Sí —afirmo distraídamente—, creo que sí…, la cosa empezó con Texas… —Y de pronto las palabras «y puede que termine en Texas» se me pasan por la cabeza y me demudo.

Andrew me besa en la frente y sonríe.

—Te veo por la mañana.

Y dejo que se vaya porque ese muro de cristal es excesivamente grueso y me intimida demasiado para extender el brazo y detenerlo.

Horas más tarde, muy de madrugada, cuando aún reina la oscuridad y la mayoría de la gente duerme, me despierto repentinamente y me siento en mitad de la cama. No sé muy bien qué me ha despertado, pero podría haber sido un ruido fuerte. Cuando mi cerebro reacciona, echo un vistazo alrededor de la habitación, oscura como boca de lobo, dejando que mis ojos se acostumbren a la oscuridad, para ver si se ha caído algo. Me levanto y doy una vuelta, abriendo un poco las cortinas para que entre más luz. Miro hacia el cuarto de baño, luego al televisor y por último a la pared. Andrew. Ahora caigo: creo que lo que he oído ha sido algo en su habitación, justo detrás de mi cabeza.

Me pongo los pantalones de algodón blancos sobre las bragas, cojo mi llave y la que él me dio de su habitación y salgo descalza al pasillo, vivamente iluminado.

Llamo con los nudillos, suavemente al principio.

—¿Andrew?

Nada.

Llamo con más fuerza y digo su nombre, pero nada. Tras esperar un poco, introduzco la llave en la puerta y abro con cuidado, por si sigue dormido.

Andrew está sentado en el borde de la cama con los codos apoyados en las rodillas y las manos unidas entre las piernas. Tiene la espalda completamente arqueada, la mirada fija en la moqueta del suelo.

Miro a la derecha y veo su teléfono en el suelo, con la pantalla rota. Comprendo en el acto que debe de haberlo lanzado contra la pared.

—¿Andrew? ¿Qué pasa? —pregunto, y me acerco a él despacio, no porque lo tema, sino porque temo por él.

Las cortinas están abiertas de par en par, la luna baña la habitación entera y el cuerpo medio desnudo de él en una luz azul grisácea. Está en calzoncillos. Me acerco a él y le paso las manos por los brazos hasta llegar a las manos, que acto seguido agarro con ternura.

—Háblame —pido, aunque ya sé lo que pasa.

No me mira, pero me coge los dedos y los sostiene con delicadeza.

Se me parte el corazón…

Me arrimo más, me meto entre sus piernas y él no lo piensa y me abraza con fuerza. Al notar que me hace estremecer su dolor, le rodeo la cabeza con los brazos y tiro de él hacia mi estómago.

—Lo siento mucho, amor —digo con voz trémula, las lágrimas corriéndome por la cara, aunque procuro mantener la compostura. Le agarro la cabeza con suavidad y él hunde la frente en mi vientre—. Estoy aquí, Andrew —añado con tino.

Y llora en silencio en mi estómago. No hace un solo ruido, pero noto que su cuerpo tiembla contra el mío. Su padre ha muerto, y se está permitiendo llorar su pérdida como debe. Me abraza una eternidad, sus brazos constriñéndome cuando lo sacuden las peores oleadas de dolor, y yo lo abrazo con más fuerza, mis manos enterradas en su pelo.

Finalmente alza la vista y me mira. Sólo quiero borrarle el dolor que lleva escrito en el rostro. Ahora mismo es lo único que me importa en el mundo. Sólo quiero quitarle el dolor.

Andrew me coge de la cintura, me sienta en la cama con él y nos quedamos así, yo entre sus duros brazos, con la espalda pegada a su cuerpo. Pasa otra hora y veo que la luna se desliza de un punto a otro en el cielo. Andrew no dice una sola palabra y yo no intento animarlo a hacerlo, pues sé que necesita este momento, y si ninguno de los dos volviera a hablar jamás, podría soportarlo siempre que permaneciéramos tal y como estamos ahora.

Dos personas incapaces de llorar finalmente lloran juntas, y si el mundo acabara hoy, nos sentiríamos satisfechos.

El sol de primera hora de la mañana empieza a expulsar a la luna, y durante un tiempo los dos se ocultan en el mismo cielo vasto, de forma que ninguno de los dos domina al otro. El ambiente se ve envuelto en un púrpura oscuro y gris con trazos de rosa, hasta que el sol finalmente se impone y despierta a nuestro lado del mundo.

Me vuelvo del otro costado, situándome de cara a Andrew. También sigue despierto. Le sonrío tiernamente y me acoge cuando me adelanto para besarlo levemente en los labios. Me pasa el dorso de un dedo por la mejilla y me toca la boca, el arranque del pulgar apenas rozándome el centro del labio inferior antes de caer. Me acerco más y me coge la mano, ambas aprisionadas entre nuestros cuerpos. Sus bonitos ojos verdes me sonríen con dulzura, y luego él me suelta la mano y me pasa el brazo por la cintura, acercándome tanto a él que noto su cálido aliento en mi barbilla.

Sé que no quiere hablar de su padre y que sacar el tema podría dar al traste con el momento, así que no lo hago. Por mucho que quiera y por mucho que crea que necesita hablar de ello para que lo ayude a superarlo, esperaré. Necesita tiempo.

Levanto la mano que tengo libre y dibujo el contorno del tatuaje que lleva en el brazo derecho. Luego mis dedos pasan delicadamente a sus costillas.

—¿Puedo verlo? —musito.

Sabe que me refiero al tatuaje de Eurídice del costado izquierdo, que tiene aplastado contra la cama.

Él me mira, pero su rostro es impenetrable. Sus ojos vagan un rato largo hasta que se incorpora en la cama para pasarse al otro lado y que, de ese modo, el tatuaje quede a la vista. Se tumba de costado, como antes, y me arrima un poco a él. Después aparta el brazo de las costillas. Me levanto un tanto para ver mejor y paso los dedos por la intrincada obra de arte, tan bonita y tan real. La cabeza de la mujer empieza a unos cinco centímetros bajo el brazo y los desnudos pies le llegan por la mitad de la esculpida cadera y se adentran unos centímetros en el estómago. Eurídice lleva un vestido blanco largo, suelto, transparente, que se le pega al cuerpo como si la azotara un fuerte viento. El invisible aire hace que la tela ondee tras ella y a su alrededor.

Se encuentra en un saliente, mirando hacia abajo con un brazo extendido delicadamente hacia atrás.

Pero luego la cosa se vuelve rara.

Eurídice tiene el otro brazo estirado, aunque la tinta termina en el codo. Se ve otro brazo al otro lado, pero no es suyo; da la impresión de ser de otra persona y parece más masculino. En la imagen también se aprecia una tela que no encaja en la imagen, asimismo ondeando al viento. Y justo debajo, apoyado en la misma cornisa, hay un pie que remata una pantorrilla musculada en la que la tinta finaliza justo por debajo de la rodilla.

Paso los dedos por cada centímetro del tatuaje, hipnotizada por su belleza, pero al mismo tiempo intentando entender su complejidad y el porqué de las partes que faltan.

Miro a Andrew y me dice:

—Anoche me preguntaste quién era mi ídolo musical, y la respuesta es Orfeo. Sé que es un poco raro, pero siempre me ha encantado la historia de Orfeo y Eurídice, sobre todo la que cuenta Apolonio de Rodas, y como que se me quedó grabada.

Sonrío suavemente y observo el tatuaje de nuevo, mis dedos aún en sus costillas.

—Orfeo me suena, pero Eurídice no tanto. —Me avergüenza un poco no conocer la historia, sobre todo cuando parece ser tan importante para él.

Empieza a contar:

—El talento musical de Orfeo no tenía igual, dado que era hijo de una musa, y cuando tocaba la lira o cantaba, todos escuchaban. No había ningún músico mejor que él, pero su amor por Eurídice era mayor incluso que su talento: estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. Se casaron, pero, poco después de la boda, a Eurídice la mordió una víbora y murió. Transido de dolor, Orfeo bajó al inframundo, decidido a recuperar a su amada.

Mientras él me cuenta la historia, no puedo evitar ser egoísta y ponerme en el lugar de Eurídice. Y Andrew es Orfeo. Incluso comparo el momento absurdo en el campo la otra noche con Andrew cuando vi la serpiente en la manta. Es egoísta y estúpido pensar así, pero no puedo evitarlo.

—En el inframundo, Orfeo tocó la lira y cantó, y todo el mundo se quedó embelesado, doblegado por la emoción. Tanto fue así que dejaron que Eurídice se marchara con él, pero con una condición: que Orfeo no mirara a Eurídice ni siquiera un instante hasta que estuvieran de nuevo en el mundo de los vivos. —Hace una pausa—. Pero en la subida no pudo vencer el deseo, la necesidad de volver la cabeza para asegurarse de que Eurídice seguía allí.

—Y la volvió —deduzco.

Andrew asiente, entristecido.

—Sí, la volvió antes de la cuenta y vio a Eurídice en la tenue luz desde la parte superior la cueva. Se tendieron la mano y, justo antes de que sus dedos se tocaran, ella se desvaneció en la oscuridad del inframundo y Orfeo no volvió a verla.

Reprimo mis emociones y clavo la vista en Andrew con añoranza. Él no me mira, parece sumido en sus pensamientos, como si yo fuera invisible.

Luego sale de su ensimismamiento.

—La gente siempre se hace tatuajes profundos, significativos —comenta mirándome de nuevo—. Y da la casualidad de que éste es el mío.

Lo vuelvo a observar y luego lo miro a él a los ojos, recordando algo que le oí decir a su padre aquella noche en Wyoming.

—Andrew, ¿a qué se refería tu padre con aquello que dijo en el hospital?

Su mirada se ablanda y aparta la vista un instante. A continuación baja el brazo y me coge la mano, pasándome el pulgar por los dedos.

—¿Lo oíste? —pregunta sonriendo con dulzura.

—Bueno, sí.

Me besa los dedos y luego me suelta la mano.

—Solía tomarme el pelo con eso —contesta—. Cuando me hice el tatu, le conté a Aidan lo que significaba y por qué técnicamente no estaba completo, y él se lo dijo a nuestro padre. —Revuelve los ojos—. Y maldita la hora en que se me ocurrió, joder. Mi padre se pasó los dos últimos años dándome la paliza, pero sé que sólo se estaba comportando como el tipo duro que era, que no llora ni cree en las emociones. Sin embargo, una vez que no andaban rondando Aidan y Asher me dijo que, aunque el significado del tatuaje era una «mariconada», lo entendía. Me dijo —mueve los dedos armoniosamente en el aire—: «Hijo, espero que algún día encuentres a tu Eurídice. Mientras no te convierta en una nenaza, espero que la encuentres».

Intento borrar la sonrisilla que tengo, pero él la ve y también sonríe.

—Pero ¿por qué no está acabado? —pregunto mientras vuelvo a mirarlo, y le aparto el brazo de la parte superior—. Y ¿qué significa exactamente?

Andrew suspira, aunque sabía desde el principio que acabaría haciéndole esas preguntas. Me da que quizá esperase que lo dejara estar.

Ni de coña.

De pronto se incorpora en la cama y tira de mí para que me siente. Me coge por abajo la camiseta para quitármela. Sin vacilar, levanto los brazos mientras me la quita y me quedo desnuda de cintura para arriba frente a él. Sólo una pequeña parte de mí se siente cohibida, e instintivamente adelanto un hombro como para cubrir la desnudez con su sombra.

Andrew me tiende de nuevo en la cama y me arrima a él de tal forma que mis pechos desnudos quedan aplastados entre nuestros cuerpos. Guiando mis brazos para que abracen los suyos como me abraza él a mí, me aprieta con más fuerza, las piernas enredadas. Nuestras costillas se tocan, mi cuerpo encaja en el suyo como dos piezas redondeadas de un puzle.

Y de pronto empiezo a entender…

—Mi Eurídice es sólo la mitad del tatuaje —explica, y sus ojos bajan hasta donde está el tatuaje con relación a mi cuerpo—. Pensé que algún día, si llegara a casarme, mi chica se haría la otra mitad y los reuniría.

Tengo el corazón en la garganta. Intento que vuelva a bajar a su sitio, pero está encajado ahí, henchido y tibio.

—Aunque es una locura, lo sé —añade, y noto que sus brazos empiezan a soltarme.

Lo abrazo con más fuerza, reteniéndolo.

—No es ninguna locura —afirmo, la voz grave y resuelta—. Y no es una mariconada, Andrew: es maravilloso. Como tú…

Una emoción que no soy capaz de identificar asoma a su cara.

Luego se levanta, y lo dejo hacer de mala gana.

Coge los cargo cortos marrón oscuro del suelo, junto a la cama, y se los pone sobre los bóxers.

Aún algo aturdida por la rapidez con la que se ha levantado y la razón por la que lo ha hecho, tardo un instante en ponerme la camiseta.

—Sí, bueno, creo que quizá mi padre no se equivocara —dice de pie delante de la ventana mientras contempla Nueva Orleans—. Descubrió algo y utilizaba toda esa mierda de que los hombres de verdad no lloran para ocultarlo.

—Para ocultar, ¿qué?

Me acerco a él, pero esta vez no lo toco. Se muestra inaccesible, en el sentido de que me da que no quiere que yo esté aquí. No es desinterés ni que haya decaído la atracción, es otra cosa…

Responde sin volverse:

—Que nada es para siempre. —Duda, todavía mirando por la ventana con los brazos cruzados—. Es mejor evitar la emoción que sucumbir a ella y acabar siendo su esclavo, y, como nada es para siempre, al final todo lo que en su día fue bueno acaba haciendo un daño de mil demonios.

Sus palabras me atraviesan el alma.

Todo lo que en mí había cambiado durante el tiempo que he pasado con Andrew, todos los muros que he derribado por él acaban de alzarse a mi alrededor.

Porque tiene razón, sé de sobra que tiene razón.

Esa lógica es la que me ha impedido sumergirme por completo en su mundo todo este tiempo. Y en cuestión de segundos la verdad de sus palabras ha hecho que vuelva a someterme a esa lógica.

Decido no tocar el tema. Ahora mismo hay un problema mucho más importante que el mío, y me aseguro de no tratar a Andrew de manera distinta.

—Tendrás… que ir al funeral de tu padre, así que…

Andrew se vuelve, los ojos rebosantes de determinación.

—No, no iré al funeral.

Se pone una camiseta limpia que le cubre los abdominales.

—Pero, Andrew…, tienes que ir. —Frunzo el entrecejo—. Si no vas al funeral de tu propio padre no te lo perdonarás nunca.

Veo que mueve la mandíbula, como si apretara los dientes. Aparta la vista de mí y se sienta en el extremo de la cama, se inclina y se pone las zapatillas de deporte negras sin calcetines, sin molestarse en desatárselas, para que se aflojen.

Se pone de pie.

Me quedo plantada sin más en mitad de la habitación, sin dar crédito. Creo que debería decir algo que lo haga cambiar de opinión con respecto al funeral, pero el corazón me dice que ésta es una discusión que no voy a ganar.

—Tengo que hacer una cosa —anuncia al tiempo que se mete las llaves del coche en el bolsillo del pantalón—. Vuelvo dentro de un rato, ¿vale?

Antes de que pueda decir nada, se me acerca, me coge la cara entre sus manos y se inclina hacia adelante para apoyar la frente en la mía. Lo miro a los ojos y veo dolor y conflicto e indecisión entre muchas más cosas a las que ni siquiera puedo empezar a ponerles nombre.

—¿Estarás bien? —pregunta en voz queda, la cara a escasos centímetros de la mía.

Me aparto, lo miro y asiento.

—Estaré bien —replico.

Pero eso es todo cuanto puedo decir. Estoy tan en conflicto e indecisa como parece estarlo él. Pero también estoy dolida. Siento que algo está pasando entre nosotros, pero nos aleja más que acercarnos, que es lo que ha estado haciendo durante todo este viaje. Y me asusta.

Entiendo la lógica. Mis muros han vuelto a alzarse. Pero me asusta más que cualquier otra cosa.

Me deja allí y yo lo veo salir de la habitación.

Es la primera vez que me deja desde que volvió por mí en aquella estación de autobuses. Hemos estado juntos, prácticamente sin separarnos, todo el tiempo, y ahora… desde que ha salido por la puerta tengo la sensación de que no voy a volver a verlo.