26

A media tarde me siento mejor; no estoy al cien por cien, pero sí lo bastante recuperada para dar una vuelta por Nueva Orleans con Andrew en tranvía e ir a unos cuantos sitios que no logramos ver ayer. Después de conseguir comerme unos huevos y dos tostadas, nos subimos a la línea de tranvía Riverfront, fuimos al acuario Audubon y caminamos por un túnel de casi diez metros de longitud con agua y peces a nuestro alrededor. Y dimos de comer a periquitos y vimos plantas y animales de la selva tropical. Damos de comer a rayas y nos hacemos fotos juntos con los móviles, de esas que hacen que parezcamos idiotas, sujetando el teléfono con los brazos extendidos. Después miré con calma las fotos que sacamos, con las mejillas pegadas y sonriendo a la cámara como si fuésemos una pareja normal y corriente pasándoselo de muerte.

Una pareja normal y corriente…, pero no somos una pareja, y soy consciente de que tenía que recordármelo.

La realidad es un asco.

Pero también lo es no saber lo que se quiere. No, la verdad es que sí sé lo que quiero. Ya no puedo obligarme a dudarlo, pero sigo teniendo miedo. Tengo miedo de Andrew y del dolor que podría causarme si llegara a hacerme daño, porque me da que no podría soportarlo. Ya me resulta insoportable y ni siquiera me ha hecho nada aún.

Seguro que me he metido en un buen lío.

Cuando vuelve a caer la noche en Nueva Orleans y los fiesteros salen de sus moradas, cruzamos el Mississippi en transbordador y luego Andrew me lleva andando hasta un bar llamado Old Point. Me alegro de que decidiera ponerme las chanclas negras en lugar de los tacones nuevos. Andrew insistió, sobre todo porque iríamos a pie.

—Nunca me voy de Nueva Orleans sin venir a este sitio —cuenta mientras camina a mi lado cogiéndome de la mano.

—Entonces, ¿eres asiduo?

—Sí, podría decirse que sí; de los asiduos de una o dos veces al año, en cualquier caso. He tocado aquí algunas veces.

—¿La guitarra? —aventuro mirándolo con curiosidad.

Nos cruzamos con un grupo de cuatro personas que vienen de frente y me pego más a Andrew para dejarles sitio en la acera.

Él me suelta la mano para rodearme la cintura.

—Toco la guitarra desde que tenía seis años. —Me sonríe—. A los seis no era muy bueno, pero en algún momento hay que empezar: no toqué nada que mereciera la pena ser escuchado hasta que tenía unos diez.

Suelto un silbido, impresionada.

—Lo bastante joven para ser un talento, diría yo.

—Supongo que sí. De pequeños yo era «el músico», y Aidan, «el arquitecto», porque solía construir cosas.

Me mira de reojo.

—Una vez construyó en el bosque una casa inmensa en un árbol. Y Asher era «el del hockey». A mi padre le encantaba el hockey, casi más que el boxeo, pero sólo casi.

Me mira otra vez de reojo.

—Asher dejó el hockey después del primer año: sólo tenía trece años. —Se ríe un tanto—. Era más cosa de mi padre que suya. En realidad a Asher lo que le gustaba hacer era enredar con la electrónica: intentó comunicarse con extraterrestres mediante un artilugio que construyó con cosas que encontró por casa después de ver la película Contact.

Nos reímos los dos.

—¿Y tu hermano? —pregunta él—. Sé que me dijiste que está en la cárcel, pero antes, ¿cómo te llevabas con él?

Se me pone cierta cara de vinagre.

—Cole era un hermano mayor increíble hasta que fue a octavo y comenzó a juntarse con la morralla del barrio: Braxton Hixley. Siempre he odiado a ese tío. En cualquier caso, Cole y Braxton empezaron a drogarse y a hacer toda clase de estupideces. Mi padre probó a encerrarlo en una institución para jóvenes problemáticos para que recibiera ayuda, pero Cole se escapó y se metió en más líos. Y a partir de ahí la cosa fue a peor. —Miro adelante, ya que viene más gente de frente por la acera—. Y ahora está donde se merece.

—Puede que vuelva a ser el hermano mayor que recuerdas cuando salga.

—Puede —digo encogiéndome de hombros, ya que lo dudo mucho.

Llegamos al final de la acera, y en la esquina de Patterson y Olivier está el Old Point, que por fuera parece más una casa de dos plantas histórica con un apartamento añadido al lado. Pasamos por debajo del viejo letrero alargado, donde junto a la construcción hay un par de mesas y sillas de plástico con varias personas que fuman y hablan a voz en grito.

Dentro suena un grupo de música.

Andrew sujeta la puerta después de que salga una pareja y me da la mano. No es un sitio grande, pero resulta acogedor. Miro los altos techos y reparo en las numerosas fotografías, matrículas, cervezas, banderines de colores y viejos letreros que ocupan cada centímetro del espacio. Varios ventiladores cuelgan bajos del techo de madera. Y a mi derecha se encuentra la barra en la que, como en cualquier otro bar, hay un televisor en la pared del fondo. Aunque hay bastante gente, tras la barra una mujer levanta la mano y al parecer saluda a Andrew.

Él le sonríe y le devuelve el saludo con dos dedos, como para decirle: «Estoy contigo dentro de dos minutos».

Da la impresión de que todas las mesas están ocupadas, y se ve gente bailando en la pista. El grupo que toca al fondo es muy bueno, hacen una mezcla de rock y blues, o algo por el estilo. Me gusta. Hay un hombre negro rasgueando una guitarra plateada sentado en un taburete y uno blanco cantando con un micro afianzado delante de la correa de la guitarra. A la batería hay un tipo corpulento, y en el escenario se ve un teclado, aunque nadie lo toca.

Al mirar al suelo descubro un perro negro greñudo que me mira y menea el rabo. Me agacho y lo rasco detrás de las orejas. Satisfecho, el animal se acerca a su dueño, que está sentado a la mesa que tengo al lado, y se tumba a sus pies.

Tras esperar unos minutos, Andrew ve que tres personas se levantan de una mesa no muy lejos de donde toca el grupo y tira de mí para ir a ocuparla.

Aún me encuentro algo mal debido a la resaca, y la cabeza no ha dejado de dolerme del todo, pero sorprendentemente el ruido que hay en este sitio no lo empeora.

—Ella no bebe —le dice Andrew amablemente a la chica que estaba en la barra después de señalarme.

La mujer en cuestión se ha abierto paso entre la gente y ha llegado a nuestra mesa antes de que yo me siente.

La camarera, con el pelo castaño claro metido detrás de las orejas, tendrá unos cuarenta y pocos años, y su sonrisa es tan grande cuando abraza con fuerza a Andrew que empiezo a preguntarme si será su tía o una prima.

—Han pasado diez meses, Parrish —comenta mientras le da palmaditas en la espalda con las dos manos—. ¿Dónde coño te has metido?

Me sonríe.

—Y ¿a quién tenemos aquí?

Le dirige a Andrew una mirada traviesa, pero yo noto algo más en su sonrisa: que da algo por sentado, tal vez.

Andrew me da la mano y me levanto para que me presenten como es debido.

—Ésta es Camryn —dice—. Camryn, ésta es Carla; trabaja aquí desde hace por lo menos seis de mis espantosas actuaciones.

Carla lo empuja en el pecho, riendo, y me mira.

—Que no te mienta —lo apunta con el dedo y enarca las dos cejas—, este muchacho sabe cantar.

Me guiña un ojo y me estrecha la mano:

—Encantada de conocerte.

Le sonrío igualmente.

¿Que canta? Creía que tocaba la guitarra en este sitio, no sabía que también cantara. Supongo que no me sorprende. En cierto modo, ya me demostró que sabía cantar en Birmingham, cuando dio esa nota en las «excusas» de Hotel California. Y a veces, cuando íbamos en el coche, se le olvidaba que estaba yo —o no le importaba— y se dejaba llevar en varios temas de rock clásico que salían por los altavoces.

Sin embargo, no esperaba que hubiese actuado en alguna parte. Qué lástima que no haya traído la guitarra, me encantaría verlo actuar esta noche.

—Bueno, pues me alegro de volver a verte —afirma Carla, y acto seguido señala al hombre negro del escenario—. Eddie se va a alegrar cuando se entere de que estás aquí.

Andrew asiente y sonríe mientras Carla salva la pequeña multitud y vuelve a la barra.

—¿Quieres un refresco o algo?

Hago un gesto de rechazo con la mano.

—No, estoy bien.

Él sigue de pie, y cuando el grupo deja de tocar comprendo por qué. El tipo negro de la guitarra plateada ve a Andrew y sonríe mientras deja el instrumento contra el taburete y se acerca. Se abrazan más o menos como Carla y él antes, y yo me levanto otra vez para que me presente. Le estrecho la mano a Eddie.

—¡Parrish! Cuánto tiempo —dice Eddie con su denso acento cajún—. ¿Qué hace?, ¿un año?

Carla también sonaba algo cajún, pero no tanto como Eddie.

—Casi —contesta, radiante, Andrew.

Parece encantado de estar aquí, como si esas personas fueran miembros de la familia a los que hubiera perdido de vista hace tiempo y con los que nunca hubiera reñido. Incluso su sonrisa es más afectuosa y atractiva que antes. De hecho, al presentarme a Carla y a Eddie, su sonrisa iluminó el local. Me sentí como si fuera la chica a la que por fin decidió traer a casa para presentársela a la familia y, a juzgar por sus miradas cuando me presentó, ellos sintieron lo mismo.

—¿Vas a tocar hoy?

Tomo de nuevo asiento y miro a Andrew, con la misma curiosidad por escuchar la respuesta que al parecer Eddie. Éste tiene en la risueña cara una mirada que dice no aceptaré un no por respuesta, las arrugas alrededor de sus ojos y su boca más marcadas.

—Es que no he traído la guitarra.

—Vaya —Eddie sacude la cabeza—, ¿qué pretendes?, ¿tomarme por tonto? —Señala el escenario—. Aquí hay un montón de guitarras —asegura con su acento entrecortado.

—Quiero oírte tocar —digo desde atrás.

Andrew me mira, inseguro.

—En serio. Te lo estoy pidiendo. —Ladeo un poco la cabeza y le sonrío.

—Vaya, vaya, menudos ojazos tiene la chica —comenta Eddie sonriéndole a Andrew.

Y él se da por vencido.

—Muy bien, pero sólo un tema.

—¿Cómo que sólo uno? —Eddie tensa la arrugada barbilla y añade—: Si tiene que ser uno, será el que yo elija. —Se señala, justo por encima de la camisa blanca. Del bolsillo izquierdo sobresale un paquete de tabaco.

Andrew accede.

—Muy bien, tú eliges.

Eddie sonríe más aún y me mira de reojo con suspicacia.

—Uno para camelarte a las señoritas como el que cantaste la última vez.

—¿Rolling Stones? —inquiere Andrew.

—Sí, sí —afirma Eddie—. Ése, muchacho.

—¿Cuál? —pregunto, y apoyo la barbilla en los nudillos.

Laugh, I nearly died —responde Andrew—. Probablemente no lo conozcas.

Y tiene razón. Niego suavemente con la cabeza.

—No, la verdad es que no.

Eddie le indica a Andrew que lo siga hacia el escenario y, tras inclinarse y sorprenderme con un leve beso en los labios, él deja la mesa.

Estoy nerviosa pero emocionada, con los codos apoyados en la mesa. Hay tantas conversaciones desarrollándose a mi alrededor que es como si en el aire de la estancia flotara un murmullo continuo. De vez en cuando oigo un vaso o un botellín de cerveza que choca contra otro o contra la mesa. El sitio entero está más bien oscuro, iluminado únicamente por las luces atenuadas de los numerosos letreros de cerveza y los altos tramos de cristalera que permiten que se filtre la luz de la luna y también la de la calle. De cuando en cuando se ve una ráfaga de luz amarilla tras el escenario por la derecha, la gente que entra y sale de lo que imagino serán los aseos.

Andrew y Eddie consiguen llegar al escenario y se ponen a organizarlo todo: Andrew coge otro taburete de alguna parte tras la batería y lo coloca en medio del escenario, justo delante del micrófono de pie. Eddie le dice algo al batería —probablemente qué canción tiene que tocar—, y el batería asiente. Otro hombre sale de una sombra detrás del escenario con otra guitarra, o puede que sea un bajo, nunca he sabido cuál es la diferencia, la verdad. Eddie le da a Andrew una guitarra negra que ya está enchufada a un amplificador cercano e intercambian unas palabras que no oigo. Luego Andrew se sienta en el taburete y apoya una bota en el reposapiés inferior. A continuación, Eddie hace lo propio en el suyo.

Empiezan a ajustar esto y afinar aquello y el batería toca los platos unas cuantas veces a modo de prueba. Oigo un ruido sordo y un chirrido cuando encienden o suben de volumen otro ampli y luego un toc-toc-toc cuando Andrew da unos golpecitos en el micrófono con el pulgar.

Ya noto el nerviosismo en el estómago, como si fuera yo la que está ahí arriba a punto de cantar delante de un montón de desconocidos. Pero ese nerviosismo se debe sobre todo a Andrew. Me mira desde el escenario, nuestra mirada se cruza una vez, y acto seguido el batería empieza a tocar, rozando los platos unas cuantas veces. Después Eddie comienza a darle a la guitarra, una melodía lenta y pegadiza que consigue fácilmente que la mayoría de los que están alrededor se dé la vuelta y se fije en que empieza un nuevo tema, claramente uno que todos conocen y del que nunca se cansan. Andrew toca unos acordes con Eddie y noto que la parte superior de mi cuerpo se mece al ritmo de la música.

Cuando Andrew comienza a cantar es como si tuviera un resorte en la nuca: paro de moverme y echo la cabeza hacia atrás, sin creer lo que estoy escuchando, una canción irresistible con cierto aire de blues. Mantiene los ojos cerrados mientras sigue cantando, la cabeza siguiendo el compás de la sensual y sentida música.

Y cuando llega el estribillo, Andrew me deja sin habla…

Noto que pego suavemente la espalda a la silla y abro más los ojos cuando la música se anima y Andrew vuelca su alma en cada palabra. Su expresión cambia con cada una de las notas intensas y se calma cuando las notas se calman. En el bar ya no habla nadie. No puedo apartar la vista de Andrew para mirar, pero sé que el ambiente cambió en el segundo en que Andrew empezó el potente estribillo, ese sexy timbre bluesero que le sale y que jamás habría imaginado que tuviera.

En la segunda estrofa, cuando el ritmo vuelve a bajar, ya tiene toda la atención de cada una de las personas del lugar. La gente baila y se mueve a mi alrededor, parejas cuyas caderas y labios se acercan porque no hay manera de evitarlo con esa canción. Pero yo… me limito a mirar sin aliento, dejando que la voz de Andrew se cuele en cada recoveco y cada hueso de mi cuerpo. Es como un veneno irresistible: me hipnotiza lo que me está haciendo sentir, y aunque tiene la capacidad de destrozarme el corazón, me lo bebo de todas formas.

Él continúa con los ojos cerrados, como si necesitara dejar fuera la luz que lo rodea para sentir la música. Y cuando llega el segundo estribillo, se mete más incluso en él, casi lo bastante para levantarse del taburete, pero sigue como estaba, el cuello estirado hacia el micrófono y la pasión grabada en su cara mientras canta y toca la guitarra, que descansa en su regazo.

Eddie, el batería y el bajista cantan dos frases con Andrew, y el público se une débilmente a ellos.

Con la tercera estrofa me entran ganas de llorar, pero no puedo. Es como si la emoción estuviese ahí, latente en la boca del estómago, pero quiere atormentarme.

«Laugh, I nearly died…»[7]

Andrew continúa cantando, tan apasionadamente que soy yo la que está a punto de morir, el corazón latiéndome más y más de prisa. Luego el grupo empieza a cantar de nuevo y la música se ralentiza, sólo se oye la batería, un golpeteo grave, áspero del bombo que noto en el suelo, bajo los zapatos. Y el público acompaña el bombo con los pies y empieza a cantar el repetitivo estribillo. Dan una palmada al mismo tiempo, y al unirse las manos el aire vibra. Una vez más. Y Andrew canta: «Yeah, yeah»!, y la música termina bruscamente.

Se oyen gritos y silbidos agudos y un montón de «yeah» y unos cuantos «joooder». Unos escalofríos me recorren la espalda y se extienden por el resto de mi cuerpo.

Laugh, I nearly died… No olvidaré esa canción en toda mi vida.

«¿Cómo es posible que Andrew sea real?».

Cuento con que algo se tuerza en el momento menos pensado o con que despierte en la parte de atrás del coche de Damon con Natalie inclinada sobre mí contándome que Blake me llevó a la azotea del Underground.

Andrew deja la guitarra prestada contra el taburete y se acerca a Eddie para estrecharle la mano, luego al batería y por último al bajista. Eddie viene hacia mí con él, pero a medio camino se detiene y me guiña un ojo antes de volver al escenario. Me cae muy bien Eddie. Hay algo en él honesto, bondadoso y enternecedor.

Antes de que llegue a la mesa, Andrew se para con algunas personas que le estrechan la mano y probablemente le digan cuánto les ha gustado su actuación. Les da las gracias y viene hacia mí lento pero seguro.

Veo que varias mujeres lo miran con algo más que gratitud.

—¿Quién eres? —inquiero, en parte sólo para meterme con él.

Andrew se ruboriza un tanto y le da la vuelta a una silla desocupada para sentarse frente a mí.

—Eres increíble, Andrew. No tenía ni idea.

—Gracias, nena.

Es muy modesto. Medio esperaba que bromeara llamándome groupie y pidiéndome que saliera del bar con él o algo por el estilo, pero no parece estar por la labor de hablar de su talento, como si no se sintiera cómodo con él. O quizá no se sienta cómodo con los halagos genuinos.

—En serio —aseguro—, ojalá yo supiera cantar así.

El comentario le arranca una reacción, aunque leve.

—Seguro que podrías —afirma.

Echo la cabeza hacia atrás y la meneo con ganas.

—No-no-no-no. —Lo paro antes de que se le ocurra alguna cosa rara—. No canto bien. No creo que sea horrible, pero lo mío no es el escenario, eso lo tengo bien claro.

—¿Por qué no?

Carla le trae una cerveza a Andrew, me sonríe y vuelve para atender a sus clientes.

—¿Miedo escénico?

Él se lleva el botellín a los labios y echa la cabeza atrás.

—La verdad es que nunca me he planteado nada que fuera más allá de cantar en el coche con el equipo encendido, Andrew. —Me retrepo en la silla—. No se me había ocurrido pensar que fuese algo personal, como miedo escénico.

Él se encoge de hombros y bebe otro sorbo antes de dejar la cerveza en la mesa.

—Pues, para que conste, te diré que tienes una voz bonita. Te oí en el coche.

Levanto la vista al techo y cruzo los brazos.

—Gracias, pero es fácil dar la impresión de que uno sabe cantar cuando lo hace acompañando a otro. Si me oyes sola sin música, probablemente te quedes horrorizado. —Me inclino hacia él y añado—: En cualquier caso, ¿cómo es que hemos acabado hablando de mí? —Entorno un ojo en plan juguetón—. Deberíamos estar hablando de ti: ¿de dónde ha salido eso?

—Las influencias, supongo —replica—. Pero nadie la canta como Jagger.

—Lamento tener que disentir —apunto metiendo la barbilla—. ¿Qué pasa? ¿Es Jagger tu ídolo musical o qué? —pregunto medio en broma, y él me dedica una sonrisa afectuosa.

—Es una de mis principales influencias, pero no, mi ídolo musical es un poco mayor que él.

Sus ojos ocultan algo secreto y profundo.

—¿Quién? —pregunto, completamente absorta.

Sin previo aviso, Andrew se inclina hacia adelante, me coge por la cintura y me sienta encima, de cara a él. Me sorprende un tanto, pero desde luego no rechazo el gesto. Me mira a los ojos mientras estoy a horcajadas sobre él.

—¿Camryn?

Le sonrío, sólo puedo preguntarme qué ha motivado esto.

—¿Qué? —Ladeo delicadamente la cabeza, las manos apoyadas en su pecho.

Veo que está pensativo, no responde.

—¿Qué? —insisto, con más curiosidad ahora.

Noto que sus manos me ciñen la cintura, y después se inclina y me roza los labios con los suyos. Cierro los ojos con suavidad, saboreando el contacto. Creo que podría besarlo, pero la verdad es que no sé si debería.

Abro los ojos cuando él aparta la boca.

—¿Qué pasa, Andrew?

Sonríe, y eso hace que literalmente sienta calor en el vientre.

—Nada —responde, y me da una palmadita en los muslos y en el acto vuelve a ser el Andrew juguetón, no tan serio—. Sólo quería tenerte encima. —Esboza una sonrisa pícara.

Me retuerzo para zafarme —no mucho—, y él me rodea la cintura con los brazos y me retiene. La única vez que me deja levantarme en toda la noche es cuando necesito ir al servicio, y se planta delante de la puerta para esperarme.

Estuvimos en el Old Point escuchando tocar a Eddie y a su banda temas de blues y rock, e incluso algunos viejos estándares de jazz, hasta que nos fuimos al hotel pasadas las once.