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Quizá pueda hacer esto con Camryn. ¿Por qué tengo que torturarme y negarme lo que más quiero cuando es el momento adecuado, cuando me he ganado el derecho a tener lo que quiera? Puede que las cosas salgan de otra manera y no le haga daño. Podría volver a ver a Marsters. ¿Y si la dejo escapar y no vuelvo a verla y después Marsters se da cuenta de que la ha cagado?

«¡Joder! Excusas».

Camryn y yo fuimos a otros dos bares del barrio francés, y en los dos pensaron que tenía veintiún años. Sólo en uno le pidieron el carnet, y supongo que, como su cumpleaños es en diciembre, la camarera decidió hacer la vista gorda.

Pero ahora está borracha y no sé si podrá ir andando al hotel.

—Llamaré un taxi —propongo mientras la sujeto en la acera.

Parejas y grupos de personas entran y salen del bar, detrás de nosotros, algunos dando tumbos.

Le rodeo con fuerza la cintura con el brazo, y Camryn alza una mano y me la echa al hombro por delante: casi no puede mantener la cabeza levantada.

—Creo que lo del taxi es buena idea —afirma con los ojos pesados.

Se va a quedar frita o va a vomitar de un momento a otro. Sólo espero que aguante hasta llegar al hotel.

El taxi nos deja delante del hotel, y la ayudo a salir de la parte de atrás, al final cogiéndola en brazos, porque ya casi no puede andar sola. La llevo al ascensor con las piernas colgando sobre un brazo y la cabeza apoyada en mi pecho. La gente nos mira.

—¿Qué?, ¿de juerga? —pregunta un hombre en el ascensor.

—Sí —asiento—, no todos aguantamos igual el alcohol.

El ascensor efectúa su primera parada y el hombre se baja cuando las puertas se abren. Dos plantas más arriba, la saco y la llevo a su habitación.

—¿Dónde tienes la llave, nena?

—En el bolso —responde con un hilo de voz.

Por lo menos, es coherente.

Sin soltarla, le cojo el bolso y lo abro. En circunstancias normales bromearía sobre la cantidad de mierda que lleva en ese chisme y si dentro hay algo que pueda morderme, pero sé que no está para bromas. Se encuentra fatal.

Va a ser una noche larga.

La puerta se cierra tras nosotros, la llevo directa a la cama y la acuesto.

—Me siento fatal —se queja.

—Lo sé, nena. Ahora tienes que dormir la mona.

Le quito los zapatos y los pongo en el suelo.

—Creo que voy a… —Deja caer la cabeza por un lado de la cama y empieza a vomitar.

Agarro la papelera, que está contra la mesilla, y pillo la mayor parte, pero me da que la camarera se va a cabrear por la mañana. Camryn suelta todo lo que tiene en el estómago, cosa que me sorprende, porque hoy no ha comido mucho. Para y se deja caer en la almohada. Las lágrimas, provocadas por la vomitona, le caen por la comisura de los ojos. Intenta mirarme, pero sé que está demasiado ida para enfocar.

—Hace mucho calor —se queja.

—Ya —respondo, y me levanto para poner el aire acondicionado a tope.

Luego voy al cuarto de baño, empapo una toallita en agua fría y la escurro. Vuelvo a la habitación, me siento a su lado en la cama y le refresco la cara con la toalla.

—Lo siento mucho —farfulla—. Debería haber parado después del chupito de vodka. Y ahora te toca a ti limpiar la vomitona.

Le enfrío las mejillas y la frente un poco más, apartándole los mechones de pelo suelto que tiene pegados a la cara, y después le paso la toalla por la boca.

—Nada de disculpas —le digo—, te lo pasaste bien, y es lo que importa. —Y añado, risueño—: Además, ahora puedo aprovecharme de ti lo que me dé la gana.

Intenta sonreír y levantar la mano para darme en el brazo, pero está demasiado débil hasta para eso. Su amago de sonrisa se vuelve un tanto angustiado, y el sudor le perla la frente en el acto.

—Ay, no… —Se levanta de la cama—. Tengo que ir al baño —anuncia, y me agarra para ponerse de pie, así que la ayudo.

La llevo al cuarto de baño, donde prácticamente se lanza sobre el retrete, agarrándose con las dos manos a la porcelana. La espalda se le arquea y cae cuando le entran las arcadas, y llora más.

—Deberías haberte comido ese filete conmigo, nena.

Estoy detrás de ella, asegurándome de que las trenzas no resultan heridas en el fuego cruzado, con la toalla fría en la nuca. Sufro por ella, sólo de ver la violencia con la que se contrae su cuerpo y sin que llegue a salir apenas nada. Sé que después de esto le dolerán la garganta, el pecho y las tripas.

Cuando termina, se tumba en el frío suelo de baldosas.

Intento ayudarla a levantarse, pero ella protesta en voz baja:

—No, por favor…, quiero quedarme aquí; el suelo está más fresco.

Su respiración es superficial y su piel ligeramente morena tiene un color tan enfermizo como el de un enfermo de pulmonía. Cojo una toalla limpia, la empapo y sigo limpiándole la cara, el cuello y los hombros. Luego le desabrocho los pantalones y se los quito con cuidado, aliviándole el estómago y las piernas de la presión, pues son muy ceñidos.

—No te preocupes, no voy a abusar de ti —bromeo, pero esta vez ella no contesta.

Se ha quedado frita de lado, la cara contra el suelo.

Sé que si la muevo ahora mismo probablemente se despierte y le entren otra vez las arcadas, pero no quiero dejarla de ese modo, tumbada junto al retrete. Así que me tiendo a su lado y le paso la toalla por la frente, los brazos y los hombros durante horas, hasta que al final me quedo dormido con ella.

Nunca pensé en dormir adrede en un cuarto de baño junto a un retrete estando sobrio, pero cuando dije que dormiría con ella en cualquier parte iba en serio.