Primero hacemos la colada, y allí mismo voy doblándolo todo después de sacarlo de la secadora en lugar de meterlo de cualquier manera en las bolsas. Él se dispone a protestar, pero esta vez me salgo con la mía. Luego nos vamos al centro y me lleva a todas partes, incluso al cementerio de San Luis, donde las tumbas no están bajo tierra; nunca había visto nada igual. Bajamos juntos Canal Street hacia el World Trade Center, donde encontramos un ansiado Starbucks. Hablamos una eternidad mientras tomamos café, y le cuento que me ha llamado Natalie. Y hablamos, y hablamos de ella y de Damon, al que Andrew no ha tardado en detestar.
Más tarde pasamos por delante de un asador al que intenta hacerme entrar con él, sacando a relucir el trato que hicimos en el autobús. Sin embargo, no tengo ni pizca de hambre, y trato de explicar a un quejicoso Andrew privado de carnaza que, si quiere que disfrute de un filete, tengo que estar preparada para darme ese festival.
Y nos topamos con un centro comercial: The Shops, en Canal Place, y me entusiasma la idea de entrar después de llevar una semana con la misma ropa aburrida.
—Pero si acabamos de hacer la colada —objeta él al entrar—. ¿Para qué necesitas más ropa?
Me cuelgo el bolso del otro hombro y cojo a Andrew del codo.
—Si vamos a salir esta noche, quiero encontrar algo chulo que sea medianamente presentable —explico mientras tiro de él.
—Pero lo que llevas es total —arguye.
—Sólo quiero unos vaqueros nuevos y un top —me justifico. A continuación, me detengo y lo miro—. Puedes ayudarme a escogerlo.
Eso capta su atención.
—Muy bien —responde, risueño.
Vuelvo a tirar de él.
—Pero no te hagas muchas ilusiones —puntualizo, y le doy un tirón del brazo para recalcarlo—: he dicho que puedes ayudarme, no que vayas a elegirlo tú.
—Te habrás dado cuenta de que hoy te estás saliendo con la tuya en casi todo —señala—. Deberías saber, nena, que sólo te dejaré hacerlo hasta que empiece a jugar mis cartas.
—Y ¿qué cartas crees que tienes que jugar exactamente? —pregunto con seguridad, pues creo que se está tirando un farol.
Frunce la boca cuando lo miro de reojo, y mi seguridad empieza a flaquear.
—No olvides que aún debes hacer lo que yo diga —recuerda con aplomo.
Adiós a la confianza.
Sonríe, y ahora es él quien me tira del brazo hacia sí.
—Y, dado que ya me has dejado que te lo coma una vez —añade, y mis ojos se abren como platos—, creo que podría pedirte que te tumbaras y abrieras las piernas y tendrías que obedecer, ¿estamos?
Apenas puedo echar un vistazo para ver si lo ha oído alguien. No lo ha dicho precisamente en voz baja, pero tampoco lo esperaba.
Entonces afloja el paso, se inclina hacia mí y me dice al oído:
—Si no dejas que me salga con la mía en algo más sencillo pronto, puede que me vea obligado a torturarte otra vez con la lengua entre tus piernas. —Noto su aliento en mi oreja, algo que, unido a esas palabras capaces de humedecerme, hace que un escalofrío me recorra el cuello—. La pelota está en tu tejado, nena.
Se aparta y me dan ganas de borrarle esa sonrisa de la cara con un bofetón, aunque luego pienso que probablemente le gustara.
¿El dilema? ¿Dejar que se salga con la suya en algo sencillo o seguir saliéndome con la mía y que me «torture» más tarde? Hummm… Creo que soy más masoca de lo que pensaba.
Cae la noche y me preparo para salir. Llevo unos vaqueros nuevos ceñidos, un top palabra de honor muy sexy de color negro que se me ciñe en la cintura y los zapatos de tacón más chulos que he visto en mi vida en un centro comercial.
Andrew me mira boquiabierto en el umbral.
—Debería jugar mi carta ahora mismo —afirma al entrar.
Esta vez me he hecho dos trenzas flojas, una por cada lado, me llegan justo por encima del pecho. Y siempre me dejo unos mechones de pelo rubio sueltos para que caigan por la cara, porque siempre he pensado que les sentaban bien a otras chicas, así que, ¿por qué no a mí?
Da la impresión de que a Andrew le gusta: me pasa las manos por cada una de ellas.
Me ruborizo por dentro.
—Joder, nena, estás de muerte.
—Gracias…
«Dios mío, ¿y esta… risita tonta que me acaba de salir?».
Yo también lo miro de arriba abajo, y aunque vuelve a llevar vaqueros y una camiseta sencilla y sus Dr. Martens negras, es el tío más bueno que he visto en mi vida, lleve lo que lleve.
Salimos, y en el ascensor y en el vestíbulo algunos tipos mayores vuelven la cabeza para mirarme. Andrew está inflado como un pavo, lo veo. Camina a mi lado radiante, y eso hace que me ponga roja.
Primero nos pasamos por el d.b.a. y estamos alrededor de una hora viendo tocar a un grupo. Pero cuando me piden el carnet y vemos que no me van a dejar beber, Andrew me lleva a otro sitio más abajo.
—Es una lotería —afirma cuando nos acercamos al bar cogidos de la mano—. En la mayoría te piden el carnet, pero de vez en cuando hay suerte y les da lo mismo si parece que tienes veintiún años.
—Cumplo veintiuno dentro de cinco meses —afirmo, y le aprieto la mano al pasar por un concurrido cruce.
—Cuando te conocí, en el autobús, me dio miedo de que tuvieras diecisiete.
—¡¿Diecisiete?!
Espero con toda mi alma no parecer tan joven.
—Oye —añade mirándome de reojo—, que he visto a chicas de quince años que parece que tienen veinte. Ya no hay manera de saberlo.
—Pero ¿crees que parece que tengo diecisiete años?
—No, yo te echaría unos veinte —responde—, sólo era un comentario.
Menos mal.
El bar es algo más pequeño que el otro, y la gente, una mezcla de recién licenciados y treintañeros. Hacia el fondo hay varias mesas de billar juntas y la luz es tenue, centrada sobre todo en los billares y en el pasillo que sale a mi derecha, que lleva a los aseos. Hay mucho humo, a diferencia del otro sitio, donde no había en absoluto, pero no me molesta mucho. No me gusta el tabaco, pero supongo que es natural que en un bar haya humo. Casi parecería desnudo sin él.
De los altavoces del techo sale un rock conocido. Hay un pequeño escenario a la izquierda donde suelen tocar los grupos, pero esta noche no toca ninguno. Sin embargo, eso no merma el ambiente festivo, porque apenas oigo lo que me dice Andrew con la música y los gritos de la gente.
—¿Sabes jugar al billar? —me dice acercándoseme al oído.
—He jugado algunas veces —vocifero—. Pero se me da fatal.
Me tira de la mano y vamos hacia las mesas y la luz más viva, abriéndonos paso con cuidado entre la gente, que está por todas partes.
—Siéntate aquí —me dice, y puede bajar la voz un poco ahora que los altavoces están delante—. Ésta será nuestra mesa.
Me siento a una mesita redonda apoyada contra una pared. Sobre mi cabeza y a la izquierda hay una escalera que conduce a una segunda planta que queda al otro lado. Aparto el cenicero lleno de colillas con la punta del dedo cuando se acerca una camarera.
Andrew está hablando con un tío a unos metros, junto a las mesas de billar, probablemente, para jugar una partida.
—Lo siento —se disculpa la camarera, y coge el cenicero y lo cambia por uno limpio, que deja boca abajo. A continuación pasa una bayeta húmeda por la mesa y levanta el cenicero para limpiar debajo.
Le sonrío. Es una chica guapa de pelo negro que probablemente acabe de cumplir los veintiuno, y sostiene una bandeja en una mano.
—¿Qué vas a tomar?
Sólo tengo una oportunidad para actuar como si me hubieran hecho esa pregunta un montón de veces y que no me pida el carnet, así que respondo casi en el acto:
—Tomaré una Heineken.
—Que sean dos —dice Andrew, que se acerca con un taco en la mano.
La camarera reacciona al verlo y lo mira de nuevo, y al igual que antes él en el ascensor conmigo, me inflo como un pavo. Ella asiente y me mira como diciendo: menuda suerte tienes guapa, antes de marcharse.
—Ese tío tiene una partida más, luego la mesa es nuestra —anuncia él, y se sienta.
La camarera vuelve con dos cervezas que nos deja delante.
—Llamadme si necesitáis algo —dice antes de volver a irse.
—No te ha pedido el carnet —constata Andrew, echándose adelante en la mesa para que no lo oiga nadie.
—No, pero eso no significa que no me lo acaben pidiendo: me pasó una vez en un bar en Charlotte; Natalie y yo estábamos prácticamente borrachas cuando nos lo pidieron y nos echaron.
—Pues, en ese caso, disfruta mientras puedas —sonríe, se acerca la cerveza a los labios y da un sorbo rápido.
Yo hago lo mismo.
Empiezo a arrepentirme de haber traído el bolso, ya que ahora tengo que cargar con él, pero, cuando nos toca jugar, lo dejo en el suelo bajo la mesa. Estamos en una especie de antro, así que no me preocupa demasiado.
Andrew me lleva a donde están los tacos.
—¿En qué puedo servirla? —pregunta moviendo las manos a lo largo del soporte—. Tienes que escoger uno con el que te sientas cómoda.
Va a ser divertido: está convencido de que me está enseñando algo.
Me hago la tímida y la que no tiene ni idea, mirando los tacos como el que miraría los libros de una estantería, y cojo uno. Paso las manos por él y lo sujeto como si fuera a darle a una bola, para ver qué tal es. Sé que ahora mismo parezco la típica rubia tonta, pero eso es exactamente lo que pretendo.
—Supongo que éste me vale —digo encogiéndome de hombros.
Andrew coloca las bolas en el triángulo, alternando lisas con rayadas hasta que todo está como debe, y a continuación desliza el triángulo por la mesa para llevarlo hasta su sitio. Lo levanta con cuidado y lo introduce en un hueco que hay bajo la mesa.
Asiente.
—¿Quieres abrir?
—No, abre tú.
Sólo quiero verlo todo sexy, concentrado e inclinado sobre la mesa.
—Vale —asiente, y coloca la bola blanca. Pasa unos segundos untando de tiza el taco y luego deja la tiza a un lado de la mesa.
—Si ya has jugado, sabrás cuáles son las normas básicas —dice, y vuelve a colocarse delante de la bola blanca. Apunta a la bola con el taco—. Lógicamente, sólo se le da a la bola blanca.
Tiene su gracia, pero ésta se la ha buscado.
Asiento.
—Si las tuyas son las rayadas, tienes que meter en las troneras sólo las rayadas: si les das a las lisas me estarás ayudando a ganarte.
—¿Y la bola esa negra? —señalo la número 8, situada hacia el centro.
—Si metes ésa antes de que hayas metido todas las rayadas, pierdes —informa haciendo una mueca—. Y si metes la blanca, pierdes el turno.
—¿Eso es todo? —pregunto mientras le doy vueltas al taco en un trozo de tiza.
—Por ahora, sí —replica.
Supongo que está dejando pasar las otras normas básicas.
Andrew da unos pasos atrás y se inclina sobre la mesa, arquea los dedos en el fieltro azul y apoya el taco estratégicamente entre los dedos índice y corazón. Desliza el taco adelante y atrás un par de veces para afinar la puntería, para y lo estrella contra la bola blanca, que a su vez dispersa el resto por la mesa.
«Buena apertura, amor», me digo.
Mete dos: una rayada y una lisa.
—¿Qué va a ser? —pregunta.
—¿Cómo que qué va a ser? —sigo haciéndome la tonta.
—¿Lisas o rayadas? Te dejo elegir.
—Ya —respondo como si empezara a pillarlo—. Me da lo mismo; me quedo con las rayadas, creo.
Nos alejamos un poco de la forma adecuada de jugar la bola 8, pero estoy segura de que lo hace por mi bien.
Me toca, y rodeo la mesa en busca del disparo perfecto.
—¿Anunciamos el tiro o qué?
Andrew me mira con aire de curiosidad. Tal vez debería haber dicho algo así como: «¿Puedo darle a cualquiera de mis bolas?». Seguro que aún no me ha pillado.
—Tú elige cualquier bola rayada que creas que puedes meter y a por ella.
Bien, por lo visto se la sigo colando, al pobre.
—Un momento, ¿no vamos a apostar nada? —pregunto.
Parece sorprendido, pero la sorpresa se torna artimaña.
—Claro, ¿qué quieres apostar?
—Quiero recuperar mi libertad.
Andrew frunce el ceño, pero después sus exquisitos labios dibujan una sonrisa de nuevo cuando cae en la cuenta de que supuestamente no sé jugar al billar.
—Bueno, me duele un poco que quieras recuperarla —asegura, cambiando de mano el taco con un extremo apoyado en el suelo—, pero, claro, acepto la apuesta. —Y, cuando creo que el trato está hecho, añade levantando un dedo—: Pero, si gano, lo de hacer lo que yo diga subirá de nivel.
Ahora soy yo quien arquea una ceja.
—¿Cómo que subir de nivel? —pregunto de reojo, recelando.
Andrew deja el taco contra la mesa y apoya las manos en el borde, acercándose a la luz. Su amplia sonrisa, la mera intención que hay detrás, hace que un escalofrío me recorra la espalda.
—Entonces, ¿apostamos o no? —quiere saber.
Estoy casi segura de que puedo ganarlo, pero ahora mismo estoy cagada de miedo. ¿Y si es mejor que yo y pierdo la apuesta y acabo comiendo bichos o sacando el culo por la ventanilla del coche? Ésas eran las cosas que quería evitar que me obligara a hacer; no he olvidado en ningún momento que dijo «todo se andará». Desde luego que podría negarme a hacer lo que me pidiera, me lo aseguró antes de salir de Wyoming, pero lo único que pretendía era no tener que pasar por ello.
O… un momento…, ¿y si es de naturaleza sexual?
Bueno, la cosa está en marcha…, casi espero que gane.
—Trato hecho.
Sonríe con picardía y se aparta de la mesa, llevándose el taco.
Un grupito de tíos y dos chicas acaban de terminar la partida en la mesa de al lado y varios se han puesto a mirarnos.
Me inclino sobre la mesa, sitúo el taco más o menos como ha hecho Andrew antes, lo deslizo unas cuantas veces adelante y atrás entre los dedos y le doy a la bola blanca en el centro. La bola 11 golpea la 15 y la 15 la 10, y ambas van a parar dentro en una esquina.
Andrew me mira, el taco aún en vertical entre los dedos, delante de él.
Enarca una ceja.
—¿Ha sido la suerte del principiante o me la has dado con queso?
Sonrío y me coloco en el otro lado de la mesa para efectuar mi siguiente tiro. No respondo. Me limito a sonreír levemente, la mirada fija en la mesa. Decidiendo a propósito el tiro más próximo a Andrew, me adelanto sobre la mesa frente a él (bajando la vista con disimulo para asegurarme de que no les enseño las tetas a los tíos que miran enfrente) y calculo el disparo antes de golpear con fuerza la bola 9 e introducirla en la tronera lateral.
—Me has engañado —comenta Andrew detrás de mí—, y me estás provocando.
Me enderezo y lo miro risueña mientras me dirijo al extremo de la mesa.
Yerro el tiro a propósito. La disposición de la mesa es casi perfecta, y lo cierto es que podría ganar fácilmente, pero no quiero que la victoria sea fácil.
—Eh, nena, eso no —dice él, acercándose—, no me vengas ahora con los tiros por compasión: podrías haber colado la 13 sin problemas.
—Se me resbaló el dedo —respondo mirándolo tímidamente.
Él sacude su bonita cabeza y entorna los ojos, sabe perfectamente que estoy mintiendo.
Finalmente nos ponemos manos a la obra: él mete tres bolas de manera impecable, una detrás de otra, antes de fallar la 7. Yo meto otra. Y él otra más. Y así sucesivamente, tomándonos nuestro tiempo con cada disparo, pero los dos fallando de vez en cuando para que el juego continúe.
Ahora ha llegado el momento de la verdad. Me toca, y en la mesa sólo quedan su bola 4, la blanca y la 8. La 8 está unos quince centímetros demasiado lejos de un tiro perfecto a la esquina en cualquier dirección, pero sé que puedo hacer que rebote en un lateral para que vuelva a este lado y meterla en el izquierdo.
Se han puesto a mirar otros dos tíos, sin duda por la forma en que voy vestida (los he estado oyendo hablar todo el tiempo en voz baja de mis «tetas y el culo», sobre todo cuando me agacho para tirar), pero no dejo que me distraigan. Aunque me he dado cuenta de que Andrew los mira mucho, y me pone que esté celoso.
Apunto y digo:
—Tronera izquierda.
Me sitúo en un lado y me agacho hasta que mis ojos están a la altura de la mesa para ver si estoy en línea de tiro. Enderezo la espalda y, tras comprobar nuevamente la alineación de la bola blanca y de la 8 desde otro ángulo, acto seguido me inclino sobre la mesa. Uno. Dos. Tres. La cuarta vez que deslizo el taco hacia atrás golpeo con suavidad la blanca, que le da a la 8 en el ángulo adecuado y la envía contra el lado derecho de la mesa, donde rebota unos centímetros y entra limpiamente en la tronera izquierda.
Los tíos que miran desde el otro lado hacen varios ruiditos de moderado entusiasmo como si no los oyera.
Andrew está enfrente; en su boca, una ancha sonrisa.
—Eres buena, nena —alaba mientras coloca las bolas de nuevo—. Supongo que ahora eres libre.
No puedo evitar percatarme de que parece algo triste al respecto. Puede que su cara sonría, pero no puede ocultar la decepción que reflejan sus ojos.
—Bah —replico—, no quiero esa libertad, a menos que se trate de comer bichos o sacar el culo por la ventana del coche. Creo que me gusta que controles el resto.
Andrew sonríe.