2

Llegamos al Underground justo cuando cae la tarde, pero no antes de pasarnos por distintas casas en la camioneta tuneada de Damon. Paraba delante, se bajaba y no estaba dentro más de tres o cuatro minutos, y cuando volvía no decía ni mu. Al menos, no de para qué había entrado ni de con quién había hablado: las cosas normales que harían que esas visitas fuesen lógicas. Pero Damon no tiene mucho de normal ni de lógico. Lo quiero con locura; lo conozco desde hace casi tanto como a Natalie, pero nunca he podido aceptar que se drogue. Cultiva cantidades ingentes de hierba en el sótano, aunque él no fuma. De hecho, nadie salvo yo y varios de sus mejores amigos sospecharía que un cañonazo como Damon Winters cultiva, ya que casi todos los que hacen eso parecen blancos pobretones del sur y suelen peinarse como si vivieran entre la década de los setenta y los noventa. Y Damon dista mucho de parecer un blanco pobretón: podría ser el hermano pequeño de Alex Pettyfer. Y además dice que la maría no es lo suyo. No, a Damon lo que le va es la cocaína, y sólo cultiva y vende hierba para pagarse la coca.

Natalie finge que lo que hace Damon es completamente inofensivo. Sabe que no fuma, y dice que la hierba no es tan mala y que si otros la quieren fumar para relajarse, que no ve qué hay de malo en que su novio les eche una mano.

Sin embargo, se niega a reconocer que la cocaína le ha dado más marcha a su cara que a cualquier parte del cuerpo de ella.

—Vale, vas a pasártelo bien, ¿de acuerdo?

Natalie cierra la puerta trasera de un culazo después de que me baje y me mira como si fuera un caso perdido.

—No te pongas de nones e intenta divertirte.

Revuelvo los ojos.

—Nat, no voy a empeñarme en que no me guste —contesto—. Quiero pasármelo bien, de verdad.

Damon da la vuelta a la camioneta para unirse a nosotras y nos rodea la cintura con el brazo.

—Voy a entrar con dos pibones.

Natalie le da un codazo y sonríe fingiendo tener envidia.

—Cierra el pico, titi, o me voy a poner celosa.

Ahora la sonrisa es picarona.

Damon baja la mano de la cintura y le agarra el culo. Ella suelta un gemido escandaloso y se pone de puntillas para darle un beso. Me entran ganas de decirles que se vayan a una habitación, pero sería gastar saliva.

The Underground es el sitio de moda en Carolina del Norte, no muy lejos del centro, aunque no lo encontrarás en la guía telefónica. Sólo gente como nosotros sabe de su existencia. Un tal Rob alquiló un almacén abandonado hace dos años e invirtió alrededor de un millón del dinero del ricachón de su papi para convertirlo en una discoteca clandestina. Dos años después, el negocio sigue viento en popa. Desde entonces el sitio ha pasado a ser un lugar donde los dioses del sexo y la música de los alrededores pueden vivir el sueño del rock n’ roll con fans y groupies chillones. Pero no es nada cutre. Por fuera tal vez parezca un edificio abandonado en una ciudad medio fantasma, pero el interior es como cualquier discoteca de rock duro de nivel, con luces estroboscópicas de colores que lanzan haces continuamente por todo el local, camareras con pinta de zorrón y un escenario lo bastante grande para que toquen dos grupos a la vez.

Para que el Underground siga siendo secreto, todo el que va tiene que aparcar en otra parte y llegar hasta allí andando, ya que una calle llena de coches a la puerta de un almacén «abandonado» lo delataría.

Aparcamos en la parte de atrás de un McDonald’s cercano y caminamos alrededor de diez minutos por la inquietante ciudad.

Natalie, que iba a la derecha de Damon, se pone en medio, pero es sólo para poder torturarme antes de entrar.

—Muy bien —observa, como si estuviera a punto de repasar una lista de cosas que debo y no debo hacer—. Si te preguntan, no estás con nadie, ¿vale? —Agita la mano delante de mis narices—. Nada de sacar cosas como lo del tío que te entró en el Office Depot.

—¿Qué hacía ella en el Office Depot? —pregunta entre risas Damon.

—Damon, el tío ese estaba por ella —responde Natalie, pasando del todo por alto el detalle de que yo estoy al lado—. Me refiero a que lo único que tenía que hacer era hacerle ojitos una vez y le habría comprado un coche. Y ¿sabes lo que le dijo ella?

Revuelvo los ojos y le aparto el brazo.

—Nat, eres una idiota. No fue así.

—Es verdad, nena —tercia Damon—. Si el tío trabaja en el Office Depot, no le comprará un coche a nadie.

Natalie le sacude en el hombro de broma.

—Yo no he dicho que trabajara allí; en cualquier caso, el tío parecía el hijo de… Adam Levine y… —hace girar la mano sobre la cabeza para que se le ocurra otro ejemplo famoso— Jensen Ackles, y aquí la mojigata esta le dijo que era lesbiana cuando le pidió el número de teléfono.

—Cierra el pico, Nat —espeto, molesta con esa manía que tiene de exagerar—. No se parecía a ninguno de esos dos tíos. Era un tipo de lo más normal que daba la casualidad de no ser un puto callo.

Ella me rechaza con un gesto y se dirige a Damon.

—Da lo mismo. El caso es que miente para espantarlos. No me cabe la menor duda de que estaría dispuesta a decirle a un tío que tiene clamidia y unas ladillas descontroladas.

Damon se ríe.

Me detengo en la oscura acera y cruzo los brazos, mordiéndome por dentro el labio inferior con nerviosismo.

Cuando se da cuenta de que ya no camino a su lado, Natalie viene por mí.

—Vale, vale. Es sólo que no quiero que la cagues, eso es todo. Lo único que te pido es que si alguien (que no sea un cuadro) te entra, no lo largues en el acto. No hay nada malo en hablar y conocerse. No te pido que te vayas a casa con él.

Me toca las narices que haga esto. ¡Me lo prometió!

Damon se le acerca, le rodea la cintura con las manos y hunde la boca en el esquivo cuello.

—Deja que haga lo que le apetezca, nena. No le des tanto la vara.

—Gracias, Damon —digo asintiendo de prisa.

Él me guiña un ojo.

Natalie frunce la boca y dice:

—Tienes razón. —Acto seguido, levanta las manos—. No diré nada más. Lo prometo.

«Como si fuera la primera vez que oigo eso…»

—Bien —contesto, y echamos a andar otra vez. Las botas ya me están destrozando los pies.

El matón de la puerta nos mira de arriba abajo, los enormes brazos cruzados.

Extiende la mano.

Natalie pone cara de ofendida.

—¿Cómo? ¿Es que ahora Rob cobra?

Damon se mete la mano en el bolsillo de atrás, saca la cartera y toquetea los billetes.

—Veinte por barba —gruñe el matón.

—¿Veinte? ¡¿Estás de coña?! —chilla Natalie.

Damon la aparta con delicadeza y pone tres billetes de veinte dólares en la manaza del tipo. Él se guarda el dinero en el bolsillo y se hace a un lado para dejarnos pasar. Yo entro primero, y Damon le pone la mano a Natalie en la parte baja de la espalda para que vaya delante de él.

Ella mira al matón con cara de desprecio al pasar.

—Seguro que se lo queda él —afirma—. Se lo preguntaré a Rob.

—Vamos —dice Damon, y cruzamos la puerta y enfilamos un pasillo largo, sombrío, con un único fluorescente tembloroso hasta llegar al ascensor industrial del fondo.

El metal da una sacudida cuando se cierra la puerta de la caja y bajamos ruidosamente al sótano, muchos metros más abajo. Sólo descendemos un piso, pero el aparato traquetea de tal modo que me da la sensación de que se va a soltar de un momento a otro y la caída será mortal. Del sótano llegan al ascensor el retumbar de unos tambores estruendosos y los gritos de universitarios borrachos y probablemente de un montón de gente que ha dejado los estudios, el ruido es mayor a medida que descendemos hacia las entrañas del Underground. El ascensor se detiene con estrépito y otro matón nos abre la puerta para que salgamos.

Natalie tropieza conmigo.

—Date prisa —insta, y me empuja de broma—. Creo que está tocando Four Collision. —Se hace oír a pesar de la música mientras nos dirigimos hacia la sala principal.

Coge de la mano a Damon y luego intenta agarrarme a mí, pero sé lo que pretende y no pienso meterme en medio de una horda de cuerpos sudorosos que no paran de dar botes con la mierda de botas que llevo.

—Vamos, venga —me pide, prácticamente me suplica. Acto seguido, una gran sonrisa se dibuja en su cara, y mi amiga me agarra la mano y tira de mí—. No seas infantil. Si alguien te molesta, yo misma me encargo, ¿te parece?

A mi lado, Damon me sonríe.

—Vale —contesto, y me uno a ellos, Natalie prácticamente desencajándome los dedos.

Vamos a la pista, y después de que durante un rato Natalie haga lo que haría cualquier amiga, pegarse a mí para que me sienta integrada, se relaja y se centra exclusivamente en Damon. Para el caso, podría hacérselo con él ahí mismo, delante de todo el mundo, pero nadie se fija. Y yo me fijo porque probablemente sea la única chica de todo el local que no está haciendo eso mismo con alguien. Así pues, aprovecho la oportunidad para escabullirme e ir a la barra.

—¿Qué te pongo? —pregunta el chico alto y rubio en cuanto me encaramo a un taburete.

—Un ron con cola.

Se dispone a prepararme la copa.

—Conque alcohol duro, ¿eh? —comenta mientras me llena el vaso de hielo—. Vas a tener que enseñarme el carnet. —Sonríe.

Frunzo la boca.

—Claro. Te lo enseño en cuanto tú me enseñes la licencia del bar —respondo con sorna, y él vuelve a sonreír.

Termina de prepararme la copa y me la pasa.

—La verdad es que no bebo mucho —añado, y tomo un sorbo de la pajita.

—¿Mucho?

—Sí, bueno, esta noche creo que me va a hacer falta. —Dejo el vaso y toqueteo la lima del borde.

—¿Por? —se interesa al tiempo que pasa un trozo de papel de cocina por la barra.

—Un segundo —levanto un dedo—, para que no haya malentendidos, te diré que no he venido a contarte mi vida: no me va el rollo del camarero que juega a ser psicólogo con los clientes. —Me basta y me sobra con mi psicóloga particular, Natalie.

Él se ríe y tira el papel en algún lugar de detrás de la barra.

—Bueno es saberlo, porque yo no soy de los que dan consejos.

Bebo otro sorbito, esta vez inclinándome sobre el vaso en lugar de cogiéndolo. El cabello suelto se me cae por la cara. Levanto la cabeza y me meto el pelo detrás de la oreja por un lado. La verdad es que no me gusta nada llevar el pelo suelto, es un rollo, no vale la pena.

—Bueno, pues para tu información te diré que mi mejor amiga, que no acepta un no por respuesta, me ha traído aquí a rastras; si no hubiera venido, probablemente me hubiese hecho algo bochornoso mientras estuviera dormida y me hubiese sacado una foto para chantajearme.

—Ya, es una de ésas —replica él, y apoya los brazos en la barra y entrelaza las manos—. Yo tenía un amigo así. Seis meses después de que mi novia me dejara tirado, se empeñó en llevarme a una disco a las afueras de Baltimore: a mí lo que me apetecía era quedarme en casa hundido en la miseria, pero al final resultó que salir esa noche era justo lo que necesitaba.

Vaya, estupendo, el tío piensa que me conoce o, al menos, que sabe lo que me pasa. Aunque, en realidad, no tiene ni idea. Puede que él cargue con lo de la ex que le salió rana —porque más tarde o más temprano por ahí pasamos todos—, pero el resto, el divorcio de mis padres; el hecho de que mi hermano mayor, Cole, fuera a la cárcel; la muerte del amor de mi vida…, no estoy dispuesta a contarle nada de todo eso a este tío. En cuanto se lo cuentas a alguien te conviertes en un llorica y empieza a sonar el violín más pequeño del mundo. Lo cierto es que todos tenemos problemas, todos pasamos malos momentos y sufrimos, y mi dolor no es nada en comparación con el de un montón de personas, así que no tengo ningún derecho a lloriquear.

—Creía que no eras de los que daban consejos. —Esbozo una dulce sonrisa.

Él se aparta de la barra y contesta:

—Y no lo soy, pero si sacas algo en limpio de mi historia, sé agradecida.

Sonrío satisfecha y hago como que bebo. La verdad es que no quiero achisparme, y desde luego no quiero emborracharme, sobre todo porque me da en la nariz que volveré a ser yo la que conduzca cuando volvamos a casa.

Con la idea de desviar la atención de mí, apoyo un codo en la barra y la barbilla en los nudillos y pregunto:

—Y ¿qué pasó esa noche?

El lado izquierdo de su boca dibuja una sonrisa y me dice, sacudiendo la cabellera rubia:

—Tuve sexo por primera vez desde que ella me dejó y recordé lo bien que se sentía uno al verse liberado de una persona.

No me esperaba esa respuesta. La mayoría de los tíos que conozco habría mentido y habría mencionado su fobia a las relaciones, sobre todo si me estuviera tirando los tejos. Me cae bien, este tío. Me cae bien, punto. No tengo ninguna intención de bajarme al pilón, como diría Natalie.

—Ya —contesto, intentando contener las verdaderas dimensiones de mi sonrisa—. Bueno, por lo menos eres sincero.

—Es lo suyo —replica mientras coge un vaso y se prepara un ron con cola para él—. He descubierto que de un tiempo a esta parte la mayoría de las chicas tiene tanto miedo al compromiso como los chicos, y si vas de frente desde el principio es más probable que no salgas escamado de los líos de una noche.

Asiento y cojo la pajita. No lo reconocería abiertamente ante él ni de coña, pero estoy completamente de acuerdo, e incluso me gusta escucharlo. No me había parado a pensarlo mucho antes, pero, aunque es cierto que no quiero una relación ni de lejos, soy humana, y no me importaría tener un lío de una noche.

Pero no con él. Ni con nadie de este sitio. Vale, quizá sea demasiado cagona para tener un lío de una noche y la copa ya haya empezado a subírseme a la cabeza. Lo cierto es que nunca he hecho eso, y aunque la idea me pone, también me da yuyu. Sólo he estado con dos tíos: Ian Walsh, mi primer amor, con el que perdí la virginidad y que murió tres meses después en un accidente de coche, y Christian Deering, el capullo con el que acabé de rebote tras lo de Ian y que me puso los cuernos con una zorra pelirroja.

Por lo menos me alegro de que no le dijera esa ponzoñosa frase de dos palabras («te quiero»), porque en el fondo tenía el presentimiento de que cuando él me lo dijo no sabía de qué coño hablaba.

Aunque, por otro lado, quizá sí lo supiera, y por eso, después de llevar cinco meses saliendo, se liara con otra: porque yo no se lo dije a él.

Miro al camarero y veo que me sonríe, espera pacientemente a que diga algo. Este tío es bueno; o eso, o de verdad sólo intenta ser amable. Lo admito, es mono; no tendrá más de veinticinco años, y sus ojos, de un castaño claro, sonríen antes de que lo haga su boca. Me fijo en lo definidos que tiene los bíceps y el pecho bajo la camiseta ceñida que lleva. Y está moreno; es evidente que ha vivido la mayor parte de su vida cerca del mar.

Dejo de mirar cuando me doy cuenta de que se me está yendo la cabeza, imaginando cómo estará en bañador y sin camiseta.

—Soy Blake —dice—. El hermano de Rob.

«¿Rob? Ah, sí, el dueño del Underground».

Extiendo la mano y Blake la estrecha con delicadeza.

—Camryn.

Oigo la voz de Natalie por encima de la música antes de verla a ella. Se abre paso entre un grupo de personas que está alrededor de la pista y avanza hacia mí sin miramientos. Se fija en Blake en el acto y los ojos le empiezan a brillar, iluminándose con su enorme y descarada sonrisa. Damon, que va detrás cogido de su mano, se limita a dirigirme una mirada impasible. Me resulta de lo más extraño, pero me sacudo la sensación cuando Natalie pega su hombro al mío.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta con un dejo evidente de acusación en la voz.

Sonríe de oreja a oreja y nos mira varias veces a Blake y a mí antes de dedicarme toda su atención.

—Tomando una copa —respondo—. ¿Has venido a pedir algo o a controlarme?

—Las dos cosas —confiesa, y suelta la mano de Damon y comienza a tamborilear con los dedos sobre la barra, sonriéndole a Blake—. Vodka con lo que sea.

Blake asiente y mira a Damon.

—Para mí, un ron con cola —pide Damon.

Natalie me acerca los labios a la cabeza y noto el calor de su aliento en la oreja cuando me susurra:

—¡Joooder, Cam! ¿Sabes quién es?

Veo que Blake esboza una sonrisa sutil: la ha oído.

Noto que me pongo roja de vergüenza y le digo:

—Sí, se llama Blake.

—Es el hermano de Rob —silba ella, y vuelve a clavar la vista en él.

Miro a Damon con la esperanza de que lo pille y se la lleve a donde sea, pero esta vez él finge no darse cuenta. ¿Dónde está el Damon al que conozco, el que solía contar conmigo en todo lo relativo a Natalie?

Uy, seguro que se ha vuelto a mosquear con ella. Él sólo se comporta así cuando Natalie ha abierto esa bocaza que tiene o ha hecho algo con lo que Damon no está de acuerdo. Sólo llevamos aquí una media hora. ¿Qué puede haber hecho en tan poco tiempo? Entonces caigo en la cuenta: estamos hablando de Natalie, y si hay alguien capaz de cabrear a un novio en menos de una hora y sin saberlo es ella.

Me bajo del taburete y la cojo del brazo, alejándola de la barra. Damon, que probablemente sepa lo que me propongo, se queda con Blake.

La música parece haber subido de volumen cuando el grupo que actúa en directo termina un tema y empieza el siguiente.

—¿Se puede saber qué has hecho? —le suelto, y hago que se vuelva para que me mire.

—¿Cómo que qué he hecho?

Apenas me hace caso, su cuerpo se mueve suavemente al ritmo de la música.

—Nat, lo digo en serio.

Finalmente se detiene y me mira a los ojos, escudriñando mi cara en busca de respuestas.

—¿Cabrear a Damon? —sugiero—. Estaba bien cuando llegamos.

Ella mira un instante a su novio, que sigue en la barra tomando la copa, y luego a mí, en los ojos una expresión de perplejidad.

—No he hecho nada…, bueno, no creo. —Levanta la vista con aire pensativo, tratando de recordar qué puede haber hecho o dicho. Se pone en jarras—. ¿Qué te hace pensar que está cabreado?

—La cara que tiene —arguyo, y lo miro a él y luego a Blake—, y no soporto que os peleéis, sobre todo cuando no me queda más remedio que pasar la noche con vosotros y tengo que tragarme otra vez toda esa mierda que pasó hace un año.

La expresión de perplejidad de Natalie se transforma en una sonrisa taimada.

—Pues yo creo que estás paranoica y que quizá intentes distraerme para que no diga nada de Blake y tú.

Ahora tiene esa mirada pícara suya que odio. Revuelvo los ojos.

—No somos «Blake y yo»; sólo estamos hablando.

—Hablar es el primer paso. Sonreírle —su sonrisa se ensancha—, que es lo que he visto que hacías cuando me acerqué, es el segundo. —Se cruza de brazos y saca la cadera—. Apuesto a que ya has hablado con él sin que haya tenido que sacarte las respuestas. Por favor, si hasta sabes cómo se llama.

—Teniendo en cuenta que quieres que me divierta y que conozca a algún tío, no sabes mantener la boca cerradita cuando parece que las cosas van como tú querías.

Natalie deja que la música vuelva a dictar su movimiento, levanta un poco las manos y empieza a mover las caderas de forma seductora. Yo sigo ahí como un pasmarote.

—No va a pasar nada —aseguro con gravedad—. Ya tienes lo que querías, estoy hablando con alguien y no voy a decirle que tengo clamidia, así que, te lo pido por favor, no montes el numerito.

Se da por vencida profiriendo un largo y hondo suspiro y deja de bailar un instante para decir:

—Supongo que tienes razón. Te dejaré con él, pero si te lleva a la planta de Rob, quiero detalles.

Me señala firmemente con el dedo, con un ojo entornado y los labios fruncidos.

—Vale —acepto para quitármela de encima—, pero no te hagas ilusiones, porque eso no va a pasar.