18

Me odio por haber dejado que se fuera, pero tenía que ser así. No puedo hacer esto. No puedo dejarme caer en el mundo que es Andrew Parrish, aunque mi corazón y mis deseos me digan que lo haga. No es sólo que tenga miedo de que vuelvan a hacerme daño —todo el mundo pasa por esa etapa, y puede que yo ni siquiera haya salido de ella aún del todo—, es que es mucho más.

No me conozco.

No sé lo que quiero ni cómo me siento ni cómo debería sentirme, y tampoco creo que lo haya sabido nunca. Sería una egoísta si dejara entrar en mi vida a Andrew. ¿Y si se enamora o quiere algo de mí que no pueda darle? ¿Y si añado un corazón roto a la muerte de su padre? No quiero tener su dolor sobre mi conciencia.

Me vuelvo de repente y miro de nuevo la puerta, recordando el aspecto que tenía Andrew justo antes de cruzarla.

Puede que esto ni siquiera sea nada. Menuda creída estoy hecha, pensar tan siquiera que pueda enamorarse de mí. Puede que sólo quiera una amiga con derecho a roce o un rollo de un día.

Mi cerebro bulle con un sinfín de pensamientos caóticos, de los cuales tengo la sensación de que ninguno es bueno y sé que todos son posibles. Voy al espejo y me miro, miro a los ojos a una chica que me da que conozco, pero con la que nunca me he llevado bien. Me siento al margen de mí misma, de todo.

«¡Mierda!».

Aprieto los dientes y estrello las manos contra el mueble del televisor. Luego cojo unos pantalones cortos de algodón negros, mi nueva camiseta blanca en la que pone Je t’aime, las letras rodeando la torre Eiffel, y me voy a la ducha. Paso una eternidad debajo del agua, no porque me sienta sucia, sino porque estoy hecha una mierda. Sólo puedo pensar en Andrew. Y en Ian. Y en por qué siento esta extraña e irritante necesidad de pensar en los dos a la vez.

Después de que el agua caliente me quite la primera capa de piel, salgo, cojo la toalla y me seco desnuda el pelo delante del espejo. Después me dirijo a la habitación para vestirme, porque no he cogido bragas limpias. Por último me peino el pelo medio seco y dejo que termine de secarse al aire, metiéndomelo detrás de las orejas y apartándomelo de la cara.

Oigo que Andrew está tocando la guitarra de nuevo al otro lado de la pared. El televisor sigue berreando y me cabrea, así que me acerco y lo apago para poder oír mejor la música.

Me quedo quieta unos segundos, escuchando las notas que atraviesan la pared y se cuelan dolorosamente en mis oídos. No es una melodía triste, pero por algún motivo me resulta doloroso escucharla.

Al cabo, cojo la llave de mi habitación, me pongo las chanclas y salgo.

Después de pasarme la lengua nerviosamente por los labios secos, respiro hondo, trago saliva y levanto la mano para llamar con suavidad a su puerta.

La guitarra para y unos segundos después la puerta se abre.

Él también se ha duchado. Aún tiene el pelo castaño mojado, algunos mechones un poco despeinados por delante, sobre la frente. Me mira, sin camiseta y con nada más que unos cargo cortos negros. Intento no mirarle los abdominales morenos ni las venas que le recorren los brazos y que en cierto modo parecen más pronunciadas ahora que se le ve el resto de la piel.

«Ay, Dios… ¿Y si me voy?…»

No, he venido a hablar con él y eso es lo que voy a hacer.

Por primera vez le veo el tatuaje del costado izquierdo y me entran ganas de preguntarle por él, pero lo dejo para más tarde.

Me sonríe con dulzura.

—Empezó hará cosa de un año y medio —digo sin preámbulos—, una semana antes de que acabara el instituto… Mi novio murió en un accidente de coche.

Su dulce sonrisa se borra y sus ojos se ablandan, dejándome ver una compasión que demuestra que lo siente por mí, y en su justa medida, sin que parezca falso o exagerado.

Abre del todo la puerta y entro. Lo primero que hace antes incluso de que me siente en el extremo de la cama es ponerse una camiseta. Quizá no quiera que me dé la impresión de que intenta distraerme o flirtear, sobre todo cuando he venido a contarle algo que a todas luces es doloroso. Lo respeto más si cabe por eso. Ese gesto pequeño, aparentemente insignificante, dice mucho de él, y, aunque puede que sea una lástima que haya ocultado ese cuerpo, me parece bien. No es a eso a lo que he venido.

Creo…

En sus ojos verdes hay una especie de tristeza auténtica, mezclada con un aire meditabundo. Apaga la tele y se sienta a mi lado, igual que hizo en mi cama, y me mira, esperando pacientemente a que continúe.

—Nos enamoramos cuando teníamos dieciséis años —empiezo, mirando al frente—, pero esperó dos años (¡dos años!) —lo miro una vez para destacar la importancia del hecho— para que me acostara con él. No conozco a ningún adolescente que esté dispuesto a esperar tanto para bajarle las bragas a una chica.

Andrew pone cara de en eso tienes razón.

—Antes de Ian tuve un par de novios que no me duraron mucho, pero eran tan… —alzo la vista absorta, en busca de la palabra— corrientes. Si quieres que te diga la verdad, empecé a pensar que había un montón de gente corriente antes de cumplir los doce.

Andrew parece reflexivo; las cejas, un tanto fruncidas.

—Pero Ian era distinto. Lo primero que me dijo cuando nos conocimos y tuvimos nuestra primera conversación de verdad fue: «Me pregunto si el océano huele distinto al otro lado del mundo». Al principio me reí, porque pensé que era raro decir algo así, pero después me di cuenta de que esa simple frase hacía que fuera diferente de todas las personas a las que conocía. Ian estaba al otro lado del espejo, veía al resto de nosotros yendo arriba y abajo, haciendo lo mismo todos los días, tomando el mismo camino, como hormigas en una granja de hormigas.

»Yo siempre he sabido que quería algo más en la vida, algo diferente, pero sólo empecé a tener las cosas claras cuando lo conocí a él.

Andrew sonríe con ternura y comenta:

—Segura y madura antes de los veinte: toda una rareza.

—Ya, supongo que sí —admito, y lo miro y me río—. No creerías la cantidad de veces que Damon o Natalie o incluso mi madre y mi hermano, Cole, me tomaban el pelo con lo «profunda» que era. —Dibujo unas comillas en el aire al decir lo de «profunda» y revuelvo los ojos.

—Ser profundo es bueno —observa, y lo miro de reojo tímidamente, ya que noto la atracción, aunque la tiene bien a raya en beneficio de la conversación. Pero luego su sonrisa se desvanece y su voz baja un tanto al añadir—: Así que, cuando perdiste a Ian, perdiste a tu alma gemela.

Mi sonrisa también se desvanece, y apoyo las manos en el borde de la cama y hundo el cuerpo entre los hombros.

—Sí. Después del instituto pensábamos dar la vuelta al mundo con la mochila a cuestas, o quizá sólo ir a Europa, pero estábamos decididos; por lo menos, eso estaba entre nuestros planes. —Miro a Andrew de frente—. Sabíamos que no queríamos ir a la universidad y acabar trabajando en lo mismo durante cuarenta años: queríamos trabajar donde fuera, probarlo todo mientras estábamos por ahí.

Andrew se ríe.

—La verdad es que es muy buena idea —conviene—. Una semana de camarera en un bar, viviendo de las propinas que te saques, y la siguiente, en una ciudad o en un pueblo distintos, haciendo la danza del vientre en la calle con los turistas echándote dinero en un bote al pasar.

Mis hombros caídos se mecen suavemente al reírme. Me ruborizo y lo miro.

—Lo de camarera, seguro, pero ¿la danza del vientre? —Niego con la cabeza—. Eso no tanto.

Él sonríe y dice:

—Bah, seguro que lo bordabas.

Aún con la cara caliente, al rojo, miro adelante de nuevo y dejo que se me pase el bochorno.

—A los seis meses de haber muerto Ian —continúo— mi hermano Cole mató a un hombre cuando conducía borracho, y ahora está en la cárcel. Y después mi padre le puso los cuernos a mi madre y se divorciaron. Mi nuevo novio, Christian, me puso los cuernos a mí, y lo que pasó con Natalie ya lo sabes.

Es todo. Le he contado todo lo que, junto, me impulsó a salir corriendo. Pero no puedo mirarlo porque siento que no debería haberlo hecho, es como si él pensara para sus adentros: «Vale, ¿y el resto?».

—Es un montón de mierda con la que cargar —afirma, y levanto de nuevo la vista cuando noto que se recoloca en la cama a mi lado. Huelo su aliento a menta, ahora que se ha vuelto por completo para mirarme—. Tienes todo el derecho del mundo a sentirte herida, Camryn.

No digo nada, pero le doy las gracias con los ojos.

—Creo que ahora entiendo por qué no me costó mucho convencerte de que hicieras este viaje conmigo —razona.

Su rostro es inescrutable. Espero que no piense que lo estoy utilizando para emular esa parte de mi vida que tenía planeada con Ian. Toda esta situación, el viaje por carretera, parece similar, incluso me lo parece a mí ahora que lo pienso, pero no podría alejarse más del motivo por el que me fui con Andrew. Estoy con él porque quiero estar con él.

En este momento me doy cuenta de que no he estado pensando tanto en Ian y Andrew porque intente encontrar a Ian en Andrew… Creo que es un sentimiento de culpa…, puede que intente sustituir por completo a Ian.

Me levanto de la cama y me sacudo esos pensamientos.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —pregunta él detrás de mí—. Cuando termine este viaje, ¿qué piensas hacer con tu vida?

El corazón se me endurece en el pecho. Ni una sola vez a lo largo de este viaje con Andrew, ni tan siquiera antes de conocerlo, cuando salí de Carolina del Norte, he pensado en otra cosa que no sea el presente. No es que tratara de no pensar en el futuro, sino que sencillamente no pensaba en ello. La pregunta de Andrew me hace ser consciente de ese hecho, y ahora me siento aterrorizada por dentro. Nunca he querido una dosis de esa realidad, estaba satisfecha con mis ilusiones.

Me vuelvo, los brazos cruzados. Los bonitos ojos de Andrew me miran intensamente.

—No…, no lo sé, la verdad.

Él parece un tanto sorprendido, su mirada se torna más contemplativa y distraída.

—Todavía puedes ir a la universidad —dice; me da ideas para que me sienta mejor, supongo—. Y eso no implica que después tengas que buscarte un trabajo y quedarte en él hasta que te mueras. Qué coño, todavía puedes recorrer Europa si quieres.

Se levanta conmigo. Sé que se está calentando la cabeza mientras pasea por la moqueta verde oscuro.

—Eres increíble —afirma, y el corazón me da un vuelco—, eres inteligente, y está claro que eres más resuelta que la mayoría de las chicas; creo que podrías hacer cualquier cosa que te propusieras. Mierda, sé que todo esto suena tópico, pero en tu caso no podría ser más cierto.

Me encojo de hombros.

—Supongo que sí —contesto—, pero no tengo ni la más remota idea de lo que quiero hacer; sólo sé que no quiero ir a casa a averiguarlo. Creo que tengo miedo de que, si vuelvo, me ahogue en la misma mierda de la que logré salir cuando me subí a aquel bus el otro día.

—Dime una cosa —pide Andrew de pronto, y lo miro fijamente—, ¿qué parte de los demás es la que más te frustra?

«¿Me frustra?».

Me paro a pensarlo un segundo, la vista clavada en la lámpara de latón de la pared, junto a la cama.

—No… no estoy segura.

Se acerca a mí y me agarra con dos dedos del codo para que vuelva a sentarme con él, cosa que hago.

—Párate a pensarlo —continúa—, basándote en lo que me has contado, ¿cuál es la diferencia entre ellos y tú?

No me gusta nada tardar en resolver algo de lo que, al parecer, él ya tiene una idea. Me miro las manos en el regazo y me devano los sesos hasta que doy con la única respuesta que creo que podría ser adecuada, pero así y todo insegura:

—¿Las expectativas?

—¿Es una pregunta o la respuesta?

Me doy por vencida.

—La verdad es que no lo sé… Es decir, me siento… limitada con los demás, menos con Ian, claro.

Él asiente y escucha, me deja hablar sin interrumpirme mientras sigo teniendo la respuesta en la punta de la lengua.

Luego, como salidas de ninguna parte, llegan las respuestas:

—Nadie quiere hacer lo que yo quiero hacer —aclaro, y mi explicación empieza a desarrollarse más de prisa ahora que me siento más segura con la respuesta—. Como lo de vivir libremente y no seguir el camino trillado, ¿sabes? Nadie quiere salirse de su zona de seguridad para hacer eso conmigo porque no es algo que haga la mayoría de la gente. Tenía miedo de decirles a mis padres que no quería ir a la universidad porque eso era lo que esperaban que hiciese. Acepté un empleo en unos grandes almacenes porque mi madre esperaba que me llenara de algún modo. Iba todos los sábados con mi madre a ver a mi hermano a la cárcel porque ella esperaba que fuera, porque se trata de mi hermano y debería querer verlo aunque no fuera así. Natalie intentaba liarme a toda costa con tíos porque pensaba que no era normal que estuviese sola.

»Creo que durante toda mi vida he tenido miedo de ser yo misma.

Vuelvo la cabeza para mirarlo.

—En cierto modo, era así incluso con Ian.

Aparto la vista de prisa, porque la verdad es que esta última parte no esperaba decirla en voz alta. Ha salido sin más, mientras la idea tomaba forma en mi cabeza a toda velocidad.

Andrew pone cara de interrogación, pero al mismo tiempo no sabe si tantearme. No estoy segura de si debería explicarme.

Él asiente.

Por lo visto, decide que no es cosa suya ahondar en ese tema en concreto.

Se muerde la mejilla. Lo observo un instante intentando en todo momento reprimir la clara atracción que siento por él, aunque cada vez me resulta más difícil hacerlo. Le miro los labios y me pregunto cómo sabrán. Y luego me obligo a apartar la mirada: estoy volviendo a hacerlo. Ahora mismo. Tengo miedo de decirle lo que quiero. O al menos, lo que creo que quiero.

—Andrew… —digo, y su rostro reacciona serenamente al oírme pronunciar su nombre.

«Piénsalo, Cam —me digo—. ¿Estás segura de que es esto lo que quieres?».

—¿Qué? —pregunta.

—¿Alguna vez has tenido un lío de una noche?

Es como si acabara de escapárseme el mayor secreto que jamás me hubieran contado estando ante un micrófono en una habitación llena de gente. Pero lo he soltado. No estoy completamente segura de que sea lo que quiero, pero lo tengo en la cabeza y lleva ahí rondando algún tiempo. Recuerdo vagamente haberlo pensado cuando estaba en la azotea con Blake.

Veo que el rostro de Andrew se queda desprovisto de toda emoción, y es como si no supiera qué decir. El corazón se me para en el acto y me entran ganas de vomitar. ¡Sabía que no debería haberlo dicho! Pensará que soy una zorra o algo por el estilo.

Me levanto de la cama de un salto.

—Lo siento… Dios mío, pensarás que soy una…

Él me agarra por la muñeca.

—Siéntate.

Lo hago de mala gana, pero no puedo mirarlo. Me muero de vergüenza.

—¿Qué te pasa? —pregunta.

—¿Cómo?

Lo miro.

—Lo estás haciendo ahora mismo —dice con el entrecejo fruncido.

—Haciendo, ¿qué?

Se pasa la lengua por los labios, suspira como si se hubiera llevado un chasco y finalmente contesta:

—Camryn, empezaste a decirme algo que tal vez te hayas planteado una o dos veces y, justo cuando reuniste el valor para decir lo que pensabas, diste un giro de ciento ochenta grados y te arrepentiste. —Me mira a los ojos, los suyos rebosantes de intensidad y conocimiento y de algo más que no soy capaz de determinar aún—. Hazme la pregunta de nuevo y esta vez espera a que responda.

Aguardo, escudriñando su tensa mirada, que me pone nerviosa. O puede que lo que me ponga nerviosa sea yo misma.

Trago saliva y digo:

—¿Alguna vez has tenido un lío de una noche?

Su expresión no cambia, ni pone caras raras.

—Sí, he tenido unos cuantos, aquí y allá.

Ahora espera a que yo diga algo, aunque todavía no estoy segura de cómo conseguir sentirme cómoda en esta conversación que se está desarrollando con tan poca fluidez. Es como si supiera que me avergüenzo por dentro, pero para que aprenda la lección me va a hacer hablar en lugar de ser mi psicoanalista, que es lo que lleva siendo desde que entré en su habitación.

Enarca un poco las cejas como diciendo: «¿Y bien?».

—Bueno, sólo me lo preguntaba… porque yo nunca lo he hecho.

—¿Por qué no? —inquiere con absoluta naturalidad.

Bajo la vista y acto seguido la subo y lo miro para que no me regañe.

—No sé, es un poco como de guarra, supongo.

Andrew ríe, y eso me sorprende.

Finalmente le quita importancia a mi sufrimiento.

—Si una chica lo hiciera mucho —subraya la palabra con una sonrisilla—, sería un poco guarra, está claro. Una o dos veces, no sé… —mueve las manos a la altura de los hombros, como si les diera vueltas mentalmente a los números, sin decidirse—, no hay nada malo en ello.

¿Por qué no se aprovecha de la situación ahora mismo? Empiezo a flipar un poco para mis adentros, me pregunto por qué sigue en plan psicoanalista en lugar de intensificar el flirteo e ir directo al grano.

—Ah, vale…

No soy capaz de decirlo. Es que yo no soy así, no puedo hablar con naturalidad de nada sexual. Sólo puedo hacerlo vagamente con Natalie.

Andrew suspira y hunde los hombros.

—¿Quieres acostarte conmigo?, ¿tener un lío de una noche conmigo?

Él sabía que yo no iba a soltarlo, así que se ha dado por vencido y lo ha hecho por mí.

La pregunta, aunque evidente para ambos, me deja sin respiración. Que haya sido él el que la haya formulado me abochorna y me mortifica tanto o quizá más que si lo hubiese hecho yo.

—Puede…

Se levanta, me mira y dice:

—Lo siento, pero mi interés por ti no va por ahí.

El mayor golpe de mi vida me acaba de dar en el estómago. Las manos se me agarrotan y se aferran al borde del colchón, haciendo que sienta absolutamente paralizados los brazos hasta los hombros. Lo único que quiero hacer ahora mismo es salir corriendo por esa puerta, encerrarme en mi habitación y no volver a mirar a Andrew a la cara jamás. No porque no quiera verlo, sino porque no quiero que él me vea.

No he sentido tanta vergüenza en toda mi vida.

Y esto es lo que he conseguido por decir lo que pienso.

No sé si aceptarlo como escarmiento u odiar a Andrew por haberme empujado a hacerlo.