17

Cuando conseguí mantener los ojos abiertos lo bastante, me quedé mirando la lluvia que me acribillaba. Nunca la he visto así, mirando al cielo, y aunque puse tantas caras que apenas veía, cuando lograba mirar era preciosa. Como si cada una de las gotas que se precipitaban hacia mí fuese independiente de las otras miles, y durante un momento suspendido en el tiempo, la veía y distinguía sus delicadas facetas. Veía las nubes grises que se cernían sobre mí y notaba las sacudidas del coche cuando el viento que generaba el tráfico lo golpeaba. Tiritaba, aunque con el calor que hace uno podría meterse en el agua. Sin embargo, nada de lo que vi, sentí u oí resultó tan cálido y fascinante como la proximidad de Andrew.

Chillo y me río cuando corremos al coche minutos después.

Cierro dando un portazo y después se oye la puerta de Andrew.

—Estoy helada. —Suelto una risa temblorosa mientras meto los brazos entre los pechos con los dedos entrelazados con fuerza y la barbilla apoyada en ellos.

Andrew, la sonrisa tan ancha que le llena la cara entera, se estremece y pone la calefacción.

Trato instintivamente de olvidar que me apoyé en su brazo o, para empezar, que él me lo ofreció. Creo que él también intenta olvidarlo, o por lo menos no hacerlo patente.

Se frota las manos, procurando entrar en calor mientras el aire caliente sale por los respiraderos. Me castañetean los dientes.

—Llevar ropa mojada es lo peor —comento, tiritando.

—Sí, ahí estoy contigo —conviene, y tira del cinturón de seguridad y se lo abrocha.

Yo hago lo mismo, aunque, como de costumbre, después de pasar tanto tiempo en el coche acabaré quitándomelo para encontrar otra postura cómoda.

—Me noto los dedos de los pies pegajosos —observa mirándose las zapatillas.

Arrugo la cara entera, y él se ríe, se las quita y las lanza a la parte de atrás.

Decido seguir su ejemplo, ya que, aunque no voy a decirlo, yo también tengo los pies viscosos.

—Necesitamos encontrar un sitio para cambiarnos —sugiero.

Andrew arranca y me mira.

—Ahí tienes el asiento de atrás —propone, risueño—. No miraré, lo juro. —Levanta las manos a modo de garantía y luego agarra de nuevo el volante, volviendo a la carretera cuando el tráfico se lo permite.

Me burlo.

—No, mejor espero hasta que encontremos un sitio.

—Como quieras.

Sé de sobra que miraría. Y la verdad es que no me importaría mucho…

El limpiaparabrisas se mueve a un lado y a otro a toda velocidad, y llueve tanto que cuesta ver la carretera. Andrew deja la calefacción encendida hasta que el coche empieza a parecerse a una sauna y la baja tras asegurarse primero de que me parece bien.

—Conque Hotel California, ¿eh? —pregunta sonriéndome con esos hoyuelos marcados. Presiona el botón para cambiar de CD y sigue presionando hasta que encuentra la canción adecuada—. Vamos a ver cuánto sabes.

Sus manos vuelven al volante.

La canción empieza como la recordaba, con esa guitarra inquietante, lenta y evocadora. Nos miramos, dejando que la música se mueva por y entre nosotros, esperando a que empiece la letra. Luego, al mismo tiempo, levantamos las manos como si marcásemos en el aire uno, dos, tres al compás y nos ponemos a cantar con Don Henley.

Nos metemos a fondo en ella, frase tras frase, y a veces paramos, él me deja cantar una frase y luego él canta otra. Y cuando llega el primer estribillo, cantamos juntos a pleno pulmón, prácticamente gritando la letra al parabrisas. Entornamos los ojos y movemos la cabeza, y yo finjo que no me avergüenza mi voz. Luego llega la segunda estrofa y lo de turnarnos se empieza a enredar un poco, pero nos lo estamos pasando en grande y sólo nos equivocamos un par de veces. Y decimos «1969» a voces a la vez. Luego, las ganas de cantar se nos pasan un poco y dejamos que la música inunde el coche. Pero cuando llega el simbólico segundo estribillo y la canción se ralentiza y se hace más evocadora, nos ponemos serios de nuevo y cantamos juntos cada palabra, mirándonos. Andrew llega a la palabra «excusas» con tal perfección que siento escalofríos en los brazos. Y los dos «apuñalamos» a «la bestia» clavándonos el puño en el costado y metiéndonos en el papel.

Y así fue el viaje a donde fuera durante unas cuantas horas.

Canté tanto con él que se me irritó la garganta.

Naturalmente, todo rock clásico con algo de principios de los noventa de vez en cuando: Alice in Chains y Aerosmith sobre todo, y nada de ello me fastidió lo más mínimo. Lo cierto es que me encantó todo y me encantó el recuerdo que iba creándome. Un recuerdo con Andrew.

Encontramos un área de descanso al salir de la autopista en Jackson, Tennessee, y hacemos buen uso de ella. Vamos a los aseos a cambiarnos la ropa mojada, con la que llevamos más de lo que creíamos. Supongo que ir de cachondeo en el coche, con mi nada brillante voz y con él fingiendo que le encanta, hizo que no pensáramos en nada más.

Se viste antes que yo y ya me está esperando en el coche cuando salgo con lo único limpio que me quedaba en la bolsa: los pantalones cortos de algodón blancos y la camiseta de la universidad con los que me gusta dormir. Sólo metí un sujetador, y casualmente lo llevaba cuando me calé, así que sigue completamente mojado. Así y todo, me lo he dejado puesto, porque no pienso meterme con él en el coche sin sujetador.

—Que conste que no llevo estos pantalones por ti —aclaro, señalándolo con gravedad mientras me subo al coche.

Él sonríe.

—Tomo nota —contesta, y hace como que lo apunta.

Levanto el culo del asiento y me tiro un poco de los pantalones para que no se me metan tanto y me tapen un poco más los muslos. Me voy a quitar las chanclas, pero veo que la alfombrilla está empapada, así que decido dejármelas puestas. Menos mal que los asientos son de piel.

—Voy a tener que comprarme más ropa —comento.

Andrew lleva otros vaqueros, las botas negras Dr. Martens y una camiseta lisa gris, el color más claro que la otra. Como todo lo demás, le sienta bien, pero creo que echo de menos las pantorrillas musculosas y morenas y el tatuaje celta negro y gris del tobillo.

—¿Por qué trajiste sólo eso? —pregunta, los ojos puestos en la carretera—. Que no es que me queje, ¿eh?

Le sonrío.

—Supongo que porque no sabía adónde iba y no quería ir por ahí cargando con un montón de mierda.

—Ya, lógico.

El sol brilla en Tennessee, y ahora nos dirigimos hacia el sur. En el otro carril el tráfico está paralizado porque hay obras en la carretera, y ambos manifestamos cuánto nos alegramos de no estar en ese lado de la carretera. Al final, la luz cae tras el paisaje y el crepúsculo baña los arrozales y los algodonales en una bruma púrpura. Siempre hay algún campo inmenso a ambos lados de la autopista, perdiéndose en la distancia.

Llegamos a Birmingham, Alabama, poco después de las siete.

—¿Dónde quieres que pare para comprar ropa? —pregunta mientras avanzamos por una calle llena de semáforos y estaciones de servicio.

Me yergo en el asiento y echo un vistazo, tratando de ver los letreros iluminados en busca de algún sitio aceptable.

Andrew señala al frente.

—Ahí hay un Walmart.

—Supongo que me vale —acepto, y él gira a la izquierda en el semáforo y nos dirigimos al aparcamiento.

Nos bajamos, y lo primero que hago es sacarme las bragas del trasero.

—¿Te ayudo?

—¡No! —me río.

Sorteamos juntos el mar de coches del aparcamiento, las chanclas dándome en los talones. Reniego de mí misma de inmediato, sé que tengo una pinta espantosa, con una trenza sucia y enmarañada cayéndome por el hombro y con estos pantaloncitos mínimos que no paran de metérseme por el culo. Ya no llevo ni rastro de maquillaje, pues mi comunión con la lluvia acabó con él. Mantengo la vista fija en el brillante suelo blanco mientras caminamos por la tienda, evitando mirar a alguien.

Nos dirigimos primero a la sección de señora y cojo unas cuantas cosas sencillas: dos pares más de pantalones cortos de algodón, que, aunque son cortos, no lo son tanto como los que llevo puestos, que se me meten entre las piernas, y un par de camisetitas estampadas con el cuello de pico. Resisto el deseo de ir a la sección de bragas y sujetadores. Creo que por ahora me las arreglaré con lo que tengo.

Luego sigo a Andrew hasta la zona que hay junto a la parafarmacia, donde están las vitaminas, los medicamentos para el resfriado, la pasta de dientes y otras cosas por el estilo.

Vamos directos al pasillo de las maquinillas y la espuma de afeitar.

—Hace una semana que no me afeito —dice mientas se frota la barbita que le ha ido creciendo en los últimos días.

A mí me resulta atractiva, pero con o sin ella sigue siendo atractivo, así que no me quejo.

¿Por qué iba a hacerlo, en cualquier caso?

Yo también cojo un paquete de cuchillas, así como espuma de afeitar Olay, que viene en un bote dorado. Luego, en el siguiente pasillo, echo mano de una botellita de enjuague bucal, porque tener enjuague de sobra nunca está de más. Me cambio el bolso de brazo, ya que los artículos empiezan a acumularse en el otro. Vamos al siguiente pasillo y me hago con un pack de champú y un suavizante, que intento llevar en equilibrio en las manos junto con lo demás, pero Andrew me lo coge. También coge el enjuague.

Vamos donde los medicamentos y nos encontramos a una pareja de mediana edad delante del jarabe para la tos, leyendo las etiquetas.

Andrew dice como si tal cosa, sin bajar la voz:

—Nena, ¿has encontrado la cosa esa para los hongos vaginales?

Abro los ojos de par en par y me quedo helada delante del paracetamol.

Él coge del estante un bote de ibuprofeno.

La pareja finge no haber oído lo que ha dicho, pero sé que lo han oído.

—Aunque, ¿estás completamente segura de que eso es lo que te causa los picores? —continúa, y tengo las mejillas tan calientes que literalmente me abrasan.

Esta vez, la pareja mira con disimulo.

Andrew me mira de reojo partiéndose de risa mientras finge leer etiquetas.

Me entran ganas de darle, pero decido seguirle el juego.

—Sí, amor, la he encontrado —digo con la misma naturalidad que él—. ¿Y tú? ¿Has visto si tienen condones extra pequeños?

La mujer vuelve la cabeza y lo mira directamente, de arriba abajo, y luego me mira a mí antes de seguir con las etiquetas.

Andrew aguanta el tipo; en cierto modo sabía que lo haría. Me sonríe sin más, disfrutando cada segundo de esto.

—Los de talla única sirven para todos, nena —asegura—. Ya te he dicho que se llenan más cuando te molestas en ponerla dura.

Un ruido extraño sale de mi boca, seguido de una risotada.

La pareja se va del pasillo.

—Eres lo peor —le digo, aún riéndome. El bote de espuma de afeitar se estrella contra el suelo cuando se me cae del brazo, y me agacho para recogerlo.

—Tú tampoco eres tan inocente.

Andrew coge un tubo de pomada antibiótica, que agarra con la misma mano que el ibuprofeno, y vamos hacia la caja. Añade dos paquetes de cecina a la cinta y uno de caramelos Tic Tac. Y yo, gel antiséptico para las manos en tamaño viaje, un tubo de Chap Stick para los labios y un paquete de cecina.

—Vaya, vaya, así que envalentonándonos, ¿eh? —dice al ver la carne.

Sonrío satisfecha y pongo el separador de plástico gris entre sus cosas y las mías.

—No —contesto—. Me encanta la cecina. Si contuviera material radiactivo, la seguiría comiendo.

Él sonríe sin más, pero después le dice a la cajera que sus cosas y las mías van juntas mientras se saca la tarjeta de crédito de la cartera.

—No, esta vez no —protesto mientras pongo el brazo en la cinta junto al separador. Miro a la cajera y meneo la cabeza para que no sume mis cosas a las de él—. Yo pago lo mío.

La mujer me mira y luego mira un instante a Andrew, como si esperara su turno.

Cuando él empieza a discutir, levanto el mentón con aire severo y afirmo:

—Lo mío lo pago yo, y punto. No hay más que hablar.

Él revuelve los ojos y se da por vencido. Introduce la tarjeta en la máquina.

Cuando volvemos al coche, Andrew rasga la parte superior de uno de sus paquetes de cecina y se mete un trozo en la boca.

—¿Estás seguro de que no quieres que conduzca un poco? —pregunto.

Él dice que no, las mandíbulas triturando con ganas el duro trozo de carne.

—Buscaremos otro motel para pasar la noche.

Traga la carne y se mete otro pedazo en la boca. Arranca el coche y nos vamos.

Encontramos un motel a unos kilómetros, lo cogemos todo y nos lo llevamos a nuestras enormes habitaciones puerta con puerta. Moqueta de cuadros verde en ésta, con pesadas cortinas verde oscuro a juego y una colcha de flores verde oscuro. Enciendo el televisor en el acto, sólo para que dé algo de luz y vida al ambiente oscuro y sombrío.

Andrew ha vuelto a pagar las habitaciones, poniendo como excusa que me salí con la mía cuando pagué en Walmart para salirse con la suya.

Echa un vistazo a la habitación primero, como hizo la otra vez, y luego se deja caer en la butaca que hay junto a la ventana.

Yo dejo mis cosas en el suelo, quito la colcha de la cama y la lanzo a un rincón.

—¿Tiene algo raro? —pregunta mientras se pone cómodo en la butaca y abre las piernas.

Parece agotado.

—No, es que me dan miedo. —Me siento en el extremo de la cama, me quito las chanclas y cruzo las piernas a lo indio. Uno las manos en el regazo, porque como aún llevo los pantaloncitos de algodón blancos me siento algo expuesta con las piernas abiertas así.

—Dijiste: «Como no sabía adónde iba»… —recapitula Andrew.

Alzo la vista y tardo un segundo en entender a qué se refiere: en el coche, cuando mencioné la razón por la que no había traído más ropa. Entrelaza los dedos, descansando las manos en el estómago.

No contesto en el acto, y la respuesta que le doy es vaga:

—Es que no lo sabía.

Andrew despega la espalda del asiento y se echa hacia adelante, los brazos apoyados en los muslos, las manos unidas bajo las rodillas. Ladea la cabeza y me mira. Sé que vamos a tener una de esas conversaciones en las que no puedo prever si aceptaré o eludiré sus preguntas. Dependerá de lo bueno que sea sacándome las respuestas.

—No soy ningún experto en esto —dice—, pero no te veo subiéndote sola a un autobús, ¡un autobús!, con un bolso y una bolsita y sin la menor idea de adónde vas sólo porque tu mejor amiga te dio una puñalada trapera.

Tiene razón: no me fui por lo de Natalie y Damon, ellos sólo eran parte de la historia.

—No, no fue por ella.

—¿Entonces?

No quiero hablar del tema; al menos, no creo que quiera. Una parte de mí intuye que puedo contarle cualquier cosa, y como que quiero hacerlo, pero la otra parte me dice que vaya con tiento. No he olvidado que sus problemas tienen más peso que los míos, y me sentiría idiota y quejica y egoísta contándoselo.

Miro la tele en vez de a él y finjo que me interesa algo.

Se pone de pie.

—Imagino que sería bastante chungo —aventura mientras se acerca a mí—, y quiero que me lo cuentes.

¿Bastante chungo? Estupendo, acaba de empeorarlo; aunque se lo contara, al menos antes no me hubiese planteado que se esperara algo terrible. Ahora que sé que se lo espera, es como si debiera inventarme algo.

No lo voy a hacer, está claro.

Noto que la cama se mueve cuando se sienta a mi lado. Todavía no puedo mirarlo, mis ojos siguen clavados en la tele. Noto el aguijonazo de la culpa y también un cosquilleo cuando pienso en lo cerca que está. Pero sobre todo es culpa.

—He dejado que te salgas con la tuya y no me cuentes nada mucho tiempo —arguye. Apoya de nuevo los codos en los muslos y se sienta como estaba sentado en la butaca, con las manos unidas entre las piernas—. En algún momento tendrás que contármelo.

Lo miro y replico:

—No es nada en comparación con todo por lo que tú estás pasando. —Lo dejo ahí y me centro de nuevo en el televisor.

«Por favor, deja de meter las narices, Andrew. Quiero contártelo más que cualquier otra cosa en el mundo porque, en cierto modo, sé que lo entenderás, que harás que todo sea mejor. —¿Qué estoy diciendo?—. Pero, por favor, deja de meter las narices».

—¿Lo comparas? —inquiere, despertando mi curiosidad—. Así que crees que, como mi padre se muere, lo que quiera que te empujó a hacer lo que hiciste no es para tanto, ¿no?

Lo dice como si sólo pensarlo fuera ridículo.

—Sí —admito—, eso es exactamente lo que pienso.

Frunce el ceño y mira un instante la tele antes de volverse hacia mí.

—Pues es una auténtica gilipollez —suelta como si tal cosa.

Vuelvo la cabeza bruscamente.

Él continúa:

—¿Sabes?, hay una expresión que nunca me ha gustado nada: «otros están peor que tú». Supongo que si quieres mirarlo de esa manera, como si fuera una competición, claro, mejor estar bien que ciego, pero esto no es una puta competición, ¿estamos?

¿Me pregunta porque quiere saber cómo me siento o es ésa su forma de decirme cómo son las cosas con la esperanza de que lo pille?

Me limito a asentir.

—El dolor es dolor, nena.

Cada vez que me llama «nena» me fijo más en eso que en cualquier otra cosa de lo que dice.

—Que el problema de una persona sea menos traumático que el de otra no significa que tenga que dolerle menos.

Supongo que tiene razón, pero sigo sintiéndome egoísta.

Me toca la muñeca y bajo la vista, sus dedos masculinos cerrándose alrededor de mi mano. Me dan ganas de besarlo; el deseo que siento ha logrado salir a la superficie, pero trago saliva y lo obligo a bajar a la boca del estómago, que lleva los últimos segundos temblando por su cuenta.

Retiro la mano y me levanto de la cama.

—Camryn, escucha, no quería decir nada con eso. Sólo intentaba…

—Lo sé —contesto con suavidad mientras cruzo los brazos y me vuelvo hacia él. Está claro que es uno de esos momentos de no-eres-tú-soy-yo, pero no voy a soltarle eso.

Al notar que se levanta, me vuelvo con cuidado y veo que coge sus bolsas y la guitarra, que estaba contra la pared.

Se dirige hacia la puerta.

Quiero detenerlo, pero no puedo.

—Te voy a dejar para que duermas algo —dice con dulzura.

Asiento, pero no digo nada, ya que temo que, si lo hago, el cerebro me traicionará y acabaré metiéndome más en esta peligrosa historia con Andrew que me resulta más evidente cada día que paso con él.