Hablando de frustración sexual a primera hora de la mañana… Voy a tener que cortarme un poco con ella o empezará a pensar que es lo que en realidad ando buscando. En cualquier otro momento, con cualquier otra chica, ya habría salido de la cama para tirar el condón en el cuarto de baño, pero con Camryn es distinto. Duro (sí, la coña es intencionada), pero voy a tener que procurar dejar el flirteo. Este viaje es importante, para los dos. Sólo tengo un intento para hacer las cosas bien, y no quiero cagarla.
—¿Y? ¿Qué toca ahora en este viaje espontáneo? —pregunta.
—Lo primero es desayunar —decido al tiempo que cojo mis bolsas—, pero supongo que no sería espontáneo si tuviera un plan.
Ella coge el móvil de la mesilla, mira a ver si tiene algún mensaje o alguna llamada y se lo mete en el bolso.
Nos vamos.
Entra en escena la Camryn cabezota, quejica:
—Por favor, Andrew. No puedo comer en esos sitios —dice desde su asiento.
La población es pequeña, y casi todos los locales son de comida rápida o no están abiertos tan pronto.
—En serio —insiste, poniendo una carita que hace que me den ganas de cogérsela entre las manos y ponerla perdida de babas hasta que chille y finja que es lo más asqueroso del mundo—. A no ser que quieras a una compañera de viaje coñazo, que vaya sujetándose el estómago porque tiene náuseas y se esté quejando a la hora siguiente, será mejor que no me hagas comer eso, y menos aún tan pronto.
Echo la cabeza hacia atrás y aprieto los labios mientras la miro.
—Vamos, no seas exagerada.
Aunque empiezo a pensar que no lo está siendo.
Camryn sacude la cabeza, apoya el codo en la puerta del coche y se lleva el pulgar a los labios.
—Que no, que lo digo en serio: siempre que como comida rápida me pongo mala. No intento ser difícil, de verdad, me supone un problema cuando salgo por ahí con mi madre o con Natalie, porque tienen que molestarse en encontrar un sitio para comer que no me deje hecha polvo.
Vale, así que no es un cuento.
—Está bien, lo último que quiero es que te pongas enferma —río con ligereza—, así que avanzaremos un poco y ya encontraremos otra cosa por el camino. Dentro de unas horas habrá más sitios abiertos.
—Gracias.
Sonríe dulcemente.
«De nada…»
Dos horas y media después, estamos en Owasso, Oklahoma. Camryn mira el inmenso logo amarillo y negro del restaurante y creo que sopesa si quiere comer ahí o no.
—En realidad sólo hay un sitio para desayunar —digo mientras aparco—, sobre todo en el sur: es un poco como los Starbucks, hay un Waffle House a cada paso.
Ella asiente.
—Creo que podré con esto. ¿Tienen ensaladas?
—A ver, me he conformado con no obligarte a comer comida grasienta —ladeo la cabeza y me vuelvo en el asiento—, pero de ensaladas, nada.
Ella frunce los labios y se muerde la boca. Luego dice, asintiendo:
—Vale, no me pediré una ensalada, aunque las ensaladas pueden llevar pollo y un montón de cosas buenas que alguien como tú ni se imaginaría.
—No. Así que déjalo —aseguro con resolución, y acto seguido lo demuestro echando un tanto la cabeza hacia atrás—. Vamos, ya he esperado un buen rato para comer. Me muero de hambre. Y cuando tengo hambre, me pongo de mal humor.
—Ya estás de mal humor —farfulla.
La cojo del brazo y tiro de ella. Intenta ocultar que se ha ruborizado.
Me encanta el olor del Waffle House: huele a libertad, a estar en carretera y saber que el noventa por ciento de la gente que come a tu lado también está en esa carretera. Camioneros, viajeros, aventureros: quienes no viven la vida monótona de la esclavitud social.
El restaurante está prácticamente lleno. Camryn y yo nos acomodamos en un reservado cerca de la parrilla más alejada de las grandes ventanas. El jukebox de rigor —símbolo de la cultura del Waffle House— está contra una de esas ventanas.
La camarera nos recibe con una sonrisa, de pie con una libreta en una mano y un boli en la otra listo para escribir, la punta sobre el papel.
—¿Café?
Miro a Camryn, que está inspeccionando la carta que tiene delante, en la mesa.
—Yo tomaré un té helado —pide.
La camarera lo anota y me mira.
—Café.
Asiente y va por las bebidas.
—Hay cosas que tienen buena pinta —opina Camryn mientras escudriña la carta con una mejilla apoyada en un puño. Va deslizando el dedo índice por el plástico y se detiene en la minúscula sección de ensaladas—. ¿Lo ves? Mira —alza la vista hacia mí—, tienen ensalada de pollo a la parrilla y ensalada de pollo con manzana y pacanas.
No puedo resistirme a esa mirada esperanzada en sus grandes ojos azules.
Me ablando. Sí, me ablando.
—Pide lo que quieras —digo con una expresión afectuosa—. En serio, no te lo echaré en cara.
Ella pestañea dos veces, un tanto asombrada al ver que he cedido tan fácilmente, y luego sus ojos me sonríen. Cierra la carta y la deja en el soporte de la mesa cuando la camarera vuelve con las bebidas.
—¿Sabéis ya lo que vais a pedir? —pregunta después de servirnos las bebidas. La punta del bolígrafo, como si nunca se moviera de ese sitio, sigue contra la libreta, a la espera de entrar en acción.
—Yo voy a tomar la tortilla Fiesta —pide Camryn.
Descubro una sonrisilla en su boca mientras sus ojos eluden los míos.
—¿Tostada o biscote? —pregunta la camarera.
—Biscote.
—¿Sémola, tortitas de patata o tomates?
—Tortitas de patata.
La mujer apunta el resto de Camryn y se centra en mí.
Espero un segundo y digo:
—Para mí la ensalada de pollo con manzana y pacanas.
La sonrisa de Camryn desaparece en el acto. Se queda helada. Le guiño un ojo y dejo la carta detrás de la de ella.
—Viviendo al límite, ¿eh? —comenta la camarera. Y arranca la hoja de arriba.
—Por hoy —le digo, y sacude la cabeza y se aleja.
—¿Qué coño…? —espeta Camryn, las manos extendidas con las palmas hacia arriba.
No se decide entre sonreír o mirarme con cara rara, así que acaba haciendo un poco de las dos cosas.
—Ya que tú estás dispuesta a comer algo por mí, supongo que yo puedo hacer lo mismo por ti.
—Sí, es sólo que no creo que vayas a tener suficiente con esa ensalada.
—Probablemente tengas razón —admito—, pero lo justo es justo.
Camryn hace un leve gesto de burla y apoya la espalda en el asiento.
—No será tan justo si luego empiezas a quejarte de que tienes hambre cuando estemos de nuevo en la carretera: tú mismo has dicho que te pones de mal humor cuando tienes hambre.
La verdad es que no podría ponerme de mal humor con ella, pero tiene razón: con la ensalada no tendré bastante. Y la lechuga me produce gases: está claro que no le hará ninguna gracia ir conmigo en el coche si me como esa mierda. Pero puedo hacerlo. Sólo espero poder comérmelo todo sin que alguna de las cien quejas que podría lanzar y que ya tengo en la punta de la lengua me delate.
Esto debería ser interesante.
Varios minutos después, la camarera le trae la comida a Camryn y me deja delante el sacrilegio que he pedido. Nos sirve más bebida, pregunta si necesitamos algo más y se va a atender a los otros clientes.
Camryn ya me está escudriñando.
Mira su plato, coloca el biscote al otro lado de las tortitas de patata y le da la vuelta al plato para dejar la tortilla delante. Yo cojo el tenedor y le doy unas cuantas vueltas a la ensalada, fingiendo, igual que ella, que la estoy preparando.
Nos miramos un instante, como si esperásemos a que el otro diga algo. Ella frunce los labios. Yo frunzo los labios.
—¿Y si cambiamos? —propone.
—Sí —respondo sin dudarlo, y nos cambiamos la comida.
A nuestra cara asoman sendas expresiones de alivio.
No es lo que habría pedido yo, pero es mejor que la lechuga.
A media comida —bueno, en su caso, porque yo ya he terminado—, pido una porción de tarta de chocolate y más café. Y seguimos hablando de la que era su mejor amiga, Natalie, de que Natalie es una bisexual tetuda que tiende a exagerar. Al menos es lo que saco en claro de lo que Camryn me cuenta de ella.
—Y ¿qué pasó después de lo del cuarto de baño? —quiero saber mientras como un poco de tarta.
—Después de eso no volví a entrar con ella en un servicio público —responde—. Nat no tiene vergüenza.
—Parece divertida —opino.
Camryn está pensativa.
—Lo era.
La estudio en silencio. Está absorta en algún recuerdo mientras pincha el último trozo de pollo de la ensalada. Mi tenedor hace ruido cuando tomo una decisión y lo dejo en el plato. Me limpio con la servilleta y salgo del reservado.
—¿Adónde vas?
Ella me mira.
Yo simplemente sonrío y me dirijo hacia el jukebox, junto a la ventana. Introduzco el dinero y echo un vistazo a los títulos. Al cabo escojo una canción y pulso los botones correspondientes. Mientras vuelvo empieza a sonar Raisins in my toast[6].
Las tres camareras y el cocinero me lanzan una mirada furibunda, implacable. Me limito a sonreír.
Camryn está completamente inmóvil en el asiento, la espalda rígida, los ojos fijos en mí, y luego, cuando empiezo a hacer como que canto esa canción que parece de los años cincuenta, se escurre en el asiento, la cara más roja de lo que nunca se la he visto.
Me siento, sin parar de mover las caderas.
—Dios, Andrew, por favor, no la cantes.
Hago un esfuerzo ímprobo para no reírme, pero sigo cantando la canción con una sonrisa enorme estampada en la cara. Ella entierra la suya entre las manos, los menudos hombros cubiertos por una fina camiseta blanca, bajando y subiendo al reprimir la risa. Chasqueo los dedos al compás de la música como si llevara el pelo engominado y, cuando llega la voz aguda, la imito, la cara contraída al exagerar la emoción. Y también doy las notas más graves, bajando la barbilla al pecho y poniéndome serio. No paro de chasquear los dedos. Cuanto más me meto en la canción, tanta más emoción empiezo a ponerle. Y a la mitad, Camryn no puede contenerse más: suelta tal risotada entre dientes que se le saltan las lágrimas.
Para ahora se ha escurrido tanto en el asiento que tiene la barbilla casi a la altura del borde de la mesa.
Cuando la canción termina —para alivio de los empleados—, recibo un aplauso de la anciana que está sentada en el reservado detrás de Camryn. A nadie más le importa, pero a juzgar por la cara que pone Camryn cabría pensar que el restaurante entero está escuchando y riéndose de nosotros. Tiene mucha coña. Y ella es tan mona cuando se siente abochornada…
Apoyo los codos en la mesa y extiendo los brazos, las manos entrelazadas.
—Vamos, que tampoco ha sido para tanto, ¿no? —me río.
Ella se pasa el dedo de lado por debajo de los ojos para quitarse el pequeño borrón negro que instintivamente sabe que tiene. Mientras se calma aún suelta alguna risotada más.
—Tú tampoco tienes vergüenza —asegura, riendo una vez más.
—Lo he pasado fatal, pero creo que me hacía falta.
Camryn se quita las zapatillas y pone los pies descalzos en el asiento del coche.
Volvemos a estar en la carretera, la dirección marcada únicamente por el dedo índice de ella. Nos dirigimos hacia el este por la 44, da la impresión de que vamos a atravesar la mitad inferior de Missouri.
—Me alegro.
Enciendo el reproductor de CD.
—Ah, no —bromea Camryn—, me pregunto cuánto nos vamos a remontar a los setenta esta vez.
Ladeo la cabeza y le sonrío.
—Esta canción es buena —afirmo mientras subo un poco el volumen y después tamborileo con los pulgares sobre el volante.
—Sí, la conozco —dice apoyando la cabeza en el asiento—. Wayward son.
—Casi —corrijo—: Carry on wayward son.
—Para el caso… no hacía falta que me corrigieras —apunta ella, fingiendo estar ofendida, aunque no le sale demasiado bien.
—Y ¿qué grupo es? —pregunto para ponerla a prueba.
Hace una mueca.
—No lo sé.
—Kansas —respondo, enarcando una ceja con aire intelectual—. Uno de mis preferidos.
—Dices lo mismo de todos. —Frunce los labios y pestañea.
—Puede —reconozco—, pero es verdad que las canciones de Kansas tienen mucha emoción. Dust in the wind, por ejemplo. No se me ocurre una canción mejor que hable de la muerte. Hace que se te quite el miedo.
—¿Hace que se te quite el miedo a morir? —pregunta ella, nada convencida.
—Sí, supongo. Es como si Steve Walsh fuera la muerte y te estuviera diciendo que no hay nada que temer. Joder, si pudiera escoger una canción para morir, ésa sería la primera de la lista.
Camryn parece desanimada.
—Demasiado morboso para mi gusto.
—Si lo miras así, supongo.
Ahora me mira de frente, los dos pies subidos al asiento, las piernas encogidas y el hombro y la cabeza apoyados en el respaldo. Y esa trenza dorada suya que tanto le suaviza el aspecto siempre en el lado derecho.
—Hotel California —propone—. The Eagles.
La miro. Estoy impresionado.
—Ésa es una canción clásica que me gusta.
Me hace sonreír.
—¿En serio? Es muy buena, de las que acojonan. Me hace sentir que estoy en una de esas viejas películas de terror en blanco y negro. Buena elección.
La verdad es que estoy muy impresionado.
Tamborileo un poco más con los pulgares sobre el volante al ritmo de Carry on wayward son cuando oigo un ruido sordo y un aleteo continuo que hace que deje muy despacio la carretera y pare en el arcén.
Camryn ya ha bajado los pies y mira alrededor del coche intentando descubrir qué es el ruido.
—¿Hemos pinchado? —pregunta, aunque suena a: «Hala, qué bien, hemos pinchado».
—Pues sí —contesto, aparco el coche y apago el motor—. Menos mal que llevo una rueda de repuesto en el maletero.
—¿Una de esas ruedas enanas y feas?
Me río.
—No, una de tamaño natural, con su llanta y todo, y prometo que hará juego con las otras tres.
Parece un poco aliviada, hasta que se da cuenta de que le estaba haciendo burla, y me saca la lengua y se pone bizca. No estoy seguro de por qué eso me ha dado ganas de montármelo con ella en el asiento de atrás, pero cada cual a lo suyo, supongo.
Pongo la mano en la puerta y ella vuelve a subir los pies al asiento.
—¿Por qué te pones tan cómoda?
Camryn me mira, sorprendida.
—¿Qué quieres decirme con eso?
—Ponte las zapas —pido al tiempo que las señalo con la cabeza—, mueve el culo y sal a ayudarme.
Abre más los ojos y se queda sentada como si esperara a que me ría y le diga que es coña.
—No… no sé cambiar una rueda —confiesa cuando se da cuenta de que no lo es.
—Sí que sabes cambiar una rueda —la corrijo, y se queda todavía más pasmada—. Lo has visto hacer cientos de veces en la vida real y en las películas. Confía en mí, ¿vale? Todo el mundo sabe hacerlo.
—No he cambiado una rueda en mi vida. —Adelanta el labio inferior.
—Bueno, pues lo vas a hacer hoy —sonrío y abro la puerta sólo un poco para que el tráiler que viene hacia nosotros no se la lleve por delante.
Unos segundos más de incredulidad y Camryn se pone las zapatillas de deporte y cierra la puerta al salir.
—Ven aquí. —Le hago una señal y viene a la parte posterior del coche conmigo. Señalo la rueda pinchada, la trasera del lado del acompañante—. Si hubiera sido una de las del lado por el que pasan los coches, tal vez te hubieses librado.
—¿De verdad me vas a hacer cambiar una rueda?
Creía que ya lo habíamos dejado claro.
—Sí, nena, de verdad te voy a hacer cambiar una rueda.
—Pero en el coche hablaste de ayudarte, no de que fuera a hacer yo todo el trabajo.
Asiento.
—Bueno, técnicamente me vas a ayudar, pero… tú ven.
Se acerca al maletero y yo saco la rueda de repuesto y la dejo en el suelo.
—Coge el gato y la llave de cruz del maletero y tráemelos.
Hace lo que le pido, farfullando algo así como que se va a poner las manos «perdidas de negro». Reprimo mi fuerte impulso de reírme de ella mientras hago rodar la rueda para acercarla a la pinchada y la dejo tumbada. Otro tráiler pasa zumbando, el viento hace que el coche se meza con suavidad.
—Esto es peligroso —asegura ella al tiempo que deja a mis pies el gato y la llave—. ¿Y si un coche se sale de la carretera y nos da? ¿Es que no ves «World’s dumbest»?
«Joooder, ¿es que también ve ese programa?».
—Pues sí que lo veo, mira tú por dónde —respondo—, y ahora ven aquí y pongámonos manos a la obra. Si eres tú la que se agacha para que no te vean los coches, será menos probable que nos atropellen.
—¿Por qué va a ser menos probable así? —inquiere con el entrecejo fruncido.
—Porque si te quedas ahí de pie con lo buena que estás, probablemente también yo me saldría de la carretera por mirarte.
Ella revuelve los ojos y se agacha para coger la llave.
—Mierda —refunfuña mientras intenta soltar las tuercas de la rueda—. Están demasiado apretadas.
Se las aflojo un poco, pero dejo que sea ella la que las quite del todo. No pierdo de vista el tráfico que viene de frente, sin que se me note que me está poniendo nervioso. Si miro yo, será más fácil que la coja a tiempo y nos quite a los dos de en medio que de la otra manera.
Ahora toca el gato. Le echo una mano, le enseño cómo funciona y le indico cuál es el mejor lugar para ponerlo, aunque parecía saberlo sin mi ayuda. Al principio el gato se le resiste, pero le coge el tranquillo de prisa y levanta un tanto el coche. Le miro el culo, porque sería idiota, o gay, si no lo hiciera.
Y entonces, de repente, sin que hayamos visto antes un amago de trueno o de rayo, empieza a llover a cántaros.
Camryn dice a gritos que se va a poner como una sopa y se olvida por completo de la rueda. Se levanta de golpe y echa a andar hacia la puerta, pero se detiene en seco cuando cae en la cuenta de que probablemente no sea buena idea intentar subir con el gato soportando el peso del coche.
—¡Andrew!
Está completamente empapada, se tapa la cabeza con las manos como si eso fuera a protegerla de la lluvia. Yo me parto de risa.
—¡Andrew!
Está tan furiosa que resulta ridículo.
La cojo por los hombros y digo, la lluvia azotándome la cara:
—Ya acabo yo con la rueda.
Me cuesta mantener la seriedad. No puedo.
En cuestión de minutos, la rueda nueva está en su sitio y meto la pinchada, junto con el gato y la llave, en el maletero.
—Espera —pido cuando Camryn va a subirse al coche ahora que es seguro.
Para. Tirita en mitad de la lluvia, está chorreando. Cierro con fuerza el maletero y me acerco a ella. El agua me entra en las zapatillas, lo noto porque no llevo calcetines, y le sonrío con la esperanza de que eso la haga sonreír.
—No es más que agua.
Ella se ablanda un poco, sin duda buscando que le levante la moral.
—Ven aquí. —Le tiendo la mano y ella la coge.
—¿Qué? —pregunta tímidamente.
Tiene la trenza calada, los pocos mechones sueltos que siempre le caen por la cara los tiene pegados a la frente y en un lado del cuello. La llevo hasta la parte de atrás y me subo al maletero. Camryn se queda ahí plantada mientras la lluvia la envuelve. Extiendo nuevamente la mano y ella la agarra, vacilante. Tiro de ella. Luego se sube al techo del coche conmigo, durante todo el tiempo mirándome como si fuera un loco al que no puede resistirse.
—Túmbate —le pido en voz alta para que me oiga con el ruidoso martilleo de la lluvia mientras apoyo la espalda en el techo y dejo que los pies me cuelguen sobre el parabrisas.
Sin preguntas ni peros —aunque en cierto modo lleva ambas cosas escritas claramente en la cara—, se tiende a mi lado.
—Esto es una locura —exclama—. Estás loco.
Debe de gustarle la locura, porque me da que quiere estar aquí arriba conmigo.
Echando por la ventana ese plan mío de antes, lo de controlarme con ella, extiendo el brazo izquierdo e instintivamente Camryn apoya en él la cabeza.
Me cuesta aceptarlo. No me lo esperaba. Pero me alegro de que lo haya hecho.
—Ahora abre los ojos y mira —pido; yo ya lo estoy haciendo.
Un camión más pequeño pasa a toda velocidad, seguido de algunos coches, pero ninguno de los dos se da cuenta. Pasa otro tráiler y el viento zarandea un poco el coche, pero eso tampoco nos importa.
En un primer momento, Camryn hace una mueca cuando el agua se le mete en los ojos, pero los abre, de vez en cuando los entorna e intenta ocultar la cara en mi brazo para protegerla de la lluvia, sin parar de reír con suavidad en todo el tiempo. Se obliga a mirar hacia arriba, pero esta vez cierra los ojos y entreabre la boca. Le miro los labios, veo cómo le corre la lluvia por ellos, cómo sonríe y se estremece cuando las gotas le entran hasta la garganta. Cómo levanta los hombros cuando intenta esconder el rostro, sonriendo, riendo y chorreando.
La observo tanto que se me olvida que está lloviendo.