Me despierto después de que haya oscurecido, cuando Andrew reduce la velocidad al pasar por un peaje. No sé cuánto he dormido, pero la sensación es de haberlo hecho toda la noche, a pesar de estar aovillada en el rincón del asiento con la cabeza contra la puerta. Debería intentar masajearme un par de músculos tensos, como cuando iba en el autobús, pero me siento bien.
—¿Dónde estamos? —pregunto mientras me tapo la boca con la mano para ocultar el bostezo.
—En Wellington, Kansas, en mitad de ninguna parte —responde—. Has dormido un buen rato.
Me desperezo del todo y dejo que los ojos y el cuerpo terminen de despertar. Andrew se mete por otra carretera.
—Supongo que sí, mejor de lo que dormí en el bus desde Carolina del Norte hasta Wyoming.
Miro las resplandecientes letras azules del equipo de música del coche: las 22.14. Suena una canción, el volumen bajo. Me recuerda a cuando lo conocí en el autobús. Sonrío para mis adentros, me da que se aseguró de bajar el volumen en el coche mientras yo dormía.
—¿Y tú? —me intereso volviéndome para mirarlo; la oscuridad le sume parte de la cara en la sombra—. Me siento rara diciéndotelo, porque es el coche de tu padre, pero si quieres puedo conducir yo.
—Pues no te sientas rara —repone—, sólo es un coche. Una joya antigua por la que mi padre sería capaz de colgarte de un ventilador si se enterara de que la has conducido, pero yo no tendría ningún problema en que lo hicieras.
Hasta en la sombra veo que la parte derecha de su boca dibuja una sonrisa traviesa.
—Bueno, ya no estoy muy segura de querer hacerlo.
—Se muere, ¿te acuerdas? ¿Qué iba a hacer?
—No tiene gracia, Andrew.
Él lo sabe. Soy plenamente consciente del juego al que está jugando consigo mismo, siempre buscando algo que lo ayude a lidiar con lo que está pasando, pero sin conseguirlo. Me pregunto cuánto más podrá seguir así. Las bromas desafortunadas se acabarán agotando, y no sabrá qué hacer.
—Pararemos en el próximo motel —informa mientras entra en otra carretera—. Dormiré un poco.
Me mira de reojo.
—En habitaciones distintas, por supuesto.
Me alegro de que haya liquidado esa parte tan de prisa. Puede que esté cruzando Estados Unidos a solas con él y no sea la mejor idea, pero no creo que además pueda compartir habitación con él.
—Muy bien —apruebo, y estiro los brazos delante con los dedos entrelazados—. Necesito darme una ducha y cepillarme los dientes durante una hora seguida.
—Ahí sí que no tengo nada que objetar —bromea.
—Oye, que a ti tampoco es que te huela el aliento a rosas.
—Lo sé —reconoce, se lleva una mano ante la boca y echa el aliento—. Es como si me hubiera comido el guiso de mierda que prepara mi tía todos los años por Acción de Gracias.
Suelto una risotada.
—Mala elección de palabras —apunto—. ¿Guiso de mierda? ¿En serio? —Lo pienso un instante y noto una arcada.
Andrew también se ríe.
—Pues podría serlo perfectamente. Quiero a mi tía Deana, pero desde luego lo suyo no es la cocina.
—Me recuerda a mi madre.
—Debe de ser una mierda —comenta mirándome de reojo—. Criarte a base de fideos y comida de microondas.
Sacudo la cabeza.
—No, aprendí a cocinar. No como comida basura, ¿recuerdas?
La tenue luz gris de las farolas de la calle ilumina el rostro risueño de Andrew.
—Ya, es verdad —contesta—, nada de hamburguesas sangrientas ni patatas fritas grasosas para Miss Tortitas de Arroz.
Pongo cara de asco, poniendo en duda su teoría sobre las tortitas de arroz.
Minutos después entramos en el aparcamiento de un pequeño motel de dos plantas, de esos cuyas habitaciones dan al exterior en lugar de a un corredor interior. Nos bajamos y estiramos las piernas —Andrew estira las piernas, los brazos, el cuello, básicamente el cuerpo entero—, luego cogemos las bolsas del asiento de atrás. La guitarra la deja.
—Cierra la puerta —pide, señalándola.
Entramos en el vestíbulo y nos recibe un olor a bolsas de aspiradora llenas y café.
—Dos individuales contiguas, si es posible —pide Andrew mientras se saca la cartera del bolsillo trasero.
Me echo el bolso delante y saco la carterita con cremallera.
—Yo me pago la mía.
—No, ya pago yo.
—En serio, no, déjame pagar.
—He dicho que no, ¿vale? Así que guárdate la cartera.
Lo hago de mala gana.
La mujer de mediana edad con el pelo rubio entrecano recogido en un moño desaliñado nos mira con cara inexpresiva. Se pone a teclear en el ordenador para ver qué habitaciones hay disponibles.
—¿Fumadores o no fumadores? —inquiere mirando a Andrew.
Veo que sus ojos le recorren los musculosos brazos mientras él saca la tarjeta de crédito.
—No fumadores.
Tap, tap, tap. Clic, clic, clic. Ya el teclado, ya el ratón.
—Las únicas individuales que me quedan juntas son una de fumador y una de no fumador.
—Vale —acepta Andrew mientras le da una tarjeta.
Ella se la coge de entre los dedos sin perder de vista ni uno solo de los movimientos de su mano hasta que ésta desaparece de su vista bajo el mostrador.
«Zorra».
Después de pagar y de que nos dé la llave de las habitaciones, salimos al coche y Andrew coge la guitarra del asiento trasero.
—Debería haberte preguntado antes de venir aquí —observa mientras caminamos a la par—, pero si tienes hambre puedo subir la calle y traerte algo de comer.
—No, estoy bien. Gracias.
—¿Estás segura?
Me mira.
—Sí, no tengo nada de hambre, pero, si me entra, sacaré algo de la máquina.
Andrew desliza la llave por la ranura de la primera puerta y aparece una luz verde. Después la puerta se abre.
—Pero esas cosas sólo tienen azúcar y grasa —advierte, recordándome la conversación que mantuvimos en su momento sobre la comida basura.
Entramos en la habitación, que es bastante anodina, con una cama sencilla contra un cabecero de madera afianzado a la pared. La colcha es marrón, fea, y me produce terror. El cuarto en sí huele a limpio y no está mal, pero nunca he dormido en un motel sin quitar antes la colcha de la cama. A saber qué tendrá o cuándo fue la última vez que la lavaron.
Andrew respira hondo para oler bien la habitación.
—Ésta es la de no fumadores —asegura, y echa un vistazo como para inspeccionarla—. Es la tuya.
Deja la guitarra en el suelo, apoyada en la pared, y entra en el pequeño cuarto de baño, enciende la luz, comprueba que el ventilador funciona y luego se acerca a la ventana, al otro lado de la cama, y prueba el aire acondicionado. Después de todo, estamos a mediados de julio. A continuación va a la cama, retira con cuidado la colcha y examina las sábanas y las almohadas.
—¿Qué buscas?
Responde sin mirarme:
—Me aseguro de que está limpia. No quiero que duermas en una cama de mierda.
Me pongo roja como un tomate y ladeo la cara para que no me vea.
—Es un poco pronto para acostarse —dice mientras se aparta de la cama y coge la guitarra—, pero estoy cansado del viaje.
—Hombre, es que en teoría no has dormido desde que nos bajamos del bus en Cheyenne.
Dejo el bolso y la bolsa a los pies de la cama.
—Es verdad —replica—. Lo que significa que llevo en pie unas dieciocho horas. Joder, no me he dado ni cuenta.
—Es por el cansancio.
Va hacia la puerta, apoya la mano en el pomo plateado y la abre. Yo me quedo plantada a los pies de la cama. Es un momento raro, pero no dura mucho.
—Bueno, pues te veo por la mañana —informa desde el umbral—. Estoy aquí al lado, en la 110, así que si necesitas algo dilo, llama a la puerta o da unos golpes en la pared.
Su cara es toda amabilidad y sinceridad.
Asiento y sonrío a modo de respuesta.
—Bueno, pues buenas noches —me dice.
—Buenas noches.
Y se va, cerrando la puerta con suavidad al salir.
Después de pensar en él distraídamente un segundo, reacciono y busco algunas cosas en la bolsa. Ésta será la primera ducha que me dé en un par de largos días. Se me cae la baba sólo de pensarlo. Saco unas bragas limpias, mis pantalones cortos blancos de algodón preferidos y una camiseta de la universidad con rayas rosas y azules en las mangas tres cuartos. Luego doy con el cepillo de dientes, la pasta y el Listerine y me dirijo con todo ello al cuarto de baño. Me desvisto, contenta de quitarme una ropa con la que llevo días y que dejo amontonada en el suelo. Me miro al espejo. Dios mío, ¡estoy horrible! El maquillaje se me ha ido, ya casi no llevo rímel. De la trenza se me han salido más mechones rebeldes de pelo rubio, que tengo pegado en un lado de la cabeza todo enmarañado.
No puedo creer que vaya por ahí con Andrew con esta pinta.
Me quito la goma para soltarme la trenza y me paso los dedos por el pelo. Primero me lavo los dientes y me dejo en la boca el Listerine de menta hasta mucho después de que deja de picar.
La ducha me sienta divinamente. Me quedo una eternidad, dejando que el agua caliente me acribille hasta que no la aguanto más y empiezo a notar que me quedo dormida de pie. Lo lavo todo. Dos veces. Porque puedo y porque hace mucho que no lo hacía. Finalmente me paso la cuchilla, encantada de deshacerme de la pelambrera asquerosa que empezaba a tener en las piernas. Y por último cierro los chirriantes grifos y echo mano de la toalla blanca del motel que alguien ha doblado pulcramente y ha dejado en una repisa sobre el retrete.
Oigo la ducha en la habitación de al lado, la de Andrew, y me sorprendo aguzando el oído. Me lo imagino allí, sólo duchándose, sin que haya nada sexual o pervertido en ello, aunque no sería nada difícil imaginar algo así. Pienso en él en general, en lo que estamos haciendo y por qué. Pienso en su padre y me parte el corazón nuevamente saber lo mal que lo está pasando Andrew y que no pueda hacer nada para ayudarlo. Al cabo, me obligo a volver a mí, a mi vida y a mis preocupaciones, que no son nada en comparación con las de Andrew.
Espero que no me vea obligada a contarle mis problemas y las cosas que me llevaron a emprender ese viaje en autobús a ninguna parte, porque me sentiré idiota y egoísta. Mis problemas no son nada en comparación con los suyos.
Me meto en la cama con el pelo mojado, desenredándomelo con los dedos. Enciendo la tele —no estoy nada cansada, ya que he venido dormida casi todo el trayecto desde Denver—, echo un vistazo a los canales y al final me decido por una película cualquiera en la que aparece Jet Li. Más por tener algo de fondo que por otra cosa.
Mi madre ha llamado cuatro veces y ha dejado cuatro mensajes.
Sigo sin saber nada de Natalie.
—¿Qué tal te va en Virginia? —pregunta mi madre—. Espero que te lo estés pasando genial.
—Sí, esto está genial. ¿Y tú?
Mi madre suelta una risita en el otro extremo del teléfono que me repele instintivamente. Está con un hombre. Por favor, espero que no esté hablando conmigo metida en la cama, desnuda, con un tío chupándole el cuello.
—He sido buena, cariño —asegura—. Sigo con Roger, el próximo fin de semana nos vamos al crucero del que te hablé.
—Qué bien, mamá.
Otra risita.
Arrugo la nariz.
—Bueno, cariño, tengo que irme (¡para, Roger!). —Más risas. Voy a vomitar—. Sólo quería saber cómo estabas. Llámame mañana, anda, y me pones al día, ¿vale?
—Vale, mamá. Te quiero.
Colgamos y dejo caer el teléfono en la cama. Luego me recuesto en las almohadas, pensando en el acto en que Andrew está en la habitación de al lado. Puede que tenga la cabeza apoyada en la misma pared. Hago un nuevo barrido por los canales, hasta pasar por lo menos cinco veces por cada uno, y me doy por vencida.
Me pongo más cómoda y observo la habitación.
El sonido de la guitarra de Andrew me saca del ensimismamiento, y me incorporo despacio para oírlo mejor. Es algo tranquilo, entre la reflexión y el lamento. Y, cuando llega el estribillo, el tempo aumenta un pelín, sólo para volver al lamento en la frase siguiente. Es precioso.
Lo escucho los quince minutos siguientes y luego se hace el silencio. Nada más oírlo, apagué la tele, y ahora todo lo que oigo es un goteo continuo del lavabo y un coche que entra de vez en cuando en el aparcamiento del motel.
Me duermo y vuelve el sueño:
Esa mañana no me llegó la serie habitual de mensajes de Ian antes de levantarme. Probé a llamarlo, pero el teléfono sonó y sonó y no saltó el buzón de voz. Y cuando llegué al instituto, Ian no estaba.
Todo el mundo me miraba cuando iba por los pasillos. Algunos no podían hacerlo a la cara. Jennifer Parsons rompió a llorar cuando pasé por delante de su taquilla, y otro grupo de chicas, animadoras, me miraron con cara de rechazo, como si tuviera algo contagioso. Yo no sabía qué estaba pasando, pero era como si hubiese entrado en una extraña realidad paralela. Nadie me decía nada, pero estaba más que claro que todo el puñetero instituto sabía algo que yo ignoraba. Y era malo. Nunca he tenido enemigos, sólo a veces algunas de las animadoras se ponían celosas porque Ian me quería y no les dirigía la palabra. ¿Qué puedo decir? Ian Walsh estaba más bueno que el quarterback estrella, y a nadie, ni siquiera a Emily Derting, la chica más rica del instituto Millbrook, le importaba que Ian no tuviera mucho y que aún lo llevaran en coche al instituto sus padres.
Así y todo, Ian le gustaba.
Le gustaba a todo el mundo.
Seguí hasta mi taquilla, confiando en ver pronto a Natalie para que quizá ella pudiera decirme qué estaba pasando. Remoloneé en la taquilla más que de costumbre, esperando que apareciera. Fue Damon quien me encontró y me contó lo que había sucedido. Me llevó aparte, al hueco donde estaban los surtidores de agua. El corazón me aporreaba el pecho. Supe que algo iba mal cuando me levanté esa mañana, antes incluso de que me diera cuenta de que no tenía ningún mensaje de Ian. Me sentí… rara. Fue como si lo supiera…
—Camryn —dijo Damon, y supe en ese mismo instante que lo que iba a contarme era serio, porque él y Natalie siempre me llaman Cam—. Ian tuvo un accidente anoche…
Noté que me faltaba el aire, y me llevé las dos manos a la boca. Las lágrimas me abrasaban la garganta y me corrían por la cara.
—Ha muerto esta mañana temprano, en el hospital.
Damon hacía un gran esfuerzo para contármelo, pero el dolor de su cara era inconfundible.
Clavé la vista en él lo que me pareció una eternidad, hasta que no pude tenerme en pie y me derrumbé en sus brazos. Lloré y lloré hasta enfermar, y finalmente Natalie nos encontró y entre los dos me llevaron a ver a la enfermera.
Despierto de la pesadilla sudando, con el corazón desbocado. Aparto la sábana y me siento en mitad de la cama con las piernas encogidas, pasándome las manos por la cabeza, y profiero un largo suspiro. Dejé de tener ese sueño hace mucho. De hecho, fue el último sueño que recuerdo haber tenido. ¿Por qué ha vuelto?
Me asusta un ruidoso aporreo en la puerta.
—¡DESPIERTA, BELLA DURMIENTE! —exclama armoniosamente Andrew desde el otro lado.
Ni siquiera me acuerdo de cuándo volví a quedarme dormida después del sueño. El sol entra por una rendija entre las cortinas, concentrándose en la moqueta color café justo debajo de la ventana. Me levanto y, después de quitarme de la cara el pelo alborotado, voy a abrir la puerta antes de que despierte a todo el motel.
Me mira embobado cuando abro.
—Joder —dice repasándome con la mirada—, ¿qué coño intentas hacerme?
Me miro, tratando de sacudirme la pereza del todo, y me doy cuenta de que llevo puestos los pantaloncitos blancos de algodón y la camiseta sin sujetador. Dios mío, los pezones se me marcan en la camiseta, ¡son como dos faros! Cruzo los brazos e intento no mirarlo a los ojos cuando entra sin más.
—Iba a decirte que te vistieras —continúa, sonriendo mientras entra en la habitación con las bolsas y la guitarra—, pero la verdad es que si quieres puedes ir tal y como estás.
Meneo la cabeza, ocultando la sonrisa que asoma a mi cara.
Se deja caer en la silla que hay al lado de la ventana y deja sus cosas en el suelo. Lleva unos pantalones cargo cortos color café que le llegan justo por debajo de la rodilla, una camiseta gris oscura lisa y esas zapatillas de deporte bajas, negras, con calcetines de esos que no se ven o sin calcetines. Me fijo en el tatuaje del tobillo: parece una especie de dibujo celta circular, justo sobre el hueso. Y está claro que tiene piernas de corredor, las pantorrillas desarrolladas y los músculos marcados.
—Espera que me prepare —pido mientras voy hacia la bolsa, que está en el mueble alargado donde descansa el televisor en el otro extremo.
—¿Cuánto vas a tardar? —pregunta, y capto un dejo de interrogación en su voz.
Al recordar lo que dijo en casa de su padre, pienso primero lo que voy a contestar y sopeso mis opciones: ¿mi media hora de siempre o el me pongo lo primero que pille y listo?
Él me ayuda a resolver el dilema:
—Tienes dos minutos.
—¿Dos minutos? —repito.
Él asiente, risueño.
—Ya me has oído: dos minutos. —Levanta dos dedos y los mueve—. Accediste a hacer lo que yo dijera, ¿recuerdas?
—Ya, pero pensé que sería alguna locura del tipo hacer un calvo desde un coche en marcha o comer bichos.
Enarca una ceja y mete la barbilla como si acabara de darle dos ideas.
—Con el tiempo le enseñarás el culo a alguien desde un coche y te comerás un bicho, todo se andará.
«¿Qué coño acabo de hacer?».
Echo la cabeza hacia atrás en señal de oposición y vergüenza y me llevo las manos a las caderas.
—Si te crees que voy a… —Me doy cuenta de que su sonrisa ahora es algo más del tipo colegial pícaro, me miro y caigo en que los brazos ya no me cubren los pezones, que se marcan orgullosos a través de la fina camiseta. Suelto un bufido y me quedo con la boca abierta—. ¡Andrew!
Él baja la cabeza fingiendo estar avergonzado, pero lo único que consigue con esa forma de mirarme con los párpados caídos es parecer más zorro aún.
«Es que es un bombonazo…»
—Eh, que eres tú la que prefiere quejarse de las reglas básicas a quitar de mi vista tu delantera: debería advertirte de que mis ojos tienen vida propia.
—Sí, y apuesto a que no es lo único tuyo que tiene vida propia. —Sonrío y cojo la bolsa para, a continuación, entrar descalza en el cuarto de baño y cerrar la puerta.
Cuando me miro en el espejo veo que mi sonrisa es como una de esas fotos de estudio cursis de los ochenta.
Vale, dos minutos. Me pongo el sujetador y los vaqueros pitillo de prisa y corriendo, dando saltitos para que me pasen del culo. Cremallera. Botón. Me cepillo los dientes a fondo. Un poco de Listerine. Enjuague. Gárgaras. Lo escupo. Me desenredo el pelo y me hago una trenza de cualquier manera que dejo caer sobre el hombro derecho. Un poco de base y una capa ligera de polvos. Rímel negro, porque el rímel es el elemento más importante del arsenal de maquillaje. Lápiz de la…
¡POM! ¡POM! ¡POM!
—¡Tus dos minutos han terminado!
Me pinto los labios de todas formas y me quito el exceso con un poco de papel higiénico.
Sé que Andrew está sonriendo al otro lado de la puerta, y cuando la abro un segundo más tarde compruebo que tenía razón: está con los dos brazos levantados por encima de la cabeza, apoyados en la jamba. Al tener los brazos en alto, la camiseta se le ha subido, dejando a la vista parte de la marcada tableta de chocolate. Una fina línea de vello le baja desde el ombligo y se pierde bajo los pantalones cortos.
—¿Lo ves? Mírate. —Silba mientras me impide el paso, pero está claro que de nosotros dos no es a mí a quien miro—. Lo sencillo es sexy.
Lo empujo, aprovechando la oportunidad perfecta para ponerle las manos en el pecho, y me deja pasar.
—No sabía que intentaba estar sexy para ti —afirmo de espaldas mientras meto en la bolsa la ropa con la que he dormido.
—Vaya, pero mírala —continúa—: sencilla, sexy y desorganizada. Me siento orgulloso.
Ni siquiera me he dado cuenta: he metido la ropa en la bolsa sin tan siquiera pensar en doblarla. Así que lo de mi manía del orden no es clínico; sólo soy de las que creen que lo son por ser metódicas en algunas cosas. Así y todo, doblar la ropa y tratar de ser cuidadosa es algo que he hecho desde que tenía unos once años.