13

Sus palabras me cerraron la boca unos cinco segundos. Le suelto el codo.

—Creo que ahora mismo lo tuyo es ligeramente más importante que lo mío —opino.

—¿De veras? —pregunta—. ¿Que quieras ir por ahí sola en un autobús sin saber adónde coño vas y arriesgando tu vida no te parece que pueda ser tan importante?

Parece enfadado. Sé que lo está, pero tiene mucho que ver, si no todo, con que su padre se esté muriendo arriba y no sepa cómo dejarlo marchar. Lo siento por él, siento que lo hayan educado en la creencia de que no se pueden mostrar las emociones necesarias en una situación así, pues eso hará que sea menos hombre.

Yo tampoco puedo exteriorizar emociones, pero a mí no me educaron así, a mí me vino impuesto.

—¿Tú lloras? —quiero saber—. ¿Por otras cosas? ¿Has llorado alguna vez?

Él se burla.

—Claro. Todo el mundo llora alguna vez, hasta los tiarrones como yo.

—Vale, cuéntame una.

No tiene que pensarlo mucho.

—Una… película me hizo llorar una vez.

Pero de pronto parece cortado, es posible que se arrepienta de haber dado esa respuesta.

—¿Qué película?

No puede mirarme a la cara. Noto que el humor se distiende, a pesar de lo que ha creado la tensión.

—¿Importa algo? —pregunta.

Sonrío y me acerco a él.

—Bah, venga, tú dímelo… ¿Qué?, ¿acaso crees que me voy a reír de ti y llamarte nenaza?

Sonríe un tanto a pesar de que está rojo de la vergüenza.

El diario de Noa —responde, tan bajo que casi ni lo oigo.

—¿Has dicho El diario de Noa?

—¡Sí! Lloré con El diario de Noa, ¿vale?

Me da la espalda y procuro con todas mis fuerzas no reírme. No creo que tenga gracia que llorara viendo El diario de Noa; lo gracioso es su reacción, de humillación, al admitirlo.

Finalmente me río. No puedo evitarlo, se me escapa sin más.

Andrew se vuelve sobre sus talones con los ojos abiertos a más no poder y durante un segundo me lanza una mirada asesina. Chillo cuando me agarra, lo hace como si fuera un saco de patatas y sale por la puerta del hospital.

Me río de tal modo que se me saltan las lágrimas. Lágrimas de risa, no las que dejé de derramar después de que Ian muriera.

—¡Bájame! —le aporreo la espalda con los puños.

—Dijiste que no te reirías.

El hecho de que lo diga hace que me ría aún con más ganas. A carcajada limpia, dejando escapar unos ruiditos extraños que no sabía que podía hacer.

—Por favor, Andrew, bájame. —Le clavo los dedos en la espalda a través de la camiseta.

Finalmente noto que mis pies tocan el hormigón. Lo miro y dejo de reírme porque quiero que me hable. No puedo permitir que deje a su padre.

Pero él habla primero:

—Lo que pasa es que no puedo llorar con él ni por él, como ya te he dicho.

Le toco el brazo con suavidad.

—Pues no llores, pero al menos quédate.

—No voy a quedarme, Camryn.

Me mira profundamente a los ojos, y sólo por su forma de mirarme sé que no podré hacerlo cambiar de opinión.

—Te agradezco que intentes ayudar, pero en esto no puedo ceder.

Asiento de mala gana.

—Puede que en algún punto de este viaje que has accedido a emprender podamos contarnos las cosas que no queremos contar —afirma, y mi corazón, por algún motivo, reacciona al oír su voz.

Noto un hondo revoloteo en el pecho, justo en el centro.

Andrew me dedica una sonrisa radiante, esos ojos verdes suyos perfectos, el eje de su perfecta cara.

«Es impresionante…»

—Bien, ¿qué has decidido? —quiere saber, los brazos cruzados y la mirada inquisitiva—. ¿Te saco un billete de avión de vuelta a casa o estás dispuesta a lanzarte a la carretera a ninguna parte, a Texas?

—¿De verdad quieres venir conmigo?

Es que no me lo puedo creer, y al mismo tiempo quiero que sea verdad más que nada en el mundo.

Contengo la respiración mientras espero a que responda.

Sonríe.

—De verdad, sí.

El revoloteo se vuelve reblandecimiento, y a mi cara aparece una sonrisa tan enorme que durante un buen rato no soy capaz de suavizarla.

—En esto de apuntarme sólo tengo una pega —advierte levantando un dedo.

—¿Cuál?

—Ir en ese puto autobús —replica—. Lo odio.

Suelto una risita y no puedo por menos que darle la razón a ese respecto.

—Y ¿cómo quieres que vayamos?

Un lado de su boca se curva en una sonrisa sabia.

—Podemos llevarnos el coche —propone—. Conduzco yo.

No lo pienso dos veces.

—Vale.

—¿Vale? —repite, y luego hace una pausa—. ¿Así de sencillo? ¿Te vas a meter en un coche con un tío al que casi no conoces y fiarte de que no te vaya a violar en alguna carretera solitaria? Creía que ya habíamos hablado de eso.

Ladeo la cabeza y cruzo los brazos.

—¿Qué diferencia hay entre eso y conocerte en la biblioteca y salir contigo una o dos noches después a solas en tu coche? —Tuerzo la cabeza al otro lado—. Todo el mundo es un desconocido al principio, Andrew, pero no todo el mundo conoce a un desconocido que lo salva de un violador y lo lleva a conocer a su padre moribundo prácticamente esa misma noche. Yo diría que pasaste la prueba de la fiabilidad hace un buen rato.

El lado izquierdo de su boca se eleva, trastocando la seriedad de mis sentidas palabras.

—Entonces este viaje, ¿es una cita?

—¿Qué? —me río—. ¡No! No era más que un ejemplo.

Sé que es consciente de ello, pero necesito decir algo que contribuya a desviar su atención de mis mejillas rojas.

—Ya sabes lo que quiero decir.

Sonríe.

—Lo sé, sí, pero me debes una cena de «amigos» en compañía de un filete.

Dibuja unas comillas en el aire con los dedos cuando dice «amigos». La sonrisa no se borra de su cara.

—Te la debo, sí.

—Bueno, pues así queda —dice, y me coge del brazo y me lleva hacia el taxi que espera cerca del aparcamiento—. Iremos a la estación de autobuses por el coche de mi padre, pasaremos por su casa a coger unas cosas y nos pondremos en marcha.

Abre la puerta de atrás del taxi para que pase yo primero y la cierra después de acomodarse a mi lado.

El taxi arranca.

—Ah, creo que debería fijar unas cuantas normas básicas antes de que hagamos esto.

—Ah, ¿sí? —Vuelvo la cabeza y lo miro con curiosidad—. ¿Qué clase de normas básicas?

Él sonríe.

—Bueno, la número uno: mi coche, mi equipo de música. Estoy seguro de que no hace falta que diga más a ese respecto.

Revuelvo los ojos.

—Básicamente me estás diciendo que estaré atrapada contigo en un coche en un viaje por carretera y sólo podré escuchar rock clásico. Es eso, ¿no?

—Ya verás como te acaba gustando.

—No llegó a gustarme cuando era pequeña y tenía que aguantarme cuando mis padres la escuchaban.

—Número dos —continúa, levantando dos dedos y desechando mi argumento—. Tendrás que hacer lo que yo diga.

Lo miro otra vez, el ceño fruncido a más no poder.

—¿Eh? ¿Qué coño se supone que significa eso?

Su sonrisa se ensancha, se vuelve incluso pícara.

—Dijiste que te fiabas de mí, así que fíate en esto.

—Vas a tener que darme algo más. Lo digo en serio.

Se retrepa en el asiento y junta las manos entre las largas piernas, que tiene abiertas.

—Te prometo que no te pediré que hagas nada dañino, degradante, peligroso o inaceptable.

—Básicamente, que no me pedirás que te chupe la polla por quinientos dólares o algo por el estilo, ¿no?

Andrew echa la cabeza hacia atrás y suelta una risotada. Delante, el taxista se mueve inquieto en su asiento. Veo que sus ojos dejan el espejo retrovisor cuando alzo la vista.

—No, desde luego que nada de eso: lo juro.

Aún se ríe.

—Vale, pero, entonces, ¿qué podrías pedirme?

Recelo, y mucho, de todo esto. Sigo confiando en él, lo reconozco, pero ahora también estoy un poco aterrorizada, en el sentido de que me da miedo despertar con un bigote pintado en la cara.

Me da unas palmaditas en el muslo.

—Si te hace sentir mejor, puedes mandarme a la mierda si no quieres hacer algo, pero espero que no lo hagas, porque quiero enseñarte a vivir de verdad la vida.

Vaya…, eso sí que me pilla con la guardia baja. Lo dice en serio, no hay ni rastro de humor en esas palabras, y nuevamente me siento fascinada por él.

—¿A vivir la vida?

—Haces demasiadas preguntas.

Me da unas cuantas palmaditas más y vuelve a poner la mano en el regazo.

—Bueno, si tú estuvieras en este lado del coche también harías muchas preguntas.

—Puede.

Entreabro la boca.

—Eres una persona muy rara, Andrew Parrish, pero está bien, me fío de ti.

Su sonrisa se vuelve más afectuosa cuando ladea la cabeza contra el asiento para mirarme.

—¿Alguna otra regla básica? —pregunto.

Levanta la vista con aire pensativo y se muerde el labio un instante.

—No. —Ladea la cabeza de nuevo—. Creo que eso es todo.

Me toca.

—Yo también tengo unas cuantas reglas básicas.

Alza la cabeza con curiosidad, pero deja las manos en el estómago, los fuertes dedos entrelazados.

—Adelante, dispara —dice risueño, preparado para cualquier cosa que pueda soltarle.

—Número uno: bajo ninguna circunstancia intentarás bajarme las bragas. Sólo porque sea amable contigo y esté dispuesta a…, bueno, a hacer la mayor locura que he hecho en mi vida, te advierto de antemano que no voy a ser tu próximo polvo, no me voy a enamorar de ti —ahora sonríe de oreja a oreja, lo que me distrae mucho— ni nada por el estilo. ¿Entendido?

Intento ser muy seria a este respecto. Mucho. Y lo he dicho en serio. Pero esa estúpida sonrisa suya como que me obliga a sonreír, y lo odio por ello.

Frunce la boca, reflexivo.

—Perfectamente entendido —accede, aunque me da que sus palabras ocultan algo.

Afirmo con la cabeza.

—Bien.

Me siento mejor ahora que me he explicado con claridad.

—¿Qué más? —pregunta.

Por un segundo se me olvida la otra regla básica.

—Ah, sí, la número dos es: nada de Bad Company.

Parece un tanto mortificado.

—Vamos a ver, ¿qué mierda de regla es ésa?

—Mi regla —digo, risueña—. ¿Algún problema? Puedes escuchar todo el rock clásico del mundo y a mí no se me permite nada que me guste, así que no veo qué hay de malo en esta pequeña cláusula —añado juntando prácticamente el pulgar y el índice para hacerle ver lo pequeñísima que es.

—Pues que sepas que no me gusta esa regla —refunfuña—. Bad Company es un grupo buenísimo. ¿Por qué no te gusta?

Parece dolido, y eso me encanta.

Frunzo la boca.

—¿En serio?

Probablemente me arrepienta de esto.

—Sí, claro que en serio —asegura cruzando los brazos—. Suéltalo.

—Hablan demasiado de amor. Es cursi.

Él suelta una nueva carcajada, y empiezo a pensar que al taxista le estamos dando el día.

—Me parece que alguien está resentido —comenta Andrew con una enorme sonrisa.

Efectivamente, me arrepiento.

Desvío la mirada porque no quiero que vea nada en mi cara que confirme que ha dado en el clavo. Al menos en lo tocante a mi ex, Christian, que me puso los cuernos. En su caso es resentimiento. En el de Ian, dolor cruel, en estado puro.

—Bueno, eso también lo arreglaremos —asegura como si tal cosa.

Lo miro.

—Hombre, gracias, doctor Phil[5], pero no necesito ayuda con eso.

«¡Eh, espera un segundo! ¿Quién ha dicho que necesite que me arreglen nada?».

—¿Ah, no? —Andrew ladea el mentón, parece tener curiosidad.

—No —insisto—. Además, de algún modo, eso infringiría mi norma básica número uno.

Sonríe, estupefacto.

—Ah, así que supones automáticamente que iba a ofrecerme para ser tu conejillo de Indias.

Una risa suave hace que sus hombros suban y bajen.

«¡Ay!».

Procuro no parecer ofendida, pero, como no estoy segura de que me esté saliendo muy bien, empleo una táctica distinta.

—Confío en que no sea así —aseguro, pestañeando—. No eres mi tipo.

¡Sí! Vuelvo a tener la sartén por el mango. ¡Creo que se ha estremecido!

—Y ¿yo qué tengo de malo? —pregunta, pero no cuela, sé que mi comentario no le ha hecho daño. La gente no suele sonreír cuando se la ofende.

Me vuelvo del todo, apoyando la espalda en la puerta del taxi, y lo miro de arriba abajo. Sería una mentirosa redomada si dijera que no me gusta lo que veo. Todavía no he descubierto nada que haga que no sea mi tipo. A decir verdad, si no fuera porque no estoy por el sexo ni por las citas ni por las relaciones ni por el amor, Andrew Parrish es la clase de tío que me gustaría y por el que Natalie babearía directamente.

Lo llevaría en las tetas.

—No tienes nada de «malo» —puntualizo—. Es sólo que tiendo a acabar con chicos… formalitos.

Por tercera vez, Andrew echa la cabeza hacia atrás muerto de risa.

—¿«Formalitos»? —repite, aún riendo. Asiente varias veces y añade—: Ya, supongo que tienes razón al decir que no soy precisamente un tipo «formalito». —Levanta un dedo como para precisar algo—. Pero lo que más me interesa de lo que has dicho es que acabas con ellos. ¿Qué crees que significa?

¿Cómo ha terminado con la sartén por el mango? No lo he visto venir.

Espero que me dé una respuesta, aunque es él quien ha hecho la pregunta. Todavía sonríe, pero esta vez en esa sonrisa hay algo mucho más dulce y perceptivo, no la guasa de siempre.

No dice nada.

—No… no lo sé —contesto distraídamente, y lo miro—. ¿Por qué tiene que significar algo?

Él menea levemente la cabeza, pero mira al frente cuando el taxi entra en el aparcamiento próximo a la estación de autobuses. El Chevrolet Chevelle de 1969 del padre de Andrew es el único coche que sigue ahí. Les debe de ir de verdad el rollo de los coches retro.

Andrew paga al taxista y bajamos.

—Buenas noches —dice, y lo despide con la mano.

Termino haciendo casi todo el recorrido a la casa del padre de Andrew en un silencio contemplativo, pensando en lo que ha dicho, pero lo dejo cuando llegamos a la casa.

—¡Caray! —exclamo con la boca abierta cuando me bajo del coche—. Menuda casa.

Él cierra su puerta.

—Ya, mi padre tiene una empresa constructora y de proyectos y le va bien —comenta como si nada—. Venga, no quiero estar mucho aquí, no vaya a aparecer Aidan.

Recorro a su lado el sinuoso y ajardinado camino que lleva hasta la puerta de la casa de tres plantas. Es un sitio tan lujoso e inmaculado que no veo precisamente a su padre viviendo en él. Parece más bien un hombre sencillo, no alguien tan materialista como mi madre.

Mi madre se desmayaría en un sitio así.

Andrew va mirando las llaves e introduce la adecuada en la cerradura.

La puerta se abre con un clic.

—No es que quiera ser cotilla, pero ¿cómo es que a tu padre le gusta vivir en una casa tan grande?

El recibidor huele a popurrí de canela.

—Qué va, esto fue cosa de su ex mujer, no de él.

Lo sigo directo a la escalera, revestida de moqueta blanca.

—Era maja (Linda, la mujer a la que mencionó en el hospital), pero no podía lidiar con mi padre, y lo entiendo.

—Creí que ibas a decirme que se casó con él por su dinero.

Andrew sacude la cabeza mientras subimos.

—No, no fue nada de eso: es sólo que vivir con mi padre es difícil. —Se mete las llaves en el bolsillo delantero de los vaqueros.

Le miro de reojo el culo que le hacen esos pantalones mientras sube delante de mí. Me muerdo el labio inferior y me doy de bofetadas mentalmente.

—Ésta es mi habitación.

Entramos en el primer dormitorio de la izquierda. Está casi vacío, parece más un trastero, con unas cajas perfectamente apiladas contra una pared marrón topo, algunos aparatos para hacer ejercicio y una figura rara de un nativo americano en un rincón del fondo y medio envuelta en plástico. Andrew va hasta el vestidor y enciende un interruptor dentro. Me quedo en el centro de la habitación, los brazos cruzados, mirando e intentando no dar la impresión de que curioseo.

—¿Has dicho que es tu habitación?

—Sí —responde desde el vestidor—, para cuando vengo de visita, o por si quisiera vivir aquí.

Me acerco al vestidor y lo veo examinando a conciencia una ropa que está colgada de forma muy parecida a como yo cuelgo la mía.

—Ya veo que también eres un maniático del orden.

Me dirige una mirada inquisitiva.

Señalo la ropa ordenada por colores y en perchas de plástico negras todas iguales.

—Qué va, no —aclara—. Es la empleada de mi padre, que entra aquí y hace esta mierda. A mí me da exactamente igual que la ropa esté colgada, y mucho menos por colores… Es demasiado…, un momento… —Se aparta de las camisetas y me mira con el rabillo del ojo—. ¿Tú haces esto con la ropa? —dice señalando las camisetas con un dedo que mueve de un lado a otro.

—Sí —afirmo, aunque me siento rara al reconocerlo—. Me gusta que todo esté ordenado y en su sitio.

Andrew se ríe y vuelve a revisar la ropa. Sin mirarla mucho, saca unas cuantas camisetas y unos vaqueros de las perchas y se los cuelga del brazo.

—¿No es estresante? —inquiere.

—¿Qué? ¿Colgar bien la ropa?

Me sonríe y me pone en los brazos el montoncito de ropa.

La miro con cara rara y luego lo miro a él.

—Da lo mismo —replica, y señala algo detrás de mí—. ¿Te importaría meterla en esa bolsa de deporte que hay en el banco de pesas?

—No, claro —respondo, y la llevo hasta donde me indica.

Primero la dejo en el banco de plástico negro y luego cojo la bolsa, que cuelga de las pesas.

—Bueno, y ¿adónde vamos a ir primero? —pregunto mientras doblo la primera camiseta del montón.

Él sigue hurgando en el armario.

—No, no —dice desde dentro, la voz un tanto amortiguada—, no hay programa, Camryn. Nos subiremos al coche y conduciremos. Sin mapas ni planes ni… —Ha asomado la cabeza por el armario y se le oye mejor—. ¿Qué estás haciendo?

Alzo la vista, la segunda camiseta del montón medio doblada.

—Doblar la ropa.

Oigo dos ruidos sordos cuando tira al suelo unas zapatillas de deporte negras, sale del vestidor y se me acerca. Cuando se sitúa a mi lado, me mira como si yo hubiese hecho algo mal y me quita la camiseta a medio doblar.

—No seas tan perfecta, nena. Mételas sin más en la bolsa.

Lo hace como para demostrarme lo fácil que es.

No sé qué es lo que me llama más la atención: si su lección de desorganización o el mariposeo que he sentido en el estómago cuando me ha llamado «nena».

Me encojo de hombros y dejo que meta la ropa a su manera.

—Lo que llevas importa poco —asegura mientras vuelve al armario—. Lo que importa es adónde te diriges y qué haces mientras lo llevas.

Me lanza las zapatillas negras, una por una, y las cojo.

—Mételas también, si no te importa.

Hago lo que me dice, las meto en la bolsa de cualquier manera, horrorizada. Menos mal que las suelas están limpias, como si no las hubiera usado, de lo contrario habría tenido que decir algo.

—¿Sabes qué me parece sexy en una chica?

Está con un musculoso brazo levantado por encima de la cabeza mientras revisa unas cajas que hay en la balda superior del vestidor. Veo el final del tatuaje que tiene en el lado izquierdo, que asoma por debajo de la camiseta.

—Eh…, no estoy segura —respondo—. ¿Que lleve la ropa hecha un higo? —Arrugo la nariz.

—Que se levante y se ponga lo primero que pille —contesta mientras baja una caja de zapatos.

Vuelve sosteniéndola en la palma de la mano.

—Ese look de me-acabo-de-levantar-y-me-importa-una-mierda es sexy.

—Ya lo pillo —afirmo—. Eres de los que odian el maquillaje y el perfume y todo lo que hace que las chicas sean chicas.

Me pasa la caja de zapatos y, al igual que hice con la ropa, la miro con cierta cara de interrogación.

Él sonríe.

—Qué va, no es que lo odie, es sólo que creo que lo sencillo es sexy, es todo.

—¿Qué quieres que haga con esto?

Doy unos golpecitos con el dedo en la caja.

—Ábrela.

La miro con aire vacilante y luego lo miro a él. Asiente una vez para que la abra.

Levanto la tapa roja de la caja y me quedo mirando un puñado de CD con las carátulas originales.

—A mi padre le daba pereza poner un mp3 en el coche —empieza—, y cuando se va de viaje la señal de la radio no siempre es buena…, a veces es imposible encontrar una emisora decente.

Me coge la tapa de la caja de zapatos.

—Ésta será nuestra lista de reproducción oficial —dice, y exhibe una amplia sonrisa, dejando al descubierto los rectos y blancos dientes.

Yo no tanto. Hago una mueca y el gesto se me tuerce un poco.

Ahí está todo, todos los grupos que mencionó cuando lo conocí en el autobús y otros de los que no he oído hablar en la vida. Estoy casi segura de que habré escuchado el noventa por ciento de esa música. Lo que tengo delante son cosas que pusieron mis padres en un momento u otro. Pero, si me preguntaran el título de esta canción o de aquélla o de qué disco es o qué grupo la canta, probablemente no lo supiera.

—Genial —observo, sarcástica, sonriéndole con el ceño fruncido y la nariz arrugada.

Su sonrisa se ensancha más aún. Creo que le encanta torturarme.