12

Se me hace un nudo en la garganta cuando ponemos el pie en el hospital, como si un muro de negrura se erigiera salido de ninguna parte y me engullera. Me detengo un segundo en la entrada y me quedo ahí plantado con los brazos caídos pesadamente a los lados. Entonces noto que Camryn me toca la muñeca.

La miro. Su sonrisa es tan dulce que me ablanda un poco. Lleva el pelo rubio recogido en una trenza despeinada que le cae con naturalidad por el hombro derecho; por la cara, de cualquier manera, unos mechones que se le han salido de la goma. Me apetece apartárselos delicadamente con un dedo, pero no lo hago. No puedo ir haciendo esa clase de gilipolleces. Necesito que se me pase esta atracción. Pero Camryn es distinta de otras chicas, y creo que ésa es precisamente la razón de que me esté costando tanto. Ahora mismo es lo último que necesito.

—Ya verás como no pasa nada —asegura.

Su mano deja mi muñeca al ver que ha captado mi atención. Le sonrío débilmente.

Enfilamos el pasillo hasta el ascensor y subimos a la tercera planta. Con cada paso, me entran ganas de dar media vuelta y marcharme. Mi padre no quiere que me emocione al entrar, y ahora mismo estoy a punto de explotar.

Quizá debería salir y darle unos puñetazos a unos árboles y soltarlo todo antes de entrar.

Nos detenemos en la sala de espera, donde hay algunas personas sentadas leyendo revistas.

—Te espero aquí —dice Camryn.

La miro.

—¿Por qué no entras conmigo?

Me gustaría mucho que lo hiciera. No sé por qué.

Camryn empieza a menear la cabeza.

—No… no puedo entrar ahí —afirma, ahora parece incómoda—. En serio, es que… es que no creo que sea apropiado.

Extiendo la mano, le cojo con delicadeza la bolsa y me la echo al hombro. No pesa mucho, pero da la impresión de que a ella empieza a molestarle.

—No pasa nada —aseguro—. Quiero que entres conmigo.

«¿Por qué estoy diciendo esto?».

Baja la vista al suelo y a continuación recorre con cautela el resto de la habitación antes de que sus ojos azules descansen de nuevo en mí.

—Vale —dice con un leve gesto de asentimiento.

Noto que esbozo una pequeña sonrisa e instintivamente le cojo la mano. Ella se deja hacer.

No es preciso que diga que me hace sentir bien, y me da la sensación de que a ella le satisface complacerme. Sin duda sabe que esto debe de ser un trago para cualquiera.

Vamos hacia la habitación de mi padre cogidos de la mano.

Ella me la aprieta una vez y me mira como para infundirme aliento. Luego abro la puerta de la habitación del hospital. Una enfermera alza la vista al vernos entrar.

—Soy el hijo del señor Parrish.

Ella asiente con solemnidad y sigue ajustando los aparatos y los tubos a los que está conectado mi padre. La habitación es el típico espacio anodino y estéril con las pareces de un blanco reluciente y el suelo de baldosas tan brillante que las luces que recorren los paneles del techo le arrancan destellos. Oigo un pitido constante e ininterrumpido procedente del electrocardiograma que hay junto a la cama.

Lo cierto es que todavía no he mirado a mi padre. Soy consciente de que lo estoy mirando todo en la habitación menos a él.

Los dedos de Camryn presionan los míos.

—¿Cómo está? —pregunto, aunque sé que es una pregunta tonta. Muriéndose, así es como está. Lo que pasa es que no soy capaz de decir nada más.

La enfermera me mira con cara inexpresiva.

—Pierde la conciencia y la recupera, como probablemente ya sepa usted.

«Pues no, la verdad es que no lo sabía».

—No se ha producido ningún cambio, ni bueno ni malo —añade mientras ajusta una vía que sale del dorso de la arrugada mano de mi padre.

Luego la mujer rodea la cama, coge un portapapeles de la mesilla y se lo mete debajo del brazo.

—¿Ha venido alguien? —quiero saber.

La enfermera asiente.

—Han estado viniendo familiares estos últimos días. Algunos se fueron hace una hora, pero supongo que volverán.

Probablemente Aidan, mi hermano mayor, y su mujer, Michelle. Y mi hermano menor, Asher.

La enfermera sale de la habitación.

Camryn me mira, apretándome la mano. Sus ojos sonríen con cautela.

—Me siento ahí y te dejo que veas a tu padre, ¿vale?

Asiento, aunque lo que me ha dicho como que se me ha ido de la cabeza como si fuese un recuerdo fugaz. Sus dedos se separan despacio de los míos, y Camryn se sienta contra la pared, en la silla de plástico desierta. Respiro hondo y me paso la lengua por los labios resecos.

Mi padre tiene la cara hinchada. Le salen tubos de la nariz, le suministran oxígeno. Me sorprende que no tenga aún respiración asistida, pero ello me da un atisbo de esperanza. Un ligero atisbo. Sé que no va a mejorar, eso ya nos lo han dejado claro. Lo que le queda de pelo se lo han afeitado. Se habló de intentar operarlo, pero cuando mi padre se enteró de que con eso no se salvaría, se quejó, cómo no: «No me vais a abrir la puta cabeza —zanjó—. ¿Quieres que suelte miles de dólares para que esos médicos de pacotilla me abran el puñetero coco? ¡Maldita sea, hijo! —Hablaba en concreto con Aidan—. ¡Tú no eres un hombre!».

Mis hermanos y yo estábamos dispuestos a hacer lo que fuera para salvarlo, pero él actuó a nuestras espaldas y firmó no sé qué cláusula según la cual cuando las cosas empeorasen nadie tendría derecho a tomar esas decisiones por él.

Fue mi madre la que informó al hospital de sus deseos días antes de que se fuera a realizar la operación y les facilitó los documentos legales. A nosotros nos disgustó, pero mi madre es una mujer lista y bondadosa, y ninguno de nosotros podría cabrearse con ella por lo que hizo.

Me acerco y miro el resto de su persona. Mi mano parece que tiene vida propia y lo siguiente que sé es que se desliza junto a la de él y la coge. Hasta eso parece raro, como si no debiera hacerlo. Si se tratara de otra persona, no tendría ningún problema en cogerle la mano. Pero se trata de mi padre, y es como si estuviera haciendo algo que no debo. Escucho su voz mentalmente: «A un hombre no se le coge la mano, hijo. ¿Se puede saber qué coño te pasa?».

De pronto, mi padre abre los ojos e instintivamente retiro la mano.

—¿Eres tú, Andrew?

Asiento, mirándolo.

—¿Dónde está Linda?

—¿Quién?

—Linda —repite, y sus ojos no terminan de decidir si quieren seguir abiertos—. Mi mujer, Linda. ¿Dónde está?

Trago saliva y miro a Camryn, que está sentada sin decir nada, observando.

Vuelvo con mi padre.

—Papá, Linda y tú os divorciasteis el año pasado, ¿no te acuerdas?

Tiene los ojos verde claro humedecidos. No son lágrimas, tan sólo humedad. Parece aturdido un momento y pega los labios, moviendo la seca lengua por la boca.

—¿Quieres agua? —pregunto, y voy a echar mano de la mesita alargada con ruedas que han apartado de la cama. En ella hay una jarra color rosa claro con agua junto a un vaso de plástico grueso con la tapa de quita y pon y una pajita en el centro.

Mi padre niega con la cabeza.

—¿Arreglaste a Ms. Nina? —pregunta.

Asiento de nuevo.

—Sí, está estupenda. Pintura nueva y llantas.

—Bien, bien —afirma moviendo un poco la cabeza.

Todo esto es raro, y sé que lo llevo escrito en la cara y en la postura. No sé qué decir o si debería intentar obligarlo a que beba un poco de agua o si debería sentarme y esperar a que vuelvan Aidan y Asher. Preferiría que se ocuparan ellos. No se me dan bien estas cosas.

—¿Quién es esa preciosidad? —se interesa mirando hacia la pared.

Me pregunto cómo alcanza a ver a Camryn, y entonces reparo en que la mira a través del alto espejo que tiene al otro lado, que refleja esa parte de la habitación. Camryn se queda algo helada, pero esa bonita sonrisa suya le ilumina la cara. Levanta la mano y lo saluda por el espejo.

A pesar de que tiene la cara abotargada, veo sonreír a mi padre.

—¿Es tu Eurídice? —pregunta.

Y los ojos se me salen de las órbitas. Espero que Camryn no lo haya oído, pero lo dudo. Mi padre alza una mano sin fuerza y le indica a Camryn que se acerque.

Ella se levanta y viene a mi lado. Le sonríe con tanta dulzura que hasta a mí me impresiona. Es un don innato. Sé que está nerviosa y que probablemente nunca se haya sentido tan incómoda como lo está ahora, en esta habitación, con un hombre que agoniza al que ni siquiera conoce, y sin embargo no se derrumba.

—Hola, señor Parrish —saluda—. Soy Camryn Bennett, una amiga de Andrew.

Los ojos de mi padre se mueven hacia mí. Conozco esa mirada: está comparando la respuesta con la cara que estoy poniendo, tratando de descifrar lo que significa para ella «amiga».

Entonces, de pronto, mi padre hace algo que no le he visto hacer nunca: me tiende la mano.

El gesto me deja frío.

Sólo cuando me doy cuenta de que Camryn me mira de reojo para que reaccione, me sacudo el aturdimiento y le cojo la mano con nerviosismo. La sostengo un rato largo, incómodo, y después mi padre cierra los ojos y vuelve a quedarse dormido. Retiro la mano cuando noto que la débil presión que ejercía la suya cesa.

Entonces, la puerta se abre y entran mis hermanos en compañía de la mujer de Aidan, Michelle.

Me separo de mi padre justo a tiempo, apartando conmigo a Camryn, sin darme cuenta de que he vuelto a agarrarle la mano hasta que Aidan baja la vista y repara en que nuestros dedos están entrelazados.

—Me alegro de que hayas llegado a tiempo —comenta Aidan, aunque sin duda con un dejo de desdén en la voz.

Sigue mosqueado conmigo por no haber cogido un avión y haber llegado antes. Pues tendrá que superarlo, cada cual lleva el dolor a su manera.

Así y todo, me da un abrazo, cogiéndome una mano que queda entre ambos y dándome unas palmaditas en la espalda con la otra.

—Ésta es Camryn —digo, mirándola.

Ella les sonríe, ha vuelto a la silla que hay contra la pared.

—Éstos son mi hermano mayor, Aidan, y su mujer, Michelle —los señalo vagamente—. Y ése es el enano, Asher.

—Capullo —responde Asher.

—Lo sé —admito.

Aidan y Michelle ocupan los otros dos asientos junto a una mesa y empiezan a repartir las hamburguesas con patatas fritas que acaban de comprar.

—El viejo sigue sin volver en sí —observa Aidan mientras se mete unas patatas en la boca—. No me hace ninguna gracia reconocerlo, pero no creo que lo vaya a hacer.

Camryn me mira. Los dos hemos hablado con mi padre hace un momento, y sé que está esperando a que les dé a los demás la noticia.

—Probablemente no —respondo, y veo que ella frunce el ceño, perpleja.

—¿Cuánto te vas a quedar? —quiere saber Aidan.

—No mucho.

—¿Por qué será que no me sorprende? —Le da un mordisco a su hamburguesa.

—No empieces a darme el coñazo, Aidan, no estoy de humor, y éste no es ni el puto momento ni el puto lugar adecuado.

—Vale, muy bien —replica él, sacudiendo la cabeza y moviendo la mandíbula para masticar la comida. Moja unas patatas fritas en un poco de ketchup que Michelle ha puesto en una servilleta entre ambos—. Haz lo que te dé la gana, pero ven al funeral.

No hay emoción en su cara. Sigue comiendo sin más.

Todo mi cuerpo se pone rígido.

—Mierda, Aidan —tercia Asher, detrás de mí—. ¿Quieres no hacer esto ahora? En serio, tío, Andrew tiene razón.

Asher siempre ha mediado entre Aidan y yo. Y siempre ha sido el más sensato. A Aidan y a mí se nos da mejor pensar con los puños. Él siempre ganaba cuando nos peleábamos de pequeños, pero lo que no sabía es que cada vez que me molía a palos me estaba entrenando.

Ahora estamos bastante igualados. Evitamos a toda costa pelearnos, pero soy el primero en reconocer que yo no me corto una mierda, cosa que él sí hace. Y lo sabe. Por eso está reculando ahora y utilizando a Michelle como distracción. Le quita un poco de ketchup de la comisura de la boca. Ella suelta una risita.

Camryn llama mi atención; lo más probable es que haya estado intentando hacerlo los últimos minutos, y por un instante pienso que lo que quiere decirme es que está a punto de marcharse, pero sacude la cabeza como diciéndome que me tranquilice.

Lo hago en el acto.

—Bueno, y vosotros, ¿cuánto tiempo lleváis saliendo? —pregunta Asher para reducir la tensión que hay en el ambiente. Se apoya en la pared cerca del televisor, cruzando los brazos.

Parecemos casi idénticos, el mismo pelo castaño y los putos hoyuelos. Aidan es el bicho raro de los tres: su pelo es mucho más oscuro, y en lugar de hoyuelos tiene un pequeño antojo en la mejilla izquierda.

—Ah, no, sólo somos amigos —replico.

Creo que Camryn se ha ruborizado, pero no lo sé a ciencia cierta.

—Pues debe de ser muy buena amiga para haber venido hasta Wyoming contigo —apunta Aidan.

Menos mal que no se está cebando. Si decidiera descargar su enfado conmigo en ella, tendría que partirle la cara.

—Sí —corrobora Camryn, y me atrapa en el acto la dulzura de su voz—, vivo cerca de Galveston; pensé que, ya que iba a ir en autobús, alguien debía acompañarlo.

Me sorprende que recuerde la ciudad en la que le dije que vivía.

Aidan asiente con gesto amable, las mejillas moviéndose mientras mastica.

—Está muy buena, tío —oigo que me susurra Asher por detrás.

Vuelvo la cabeza y le lanzo una mirada asesina para que cierre el pico. Sonríe, pero cierra el pico.

Mi padre hace un movimiento casi imperceptible, y Asher se acerca a la cama. Le da al viejo en la nariz de broma.

—Despierta. Hemos traído hamburguesas.

Aidan sostiene en alto su hamburguesa, como si nuestro padre pudiera verla.

—Y son buenas. Más vale que despiertes pronto o no quedará ninguna.

Mi padre no se mueve de nuevo.

Nos ha entrenado bien a los tres. Jamás se nos ocurriría revolotear alrededor de su cama con cara mustia. Y, cuando muera, Aidan y Asher probablemente pidan una pizza y compren una caja de cervezas y se queden de cháchara hasta que salga el sol a la mañana siguiente.

Yo no estaré ahí para verlo.

A decir verdad, cuanto más esté aquí, mayores serán las posibilidades de que muera antes de que me marche.

Hablo unos minutos más con mis hermanos y Michelle y después me acerco a Camryn.

—¿Lista?

Me coge de la mano y se levanta.

—¿Ya os vais? —pregunta Aidan.

Camryn se me adelanta y responde risueña:

—Volverá; sólo vamos a comer algo.

Intenta evitar una pelea antes de que empiece. Me mira, y yo, dispuesto a secundarla, me vuelvo hacia Asher y le digo:

—Llámame si hay algún cambio.

Él asiente, sin más.

—Adiós, Andrew —se despide Michelle—. Me alegro de volver a verte.

—Y yo a ti.

Asher nos acompaña hasta el pasillo.

—No vas a volver, ¿no? —inquiere.

Camryn se aleja de nosotros y echa a andar un poco por el pasillo para darnos tiempo.

Niego con la cabeza.

—Lo siento, Ash, es que no puedo con esto. No puedo.

—Lo sé, tío. —Sacude la cabeza—. A papá no le importaría, ya lo sabes. Preferiría que estuvieras tirándote a alguien o emborrachándote a que anduvieras revoloteando alrededor de su cama.

Aunque pueda parecer extraño, es la pura verdad.

También mira de reojo a Camryn después de decirlo.

—¿Sólo sois amigos? ¿De verdad? —me susurra con una sonrisa taimada.

—Sí, sólo somos amigos, así que cierra el puto pico.

Suelta una carcajada y me da unas palmaditas en el brazo.

—Te llamaré cuando tenga que ser, ¿vale?

Asiento, conforme. Con «cuando tenga que ser» se refiere a cuando mi padre haya muerto.

Asher levanta la mano para despedirse de Camryn.

—Encantado de conocerte.

Ella sonríe y mi hermano desaparece de nuevo en la habitación.

—Creo que deberías quedarte, Andrew. En serio.

Echo a andar más de prisa pasillo abajo y ella se mantiene a mi lado. Me meto las manos en los bolsillos. Siempre lo hago cuando estoy nervioso.

—Sé que probablemente pienses que soy un cabrón egoísta por irme, pero no lo entiendes.

—Pues explícamelo —pide cogiéndome por el codo mientras seguimos andando—. No creo que estés siendo egoísta, creo que lo que pasa es que no sabes cómo llevar este dolor.

Intenta verme los ojos, pero no puedo mirarla. Sólo quiero salir de esta pena de muerte de ladrillo rojo.

Llegamos al ascensor y Camryn deja de hablar, pues dentro hay otras dos personas, pero en cuanto llegamos a la planta baja y las puertas de metal plateado se abren, vuelve a la carga.

—Andrew, para. Por favor.

Me detengo al oír su voz y ella me obliga a volverme. Me mira con tal cara de angustia que hace que me duela el alma. La larga trenza rubia aún le cae por el hombro derecho.

—Háblame —dice con más suavidad ahora que tiene mi atención—. Hablar no hace daño.

—¿De veras? Entonces, ¿qué tal si me explicas por qué de repente has decidido ir a Texas?

Eso le escuece.