Ahora recuerdo otro motivo por el que no me gustan los refrescos: me dan ganas de hacer pis. La idea de verme atrapada en ese autobús con una caja de cerillas minúscula por cuarto de baño en la parte trasera me obliga a ir directa a los aseos de la terminal. De camino, tiro el refresco a medias en la papelera.
Tras descartar los tres primeros cubículos porque están hechos un asco, me encierro en el cuarto y cuelgo el bolso y la bolsa en el gancho que hay en la parte superior de la puerta azul. Extiendo una buena capa de papel higiénico por el asiento para no pillar nada y hago mis necesidades de prisa. A continuación, viene la parte estratégica: con un pie subido al retrete para que el sensor impida que el agua se descargue automáticamente, me abrocho el botón del vaquero como puedo, cojo los bolsos del gancho y abro la puerta, todo ello aún con un pie apoyado hacia atrás en una postura extraña.
Luego pego un salto para apartarme justo antes de que salga el agua.
La culpa la tiene el programa «Cazadores de mitos»: después de ver el episodio de los gérmenes invisibles con los que te rocía el retrete al tirar de la cadena, pasé meses agobiada.
Los fluorescentes del servicio son más apagados que los de la sala de espera. Tengo uno parpadeando encima. En la pared de la esquina hay dos arañas escondidas detrás de telas con bichos muertos enredados. Este sitio huele que apesta. Me sitúo delante de un espejo, busco un lugar seco en la encimera para dejar los bolsos y me lavo las manos. Estupendo, no hay toallitas de papel. La única forma de secarme las manos es con ese odioso secador de pared, que no seca nada, sino que tan sólo esparce el agua. Me las seco un poco en los pantalones, pero le doy al gran botón plateado del secador, que cobra vida con un rugido. Me estremezco. Odio ese sonido.
Mientras finjo secarme las manos (porque sé que al final acabaré secándomelas en los vaqueros), una sombra en movimiento a mis espaldas me llama la atención en los espejos. Me vuelvo y al mismo tiempo el secador se apaga, envolviendo el cuarto en silencio de nuevo.
Hay un hombre en la puerta del aseo, mirándome.
Mi corazón reacciona y la garganta se me seca.
—Éste es el aseo de señoras.
Miro los bolsos en la encimera. ¿Tengo alguna arma? Sí, al menos metí una navaja, aunque de poco me va a servir cuando está lejos de mí en una bolsa con cremallera.
—Perdona, creí que era el de hombres.
«Bien, disculpas aceptadas, y ahora largo de aquí».
El tipo, que lleva unas zapatillas de deporte viejas y sucias y unos vaqueros con manchas de pintura en las perneras, se queda donde está. Esto no pinta bien. Si de verdad entró por equivocación, sin duda parecería más abochornado y ya habría dado media vuelta y se habría marchado.
Voy por mis bolsos a la encimera y veo con el rabillo del ojo que el tipo da unos pasos más hacia mí.
—No… no quería asustarte —asegura.
Abro la bolsa y busco la navaja dentro intentando no perderlo de vista.
—Te he visto en el autobús —dice, y sigue acercándose—. Me llamo Robert.
Vuelvo la cabeza para mirarlo.
—Mira, aquí no se te ha perdido nada. Éste no es un sitio para mantener una conversación, así que te sugiero que te largues. Ahora.
Por fin noto la forma de la navaja y la cojo, manteniendo la mano oculta en la bolsa. Bajo con el dedo la piececita metálica para que la hoja salga de la empuñadura y oigo que se abre con un clic.
El hombre se detiene a unos dos metros de mí y sonríe. Tiene el pelo negro aceitoso y peinado hacia atrás. Sí, ahora lo recuerdo: lleva cogiendo los mismos autobuses que yo desde Tennessee.
«Dios mío, ¿me ha estado observando todo este tiempo?».
Saco la navaja de la bolsa y la sostengo con firmeza, dispuesta a utilizarla y dándole a entender que no vacilaré.
Él se limita a sonreír. Eso también me asusta.
El corazón me golpea con fuerza las costillas.
—Aléjate de mí —digo apretando los dientes—. O te juro por Dios que te rajo las putas tripas como a un cerdo.
—No te haré daño —afirma, aún con esa sonrisa inquietante—. Te pagaré, mucho, si me chupas la polla, sólo eso. Es lo único que quiero. Saldrás de aquí con quinientos dólares en el bolsillo y yo me quitaré esta imagen de la cabeza. Los dos saldremos ganando.
Me pongo a gritar a pleno pulmón cuando de pronto reparo en otra sombra oscura. Andrew va directo hacia el hombre, lo lanza contra un espacio de medio metro y luego sobre la larga encimera. Se da de espaldas contra uno de los espejos, que se rompe. Salen volando trozos por todas partes. Doy un salto hacia atrás y chillo, pegando la espalda al secador de manos, que vuelve a cobrar vida. La navaja se me ha caído de la mano en algún momento. La veo en el suelo, pero ahora mismo tengo demasiado miedo de moverme para cogerla.
De lo que queda del espejo gotea sangre cuando Andrew levanta al hombre de la encimera por la pechera de la camisa. Luego echa hacia atrás el brazo y le estampa el puño en la cara al tipo. Oigo un crujido nauseabundo y de la nariz le mana sangre. Andrew sigue golpeándole la cabeza, una y otra vez, un puñetazo ensangrentado tras otro, hasta que el hombre no es capaz de mantener la cabeza erguida, que empieza a caérsele y a rebotar. Pero Andrew no para, coge por los hombros al tipo, lo levanta del suelo y le golpea la espalda dos veces contra los azulejos.
Lo deja completamente fuera de combate.
Luego lo suelta, y el hombre cae al suelo. Oigo el ruido sordo de la cabeza al darse contra la baldosa. Andrew se queda plantado allí, sobre él, quizá para ver si se levanta, pero hay algo inquietantemente indómito en su postura y su expresión de furia cuando mira al hombre, que está inconsciente.
Aunque apenas puedo respirar, me las arreglo para decir:
—¿Andrew? ¿Estás bien?
Él reacciona y vuelve la cabeza bruscamente para mirarme.
—¿Qué? —Menea la cabeza y sus ojos se achinan en señal de incredulidad. Se me acerca—. ¿Que si estoy bien? ¿Qué clase de pregunta es ésa? —Me pone las manos en los brazos y me mira a los ojos—. ¿Estás tú bien?
Intento desviar la mirada, la intensidad de la suya es apabullante, pero su cabeza sigue a la mía, y me zarandea para obligarme a mirarlo.
—Sí… estoy bien —aseguro al cabo—, gracias a ti.
Andrew me aprieta contra ese pecho suyo duro como una roca y me estrecha entre sus brazos, prácticamente aplastándome.
—Deberíamos llamar a la poli —sugiere, despegándose de mí.
Asiento y me coge de la mano, me saca del aseo y enfila conmigo el lúgubre pasillo gris.
Cuando la policía llega, el tipo ya se ha esfumado.
Andrew y yo coincidimos en que probablemente se escabullera en cuanto nos fuimos nosotros. Debió de salir por la parte de atrás mientras Andrew llamaba por teléfono. Andrew y yo le damos a la policía una descripción del tipo y ponemos la denuncia. Los agentes felicitan a Andrew —con gesto un tanto ausente— por su intervención, pero en realidad él lo único que quiere es dejar de hablar con ellos.
Mi autobús a Texas salió hace diez minutos, así que vuelvo a estar colgada en Wyoming.
—Creía que ibas a Idaho —comenta Andrew.
Se me ha escapado que mi «bus a Texas» ha salido sin mí.
Me muerdo con suavidad el labio inferior y cruzo las piernas. Estamos sentados cerca de las puertas principales de la estación, observando el ir y venir de los pasajeros por las cristaleras.
—Bueno, ahora voy a Texas. —Es todo cuanto digo, aunque sé que me ha pillado y tengo la sensación de que dentro de nada estaré soltando parte de la verdad—. Pensé que te habías ido en el taxi —añado intentando cambiar de tema.
—Y me fui —asegura—, pero no estamos hablando de mí, Camryn. ¿Por qué ya no vas a Idaho?
Suspiro. Sé que no parará de preguntar hasta que me lo haya sacado, así que tiro la toalla.
—La verdad es que no tengo ninguna hermana en Idaho —admito—. Sólo estoy de viaje. No hay más, en serio.
Lo oigo soltar un bufido a mi lado.
—Siempre hay más. ¿Te has escapado de casa?
Finalmente lo miro.
—No, no me he escapado de casa, al menos no de manera ilegal, no soy menor de edad.
—Entonces, ¿de qué manera?
Me encojo de hombros.
—Es sólo que tenía que alejarme de casa por un tiempo.
—Así que te escapaste.
Resoplo y lo miro a esos intensos ojos verdes que me atraviesan.
—No me he escapado, sólo tenía que alejarme.
—Y te subiste a un autobús sola.
—Sí. —Empieza a fastidiarme tanta pregunta.
—Vas a tener que darme algo más —dice él sin aflojar.
—Mira, te agradezco más de lo que crees lo que has hecho, de veras. Pero no creo que el hecho de que me hayas salvado te dé derecho a meterte en mis asuntos.
El ligero aturdimiento de su cara refleja que lo he ofendido.
Me siento mal de inmediato, pero es la verdad: no estoy obligada a contarle nada.
Se da por vencido y mira al frente apoyando un tobillo en la otra rodilla.
—Vi a ese cerdo desde que me monté en el bus en Kansas —revela, captando toda mi atención—. Tú no te enteraste, pero yo sí, así que empecé a vigilarlo.
Todavía no me ha vuelto a mirar, pero yo sí a él mientras se explica.
—Vi que se subía a un taxi y se iba de aquí antes que yo, así que me pareció que podía dejarte sola. Pero de camino al hospital tuve un mal presentimiento. Le dije al taxista que me dejara en un restaurante y comí algo. Pero seguía sin poder quitármelo de la cabeza.
—Espera —lo corto—, ¿no has ido al hospital?
Me mira.
—No. Sabía que si iba… —aparta la vista de nuevo—, que no estaría en condiciones de hacer caso a ese mal presentimiento si tenía delante a mi padre moribundo.
Lo entiendo, y no digo más.
—Así que fui a casa de mi padre y le cogí el coche, estuve dando unas vueltas, y cuando no pude más volví aquí. Aparqué enfrente y esperé un rato. Y entonces llegó un taxi y ese tío se bajó.
—¿Por qué no entraste en vez de esperar en el coche?
Baja los ojos, reflexivo.
—No quería asustarte.
—¿Cómo ibas a asustarme? —Soy consciente de que sonrío un tanto.
Andrew me mira y veo que esa mirada juguetona y astuta empieza a asomar de nuevo.
Extiende las manos, las palmas hacia arriba.
—A ver, ¿un tío raro al que conociste en el bus que vuelve unas horas después para sentarse a tu lado? —Frunce el ceño—. Es casi tan chungo como lo de chúpame-la-polla-por-quinientos-dólares, ¿no crees?
Me río.
—No, no creo que se le parezca.
Intenta ocultar la sonrisa, pero se ablanda.
—¿Qué vas a hacer, Camryn? —Su expresión vuelve a ser seria, y mi sonrisa desaparece.
Niego con la cabeza.
—No lo sé; supongo que esperar aquí hasta que salga el siguiente bus a Texas y luego ir a Texas.
—¿Por qué Texas?
—¿Por qué no?
—¿En serio?
Me doy una palmada en los muslos.
—Porque aún no quiero volver a casa.
Ni se inmuta aunque le haya gritado.
—¿Por qué no quieres volver a casa aún? —pregunta tranquila y firmemente—. Y más te vale que lo sueltes, porque no pienso dejarte sola en esta maldita estación de autobuses, menos aún después de lo que ha pasado.
Cruzo los brazos con determinación y dirijo la mirada al frente.
—Pues en ese caso creo que te vas a pasar aquí un buen rato, hasta que me suba al autobús.
—No. Eso incluye no dejarte subir a otro autobús sola. Ni para ir a Texas ni al puto Idaho ni a ninguna parte. Es peligroso, y sé que eres una chica lista…, así que esto es lo que vamos a hacer…
Parpadeo varias veces, aturdida con su repentina arrogancia autoritaria.
Continúa:
—Esperaré aquí contigo hasta por la mañana, así tendrás bastante tiempo para decidir si prefieres que te saque un vuelo a tu casa o si quieres que venga a buscarte aquí alguien. Tú eliges.
Lo miro como si se hubiera vuelto loco.
Sus ojos me dicen: «Sí, lo digo muy en serio».
—No voy a volver a Carolina del Norte.
Andrew se levanta de la silla y se planta delante de mí.
—Muy bien, pues entonces me voy contigo.
Me quedo pasmada, mirando sus ojos intensos; sus perfectos pómulos parecen más marcados desde este ángulo, haciendo que su mirada sea más penetrante incluso. Noto una sensación extraña en el estómago.
—Es una locura —me río, pero sé que lo dice en serio, así que añado con más firmeza—: ¿Y tu padre?
Aprieta los dientes y su viva mirada se vuelve más melancólica.
Se dispone a apartar los ojos, pero una idea se lo impide.
—Entonces vente tú conmigo.
«¿Cómo? Ni de coña…»
Ahora mira esperanzado, más que con determinación. Vuelve a sentarse a mi lado en la silla de plástico azul.
—Nos quedaremos aquí hasta por la mañana —sigue—, porque está claro que no te irías de una estación de autobuses de noche con un tío al que no conoces, ¿no?
Ladea la cabeza y me mira de reojo, una mirada inquisitiva.
—No —niego, aunque la verdad es que presiento que puedo fiarme de él: a ver, ¡ha impedido que me violaran! Y nada en él me inspira los temores que me invadieron cuando Damon hizo más o menos lo mismo. No, Damon tenía algo más sombrío en los ojos cuando me miró aquella noche en la azotea. Lo único que veo en los ojos de Andrew es preocupación.
Así y todo, no tengo intención de irme con él sin más ni más.
—Buena respuesta —aprueba; al parecer, satisfecho de que sea tan «lista» como esperaba que fuera—. Esperaremos a que sea de día y, sólo para que te quedes más tranquila, iremos en taxi al hospital en lugar de hacerte subir a mi coche.
Asiento, contenta de que haya pensado en eso. No voy a decir que no tuviera del todo clara esa parte ya. Me refiero a que me fío bastante de él, pero es como si quisiera asegurarse de que no lo haga, como si me enseñara una lección de un modo indirecto.
Me avergüenza admitir que tenga que «enseñarme» esas cosas.
—Y, luego, desde el hospital, volveremos aquí en taxi e iré contigo a donde quieras ir.
Me tiende la mano para que la estreche.
—¿Trato hecho?
Lo pienso un momento, confusa y al mismo tiempo completamente fascinada con él. Asiento de mala gana al principio y luego con más convicción.
—Trato hecho —contesto, y le doy la mano.
La verdad es que no sé muy bien si estoy convencida del todo. ¿Por qué lo hace? ¿Es que no tiene una vida en alguna parte? Seguro que en su casa no se siente tan mal como yo.
«¡Menuda locura! ¿Quién es este tío?».
Pasamos varias horas sentados juntos en la estación, hablando de cosas sin importancia, y sin embargo me encanta cada segundo de las conversaciones que mantenemos. De cómo caí y me tomé un refresco y por culpa del dichoso refresco acabé en el servicio con aquel tío; él le quita importancia riendo y me dice que lo que pasa es que mi vejiga no tiene mucho aguante. Cotilleamos en voz baja de los pasajeros que van y vienen: los que tienen pinta rara y los que parecen muertos, como si llevaran una semana viajando en autobús y no hubieran podido pegar ojo. Y hablamos un poco más de rock clásico, pero la discusión sigue tan en punto muerto como la primera vez, en el autobús.
Casi le da algo cuando le dije que sin lugar a dudas prefiero escuchar a Pink que a los Rolling Stones. Creo que mis palabras lo hirieron, literalmente. Se llevó esa gran mano suya al corazón y echó atrás la cabeza como si estuviera desolado y tal. Fue muy dramático. Y divertido. Intenté no reírme, pero me costó, sobre todo cuando su cara endurecida, exagerada prácticamente, estaba sonriendo también.
Y justo cuando nos disponíamos a marcharnos, después de que salió el sol, me paré a mirarlo un instante. Una ligera brisa le agitaba el estiloso pelo castaño. Ladeó la cabeza, sonriéndome e indicándome con la mano que me subiera al taxi.
—Vas a venir, ¿no?
Le dirigí una sonrisa cariñosa y asentí.
—Claro.
Y le di la mano y me subí al asiento trasero con él.
Lo que pensaba cuando lo miraba era que me había dado cuenta de que no había sonreído ni me había reído tanto desde antes de que muriera Ian. Ni siquiera Natalie era capaz de despertar en mí verdadera euforia, a pesar de lo mucho que se esforzaba. Se tomó muchas molestias para ayudarme a salir de la depresión, pero nada de lo que hizo se acercó nunca a lo que Andrew ha conseguido en tan poco tiempo y sin tan siquiera intentarlo.