Finalmente dejamos atrás Denver y nos acercamos al destino de Andrew, Wyoming. No puedo mentir y decir que no me preocupa. Andrew tenía razón al decir que es peligroso que viaje sola. Sólo intento entender por qué ese hecho no me importaba gran cosa antes de conocerlo. Puede que simplemente me sienta más segura con él al lado, porque tiene toda la pinta de poder reventar unas mandíbulas sin despeinarse. Mierda, quizá no debiera haber hablado con él; y desde luego no debiera haber dejado que se me sentara al lado, porque ahora como que me he acostumbrado a él. Cuando lleguemos a Wyoming y nos separemos volveré a mirar por la ventana para ver pasar el mundo sin saber dónde estaré a continuación.
—Dime, ¿tienes novia? —pregunto sólo para animar la conversación y no pensar en que volveré a estar sola dentro de unas horas.
Veo los hoyuelos de Andrew.
—¿Por qué quieres saberlo?
Revuelvo los ojos.
—No te hagas ilusiones, sólo es una pregunta. Si no me…
—No —responde—. Estoy felizmente solo.
Me mira, sonriendo, esperando, y tardo un segundo en entender qué espera.
Me señalo con nerviosismo, deseando haber sacado un tema menos personal.
—¿Yo? No, ya no. —Y como ahora me siento más segura, añado—: Yo también estoy felizmente sola y quiero seguir así. Digamos que… para siempre. —Debiera haberlo dejado en «felizmente sola» en lugar de salir de mi zona de seguridad y conseguir que parezca evidente.
Está claro que Andrew se da cuenta en el acto. Me da que es de esos a los que no se les escapan nunca las meteduras de pata de los demás. Y se crece con ellas.
—Lo tendré en cuenta —dice, risueño.
Gracias a Dios, lo deja ahí.
Apoya la cabeza en el respaldo y por un instante tamborilea con los pulgares y los rosados dedos contra los vaqueros. Le miro con disimulo los musculosos y morenos brazos e intento ver de una vez por todas qué son los tatuajes que lleva pero, como siempre, se los tapan casi por completo las mangas de la camiseta. Del de la derecha vi un poco más antes, cuando se agachó para atarse la bota. Creo que es un árbol. Del que queda ahora de mi lado, ni idea, pero sea lo que sea tiene plumas. Por el momento, ninguno de los tatuajes que le he visto tiene colores.
—¿Sientes curiosidad? —inquiere, y me asusto. No pensaba que me hubiera visto mirándolos.
—Supongo.
«Pues sí, la verdad es que siento mucha curiosidad».
Andrew se separa del asiento y se sube la manga del brazo izquierdo, dejando a la vista un fénix con una larga y preciosa cola de plumas que termina algo más allá de donde acaba la manga. Pero el resto del plumado cuerpo es lineal, lo que le da un aire más masculino.
—Es impresionante.
—Gracias. Me lo hice hará cosa de un año —explica al tiempo que se baja la manga—. Y éste —añade girando la cintura y subiéndose la otra manga (en primer lugar me fijo en cómo destacan los abdominales bajo la camiseta)— es mi árbol nudoso, a lo Sleepy Hollow (tengo fijación con los árboles retorcidos), y si te fijas bien…, ése es mi Chevrolet Camaro de 1969.
Clavo la vista en el punto del tronco al que señala su dedo.
—El coche de mi padre, en realidad, pero como se está muriendo, supongo que tendré que quedármelo. —Mira al frente.
Ahí está, ese atisbo minúsculo de dolor que mantuvo oculto antes cuando me habló de su padre. Lo está pasando mucho peor de lo que deja traslucir, y en cierto modo me parte el corazón. No me imagino a mi madre o a mi padre en su lecho de muerte y a mí en un autobús de la compañía Greyhound yendo a verlos por última vez. Lo escudriño de lado y quiero decir algo para consolarlo, pero no creo que pueda. Por algún motivo, no creo que sea cosa mía. Al menos, no para sacar el tema.
—Tengo un par de ellos más —continúa, y me mira con la cabeza apoyada de nuevo en el asiento—. Uno pequeño aquí —vuelve el brazo derecho y me enseña una sencilla estrella negra en medio de la muñeca, justo debajo del arranque de la mano; me sorprende no haberla visto antes—. Y uno más grande en la parte izquierda de las costillas.
—¿Qué es el de las costillas? ¿Es muy grande?
Sus vivos ojos verdes brillan cuando sonríe con afecto, ladeando la cabeza para mirarme.
—Es bastante tocho, sí.
Veo que mueve las manos como si fuera a levantarse la camiseta para enseñármelo, pero cambia de opinión.
—Sólo es una mujer. No vale la pena desnudarse en un autobús para que lo veas.
Ahora sí que me entran más ganas de saber cómo es, sólo porque no quiere enseñármelo.
—¿Alguien conocido? —inquiero. Sigo mirándole el flanco, pensando que quizá cambie de idea y se suba la camiseta, pero no lo hace.
Niega con la cabeza.
—Qué va, nada de eso. Es Eurídice. —Mueve la mano como para desechar cualquier explicación adicional.
El nombre me suena a algo antiguo, puede que griego, y me resulta vagamente familiar, pero no soy capaz de situarlo.
Asiento.
—¿Te dolió?
Sonríe.
—Un poco. Bueno, la verdad es que donde más duele es en las costillas, así que sí, me dolió.
—¿Lloraste? —sonrío.
Suelta una risilla.
—No, no lloré, pero podría haberlo hecho perfectamente si hubiese decidido hacérmelo un pelín más grande. En total fueron unas dieciséis horas.
Lo miro con cara de pasmo.
—Madre mía, ¿estuviste dieciséis horas sentado?
Teniendo en cuenta lo que nos estamos extendiendo con este tatu, me pregunto por qué no me lo enseña. Puede que no sea muy allá y que el tatuador la cagara o algo.
—No del tirón —puntualiza—, fue a lo largo de unos días… Te preguntaría si tú tienes alguno, pero algo me dice que no —esboza una sonrisa sabihonda.
—Y no te equivocarías —contesto ruborizándome un tanto—, aunque sí he pensado en hacerme uno en alguna ocasión. —Levanto la mano y me rodeo la muñeca con el pulgar y el corazón—. Pensé en hacerme algo aquí, unas letras que digan libertad o algo en latín, pero está claro que no lo pensé mucho.
Sonrío y suspiro algo abochornada. Hablar de tatuajes con un tío que a todas luces sabe más del tema de lo que yo nunca sabré me intimida un poco.
Cuando voy a apoyar la mano de nuevo en el brazo, los dedos de Andrew se cierran en torno a mi muñeca. Me quedo aturdida un instante, incluso un extraño escalofrío me recorre el cuerpo, pero se desvanece de prisa cuando él empieza a hablar como si tal cosa.
—Un tatuaje en la muñeca de una chica puede ser muy elegante y femenino. —Pasa la punta del dedo por el interior de la muñeca para indicar dónde debería estar. Me estremezco un tanto—. Algo en latín, muy sutil, justo aquí quedaría muy bien.
Luego me suelta con delicadeza y apoyo el brazo.
—Esperaba que dijeras que ni de coña te harías uno. —Se ríe y levanta la pierna apoyando el tobillo en la rodilla. Luego entrelaza los dedos y se retrepa para ponerse más cómodo.
Anochece de prisa, ahora el sol apenas asoma por el paisaje, bañándolo todo en un anaranjado y rosa y púrpura desvaídos.
—Supongo que no soy una persona predecible —le digo, risueña.
—No, supongo que no —repite sonriendo a su vez, y a continuación mira al frente con aire pensativo.
Al día siguiente, Andrew me despierta después de las 14.00 horas en la estación de autobuses de Cheyenne, Wyoming. Noto sus dedos dándome en las costillas.
—Ya hemos llegado —anuncia, y finalmente abro los ojos y aparto la cabeza de la ventana.
Sé que el aliento me huele a rayos porque noto la boca seca y con mal sabor, así que vuelvo la cabeza al bostezar.
El autobús se detiene chirriando en la terminal y, como de costumbre, los pasajeros se levantan del asiento y empiezan a coger las bolsas del compartimento de arriba. Yo me quedo sentada, sintiendo algo de miedo, y miro con detenimiento a Andrew. Es como si me fuera a dar un leve ataque de ansiedad, literalmente. Me refiero a que sabía que este momento llegaría, que Andrew se marcharía y yo volvería a estar sola, pero no esperaba sentirme como una niña pequeña asustada a la que hubieran echado al mundo para que se las arreglara sola sin nadie que la cuidara.
«¡Mierda, mierda y mierda!».
No me puedo creer que me haya permitido sentirme a gusto con él y, como resultado, ya no sea capaz de dominar mi miedo.
Tengo miedo de estar sola.
—¿Vienes? —me pregunta mirándome desde el centro del pasillo y extendiendo la mano.
Me sonríe con dulzura, sin hacer comentarios de listillo ni gastar bromas a mi costa porque, después de todo, es la última vez que nos veremos. No es que estemos enamorados ni nada por el estilo, pero algo extraño sucede cuando uno se pasa varios días con un desconocido en un autobús, conociéndolo y disfrutando de su compañía. Y cuando ese alguien no es tan distinto de ti y se comparte ese vínculo sin tener que contar por qué se sufre, la inevitable separación resulta más difícil.
Pero esto no puedo decírselo. Es una estupidez. Fui yo quien se metió en esto y tengo intención de apechugar. Me lleve adondequiera que acabe llevándome.
Le sonrío y le doy la mano. Y él camina delante de mí todo el pasillo sin soltarme la mano. Y percibo afecto en ese contacto, y me aferro a esa sensación mentalmente todo lo que pueda, para que de ese modo quizá me vea más segura cuando vuelva a encontrarme sola.
—Bueno, Camryn… —Me mira como si quisiera saber mi apellido.
—Bennett. —Sonrío e infrinjo mi propia norma.
—Bueno, Camryn Bennett, ha sido un placer conocerte en esta carretera a ninguna parte. —Se echa la bolsa al hombro y a continuación se mete las manos en los bolsillos de los vaqueros. Los músculos de sus brazos se tensan—. Espero que encuentres lo que buscas.
Trato de sonreír, y lo consigo, pero sé que es algo a medio camino entre una sonrisa y un ceño fruncido. Me cuelgo el bolso de un hombro y la bolsa del otro y dejo caer los brazos.
—Lo mismo digo, ha sido un placer conocerte, Andrew Parrish —digo, aunque no quiero decirlo. Quiero que viaje conmigo un poco más—. Hazme un favor, si no te importa.
Le he despertado la curiosidad, y ladea un tanto el mentón.
—Claro. ¿Qué clase de favor? ¿Sexual? —Los hoyuelos se le marcan cuando esos labios divinos empiezan a curvarse.
Me río un poco y bajo la vista, la cara como un tomate, pero dejo pasar el momento porque no es una petición hecha a la ligera. Así que suavizo la expresión y lo miro con verdadero afecto.
—Si tu padre no sale de ésta —empiezo, y él se demuda—, no te cortes y llora, ¿vale? Una de las peores sensaciones de este mundo es no poder llorar, al final… todo empieza a ser más negro.
Se me queda mirando un buen rato, en silencio, y después asiente, dejando que una pequeña sonrisa de gratitud asome únicamente en las profundidades de sus ojos. Extiendo la mano para despedirme y él la coge, pero la retiene un segundo más de lo normal y después tira de mí y me da un abrazo. Lo abrazo con fuerza, deseando poder decirle que me da miedo que me deje sola, pero sé que no debo.
«¡Sé fuerte, Camryn!».
Se separa, me saluda una última vez con esa sonrisa que he tardado tan poco en apreciar y después se aleja y sale de la terminal. Me quedo allí plantada lo que me parece una eternidad, incapaz de mover las piernas. Veo que se sube a un taxi y lo sigo con la mirada hasta que el coche arranca y lo pierdo de vista.
Otra vez sola. A casi dos mil kilómetros de casa. Sin destino, sin objetivo, sin más meta que encontrarme en este viaje que jamás imaginé que me atrevería a emprender. Y tengo miedo. Pero he de hacer esto. Debo hacerlo, porque necesito pasar este tiempo a solas, lejos de todo lo que me ha traído hasta aquí.
Al final me hago con el control de nuevo y me alejo de las altas ventanas de cristal para buscar asiento. Hay una parada de cuatro horas antes de que coja el siguiente autobús a Idaho, así que tengo que encontrar algo que me mantenga ocupada.
Primero me dirijo a las máquinas expendedoras.
Tras introducir las monedas en la ranura, voy a pulsar el botón para sacar la barrita de fibra —lo más parecido a algo saludable de toda la máquina—, pero de repente mi dedo da un brusco giro de ciento ochenta grados y le da a otro botón, y de la espiral cae una empalagosa barrita de chocolate…, repugnante, pura grasa. Cojo mi comida basura feliz y contenta y paso a la máquina de refrescos, dejando atrás la que tiene botellas de agua y zumos, y saco un refresco con burbujas de los que hinchan el estómago y estropean los dientes.
Andrew estaría muy orgulloso.
«¡Mierda! ¡Deja ya de pensar en Andrew!».
Cojo mi comida basura y busco un asiento para matar el tiempo.
Las cuatro horas se convierten en seis. Han anunciado la demora por megafonía, algo referente a que mi autobús en concreto viene con retraso debido a un fallo mecánico. Un coro de lamentos se alza en la terminal.
Genial. Simplemente genial. Estoy atascada en una estación de autobuses en mitad de ninguna parte y podría acabar pasando aquí la noche entera, intentando dormir en posición fetal en esta dura silla de plástico que ni siquiera resulta cómoda para sentarse.
O podría acercarme a la ventanilla y sacar otro billete de autobús a otra parte.
«¡Eso es! ¡Problema resuelto!».
Ojalá se me hubiera ocurrido antes y me hubiese ahorrado las seis horas que he perdido ya aquí. Es como si hubiera engañado a mi cerebro y le hubiese hecho creer que tenía que ir hasta el puñetero Idaho sólo porque ya había sacado el billete.
Cojo la bolsa y el bolso del asiento de al lado y me los echo al hombro mientras cruzo la terminal, paso por delante de un montón de pasajeros contrariados que a todas luces no tienen la opción que tengo yo y me dirijo a la ventanilla.
—Estamos cerrando —dice la empleada al otro lado.
—Espere, por favor —pido apoyando los brazos en la ventanilla con exasperación—, es que necesito otro billete para otra parte. Me haría usted un favor enorme.
La mujer, mayor y de pelo hirsuto, arruga la nariz y parece morderse el carrillo. Suspira y teclea algo en el ordenador.
—Muchas gracias —le digo—. Es usted estupenda. ¡Gracias!
Ella revuelve los ojos.
Me pongo el bolso delante, lo apoyo en la ventanilla y busco de prisa para dar con mi carterita de cremallera.
—¿Adónde quiere ir? —pregunta.
Estupendo, otra vez la pregunta del millón. Miro alrededor en busca de alguna otra señal, como la de la patata asada de la terminal de Carolina del Norte, pero no veo nada evidente. La mujer empieza a ponerse más nerviosa conmigo y a mí me ponen más nerviosa las prisas y la situación.
—¿Señorita? —dice tras soltar un hondo suspiro. Mira el reloj de la pared—. Mi turno ha acabado hace quince minutos, y me gustaría irme a casa a cenar.
—Ya, lo siento mucho. —Saco la tarjeta de crédito de la cartera y se la doy—. Texas —digo, en un principio a modo de prueba, pero después me doy cuenta de que ha sonado bien—. Sí, cualquier sitio de Texas estaría bien.
La mujer enarca una ceja rojiza sin depilar.
—¿No sabe adónde va?
Asiento como una loca.
—Sí, claro, quería decir que cogeré el próximo autobús que salga hacia Texas. —Le sonrío con la esperanza de que se trague esa mierda y no sienta la necesidad de pedir que comprueben mi carnet de conducir porque resulto sospechosa—. Llevo aquí ya seis horas. Espero que lo entienda.
Me mira un rato largo, desconcertante, y a continuación me coge la tarjeta de crédito de los dedos y empieza a teclear de nuevo.
—El próximo autobús a Texas sale dentro de una hora.
—Estupendo. Cogeré ése —digo antes incluso de que pueda decirme adónde va exactamente.
Da lo mismo. Y ella tiene tanta prisa por llegar a casa que tampoco considera que sea importante. Si a mí me da igual, a ella más.
Cojo mi flamante billete nuevo y me lo guardo en el bolso, junto al otro. Cuando la ventanilla cierra son las 21.05, y noto que me invade una ligera sensación de alivio. Mientras vuelvo a mi sitio, busco en el bolso el móvil y lo saco para ver si tengo alguna llamada perdida o algún mensaje. Mi madre ha llamado dos veces y ha dejado un mensaje las dos, pero Natalie sigue sin llamar.
—Cariño, ¿dónde estás? —pregunta mi madre cuando la llamo—. He llamado a Natalie para ver si te habías quedado en su casa, pero no hay manera de dar con ella. ¿Te encuentras bien?
—Sí, mamá, estoy muy bien. —Camino delante de la silla con el móvil pegado a la oreja derecha—. Decidí ir a ver a mi amiga Anna, a Virginia. Me quedaré una temporada con ella, pero estoy bien.
—Pero Camryn, ¿y tu nuevo trabajo? —Parece decepcionada, sobre todo teniendo en cuenta que fue su amiga la que me dio la oportunidad y me contrató—. Maggie dijo que trabajaste una semana y luego ni te presentaste ni llamaste ni nada.
—Lo sé, mamá, y lo siento mucho, pero es que ese trabajo no era para mí.
—Pues lo menos que podrías haber hecho era ser educada y decírselo, avisarla con dos semanas…, algo, Camryn.
Me siento fatal por cómo he llevado la situación y, por regla general, no habría hecho algo tan poco considerado, pero por desgracia todo fue producto de las circunstancias.
—Tienes razón —aseguro—, y cuando vuelva llamaré a la señora Phillips personalmente y le pediré disculpas.
—Es que no es propio de ti —arguye, y me preocupa que se acerque demasiado a los verdaderos motivos por los que me marché y a las cosas de las que me niego a hablar con ella—. Y luego irte a Virginia sin más, sin llamarme ni dejarme una nota. ¿Estás segura de que te encuentras bien?
—Sí, muy bien. No te preocupes, por favor. Te llamaré otra vez dentro de nada, pero ahora tengo que irme.
No es eso lo que quiere, y lo sé por cómo suspira, pero se da por vencida.
—Muy bien, pero ten cuidado. Te quiero.
—Yo también te quiero, mamá.
Miro el teléfono una vez más, confiando en que Natalie me haya enviado un mensaje y yo no lo haya visto. Reviso los mensajes de hace varios días, aunque sé perfectamente que si hubiera algún mensaje sin leer en el teléfono habría un circulito rojo en el icono que lo indicaría.
Acabo retrocediendo tanto sin darme cuenta que aparece Ian, y el corazón se me hiela en el pecho. Me detengo ahí y comienzo a deslizar el pulgar por su nombre para leer los mensajes que nos mandamos poco antes de que muriera, pero no soy capaz.
Me meto el teléfono en el bolso, enfadada.