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Natalie lleva los últimos diez minutos retorciéndose el mismo mechón de pelo y está empezando a sacarme de quicio. Meneo la cabeza y me acerco el caffé latte con hielo, situando estratégicamente los labios en la pajita. Natalie está sentada enfrente de mí con los codos apoyados en la mesita redonda, la barbilla en una mano.

—Está buenísimo —asegura mientras clava la vista en el chico que acaba de ponerse a la cola—. En serio, Cam, míralo, anda.

Revuelvo los ojos y bebo otro sorbo.

—Nat —respondo dejando el café sobre la mesa—, tienes novio, ¿cuántas veces tengo que recordártelo?

Y ella me suelta, bromeando:

—¿Qué eres?, ¿mi madre?

Pero es incapaz de prestarme atención por mucho tiempo, no mientras ese monumento andante está en la caja pidiendo café y scones.

—Además, a Damon no le importa que mire: siempre que me baje al pilón todas las noches, no dice nada.

Suelta una carcajada y me pongo roja.

—¡Ajá! ¿Lo ves? —dice con una sonrisa de oreja a oreja—. Te he hecho reír. —Mete la mano en el bolsito color púrpura, saca su móvil y abre las notas—. Esto lo tengo que apuntar: sábado, 15 de junio. —Desliza el dedo por la pantalla—. 13.54 horas, Camryn Bennett se ha reído con una de mis bromas cochinas. —Después guarda de nuevo el teléfono en el bolso y me echa una de esas miradas pensativas que me dirige siempre que se pone en plan psicóloga—. Sólo mira una vez —me pide, ya en serio.

Sólo para que me deje en paz, ladeo la cabeza con disimulo para echarle una ojeada al chico, que se aleja de la caja y se dirige al otro extremo del mostrador, donde retira su bebida. Alto, pómulos perfectos, ojos verdes de modelo, hipnóticos, y pelo castaño de punta.

—Sí —admito, centrándome de nuevo en Natalie—, está muy bueno, ¿y?

Ella no puede evitar seguirlo con la mirada cuando sale por la puerta de cristal de doble hoja y pasa por delante de las ventanas antes de hacerme caso y contestarme:

—Por-fa-vor —dice, los ojos como platos y sin dar crédito.

—Sólo es un chico, Nat. —Mis labios vuelven a la pajita—. Es como si llevaras en la frente un letrero que dijera «obsesa». Eres una obsesa en toda regla, sólo te falta babear.

—¿Es coña? —Su expresión pasa a ser de horror absoluto—. Camryn, tienes un problema gordo. Lo sabes, ¿no? —Apoya la espalda en el respaldo de la silla—. Tienes que subir la dosis de la medicación. En serio.

—Dejé de tomarla en abril.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque es absurdo. —Lo digo como si tal cosa—. No soy una suicida, así que no tengo por qué tomarla.

Sacude la cabeza y cruza los brazos.

—¿Crees que sólo les recetan eso a los suicidas? Pues no.

Me apunta un instante con un dedo que acto seguido esconde en el pliegue del brazo.

—Es un desequilibrio químico, o una mierda parecida.

Compongo una sonrisa de suficiencia.

—Ah, ¿sí? Y ¿desde cuándo sabes tú tanto de salud mental y de la medicación que utilizan para tratar los cientos de diagnósticos? —Enarco una ceja un poco, lo bastante para dejarle claro que sé que no sabe lo que dice, y cuando ella arruga la nariz en lugar de responder, añado—: Me pondré bien a mi ritmo, no me hace falta ninguna pastilla.

Mi explicación había empezado bien, pero se torció inesperadamente antes de soltar la última frase. Pasa a menudo.

Natalie suspira y la sonrisa se borra por completo de su cara.

—Lo siento —me disculpo, sintiéndome mal por haber sido borde con ella—. Escucha, sé que tienes razón. No puedo negar que tengo el rollo emocional un poco revuelto y que a veces puedo ser lo peor…

—¿A veces? —farfulla, pero sonríe de nuevo y veo que ya me ha perdonado.

Eso también pasa a menudo.

Le devuelvo una sonrisa a medias.

—Sólo quiero encontrar respuestas por mi cuenta, ¿sabes?

—Encontrar, ¿qué respuestas?

Está mosqueada conmigo.

—Cam —dice ladeando la cabeza para parecer sesuda—, odio tener que decirlo, pero la vida es una mierda. Tienes que superarlo, eso es todo. Pasar página haciendo cosas que te hagan sentir bien.

Bueno, quizá no se le dé tan mal hacer de psicóloga, después de todo.

—Sé que tienes razón —respondo—, pero…

Natalie enarca una ceja, expectante.

—¿Qué? Vamos, suéltalo.

Miro un instante hacia la pared, pensando. Suelo pararme a pensar en la vida y darle vueltas a todo. Me pregunto qué coño hago aquí. Incluso en este preciso momento. En esta cafetería con esta chica a la que conozco casi desde siempre. Ayer pensaba en por qué tenía la necesidad de levantarme exactamente a la misma hora que el día anterior y hacerlo todo exactamente igual que el día anterior. ¿Por qué? ¿Qué nos empuja a hacer las cosas que hacemos cuando en el fondo una parte de nosotros quiere romper con todo eso?

Aparto la vista de la pared y la clavo en mi mejor amiga, que sé que no entenderá lo que voy a decirle, pero lo digo de todas formas porque necesito soltarlo.

—¿Alguna vez te has preguntado cómo sería coger la mochila y viajar por el mundo?

Natalie se queda muerta.

—Pues la verdad es que no —contesta—. Sería… un asco.

—Bueno, pues plantéatelo un momento —le pido apoyándome en la mesa y centrando toda mi atención en ella—. Tú y una mochila con unas cuantas cosas. Sin facturas, sin tener que levantarte a la misma hora todas las mañanas para ir a un trabajo que odias. Tú y el mundo, sin saber lo que te va a deparar el día siguiente, a quién conocerás, qué comerás ni dónde dormirás.

Me doy cuenta de que me he metido tanto en el papel que por un instante tal vez haya podido dar la impresión de que ahora la obsesa soy yo.

—Me estás asustando —asegura Natalie mientras me mira con incertidumbre desde el otro lado de la mesita. La ceja enarcada se sitúa de nuevo a la misma altura que la otra y ella dice—: Además está lo de andar, el riesgo de que te rapten, te maten y te tiren a una cuneta por ahí. Y lo de andar…

Es evidente que piensa que estoy medio loca.

—De todas formas, ¿a qué viene todo eso? —pregunta, y bebe un poco de café—. Suena a crisis de la mediana edad… y sólo tienes veinte años. —Y añade como para recalcar—: Y casi no has pagado una factura en tu vida.

Da otro trago, seguido de un sorber desquiciante.

—Puede que no —admito, pensativa—, pero las pagaré cuando me vaya a vivir contigo.

—Eso sí —replica ella tamborileando con los dedos en el vaso—. Todo a medias. Oye, no te estarás rajando, ¿no?

Se queda como petrificada, mirándome con cautela.

—No, no. La semana que viene le diré adiós a mi madre y me iré a vivir con un zorrón.

—Serás cerda —se ríe.

Le dedico una sonrisa a medias y vuelvo a mis reflexiones, a lo de antes, que ella no entendía, pero me lo esperaba. Antes incluso de que muriera Ian, yo ya solía pensar cosas raras. En lugar de calentarme la cabeza con nuevas posturas sexuales, como hace tantas veces Natalie con Damon, su novio desde hace cinco años, yo sueño con cosas importantes. O, al menos, en mi mundo son importantes. Cómo será sentir en la piel el aire en otros países, cómo huele el mar, por qué el sonido de la lluvia me corta la respiración. «Eres una tía profunda», me ha dicho Damon en más de una ocasión.

—Joder —dice Natalie—. Eres capaz de darle bajón a cualquiera, lo sabes, ¿no? —Sacude la cabeza con la pajita entre los dientes—. Vamos —dice de pronto levantándose de la mesa—. No puedo con tanta filosofía, y me da que los sitios pequeños como éste te sientan peor. Esta noche nos vamos al Underground.

—¿Qué? De eso nada, no pienso ir a ese sitio.

—Sí que vas a ir. —Lanza el vaso vacío a la papelera, a unos metros, y me coge de la muñeca—. Esta vez te vienes, porque se supone que eres mi mejor amiga y no pienso aceptar de nuevo un no por respuesta. —Una ancha sonrisa de labios cerrados se instala en su cara ligeramente bronceada.

Sé que tiene algo en mente. Siempre tiene algo en mente cuando pone esa cara, esa mirada rebosante de entusiasmo y determinación. Probablemente lo más sencillo sea ir esta vez para quitármelo de encima; de lo contrario, no me dejará en paz. Es un mal necesario cuando tu mejor amiga es una pesada.

Me levanto y me cuelgo el bolso del hombro.

—Sólo son las dos —señalo.

Apuro lo que me queda de café y tiro el vaso en la misma papelera.

—Ya, pero primero tenemos que ir a comprarte un modelito.

—Ah, no —respondo con firmeza mientras me saca por las puertas de cristal a la brisa veraniega—. Ir al Underground contigo ya es más que suficiente. Me niego a ir de compras, tengo mucha ropa.

Natalie me coge del brazo mientras echamos a andar por la acera y dejamos atrás una larga hilera de parquímetros. Me sonríe y me mira.

—Vale. Pero entonces me dejarás que te ponga algo mío.

—¿Se puede saber qué les pasa a mis cosas?

Ella frunce la boca y mete la mandíbula como para argumentar en silencio por qué he hecho una pregunta tan tonta.

—Es el Underground —contesta, como si no hubiera una respuesta más obvia.

Vale, sí. Puede que Natalie y yo seamos amigas íntimas, pero en nuestro caso es algo así como que los opuestos se atraen: ella es una tía roquera que está coladita por Jared Leto desde que vio El club de la lucha, y yo tengo un rollo más normal, no suelo llevar cosas oscuras a menos que vaya a un funeral. No es que Natalie vaya toda de negro y lleve un peinado a lo emo, pero no se pondría ni muerta algo de mi armario porque dice que es demasiado soso. Yo no lo veo así. Sé vestirme, y a los tíos —cuando me fijaba en cómo me miraban el culo con mis vaqueros preferidos— siempre les ha parecido bien la ropa que llevaba.

Pero The Underground se hizo para gente como Natalie, así que supongo que tendré que aguantarme y vestirme como ella una noche para no desentonar. No me van las tribus, nunca me han ido. No obstante, está claro que me convertiré en alguien que no soy por unas horas si con eso consigo integrarme en lugar de ir hecha un adefesio y dar la nota.

La habitación de Natalie es un auténtico caos. Y en ese sentido también somos completamente distintas. Yo cuelgo la ropa por colores, y ella deja la suya en el cesto que hay a los pies de la cama durante semanas, con lo que tiene que volver a echarla a la lavadora porque se arruga. Yo quito el polvo de mi habitación todos los días, y no creo que ella lo haya hecho en su vida, a menos que limpiar sea quitar los cinco centímetros de polvo del teclado del portátil.

—Esto te va a quedar perfecto —asegura mientras sostiene en alto una camiseta blanca fina, estrecha y con media manga en la que pone «Scars on Broadway» en la parte delantera—. Es ceñida, y tú tienes las tetas perfectas. —Me pone la camiseta por encima para ver cómo me quedaría.

Contesto con un gruñido, no me gusta su primera opción.

Ella revuelve los ojos y hunde los hombros.

—Vale —acepta tirando la camiseta sobre la cama.

A continuación mete la mano en el armario y saca otra, que sostiene con una ancha sonrisa, lo cual es una táctica de manipulación suya: las sonrisas amplias que dejan ver los dientes hacen que no quiera echar por tierra sus esfuerzos.

—¿Y si me buscas algo con lo que no vaya anunciando a un grupo de música? —sugiero.

—Es Brandon Boyd —arguye, los ojos fuera de las órbitas—. ¿Cómo es posible que no te guste Brandon Boyd?

—No está mal —admito—. Pero no me apetece llevarlo en mitad del pecho.

—Pues a mí sí me gustaría tenerlo en el pecho, la verdad —dice admirando la ceñida prenda con escote en V tan parecida a la primera que me ha enseñado.

—Entonces póntela tú —replico.

Me mira y asiente, como si contemplara la posibilidad.

—Creo que me la voy a poner. —Se quita la que lleva y la echa al cesto de la colada, junto al armario, y acto seguido la cara de Brandon Boyd aparece sobre sus enormes tetas.

—A ti te queda bien —apruebo mientras veo cómo se la coloca y admira lo que ve en el espejo desde distintos ángulos.

—Me queda estupendamente, sí —asegura.

—¿Cómo le sentará esto a Jared Leto? —bromeo.

Natalie suelta una carcajada, se echa la larga melena oscura hacia atrás y coge el cepillo.

—Él siempre será el primero.

—¿Y Damon? Ya sabes, ese novio que no es imaginario.

—Déjalo ya —suelta mirándome por el espejo—. Si sigues dándome la paliza con Damon… —El cepillo queda suspendido a media cabellera y Natalie gira la cintura para mirarme—. ¿Acaso te pone Damon, o algo?

Echo la cabeza hacia atrás como movida por un resorte y noto que frunzo a conciencia las cejas.

—¡Nat, no! Pero ¿qué coño dices?

Ella se ríe y sigue cepillándose el pelo.

—Esta noche te buscamos un tío. Es lo que te hace falta. Ya verás como así se arregla todo.

Mi silencio le dice en el acto que se ha pasado. Odio que haga eso. ¿Por qué todo el mundo tiene que estar con alguien? Es una equivocación estúpida y una forma de pensar de lo más patética.

Deja el cepillo en el tocador y se vuelve del todo, se pone seria y exhala un hondo suspiro.

—Sé que no debería decir eso. Mira, te juro que no haré de casamentera, ¿vale? —Levanta ambas manos en señal de rendición.

—Te creo —contesto, sucumbiendo ante su sinceridad. Claro que también sé que una promesa nunca la frenará del todo. Puede que no intente liarme con nadie directamente, pero no tiene más que mirar a Damon batiendo esas oscuras pestañas suyas y señalando a algún tío para que Damon sepa en el acto lo que quiere que haga.

Sin embargo, no necesito su ayuda. No quiero liarme con nadie.

—¡Ah! —exclama Natalie, la cabeza dentro del armario—. ¡Ésta es perfecta! —Se vuelve y sacude una camiseta negra suelta con los hombros al aire. En la parte de delante se lee SINNER[1]—. Me la compré en Hot Topic —explica al tiempo que la descuelga de la percha.

Como no quiero alargar más lo de elegir camiseta, me quito la que llevo puesta y cojo la que me ofrece.

Suje negro, buena elección —alaba.

Me pongo la camiseta y me miro al espejo.

—¿Bien? Dilo —pide, y se me acerca por detrás con una sonrisa de oreja a oreja—. Te gusta, ¿eh?

Le correspondo con una sonrisa escueta y me vuelvo para ver cómo me queda por detrás: apenas me llega por la cadera.

Entonces reparo en que en la espalda pone «SAINT»[2].

—Vale —apruebo—, sí que me gusta. —Me doy la vuelta y la miro, seria—. Pero no tanto como para empezar a saquearte el armario, así que no te hagas ilusiones. Me gustan mis blusas, que quede claro.

—Yo no he dicho que no me guste tu ropa, Cam. —Sonríe, levanta la mano y me hace el tirachinas con el sujetador—. Tú estás como un puto queso todos los días, tía: me lo haría contigo sin dudarlo si no estuviera con Damon.

Me quedo boquiabierta.

—Estás enferma, Nat.

—Lo sé —reconoce mientras yo me centro de nuevo en el espejo y capto la sonrisa traviesa en su voz—. Pero es la verdad. Ya te lo he dicho otras veces, e iba en serio.

Me limito a sacudir la cabeza y sonrío mientras le cojo el cepillo del tocador. Natalie tuvo una novia una vez, durante una breve temporada que lo dejó con Damon, pero aseguró que «le ponían demasiado las pollas» (lo dijo ella, no yo) para pasarse la vida con una chica. Natalie no es ningún putón —te parte la cara si la llamas así—, pero sí la ninfómana de los sueños de cualquier novio, eso sin duda.

—Déjame que te pinte —propone, y se acerca conmigo al tocador.

—¡No!

Apoya las manos en las caderas de su cuerpo con forma de diábolo y me mira con los ojos muy abiertos, como si fuera mi madre y acabara de soltarle una contestación.

—¿Quieres que sea doloroso? —me pregunta entonces fulminándome con la mirada.

Me doy por vencida y me dejo caer en la silla del tocador.

—Está bien —respondo, y levanto la barbilla para dejar que me haga lo que quiera en la cara, que acaba de convertirse en su lienzo en blanco—. Pero nada de ponerme ojos de mapache, ¿eh?

Me agarra el mentón con firmeza.

—Tú calla —ordena borrando a duras penas una sonrisa e intentando parecer seria—. Un artista —explica con acento teatrero y haciendo una floritura con la mano libre— necesita silencio para trabajar. ¿Qué se ha creído que es esto?, ¿un salón de belleza de Detroit?

Cuando acaba conmigo, soy exactamente igual que ella. Salvo por las tetas enormes y el sedoso pelo castaño. El mío es de ese rubio por el que algunas chicas pagan una pasta en la peluquería, y me llega a media espalda. Admito que tuve suerte con el pelo. Natalie dijo que me quedaría mejor si me lo dejaba suelto, y eso fue lo que hice. No tuve elección. Me intimidó…

Y no acabé con cara de mapache, pero tampoco se quedó corta con la sombra de ojos oscura.

—Ojos oscuros con pelo rubio —aseguró mientras pasaba a ponerme el espeso rímel negro—. Muuuy sexy.

Y, por lo visto, lo de las sandalias con los dedos al aire no era buena idea, porque me obligó a quitármelas y a ponerme unas de sus botas de tacón puntiagudas, que sientan como un guante con los vaqueros ceñidos por dentro.

—Estás buenorra —afirma mirándome de arriba abajo.

—Y tú me debes una buena por esto —contesto.

—¿Que yo te debo una? —Ladea la cabeza—. No, guapa, de eso nada. Serás tú la que me deba algo antes de que esto termine, porque te lo vas a pasar teta y me vas a pedir que te lleve allí más veces.

Le hago burla de broma, cruzando los brazos y sacando cadera.

—Lo dudo mucho —replico—. Pero te daré el beneficio de la duda, y espero pasármelo bien por lo menos.

—Bien —contesta al tiempo que se pone las botas—. Y ahora, vámonos, que Damon nos está esperando.