Andrew lanza la bolsa al asiento trasero junto con su otra bolsa, más pequeña, y la mía y mi bolso. Sin embargo, trata algo mejor la guitarra, que deja con cuidado sobre el asiento. Nos subimos al coche negro retro (con dos franjas blancas paralelas que atraviesan el capó por el centro) y cerramos la puerta a la vez.

Me mira.

Lo miro.

Mete la llave en el contacto y el Chevelle cobra vida con un rugido.

No puedo creer que esté haciendo esto. No siento miedo ni estoy preocupada ni tengo la sensación de que debería ponerle fin a esto ahora mismo e irme a casa. Creo que estoy haciendo bien; por primera vez en muchísimo tiempo siento que mi vida vuelve a estar encarrilada, sólo que va por un camino muy diferente, uno que no sé adónde me llevará. No puedo explicarlo…, sólo puedo decir lo que he dicho: que creo que estoy haciendo bien.

Andrew pisa el acelerador cuando entramos en el acceso de la 87 en dirección sur.

Me gusta ver cómo conduce, la naturalidad con que lo hace incluso cuando acelera para adelantar a unos cuantos conductores lentos. No da la impresión de que intente fardar cuando zigzaguea entre los coches, sino tan sólo que es un acto reflejo. Me sorprendo mirándole de reojo de vez en cuando el musculoso brazo derecho mientras su mano controla el volante. Y mientras recorro con la vista el resto de su anatomía, vuelvo a preguntarme de inmediato cómo será ese tatuaje que oculta bajo la camiseta azul marino que tan bien le sienta.

Hablamos de todo un poco durante un rato: de que la guitarra es de Aidan y que Aidan probablemente se ponga hecho una furia si se entera de que Andrew se la ha llevado. Pero a él le da lo mismo.

—Una vez me robó los calcetines —argumentó Andrew.

—¿Los calcetines? —repetí con cara de perplejidad.

Y él me miró con una expresión que decía: «A ver, calcetines, guitarras, desodorante…, lo que es de uno es de uno».

Me entró la risa, me seguía pareciendo ridículo, pero me resultó fácil pasárselo.

También entablamos una conversación profunda sobre el misterio de los zapatos descabalados que se encuentran en los arcenes de las autopistas de todo Estados Unidos.

—La novia que se cabreó y tiró las cosas de su novio por la ventanilla —aventuró Andrew.

—Sí, es una posibilidad —admití—, pero creo que muchos de ellos son de autoestopistas, porque casi todos están hechos polvo.

Me miró con cara rara, como si esperase el resto.

—¿Autoestopistas?

Asentí.

—Sí, andan mucho, así que me imagino que se les gastan en seguida los zapatos. Van caminando, les duelen los pies y ven un zapato (probablemente es uno de los que tiró esa novia enfadada) —lo señalo para incluir su teoría—, y al ver que está en mejor estado que los que llevan puestos, se lo quedan y dejan uno suyo.

—Eso es una tontería —espeta él.

Abro la boca con aire ofendido.

—¡Podría ser! —Me río, y le doy en el brazo.

Él me sonríe sin más.

Y seguimos dándole vueltas y más vueltas, los dos inventando una teoría más absurda incluso que la anterior.

No recuerdo cuál fue la última vez que me reí tanto.

Finalmente llegamos de nuevo a Denver casi dos horas más tarde. Es una ciudad muy bonita, con esas vastas montañas de fondo que parecen nubes blancas en los picos, extendidas por el radiante horizonte azul. Aún es bastante temprano y el sol ya pega con fuerza.

Cuando llegamos al corazón de la ciudad, Andrew reduce la velocidad a sesenta por hora.

—Tú me dirás por dónde —pide cuando nos dirigimos a otro acceso.

Mira hacia tres direcciones y luego a mí.

Pillada desprevenida, mis ojos sopesan las distintas rutas, y cuanto menos falta para que tengamos que decidir por dónde meternos, más despacio conduce él.

Cincuenta y cinco kilómetros por hora.

—¿Y bien? —inquiere, en los vivos ojos verdes un leve atisbo de burla.

¡Estoy tan nerviosa…! Es como si me pidieran que decidiera qué cable cortar para desactivar una bomba.

—¡No lo sé! —grito, pero mis labios esbozan una amplia y nerviosa sonrisa.

Treinta kilómetros por hora. La gente nos pita, y un tipo en un coche rojo pasa zumbando y nos enseña el dedo corazón.

Veinte kilómetros por hora.

¡Ahhh! ¡No soporto la espera! Me entran ganas de reír a carcajadas, pero la risa está atrapada en la garganta.

Bocinazos. Bocinazos. «¡Que te den!», «¡Quita de en medio, capullo!».

A Andrew le resbala, no deja de sonreír en ningún momento.

—¡Por ahí! —exclamo al final levantando la mano y señalando la salida del este. Suelto una carcajada y me escurro en el asiento para que nadie más pueda verme, de la vergüenza que me da.

Andrew pone el intermitente y se sitúa en el carril de la izquierda con facilidad, entre dos coches. Pasamos en ámbar el semáforo, justo antes de que se ponga en rojo, y en cuestión de segundos estamos en otra autopista y Andrew pisa el acelerador. No tengo idea de adónde nos dirigimos, sólo que vamos hacia el este, pero sigue estando en el aire adónde exactamente.

—No ha sido tan difícil, ¿a que no? —dice mirándome de reojo con una sonrisa.

—Bastante divertido —contesto, y dejo escapar una risotada estridente—. Has cabreado bien a esa gente.

Le quita importancia encogiéndose de hombros.

—Todo el mundo tiene demasiada prisa. Dios te libre si respetas el límite de velocidad, puede que te linchen.

—Pues sí —convengo, y miro al frente por el parabrisas—. Aunque tengo que confesar… que por regla general yo soy una de ellos. —Me da vergüenza admitirlo.

—Ya, a veces yo también.

De pronto se hace el silencio, y es el primer momento así en que los dos reparamos. Me pregunto si él pensará lo mismo, si se preguntará cosas de mí y querrá preguntar igual que yo siento curiosidad por saber tantas cosas de él. Es uno de esos momentos inevitables, que casi siempre abren la puerta de la etapa en que dos personas empiezan de verdad a conocerse.

Es muy distinto de cuando estábamos juntos en el autobús. Entonces creíamos que el tiempo con el que contábamos era limitado y que, si no íbamos a volver a vernos, no había ninguna razón para que nos metiéramos en el terreno de lo personal.

Pero las cosas han cambiado, y todo lo que nos queda es lo personal.

—Cuéntame más cosas de tu mejor amiga, Natalie.

Mantengo los ojos fijos en la carretera varios segundos largos y tardo en contestar, porque no estoy segura de qué parte contar de ella.

—Eso si aún es tu mejor amiga —añade Andrew, presintiendo la animosidad.

Lo miro.

—Ya no lo es. Su novio le tiene sorbido el seso, a falta de una explicación mejor.

—Estoy seguro de que tienes una explicación mejor —afirma mirando de nuevo la carretera—. Puede que lo que pase es que no quieras explicarlo.

Tomo una decisión.

—No, sí que quiero explicarlo, en serio.

Parece satisfecho, pero se muestra respetuoso.

—La conozco desde segundo —empiezo—, y no pensé que nada pudiera acabar con nuestra amistad, pero me equivocaba de medio a medio. —Sacudo la cabeza, indignada, sólo de pensarlo.

—Bueno, y ¿qué pasó?

—Escogió a su novio en vez de a mí.

Creo que se esperaba una explicación mejor, y yo pretendía darle más, pero salió como salió.

—¿La hiciste elegir? —pregunta con una ceja ligeramente arqueada.

Me vuelvo para mirarlo.

—No, qué va, para nada. —Profiero un suspiro largo y pesado—. Damon (su novio) me pilló a solas una noche, intentó besarme y me dijo que le gustaba. Y después Natalie me llamó cerda mentirosa y me dijo que no quería volver a verme.

Andrew hace uno de esos gestos afirmativos largos y contundentes para demostrar que ahora lo entiende.

—Una chica insegura —determina—. Probablemente lleve con él bastante tiempo, ¿no?

—Sí, unos cinco años.

—Esa amiga tuya te cree, ¿sabes?

Lo miro con aire de confusión.

Y él asiente.

—Te cree. Piénsalo, te conoce casi desde siempre. ¿De verdad crees que tiraría por la borda una amistad así porque no te creyó?

Sigo confusa.

—Pero lo hizo —digo sin más—. Eso es exactamente lo que hizo.

—No —opina él—, no es más que una reacción, Camryn. No quiere creerlo, pero en el fondo sabe que es verdad. Sólo necesita tiempo para pensarlo y ver las cosas como son. Ya cambiará de idea.

—Pues cuando lo haga puede que a mí ya no me interese.

—Puede —contesta, pone el intermitente derecho y cambia de carril—, pero no creo que seas de ésas.

—¿De las que no perdonan? —digo.

Él asiente.

Adelantamos a toda velocidad a un tráiler que va a paso de tortuga y nos situamos delante.

—No lo sé —dudo, ya no tengo ninguna seguridad—, ya no soy la de antes.

—Y ¿cómo eras antes?

De eso tampoco estoy segura. Tardo un segundo en dar con la forma de no mencionar a Ian.

—Antes era divertida y abierta y… —me río de pronto al recordar— solía meterme desnuda en un lago helado en invierno.

En el atractivo rostro de Andrew se dibuja una sonrisa curiosa, enérgica.

—Caray —dice—, lo estoy viendo…

Le doy otra vez en el brazo sin dejar de sonreír. Él finge que le duele, pero sé que no es así.

—Era para recaudar fondos para el hospital de mi ciudad —explico—, lo hacen todos los años.

—¿¡Desnuda?! —Parece completamente perplejo, además de sonreír al pensarlo.

—A ver, no desnuda del todo —preciso—, pero con una camisetita y unos pantalones cortos en pleno invierno es como si fueras desnuda.

—Mierda, cuando llegue a casa creo que me apuntaré para recaudar fondos para el hospital —asegura dando una palmada en el volante—. No sabía lo que me estaba perdiendo.

Reprime un poco la sonrisa y me mira.

—Y ¿por qué ya no lo haces?

«Porque Ian fue quien me convenció de que lo hiciera y con quien lo hice dos años».

—Lo dejé hace alrededor de un año…, una de esas cosas que uno acaba dejando.

Me da que no se cree que la cosa termine ahí, así que paso a algo distinto para despistarlo.

—¿Y tú? —pregunto, volviéndome para dedicarle toda mi atención—. Cuéntame alguna locura que hayas hecho.

Andrew frunce la boca, pensativo, la vista puesta en la carretera. Adelantamos a otro tráiler y nos ponemos delante. Hay menos tráfico a medida que nos vamos alejando de la ciudad.

—Una vez fui subido en el capó de un coche en marcha…, pero más que una locura fue una estupidez.

—Sí, es bastante estúpido.

Levanta la mano izquierda y deja a la vista la cara interna de la muñeca.

—Me caí del puto coche y me abrí la muñeca a lo bestia.

Observo la cicatriz de cinco centímetros que le recorre la piel desde la base del pulgar hasta el brazo.

—Salí rodando por la carretera. Me abrí la cabeza. —Señala la parte posterior derecha de la cabeza—. Me dieron nueve puntos, además de los dieciséis de la muñeca. No lo volveré a hacer.

—Eso espero —digo con seriedad, aún intentando verle la cicatriz entre el pelo castaño.

Cambia de mano en el volante y me coge la muñeca, situando su dedo índice sobre el mío para guiar el movimiento.

Me acerco a él, dejando que su mano dirija la mía.

—Justo… aquí —dice cuando la encuentra—. ¿La notas?

Su mano se separa de la mía, pero la observo un instante.

Volviendo a centrarme en su cabeza, alzo la vista y paso la punta del dedo por una tira lisa desigual que se nota con claridad en el cuero cabelludo y a continuación aparto el corto cabello con los dedos. La cicatriz medirá unos tres centímetros. Le paso el dedo una vez más y lo retiro a regañadientes.

—Imagino que tendrás un montón de cicatrices —comento.

Él sonríe.

—No demasiadas; tengo una en la espalda de cuando Aidan me dio con una cadena de bicicleta, la hacía girar como si fuera un látigo.

Hago una mueca de dolor y aprieto los dientes.

—Y cuando tenía doce años y llevaba a Asher en el manillar de la bici me di contra una piedra. La bici salió despedida y nos lanzó a los dos sobre el hormigón. —Se señala la nariz—. Yo me partí la nariz, pero Asher se rompió un brazo y tuvieron que darle catorce puntos en el codo. Mi madre creyó que habíamos sufrido un accidente de coche y estábamos mintiendo para salvar el culo.

Sigo mirando esa nariz perfecta: no veo ninguna señal de que se la haya partido.

—También tengo una cicatriz rara con forma de L en el muslo, por dentro —continúa, y se señala la zona—. Pero ésa no te la voy a enseñar. —Sonríe y apoya ambas manos en el volante.

Me ruborizo, porque la verdad es que sólo he tardado dos segundos en imaginármelo bajándose los pantalones para enseñarme la marca.

—Me alegro —afirmo, y me inclino hacia el salpicadero para levantarme un poco la camiseta de Pitufina. Veo que me mira y noto algo en el estómago, pero lo paso por alto—. Un año, de acampada —cuento—, me tiré al agua desde unos peñascos y me di con una piedra: casi me ahogo.

Andrew frunce el entrecejo, estira la mano y desliza un dedo por la pequeña cicatriz de la cadera. Un escalofrío me recorre la espalda y la nuca, como si algo helador me corriera por la sangre.

También lo paso por alto, en la medida que puedo.

Dejo que la camiseta vuelva a su sitio y me apoyo en el asiento.

—Pues me alegro de que no te ahogaras. —Sus ojos se animan junto con su cara.

Le sonrío.

—Sí, habría sido una mierda.

—Pues sí.