La puerta de mi habitación se abre. Un sol radiante entra por una pequeña abertura de la cortina que hay al otro lado, frente a mí. Me asusto como un vampiro al verla, entornando los ojos lo bastante para evitarla. Tardo un segundo en darme cuenta de que estoy metida en la cama con el top que llevaba por la noche y las braguitas púrpura. La cama sólo tiene la sábana en la que estoy tumbada y una encimera que huele a recién lavada y parece estarlo. Supongo que vomité en la otra. Ésta se la habrá pedido Andrew a la camarera.
—¿Te encuentras mejor? —pregunta Andrew, que entra en la habitación con una cubitera de hielo en una mano y un montón de vasos de plástico y una botella de Sprite en la otra.
Se sienta a mi lado, lo deja todo en la mesilla de noche y abre el Sprite.
Tengo la cabeza como un bombo y sigo con la sensación de que podría vomitar otra vez de un momento a otro. Odio las resacas. Prefiero caerme borracha perdida y romperme la nariz o lo que sea a tratar con una resaca de esta magnitud; es tan mala que no se diferencia mucho de un coma etílico. Al menos, según Natalie, que lo sufrió una vez y lo describió como «que te cague encima el mismísimo Satán a la mañana siguiente».
—No, ni pizca —respondo al cabo, y mis propias palabras me lanzan oleadas de dolor a la parte posterior de la cabeza y alrededor de los oídos. Aprieto los ojos cuando empiezo a ver la habitación doble.
—Ésta es gorda, nena —comenta Andrew, y noto una toalla fría en el cuello.
—¿Puedes cerrar esa cortina, por favor?
Se levanta en el acto y oigo que va hacia ella y luego el sonido del grueso tejido al moverse hasta que la pone en su sitio. Pego las desnudas piernas al pecho, agarrando la sábana para taparme un poco, y me tumbo en posición fetal contra la mullida almohada.
Andrew le quita el plástico a uno de los vasos y oigo cómo cae en él el hielo. Luego vierte el Sprite y a continuación oigo en su mano el movimiento de un bote de pastillas.
—Tómate esto —aconseja, y noto que la cama se mueve cuando él vuelve a sentarse y me apoya el brazo en la pierna.
Abro los ojos despacio. Ya hay una pajita asomando del vaso de plástico, así que no tendré que incorporarme mucho en la cama para dar un sorbo. Extiendo el brazo y cojo tres comprimidos de ibuprofeno de la palma de su mano, me los meto en la boca y después bebo el Sprite suficiente para tragármelos.
—Por favor, dime que no dije o hice nada humillante en los bares anoche.
Sólo puedo mirarlo a través de las rendijas de mis ojos.
Presiento que sonríe.
—La verdad es que sí —responde, y casi me da algo—. Le dijiste a un tío que estabas felizmente casada conmigo y que íbamos a tener unos cuatro hijos (o puede que dijeras cinco, no me acuerdo), y luego se acercó una tía a tirarme los tejos y te levantaste de la silla hecha una furia y la trataste como si fuera una mierda: casi me muero de risa.
Ahora sí que creo que voy a vomitar.
—Andrew, más te vale que estés mintiendo. ¡Qué vergüenza!
La cabeza me duele más. No creí que pudiera empeorar.
Lo oigo reír con suavidad y abro los ojos un poco más para verle mejor la cara.
—Claro que estoy mintiendo, nena.
Me pasa la toallita por la frente.
—La verdad es que te comportaste muy bien, incluso aquí conmigo.
Veo que me recorre el cuerpo con la mirada.
—Lo siento, tuve que quitarte la ropa; la verdad es que personalmente disfruté de la oportunidad, pero lo hice porque era mi deber. Había que hacerlo, ya sabes.
Ahora finge seriedad, y no puedo evitar sonreír.
Cierro los ojos y duermo un par de horas más, hasta que la camarera llama a la puerta.
Me pregunto si Andrew se habrá apartado mucho de mi lado.
—Sí, pase, la llevaré a la habitación de al lado para que pueda usted limpiar.
Una señora de cierta edad con el cabello pelirrojo mal teñido entra en la habitación, lleva puesto el uniforme de las camareras. Andrew se acerca a mi cama.
—Vamos, nena —dice, y me coge en brazos con la sábana aún enroscada en la cintura—, dejemos que esta señora limpie.
Probablemente pudiera ir andando sola, pero desde luego no voy a protestar. Prefiero estar donde estoy.
Al pasar por delante del bolso, que lo tengo en el mueble de la tele, hago ademán de cogerlo, y Andrew se para a agarrarlo y lo lleva junto conmigo. Apoyo la cabeza en su pecho y le echo los brazos al cuello.
Se detiene en el umbral y mira a la limpiadora.
—Siento la porquería que hay junto a la cama —señala la dirección con una mueca—. Le dejaremos una buena propina.
Sale conmigo y me lleva a su habitación.
Lo primero que hace después de dejarme en su almohada es echar las cortinas.
—Espero que para esta noche estés mejor —observa mientras camina por la habitación como si buscara algo.
—¿Qué pasa esta noche?
—Otro bar —contesta.
Encuentra el mp3 junto al asiento de la ventana y lo deja donde el televisor, junto a su bolsa.
Me quejo:
—No, Andrew, no quiero ir a otro bar esta noche. No volveré a probar una gota de alcohol en toda mi vida.
Lo pillo sonriéndome desde el otro lado de la habitación.
—Todo el mundo dice lo mismo —asegura—. Y esta noche no te dejaría beber si decidieras hacerlo. Necesitas por lo menos una noche entre resaca y resaca si no quieres acabar antes de tiempo en Alcohólicos Anónimos.
—Bueno, espero estar lo bastante bien para hacer algo aparte de pasarme el día entero en la cama…, pero ahora mismo las perspectivas no son muy buenas.
—Tienes que comer, sí o sí. Aunque pensar ahora mismo en comida probablemente te dé ganas de vomitar, si no comes algo estarás todo el día hecha una mierda, te lo aseguro.
—Es verdad —digo, sintiendo náuseas—. Sólo de pensarlo me dan ganas de vomitar.
—Unos huevos con tostadas —sugiere, volviendo conmigo—, algo ligero, ya sabes cómo va esto.
—Sí, lo sé —replico con cara inexpresiva, y me gustaría chasquear los dedos y estar bien.