Pasó la prueba. Mentiría si dijese que no quería acostarme con él o satisfacerlo de otras formas igual que él hizo conmigo: claro que quiero hacer todas esas cosas con él. Pero lo que de verdad quería ver era si mordería el anzuelo. Y no lo mordió.
Y ahora me tiene aterrorizada.
Me aterroriza lo que siento por él. No debería sentirlo, y me odio por ello.
Dije que nunca lo haría. Me prometí a mí misma que no lo haría…
Con la idea de devolver cierta normalidad y desenfado a nuestra conversación, le sonrío dulcemente. Lo único que quiero hacer es retirar la oferta y volver a como estábamos antes de que sacara el tema, pero sabiendo lo que sé ahora: Andrew Parrish me respeta y quiere de mí cosas que creo que no puedo darle.
Encojo las piernas y apoyo los pies en el asiento de piel. No quiero que responda a mi última pregunta: ¿qué significa dejar que sea suya? Espero que olvide que lo he preguntado. Ya sé lo que significa, o al menos eso creo: ser suya es estar con él, como estaba con Ian. Sólo que en el fondo creo que en el caso de Andrew podría enamorarme de él, enamorarme de verdad. Con mucha facilidad. Ya ni siquiera puedo soportar la idea de estar lejos de él. Cuando sueño despierta, todas las caras han sido sustituidas por la de Andrew. Y temo el día que termine nuestro viaje, cuando deba volver a Galveston o a Wyoming y dejarme.
¿Por qué me asusta? Y ¿de dónde ha salido tan de repente esta extraña sensación en la boca del estómago?
—Lo siento, nena. Lo siento de verdad. No pretendía hacerte daño. De veras.
Lo miro y sacudo la cabeza con fuerza.
—No me has hecho daño. Por favor, no pienses que me has hecho daño. —Continúo—: Andrew, la verdad es que… —respiro hondo. Ahora le cuesta mantener la vista fija en la carretera—, la verdad es que…, bueno, en primer lugar no voy a mentir y decir que hacerte disfrutar no es algo que no haría; lo haría. Pero quiero que sepas que me alegro de que me hayas rechazado.
Creo que lo entiende. Lo veo en su cara.
Sonríe con dulzura y me tiende la mano. La cojo, me arrimo a él y me pasa el brazo por el hombro. Levanto la barbilla para mirarlo y le pongo la mano en el muslo.
Me parece tan guapo…
—Me asustas —confieso al final.
Esa frase despierta una leve reacción en sus ojos.
—Dije que nunca haría esto, tienes que entenderlo. Me prometí que no volvería a acercarme nunca a nadie.
Noto que su brazo se endurece en el mío y que su corazón late más de prisa, golpeando con fuerza contra mi garganta.
Luego una sonrisa asoma a su cara y dice:
—¿Estás enamorada de mí, Camryn Bennett?
Me pongo como un auténtico tomate, mis labios se vuelven una línea dura y hundo más la cara en su duro pecho.
—Aún no —respondo, risueña—, pero estoy en ello.
—Mientes más que hablas —espeta él, y me aprieta un poco más el brazo.
Me besa en el pelo.
—Ya, lo sé —afirmo con la misma guasa que él, y luego mi voz se va apagando—. Lo sé…
Veo Nueva Orleans por primera vez desde lejos: el lago Pontchartrain y luego el extenso paisaje de casitas, viviendas unifamiliares y bungalows. Me impresiona: desde el estadio Superdome, que siempre sabré reconocer después de verlo en las noticias cuando lo del Katrina, hasta los gigantescos, amplios robles que son escalofriantes y bellos y vetustos, y la gente que arrastra los pies por las calles del barrio francés, aunque creo que la mayoría son turistas.
Y a medida que avanzamos me hipnotizan los familiares balcones, que recorren por completo a lo largo muchos de los edificios. Son exactamente iguales que en la tele, salvo por el Mardi Gras, que no es ahora, y no hay nadie enseñando las tetas o lanzando collares desde los balcones.
Andrew me sonríe al ver lo mucho que me emociona estar aquí.
—Ya me está encantando —aseguro, y vuelvo a acurrucarme con él después de pasarme los últimos minutos con la cara prácticamente pegada a la ventana para verlo bien todo.
—Es una gran ciudad.
Está radiante, orgulloso. Me pregunto qué relación tendrá con este sitio.
—Intento venir todos los años —informa—, normalmente por el Mardi Gras, pero cualquier época del año es buena, creo.
—Así que sueles venir cuando hay tetas —le guiño un ojo.
—Me has pillado —dice, y levanta ambas manos del volante en señal de rendición.
Cogemos dos habitaciones en el Holiday Inn, desde el que podemos ir a pie hasta la famosa Bourbon Street. He estado a punto de decirle que esta vez cogiera una única habitación con dos camas, pero me he frenado: «No, Camryn, así no haces más que alimentar el deseo. No te metas en una habitación con él. Para esto mientras puedas».
Y, durante un momento, mientras estábamos el uno al lado del otro en recepción, cuando el recepcionista nos preguntó si podía ayudarnos, Andrew se quedó parado y a mí me invadió una sensación muy rara debido a ello. Pero al final cogimos dos habitaciones contiguas, como de costumbre.
Me dirijo a la mía y él se va a la suya. Nos miramos en el pasillo, cada cual con su llave en la mano.
—Me voy a meter a la ducha —dice sosteniendo la guitarra en una mano—, pero ven cuando estés lista.
Asiento y nos sonreímos antes de desaparecer en las habitaciones.
No llevo ni cinco minutos y oigo que el móvil me vibra en el bolso. Creyendo que es mi madre, lo saco, dispuesta a decirle que sigo viva y me lo estoy pasando bien, pero veo que no es ella.
Es Natalie.
La mano se me queda helada en el teléfono mientras miro la pantalla resplandeciente. ¿Lo cojo o no? Será mejor que me decida de prisa.
—¿Hola?
—¿Cam? —dice Natalie, cautelosa, desde el otro extremo.
Aún no soy capaz de articular palabra. No sé si ha pasado bastante tiempo como para fingir que no la perdono o si debería ser maja.
—¿Estás ahí? —pregunta cuando no digo nada más.
—Sí, Nat, estoy aquí.
Suspira y hace ese ruidito extraño que hace siempre que tiene miedo de decir o hacer algo.
—Soy una cerda asquerosa —suelta—. Lo sé, y soy una malísima amiga, y ahora mismo debería estar arrastrándome a tus pies para pedirte perdón, pero…, bueno, ése era el plan, pero tu madre me dijo que estabas en… ¿Virginia? ¿Qué coño estás haciendo en Virginia?
Me desplomo en la cama y me quito las chanclas.
—No estoy en Virginia —le cuento—, pero no se lo digas a mi madre ni a nadie.
—Y entonces, ¿dónde estás? Y ¿dónde llevas metida más de una semana?
Caray, ¿sólo ha sido una semana? Es como si llevara al menos un mes con Andrew en la carretera.
—Estoy en Nueva Orleans, pero es una larga historia.
—Eh…, ¿perdona? —inquiere, sarcástica—. Tengo muchísimo tiempo.
Al comprobar lo de prisa que me irrita, suspiro y digo:
—Natalie, has sido tú la que me ha llamado. Y, si mal no recuerdo, fuiste tú la que me llamó cerda mentirosa y no me creyó cuando te conté lo que hizo Damon. Lo siento, pero ahora mismo no creo que sea lo mejor que vuelvas a ser de repente mi mejor amiga y finjamos que no pasó nada.
—Lo sé, tienes razón, y lo siento. —Hace una pausa para ordenar las ideas y oigo de fondo que se abre un refresco. Bebe un sorbo—. No fue que no te creyera, Cam, es que estaba muy dolida. Damon es un cabrón. Lo dejé.
—¿Por qué? ¿Porque lo pillaste in fraganti en lugar de creer a tu mejor amiga desde segundo cuando te dijo que era un cerdo?
—Me lo merecía —admite—, pero no, no lo pillé poniéndome los cuernos. Es sólo que me di cuenta de que echaba de menos a mi mejor amiga y de que había cometido el peor delito que se puede cometer dentro del Código de Mejores Amigos. Al final se lo solté, y claro, mintió, pero seguí dándole la tabarra porque quería que lo admitiera. No porque necesitase que me lo confirmara, es que…, Cam, yo sólo quería que me dijera la verdad. Quería que saliera de él.
Percibo el dolor en su voz. Sé que lo dice de verdad e intento perdonarla del todo, pero no estoy preparada para hacerle saber que la perdono lo bastante para empezar a hablarle de Andrew. No sé qué pasa, pero es como si la única persona que existiera en este momento en mi mundo fuese Andrew. Quiero a Natalie con toda mi alma, pero no estoy lista todavía para que lo sepa. No estoy lista para compartir a Andrew con Natalie. Ella siempre se las arregla para… quitarle valor a una experiencia, por decirlo de alguna manera.
—Escucha, Nat —contesto—, no te odio, y quiero perdonarte, pero me va a llevar algún tiempo. Me hiciste mucho daño.
—Lo entiendo —asegura, pero también capto la desilusión en su voz. Natalie siempre ha sido impaciente, de las que necesitan gratificación inmediata.
—Bueno, y ¿estás bien? —se interesa—. No sé qué se te ha perdido en Nueva Orleans, con la cantidad de sitios que hay. ¿Es época de huracanes?
Oigo la ducha en la habitación de Andrew.
—Sí, estoy muy bien —replico, pensando en Andrew—. Si quieres que te diga la verdad, Nat, nunca me he sentido más viva ni más feliz que en esta semana.
—Dios mío…, ¡es un tío! Estás con un tío, ¿a que sí? Camryn Marybeth Bennett, pedazo de cerda, más te vale que no me ocultes esas cosas.
Eso era exactamente a lo que me refería con lo de quitarle valor a la experiencia.
—¿Cómo se llama? —Profiere un grito ahogado, como si la respuesta a los misterios del mundo acabara de caerle en el regazo—. ¡Te lo has tirado! ¿Está bueno?
—Natalie, por favor. —Cierro los ojos y finjo que es una veinteañera madura en lugar de una chica que sigue anclada en la época del instituto—. No voy a hablar de esto contigo ahora mismo, ¿vale? Dame unos días y te llamo y te cuento cómo me va pero, por favor…
—¡Vale! —exclama, accediendo, pero sin pillar la indirecta de que tiene que moderar un poco su entusiasmo—. Mientras estés bien y no me sigas odiando, vale.
—Gracias.
Al cabo, baja de su nube de cotilleo subido de tono.
—De verdad que lo siento, Cam. No me cansaré de decirlo.
—Lo sé. Te creo. Y cuando te llame más adelante ya me contarás qué pasó con Damon. Si quieres.
—De acuerdo —conviene—, me parece bien.
—Ya hablaremos en otro momento…, y ¿Nat?
—¿Sí?
—Me alegro mucho de que hayas llamado. Te he echado mucho de menos.
—Y yo a ti.
Colgamos y me quedo mirando el móvil un minuto hasta que Natalie se desvanece y entra en escena Andrew. Tal y como he dicho: ahora, cuando sueño despierta, todas las caras han pasado a ser la cara de Andrew.
Me doy una ducha y me pongo unos vaqueros que todavía no he lavado pero que no huelen mal, así que supongo que por ahora valen. Pero, si no lavo mi ropa pronto, tendré que volver a ir de compras. Me alegro de haber metido doce pares de bragas en la bolsa.
Empiezo a maquillarme y hago lo de siempre, pero a medio camino apoyo las manos en el lavabo y me miro al espejo, intentando ver lo que ve Andrew. Casi me ha visto en mis peores momentos: sin maquillaje, con ojeras después de llevar despierta tanto tiempo en carretera, con mal aliento, el pelo revuelto y sucio: sonrío al pensar en ello y lo imagino a mi lado, ahora mismo, en el espejo. Veo su boca enterrada en la curvatura de mi cuello y sus duros brazos rodeando mi cuerpo por detrás, sus dedos contra mis costillas.
Llaman a la puerta y dejo de soñar despierta.
—¿Estás lista? —pregunta Andrew cuando le abro.
Entra en la habitación.
—¿Adónde vamos? —inquiero mientras vuelvo al cuarto de baño, donde tengo el maquillaje—. Y necesito ropa limpia, en serio.
Viene detrás de mí y me asusta un tanto, ya que casi es como el sueño que estaba teniendo hace unos instantes. Empiezo a ponerme rímel, inclinándome sobre el lavabo hacia el espejo. Entorno el ojo izquierdo mientras me pongo el rímel en el derecho y Andrew me mira el culo. No se anda con disimulos: quiere que vea que está siendo malo. Levanto la vista al techo y sigo con el rímel, pasando al otro ojo.
—Hay una lavandería en la duodécima planta —informa.
Me rodea la cadera con las manos y me mira en el espejo con una sonrisa traviesa y el labio inferior entre los dientes.
Me vuelvo.
—Pues ése será el primer sitio al que iremos —decido.
—¿Qué? —parece decepcionado—. No, quiero salir, dar una vuelta por la ciudad, tomar unas cervezas, escuchar algo de música. No quiero hacer la colada.
—Vamos, deja de quejarte —le suelto, y me centro de nuevo en el espejo mientras saco la barra de labios de la bolsa—. Ni tan siquiera son las dos de la tarde. No serás de los que desayunan cerveza, ¿no?
Se estremece y se lleva la mano al corazón, fingiendo estar herido.
—¡Pues claro que no! Yo espero por lo menos hasta la hora de comer.
Sacudo la cabeza y lo echo del cuarto de baño, con esa sonrisa que es toda dientes y hoyuelos, y a continuación cierro la puerta dejándolo fuera.
—¿A qué ha venido eso? —me dice.
—¡Tengo que hacer pis!
—No habría mirado.
—Ve a buscar la ropa sucia que tengas a tu habitación, Andrew.
—Pero…
—¡Ahora, Andrew! O después no salimos.
Me lo imagino adelantando el labio inferior, aunque desde luego no es lo que está haciendo. Está agujereando la puñetera puerta con su sonrisa.
—Vale —accede.
Y oigo que la puerta de la habitación se abre y se cierra.
Cuando termino en el cuarto de baño, cojo la ropa sucia, la meto en la bolsa y me pongo las chanclas.