Oigo que Andrew llama a la puerta. Tomo aire con energía, lo retengo durante un largo y tenso minuto y lo suelto de golpe, moviendo un mechón de pelo que se me ha salido de la trenza: los preparativos necesarios para evitar que me derrumbe.
Como si nunca hubiera pasado, ¡y una mierda!
Finalmente abro la puerta y, cuando lo veo allí tan como si nada —y tan apetecible—, me derrumbo. Bueno, en realidad es más que me ruborizo a lo bestia, tanto que es como si me ardiera la cara. Bajo la vista al suelo, porque si miro sus ojos risueños un segundo más puede que se me derrita el cerebro.
Consigo mirarlo segundos más tarde.
Su sonrisa de labios apretados es más ancha ahora y mucho más reveladora.
«¡Eh! ¡Creo que esa expresión es igual que si hablaras de ello!».
Me mira de arriba abajo y, al ver que estoy vestida y lista para salir, echa hacia atrás la cabeza un tanto y dice con una enorme sonrisa:
—Vamos.
Cojo el bolso y la bolsa y salgo con él.
Nos subimos al coche y hago lo que puedo para no pensar en el mejor sexo oral que he tenido en mi vida: sacar cualquier tema de conversación. Hoy huele mejor que bien, el olor natural de su piel con un toque de jabón y algo de champú. Esto tampoco es que me ayude mucho.
—Dime, ¿sólo vamos a ir a moteles al azar y no parar en ningún otro sitio que no sea un Waffle House?
No es que me importe lo más mínimo, pero procuro encontrar «cualquier tema de conversación» y eso es lo que ha salido.
Él se abrocha el cinturón y arranca.
—No, lo cierto es que se me ha ocurrido una cosa. —Me mira de reojo.
—Ah, ¿sí? —pregunto, llena de curiosidad—. ¿Así que estás infringiendo la regla de la espontaneidad en el viaje y tienes un plan?
—A ver, técnicamente nunca fue una norma —puntualiza, subrayando el dato.
Salimos del aparcamiento y el Chevelle retro sale a la carretera ronroneando.
Andrew lleva los mismos cargo cortos negros que llevaba ayer, y echo un vistazo a esas pantorrillas duras como rocas, un pie presionando suavemente el acelerador. La camiseta azul marino le sienta a la perfección con ese pecho y esos brazos, el tejido más tenso alrededor de los bíceps.
—Bueno, y ¿cuál es el plan?
—Nueva Orleans —desvela, risueño—. Sólo está a unas cinco horas y media de aquí.
La cara se me ilumina.
—No he estado nunca en Nueva Orleans.
Sonríe para sí, como si le entusiasmara ser el primero que va a llevarme allí. Yo estoy igual de entusiasmada que él. Aunque la verdad es que me da lo mismo a donde vayamos, aunque sea a las nubes de mosquitos del Mississippi, siempre que Andrew esté conmigo.
Dos horas más tarde, después de agotar los temas al azar cuya única finalidad ha sido no hablar de lo que pasó anoche, decido ser yo quien rompa el hielo. Alargo la mano y bajo el volumen. Andrew me mira con curiosidad.
—Yo nunca había dicho cosas así, para que lo sepas —suelto.
Él sonríe y baja la mano por el volante, dejando que sean sus dedos los que lo manejen. Parece más relajado, el brazo izquierdo apoyado en la puerta de su lado, la pierna izquierda flexionada mientras el pie derecho sigue en el acelerador.
—Pero te gustó —replica—. Decirlo, me refiero.
«Mmm, no hubo nada anoche que no me gustara».
Sólo estoy algo roja.
—Sí, la verdad es que sí —admito.
—No me digas que nunca se te ha pasado por la cabeza decir cosas así cuando te lo estás montando con alguien —comenta.
Titubeo.
—Lo cierto es que sí. —Lo miro bruscamente—. Aunque no es que me pare a pensar en eso específicamente, sólo lo he pensado alguna vez.
—Y, si tenías ganas de hacerlo, ¿por qué no lo hiciste nunca?
Me formula las preguntas, pero estoy casi segura de que ya conoce las respuestas.
Me encojo de hombros.
—Supongo que porque era una cagada.
Ríe con ligereza y las manos vuelven a subir por el volante, cogiéndolo de manera más segura cuando llega un tramo de curvas en la carretera.
—Supongo que siempre me han parecido cosas que Dominique Starla o Cinnamon Dreams dirían en Legalmente empalmado o Bolleras del viernes noche.
—¿Has visto esas pelis?
Vuelvo la cabeza de golpe y profiero un grito ahogado.
—¡No! No… no sabía que fuesen de verdad, me lo estaba inventando…
La sonrisa de Andrew se vuelve juguetona.
—Yo tampoco sé si son de verdad —contesta, cediendo antes de que me muera de la vergüenza—, pero no lo dudaría. Y sé lo que quieres decir.
Mi cara se relaja.
—Aunque pone —añade—, que conste.
Me ruborizo un poco más. Podría dejarme el rubor puesto permanentemente, porque cuando estoy a su lado me ruborizo cada vez más cada día que pasa.
—Entonces, ¿crees que las estrellas del porno ponen? —me encojo por dentro, confiando en que responda que no.
Andrew frunce un tanto los labios y dice:
—En realidad, no; cuando lo hacen pone, pero de otra manera.
Frunzo el entrecejo.
—¿De qué manera?
—A ver, cuando lo hace… Dominique Starla —pilla el nombre al vuelo—, es para un tío cualquiera que quiere hacerse una paja detrás de un teclado.
Sus ojos verdes se posan en mí.
—Ese tío no está soñando con hacer con ella otra cosa distinta de tener su cara entre las piernas. —Mira de nuevo a la carretera—. Pero cuando alguien…, no sé…, una chica dulce, atractiva, en absoluto guarra lo hace, el tío probablemente esté pensando en mucho más que en tener su cara entre las piernas. Probablemente ni siquiera esté pensando en eso, al menos a un nivel más profundo.
Sin duda capto el significado secreto que esconden sus palabras, cosa que probablemente él también sepa.
—Me volvió loco —dice mirándome de reojo lo bastante para que nuestras miradas se crucen—, para tu información.
Pero entonces desvía la vista por completo y finge concentrarse más en la carretera. Puede que no quiera que lo acuse de «hablar de ello», aunque sea yo la que ha empezado esta conversación. Asumo toda la culpa y no me arrepiento.
—¿Y tú? —pregunto interrumpiendo el breve silencio—. ¿Alguna vez has tenido miedo de probar algo en el sexo que tenías ganas de probar?
Se para a pensar un momento y contesta:
—Sí, cuando era más pequeño, tendría unos diecisiete años, pero sólo tenía miedo de probar cosas con chicas porque sabía que eran…
—Que eran, ¿qué?
Sonríe con suavidad, apretando los labios, y me da la sensación de que se va a establecer una especie de comparación.
—A las chicas más pequeñas, al menos con las que yo iba, les daba asco cualquier cosa que se saliera de lo convencional. Probablemente fuesen como tú en cierto modo; en el fondo les ponía algo que no fuera la postura del misionero, pero eran demasiado tímidas para admitirlo. Y a esa edad era arriesgado decir: «Oye, deja que te la meta por detrás», porque lo más probable es que ella se acojonara viva y pensara que eras un pervertido sexual.
Me río.
—Sí, creo que tienes razón —reconozco—. Cuando era adolescente me daba auténtico asco cuando Natalie me contaba cosas que dejaba que le hiciera Damon. La verdad es que no empecé a pensar que estaban bien hasta que perdí la virginidad, a los dieciocho, pero… —mi voz se va apagando al pensar en Ian—, pero incluso entonces seguía estando demasiado nerviosa. Quería…
Me pone nerviosa estar admitiéndolo ahora.
—Vamos, dilo —insta él, pero sin guasa—. A estas alturas deberías saber que no puedes darme largas.
Eso me desconcierta (y hace que me dé un vuelco el corazón). ¿Es la verdad que llevo escrita en la frente, que tengo miedo de causarle mala impresión? Sonríe con ternura, como para asegurarme que nada de lo que le diga le causará mala impresión.
—Vale, si te lo digo, ¿me prometes que no pensarás que es una invitación?
Puede que lo sea, aunque ni yo misma esté muy segura aún, pero desde luego no quiero que él lo piense. No en este momento, quizá nunca. No lo sé…
—Lo juro —replica, los ojos serios y en absoluto ofendidos—, no lo pensaré.
Respiro hondo.
Puf, no me puedo creer que esté a punto de contarle esto. Nunca se lo he contado a nadie; bueno, salvo a Natalie, y de manera indirecta.
—Agresión. —Hago una pausa, todavía me da corte seguir—. La mayoría de las veces que sueño despierta con el sexo suelo…
¡Sus ojos sonríen! Cuando he dicho «agresión», se ha producido una reacción en sus rasgos. Es casi como si…, no, seguro que no.
Su mirada se suaviza cuando cae en la cuenta.
—Continúa —pide sonriendo tiernamente de nuevo.
Y lo hago porque por algún motivo tengo menos miedo de terminar que hace unos segundos:
—Suelo soñar con que me… maltratan.
—Te pone el sexo duro —afirma sin inmutarse.
Asiento.
—Me pone la fantasía, pero nunca lo he experimentado, al menos no del modo en que pienso en ello.
Parece un tanto sorprendido, ¿o acaso satisfecho?
—Creo que es a lo que me refería cuando te dije que siempre acabo con tíos formalitos.
Acabo de caer en la cuenta de algo: Andrew sabía antes que yo a qué me refería en realidad cuando le conté en Wyoming que acababa con tíos formalitos. Sin darme cuenta, básicamente expresé que acabar con ellos era mala suerte, algo que no quería. Puede que Andrew en realidad no supiera qué quería decir con «formalitos» hasta ahora, pero sabía antes que yo que no era algo que yo quisiera.
Sin embargo, quería con locura a Ian, y ahora mismo me siento fatal por pensar estas cosas. Ian era formalito en el sexo, y la idea de pensar mal de él me hace sentir culpable.
—Así que te gusta que te tiren del pelo y… —empieza a decir inquisitivamente, pero lo deja ahí cuando ve mi expresión combativa.
—Sí, pero con más agresividad —sugiero, con la idea de que sea él quien lo diga para no tener que hacerlo yo. Empiezo a ponerme nerviosa otra vez.
Ladea la barbilla y enarca un tanto las cejas.
—¿Qué?… Espera, ¿qué grado de agresividad?
Trago saliva y rehúyo su mirada.
—Imposición, supongo. No estoy hablando de violación ni nada extremo por el estilo, pero creo que sexualmente hablando tengo una personalidad muy sumisa.
Ahora es Andrew el que no puede mirarme.
Me vuelvo lo suficiente para ver que sus ojos están un poco más abiertos que segundos antes y rebosantes de velada intensidad. La nuez se le desplaza con suavidad al tragar saliva. Ahora tiene las dos manos sobre el volante.
Cambio de tema:
—Técnicamente no has llegado a contarme qué tenías miedo de pedirle a una chica que hiciera. —Sonrío con la esperanza de recuperar el ambiente juguetón de antes.
Él se relaja y sonríe asimismo al mirarme.
—Sí que te lo he dicho —responde, y añade después de una pausa extraña—: sexo anal.
Algo me dice que no es de eso de lo que de verdad tenía miedo. No pondría la mano en el fuego, pero creo que lo de mencionar el sexo anal no es más que una cortina de humo. Pero, de nosotros dos, ¿por qué iba a ser él quien tuviera miedo de admitir la verdad? Es él quien básicamente me está ayudando a que me sienta más a gusto con mi sexualidad. Es él de quien yo pensaba que no tenía miedo de admitir nada, pero ahora ya no estoy tan segura.
Ojalá pudiera leerle el pensamiento.
—Pues tanto si lo crees como si no, Ian y yo lo probamos una vez, pero me dolió un montón, y no hace falta que subraye que he dicho «una vez» de la manera más literal posible —explico, mirándolo.
Andrew se ríe.
Luego mira las señales de la carretera y parece tomar mentalmente una decisión rápida en cuanto a nuestra ruta. Dejamos una carretera por otra. A ambos lados se extienden más campos. Algodón, arroz y maíz y a saber qué más. La verdad es que no sé qué es la mayoría, sólo distingo las plantas más claras: el algodón es blanco y el maíz alto. Conducimos durante horas y horas, hasta que el sol empieza a ponerse y Andrew se mete en el arcén. Las ruedas se detienen con un rechinar de grava.
—¿Nos hemos perdido? —inquiero.
Él se inclina en el asiento hacia mí y abre la guantera. El codo y la cara interna del antebrazo me rozan la pierna al hacerlo. Saca un mapa de carreteras bastante sobado. Está mal doblado, como si después de abrirlo no lo hubieran dejado como estaba en un principio. Lo extiende sobre el volante, examinándolo con atención y pasando el dedo sobre él. Se muerde la parte derecha de la boca y hace un ruidito inquisitivo con los labios.
—Nos hemos perdido, ¿no?
Me dan ganas de reírme, no de él, sino tan sólo de la situación.
—Por tu culpa —afirma, y trata de ponerse serio, pero no lo consigue al ver que sus ojos sonríen.
Suelto un bufido.
—Y ¿se puede saber por qué es culpa mía? —pregunto—. Eres tú el que conduce.
—Si no me distrajeras tanto hablando de sexo y de deseos secretos y de pornografía y de la zorra esa, Dominique Starla, me habría dado cuenta de que me metía por la 20 en lugar de seguir por la 59, que era lo que debía hacer. —Da en el centro del mapa con el dedo y sacude la cabeza—. Hemos ido dos horas en dirección contraria.
—¿Dos horas? —Esta vez me río y estampo una mano en el salpicadero—. Y ¿te das cuenta ahora?
Espero no estar hiriéndole el ego. Además, no es que esté enfadada o decepcionada: podríamos ir diez horas en dirección contraria y no me importaría.
Parece dolido. Estoy casi segura de que es un paripé, pero aprovecho la oportunidad para arriesgarme a hacer algo que he querido hacer desde que nos subimos juntos al techo del coche bajo la lluvia en Tennessee: me desabrocho el cinturón y me deslizo hasta su asiento. Él parece sorprendido pero no dice nada, y me invita a hacerlo levantando el brazo para que pueda meterme debajo.
—Sólo te estoy tomando el pelo con lo de que nos hayamos perdido —aseguro apoyando la cabeza en su hombro. Noto cierta reticencia, pero al final me rodea con el brazo.
Así me siento de maravilla. De auténtica maravilla…
Finjo no ser consciente de lo a gusto que estamos los dos ahora mismo y actuar con el mismo desenfado de antes. Miro el mapa con él, pasando el dedo por una ruta distinta.
—Podemos ir por aquí —propongo, el dedo bajando al sur— e ir a Nueva Orleans directamente por la 55, ¿no? —Ladeo la cabeza para verle los ojos, y el corazón me da un vuelco cuando me percato de lo cerca que está su cara de la mía. Sin embargo, me limito a sonreír, esperando a que me responda.
Me sonríe, pero me da que no ha escuchado mucho de lo que he dicho.
—Sí, tomaremos la 55.
Sus ojos escrutan mi cara y rozan un instante mis labios.
Cojo el mapa y comienzo a doblarlo. Luego subo otra vez el volumen. Andrew me retira el brazo para meter la marcha.
Cuando salimos, deja la mano en mi muslo, pegado al suyo, y pasamos así un buen rato; la única vez que mueve la mano es para controlar mejor el volante en una curva cerrada o para cambiar la música, pero siempre vuelve a ponérmela encima.
Y yo siempre quiero que lo haga.