Las noticias eran de lo más desalentadoras

as noticias eran de lo más desalentadoras. Publio Carisio trataba de poner en orden su cabeza. ¿Cómo era posible que todo se hubiera trastocado de aquella forma? No sólo no había podido dar con Lenore y con Homero, quienes parecían haber sido tragados por la tierra, sino que llegaban rumores preocupantes sobre nuevos levantamientos en las zonas cercanas a los montes Pirenes. Se decía, aunque aún no se había confirmado, que los bárbaros vendidos como esclavos a los propietarios romanos en la Aquitania se habían sublevado, habían matado a sus dueños y habían emprendido el regreso a su tierra. Aquello sólo podía significar una cosa: volver a empezar. El legado soltó un juramento, recogió el mensaje que había tirado al suelo en un arrebato de cólera y lo releyó. El Senado le conminaba a regresar a Roma lo antes posible para dar cuenta de su gestión en las tierras hispanas durante el último decenio.

—¡Maldita sea! —gritó en voz alta.

El Senado no sólo le exigía presentarse para responder a las acusaciones de crueldad y robo en Asturia, sino que también ponía en duda su honradez en el resto de la provincia de la Lusitania y le exigía presentar sus cuentas. Por mandato expreso del Augusto, las tierras de los astures dejaban de pertenecer a la administración lusitana y pasaban a la tarraconense, por lo que su presencia en ellas ya no era necesaria ni deseada.

—¡Ya les enseñaré yo a todos ellos! —gritó otra vez—. ¡Nadie va a decirme a mí lo que he de hacer! Soy el legado de estas tierras les guste o no y acabaré el trabajo que me he propuesto. ¡Lusitano!

El intérprete asomó la cabeza por la puerta.

—¿Llamas, legado?

—¿Cuándo va a tener lugar esa maldita fiesta de los paganos, esa de la que me hablaste, en la que se juntan todos?

—La próxima luna llena.

—¿Y cuándo será eso?

—Dentro de tres noches, legado.

—¿Dónde?

—Muy cerca de aquí, legado. Tú ya conoces el lugar. Estuvimos allí hace algún tiempo buscando a tus esclavos huidos.

Carisio frunció el ceño y apretó los labios.

—¿En el santuario o como se llamara?

—Allí mismo.

—Escucha. Busca ropas iguales a las suyas, que no sean muy nuevas ni muy viejas, pero que estén limpias, ¿entendido? No quiero ir por ahí oliendo a cerdo.

El lusitano hizo una inclinación antes de salir, pero se detuvo a un gesto del legado.

—¡Y busca también unas para ti! —le ordenó—. ¡Vendrás conmigo!

El plan era sencillo. Él y el lusitano se disfrazarían y se mezclarían con los nativos en el lugar de la reunión. Escucharía las palabras del viejo loco y al menor conato de rebelión, al menor asomo de protesta, daría la orden para que Firmio y sus hombres entraran y acabaran con todos los rebeldes.

—Puede que haya allí miles de personas… —adujo el militar en tono práctico cuando Carisio le expuso su plan.

—Viejos, mujeres y niños. Ya hemos matado a todos los guerreros —respondió él con una risita sardónica.

—Yo no me fiaría demasiado —prosiguió Firmio en el mismo tono—. Hasta la fecha ha habido tres grandes revueltas a pesar de nuestros… métodos contundentes. Los montañeses han surgido con más fuerza cada vez que hemos creído haber acabado con ellos.

—¡Cuidado con lo que dices! ¡Tus palabras suenan a traición!

—El legado sabe que no me estoy inventando nada —afirmó el militar—. Y aun en el caso de que fuera cierto, de que ya no quedaran guerreros, he podido comprobar que las mujeres de este pueblo pueden ser tan fieras como sus hombres, ya lo dijo el gran César.

—¿Quién?

—El divino Julio César dejó escrito que una mujer celta iracunda es una fuerza peligrosa a la que hay que temer, ya que no es raro que luchen a la par de sus hombres y, a veces, mejor que ellos —recitó Firmio satisfecho de sí mismo y de su buena memoria.

—Se referiría a las galas…

—Éstas son primas de aquéllas.

Por la mente de Carisio pasó la visión de las mujeres astures luchando codo a codo con sus hombres y con igual fiereza, muertas empuñando espadas y cuchillos, cubiertas de sangre, lanzándose desde los acantilados con sus hijos en brazos.

—¡Como si quieren ser sus abuelas! —explotó—. El lusitano vendrá conmigo y él te llevará mi orden. Aunque haya algo de cierto en lo que dices, será una fiesta religiosa y nadie esperará un ataque, no estarán preparados, no tendrán armas.

Firmio se llevó la mano al pecho y salió de la barraca del legado, pensando que su jefe estaba perdiendo la cordura. Aquella misma mañana había llegado un mensajero desde Tarraco y muy malas debían de ser las noticias porque se le había oído gritar solo, había tirado al suelo todos los objetos de su vivienda e, incluso, había lanzado varios de ellos a través de la entrada hiriendo a un soldado en la cara con una jarra de barro. La idea de atacar a un grupo de gente reunida para adorar a sus dioses estaba muy lejos de ser una proeza militar. Las órdenes de Roma eran bien claras, debían respetarse las prácticas y costumbres de los pueblos conquistados, no debían inmiscuirse en sus asuntos civiles y religiosos, no debían dar la impresión de invasores incivilizados cuando lo que proclamaban era exactamente lo contrario. De todos modos, para bien o para mal, él era un soldado acostumbrado a obedecer órdenes y las obedecería aunque fueran en contra de su manera de pensar.

El legado no pudo dormir durante las tres noches anteriores a la fecha fijada para acudir a la celebración en el santuario. Se probó varias veces las ropas proporcionadas por el lusitano para acostumbrarse a ellas. Llevaba más de treinta años vistiendo el uniforme militar y, acaso, la túnica corta bajo la lóriga. Le costó habituarse a las ropas burdas de lino crudo y a aquella especie de capa con mangas y capucha de color negro que ofendía la vista de un hombre cómo él a quien tanto gustaba el lujo, pero el fin justificaba los medios. Había jurado regresar a Roma vencedor de los salvajes del norte y vencedor regresaría. ¡Que vinieran luego con falsas acusaciones! El pueblo romano lo aclamaría como a un héroe por haber acabado con aquellos bárbaros que tantas vidas le estaba costando y por la humillación que ello le suponía. Ningún senador en su sano juicio, y tampoco el Augusto, se atrevería a levantar un dedo contra él.

Por fin llegó el día tan esperado. Se levantó antes que nadie y se vistió con las ropas nativas siguiendo un ritual inventado por él mismo para la ocasión. Por cada una de las prendas, las calzas, la túnica y el sayo, encendió una pequeña lámpara de aceite ante el altar de los antepasados que siempre llevaba en su equipaje. Se trataba de varias figurillas de barro representando a su padre, a su abuelo y al padre de éste. Tres generaciones que lo habían precedido marcándole la ruta, elevando su familia a la calidad de patricia, proporcionando senadores, cónsules y legados al Imperio. No los defraudaría, su nombre se inscribiría en la Regia para ejemplo de las generaciones por venir.

También encendió otra lámpara delante de la figurilla de Júpiter. Tenía más confianza en sus antepasados que en los dioses heredados de los griegos, pero, se dijo, más valía tener todos los favores de su parte y, a fin de cuentas, él era el sacerdote de su ejército.

Cuando Firmio y el lusitano, vestido de forma idéntica a la de él, se presentaron en su barraca, hacía tiempo que había amanecido.

—No lo olvides —instó al comandante—. El lusitano te llevará mi orden. ¡Manténte preparado! Entra a saco en cuanto lo veas aparecer.

—Obedeceré tus órdenes, legado.

—Más te vale.

Los dos hombres cabalgaron hasta las cercanías del bosque y dejaron los animales sueltos acierta distancia. No convenía mostrar los caballos porque todos ellos habían sido requisados por el ejército imperial y la visión de dos jinetes nativos hubiera podido hacer sospechar. Caminaron después hacia el bosque, tomaron una de las veredas adentrándose en él y mezclándose con las gentes que acudían a la fiesta.

—Si alguien hace preguntas —le dijo al lusitano—, diles que los romanos me arrancaron la lengua y que no puedo hablar.

El interprete afirmó con la cabeza. Aún no se había recuperado del susto. Tampoco él había podido dormir demasiado durante los últimos días. Acudir a la celebración de la fiesta del Samain en compañía del odiado legado cuyo nombre todos conocían era meterse en la boca del lobo. No saldrían vivos de allí si alguien los reconocía. Si él fuera más fuerte, si tuviera más valor, se perdería entre la multitud y no miraría atrás. Había pasado los últimos veinte años de su vida sirviendo a los culpables de su desgracia. En alguna ocasión había tenido oportunidad de escapar de ellos, pero —tenía que reconocerlo— su valor se esfumó como el humo el día en que fue hecho prisionero. Perdió su dignidad de hombre al convertirse en esclavo.

Fueron empujados por una riada de personas hacia el poblado de los Hombres Sabios hasta que la columna humana se detuvo, imposibilitada para seguir avanzando. La gente optó por sentarse en el suelo y esperar el inicio de la celebración, aunque los más ágiles se subieron a los árboles para tener un mejor punto de observación. No podían ver nada desde el lugar en el que se hallaban y Carisio no estaba dispuesto a perderse lo más importante de la ceremonia, el discurso del viejo sacerdote. Lo mismo le daba ordenar el ataque en cualquier momento, pero tenía curiosidad por comprobar lo acertado de sus sospechas. Debía ser testigo personal de las ofensivas palabras del oficiante en contra de Roma, no fuera que luego lo acusaran de acciones violentas innecesarias como ya lo habían hecho. Pasando por encima de las personas sentadas y haciendo caso omiso de sus protestas fue acercándose al centro dé la reunión, la piedra sagrada en medio del poblado de los Hombres Sabios, seguido por el lusitano que se deshacía en excusas.

La aparición del Gran Maestro sumió el bosque en el silencio más completo. Apenas podían escucharse las respiraciones y hasta los niños más revoltosos pararon sus juegos y esperaron.

El anciano elevó sus brazos hacia el cielo e inició una plegaria.

—¿Qué dice? —preguntó Carisio al lusitano en un susurro de voz.

—Habla el antiguo idioma de los Hombres Sabios.

—¿Y no lo entiendes?

—Sólo ellos lo entienden —afirmó el intérprete con satisfacción mal disimulada.

La plegaria parecía no tener fin. Un gran número de hombres y mujeres vestidos con túnicas rojas, azules y blancas respondían a las preces, mientras las miles de personas congregadas continuaban en silencio sin dar muestras de impaciencia. El legado se mordió los labios. ¡Sólo faltaba que, después de tantas molestias, no pudiera entender nada! Al cabo de un rato, el viejo de la barba blanca dejó de orar, se subió a una pequeña plataforma, sonaron los cuernos y Carisio recobró su interés.

—Pueblo de Lug, hoy es un gran día para nosotros —comenzó diciendo Cadoc con una voz tan poderosa que hasta los que se hallaban más alejados podían oírle—. Volvemos a reunirnos en la fiesta del Samain, del Final del Verano, como antes lo hicieran nuestros antepasados y como nosotros mismos también lo hicimos antes de que la oscuridad nos sumiera en las sombras. Las Puertas se abren esta noche, el mundo de los vivos y el de los muertos se juntan en uno. Algunos tendrán la dicha de poder traspasarlas y recorrer el Mundo Mágico; otros tal vez deban esperar una ocasión mejor. Pero estad todos seguros de que esta noche los dioses nos acompañan. Hemos sufrido la muerte a manos del opresor, hemos visto morir a hermanos y amigos, hemos llorado nuestra desgracia hasta agotar las lágrimas de nuestros ojos. Durante los últimos diez inviernos hemos deseado estar muertos en más de una ocasión, pero hoy os contemplo jubiloso. ¡Escucha, pueblo de Lug! No es la primera vez que sufrimos y tampoco será la última, pero nadie ni nada logrará destruirnos si permanecemos unidos. ¡Ni siquiera Roma y sus legiones!

La afirmación del Hombre Sabio provocó un grito de entusiasmo asustando a los animales del bosque, que corrieron a guarecerse en lo más profundo de madrigueras y cuevas. Sus palabras eran bálsamo, elixir de esperanza, para los allí reunidos. Durante largo rato sólo se escuchó el nombre del dios coreado al unísono por miles de voces cuyo clamor se elevó por encima de las copas de los árboles llegando al mar, a las montañas, a las brañas, a los valles, a los poblados y a los torturados corazones de los astures.

—¡Es suficiente! —murmuró Publio Carisio entre dientes, interrumpiendo la traducción que el lusitano iba susurrándole al oído—. Sal del bosque y dile a Firmio que no pierda ni un instante, que le ordeno atacar ya.

—Pero… —aventuró el esclavo.

La mirada furiosa del legado lo obligó a bajar los ojos.

—Yo mismo me encargaré de ese agitador —añadió Carisio palpando la daga oculta bajo la capa—. ¡Ve!

Los dos hombres se levantaron del suelo. El romano contempló durante un instante cómo el intérprete se alejaba con dificultad sorteando la alfombra humana que continuaba absorta escuchando las palabras de Cadoc. Él, por su parte, inició un movimiento en dirección opuesta para aproximarse lo más posible al charlatán. En cuanto Firmio y sus hombres comenzaran el asalto, aprovecharía el tumulto para clavarle el cuchillo a aquel viejo rebelde que alentaba a unos sucios salvajes en contra del poder de la incomparable y eterna Roma. ¡La corona de laurel sería suya!

Casi había conseguido su propósito cuando una figura captó su atención y lo dejó clavado en el sitio. Alejada de la gente, aparecía y desaparecía mezclada con las luces del atardecer que se colaban por entre las ramas. Creyó que la vista le estaba jugando una mala pasada y miró a su alrededor para comprobar si alguien veía lo mismo, pero todas las miradas estaban puestas en el Hombre Sabio. La figura apareció de nuevo. Hubiera podido reconocerla en cualquier lugar. Envuelta en una túnica floreada y con los cabellos sueltos, Lenore le hacía señas para que fuera a reunirse con ella. Miró de nuevo al viejo que continuaba hablando y sintió la daga en su pecho. ¡Al infierno con él! De todos modos, no podía ir muy lejos. Volvería a buscarlo.

Se apresuró por la senda temiendo perder de vista a la mujer, pero ella no parecía querer huir. Sonreía mientras giraba, bailando al son de una música inexistente. Sus pies descalzos apenas rozaban el suelo, sus brazos desnudos semejaban el aleteo cadencioso y lento de las grandes aves, su largo cabello la envolvía en una nube dorada. Ni Afrodita en toda su hermosura podía comparársele. Echó a correr temiendo que fuera un espejismo, pero cuanto más corría, más parecía ella alejarse. Finalmente llegó a un pequeño claro a orillas de un río, los últimos rayos del sol caían directamente sobre una poza reflejándose en el agua e iluminando todo el entorno. El resplandor lo desorientó durante unos instantes y alzó una mano para protegerse. Se quedó sin aliento cuando bajó la mano. Lenore estaba ante él. Se había despojado de la túnica. Incapaz de moverse, Carisio recorrió con la mirada el cuerpo desnudo como si fuera la primera vez. Lenore extendió los brazos hacia él y lo único que el soldado vio antes de perderse en su abrazo fue la marca, en forma de estrella, que una lanza romana había dejado encima de su pecho derecho.

uam no se había percatado de la desaparición de su compañera, tan absorto estaba escuchando las palabras de Cadoc. No dejaba de sonreír. El anciano ponía voz a sus propios sentimientos. Aún había esperanzas para su pueblo. La reunión, aquellos miles de personas de todas las edades y condiciones, la gran cantidad de niños y niñas que comenzaban a agitarse cansados de permanecer quietos eran la mejor prueba de un futuro para ellos. No lucharían con las armas porque ni un solo romano merecía semejante sacrificio, porque cada vida astur era en sí misma un don preciado y valioso que no debía perderse, únicamente sobrevivirían si eran capaces de resistir todos unidos.

—¿Dónde está? —preguntó Tuala a su lado.

—¿Dónde está quién?

—Lenore.

Salió de su abstracción al contemplar los rostros preocupados de Tuala y Homero mirando hacia todas partes.

—Estaba aquí hace un momento…

—Pues ahora no está —respondió la irascible pelirroja.

—¿Qué ocurre?

Ael y Morlan se habían aproximado a ellos.

—Lenore ha desaparecido —dijo Tuala impaciente.

—¿Cómo que ha desaparecido? —preguntó Morlan—. ¿No estaba al cuidado del mudo?

—Estaba al cuidado de todos nosotros —le respondió su hermana con una mirada airada y acusadora.

—¡Dejad de discutir y vayamos en su búsqueda! —se impacientó Luam.

—¿Adónde vais?

Dacio no se había percatado del movimiento de sus compañeros y sólo prestó atención cuando los vio levantarse.

—Tú quédate aquí —le ordenó Luam.

—¿Solo?

—Nunca en toda tu vida estarás mejor acompañado que en este momento —afirmó Morlan dándole unas palmaditas en la espalda—. No te ocurrirá nada, enseguida volvemos.

Lo dejaron con la palabra en la boca y emprendieron la búsqueda. Era como encontrar una aguja en un pajar. El sol estaba a punto de ponerse y la luz era cada vez más débil. Lenore podía estar en cualquier parte del bosque. Decidieron separarse y cada uno tomó una dirección. Homero se pegó a Luam como una sombra.

—No te preocupes, amigo —le dijo el guerrero, conmovido por la preocupación en el rostro del griego—. La encontraremos.

No estaba muy seguro de que así fuera, pero recorrería el bosque de cabo a rabo, no dejaría piedra sin levantar, ni cueva sin explorar. No volvería a perderla. No ahora que de nuevo había encontrado su camino. Invocó a Deva, diosa de las aguas, del amor y de la fertilidad, en cuyo santuario se encontraban, cerró los puños con fuerza y apresuró el paso. Al igual que había ocurrido la víspera, una fuerza irresistible lo empujó hacia la poza sagrada. Su paso presuroso se convirtió en una carrera desenfrenada, alentada por un funesto presagio que no podía quitarse de la cabeza. Homero corría detrás de él sin dejar de mirar a derecha e izquierda. Se detuvieron a poca distancia del claro. A través de los árboles vieron a Lenore y a un hombre abrazados. Pudieron ver el rostro del romano tan conocido por ambos y la sangre se les heló en las venas. Luam quiso gritar, abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella. Antes de que pudieran reaccionar, la mujer se había abrazado a Carisio con fuerza y se había dejado caer en la poza arrastrando al hombre con ella. El ruido de los dos cuerpos al caer en el agua los sacó de su estupefacción. Luam recobró la voz y gritó como un animal herido mientras corría hacia la poza. El sol se había puesto y el lugar estaba sumido en la penumbra. Sólo se apreciaba un ligero burbujeo en la superficie del río. Homero llegó el primero, lanzándose decidido al agua. Durante unos instantes que le parecieron una eternidad, el jefe cilúrnigo fijó su mirada en el abismo que en un instante se había tragado todas sus esperanzas y lo hundía de nuevo en la negrura de la soledad. El chapoteo de dos cuerpos emergiendo le devolvieron la vida. Homero sujetaba con su fuerte brazo el cuerpo de Lenore. No se detuvo a pensar, se tendió sobre la hierba, alargó los brazos y la sacó del agua. Se abrazó a ella gimiendo, llorando a lágrima viva, besando su rostro y acariciando su cabello mojado.

—¡No te vayas! —gritó—. ¡No me dejes de nuevo!

Sacudió su cuerpo desvanecido en un arrebato de desesperación. Lenore tosió y expulsó una buena cantidad de agua, luego abrió los ojos sorprendida y miró a su alrededor como si acabara de despertar de un sueño. Fijó su mirada en su compañero y una sonrisa iluminó su rostro.

—¡Luam! —exclamó—. ¡No estás muerto!

El hombre no pudo responder, la apretó con fuerza contra su pecho llorando y riendo a la vez. A su lado, Homero, calado hasta los huesos y sosteniendo la túnica floreada en la mano, lloraba en silencio.

Regresaron al lugar donde tenían levantadas las tiendas y encendieron una gran fogata para que Lenore entrara en calor. Estaba fría y tiritaba, pero el calor avivó pronto sus mejillas mientras los dos hombres que más la querían frotaban sus miembros ateridos. Ael, Tuala y Morlan los encontraron poco después bebiendo cerveza caliente.

—¡Ah! ¡Menos mal que la habéis encontrado! —exclamó Ael aliviado, hizo una seña a Luam y lo apartó del grupo—. Malas noticias.

—¿Qué ocurre? —preguntó Luam preocupado; a la vista estaba que los problemas no cesarían nunca.

—El romano está aquí.

—¿Qué romano?

—El que tenía a Lenore, el hombre que ha matado a la mitad de nuestra gente.

—¿Cómo lo sabes?

—Hemos encontrado a ése —dijo, señalando al lusitano sentado en compañía de Dacio—. Mejor dicho, él nos ha encontrado a nosotros. Dice que hay una patrulla a punto de penetrar en el bosque y provocar una nueva masacre. Están esperando la señal de su jefe que se ha vestido como uno de nosotros y quiere asesinar al Gran Maestro.

Luam soltó una carcajada de alivio dejando totalmente sorprendido a su amigo.

—¡No es momento para risas! —exclamó Ael enojado por el comportamiento de su jefe—. Los romanos esperan y…

—¡Que esperen! ¡Que esperen el resto de sus vidas! Su jefe está muerto.

—¿Lo has matado tú?

—No. Ha sido ella —Luam señaló a Lenore.

Su compañera hablaba con Tuala. Las dos mujeres tenían las manos entrelazadas y reían felices. Morlan las contemplaba sin comprender el súbito cambio operado en Lenore y Homero se mantenía un poco apartado, sin perder de vista a su protegida, la sonrisa en los labios. Tal vez había sido él, pensó Luam, y no ella quien había acabado con la vida del romano. Jamás podría pagarle la deuda contraída. Se aproximó al hombre, le cogió las manos y, ante su sorpresa y emoción, colocó en su dedo índice su propio anillo de hierro, que había sido de su padre y antes de su abuelo, la marca de los cazadores de caballos. Después se dirigió hacia Lenore, le tendió las manos, la ayudó a levantarse y besó sus labios entre las risas y gritos de sus amigos.

El grupo se encaminó de nuevo al centro de la reunión. Se había prendido fuego a los gruesos troncos dispuestos junto a la piedra de los sacrificios en el momento en que desaparecía la última luz del día. Tres Hombres Sabios de la casta superior, vestidos de blanco y con tres cuchillos de mangos de oro y repletos de signos antiguos, habían sacrificado un águila, un salmón y un hermoso caballo. El cielo, el agua y la tierra unían su sangre en honor a los dioses.

—¿Cómo sabes que los romanos no atacarán? —insistió Ael preocupado.

—Pregúntaselo al esclavo —respondió Luam sin dejar de contemplarse en los ojos de Lenore.

Ael se encaró con el lusitano.

—Aunque tu amo esté muerto, ¿cómo sabes que sus hombres no nos atacarán?

—Yo no tengo amo. Soy un hombre libre —respondió el hombre, irguiéndose tanto como pudo.

—De acuerdo, pero los hijos de perra pueden atacarnos.

—No lo harán. Esperan la señal y no moverán un solo dedo sin antes haberla visto.

—¿Qué señal?

El lusitano mostró una sonrisa de oreja a oreja.

—Yo soy la señal —respondió—. Atacarán en cuanto me vean aparecer saliendo del bosque.

—Entonces, más te vale no moverte de mi lado —le amenazó Ael—. Te clavaré mi cuchillo en la garganta si intentas escapar.

—¿No hubiera sido más fácil no dejarme ver por vosotros, no decir nada y desaparecer?

—Puede… —El guerrero vaciló—. Aun así, no te perderé de vista en todo lo que dure la fiesta.

—¡Peor para ti! —rió el lusitano—. Mejor harías ocupándote de alguna de estas jóvenes que buscan compañero…

—Este hombre ya tiene mujer —intervino Tuala—. Y ya va siendo hora de que aclaremos las cosas. No eres mi dueño, lo sabes.

—Lo sé —afirmó Ael, presa de una gran excitación.

Desde su encuentro en Lucus Asturum, Tuala no le había permitido acercarse a ella. Ni siquiera durante los meses que habían permanecido en el poblado de los pescadores. Cuando intentaba una aproximación, la arisca mujer lo despedía con brusquedad recordándole que una vez le había dicho estar dispuesto a matarla por haber perdido la honra en brazos enemigos y, añadía, no estaba por la labor de arriesgar su vida acostándose con él. Tuala permanecía impasible por mucho que él insistía en que aquellas palabras las había dicho bajo la presión del momento.

—Yo soy tan libre como lo eres tú —insistió Tuala.

—Lo eres. Eres libre como yo, como los pájaros que vuelan por el aire, las gacelas del bosque, las estrellas del cielo.

—Pues que nunca se te olvide.

El lusitano los vio perderse entre el gentío dispuesto a dar buena cuenta de los enormes venados asados sobre las brasas y las vasijas de cerveza caliente que a él nunca le había agradado. Donde estuviera un buen vino fresco de su tierra, que se quitara aquella horrenda bebida. Se acercó a Dacio.

—¿Piensas quedarte en este lugar el resto de tu vida? —le interrogó a bocajarro.

—¡El divino Melkart no lo quiera! —respondió el turdetano, bebiéndose de un trago el contenido de un pote lleno de cerveza que unas manos desconocidas habían puesto entre las suyas. Mi mayor deseo es regresar a mi amada Gadir, la de las noches cálidas y olor a jazmines.

—¿Está lejos de aquí?

—¡En la otra punta de este mundo!

—¿Y qué te lo impide?

—Soy hombre temeroso por naturaleza. Sería incapaz de viajar solo una distancia tan larga.

—¿Y si tuvieras un compañero que habla todas las lenguas y maneja el cuchillo mejor que el mejor de los romanos?

El rostro de Dacio se iluminó por el efecto de la cerveza y de las palabras de su nuevo amigo.

—¿Vendrías conmigo?

—A condición de ser socios en los negocios —respondió el lusitano con una sonrisa—. Sólo poseo lo puesto, pero vengo de una tierra en la que somos capaces de vender hasta lo que no existe.

—Y aunque no lo fueras, yo vendería por los dos. Mi nombre es Dacio.

—El mío es Lusitano.

Había olvidado su verdadero nombre, o había querido olvidarlo, después de tantos años oyéndose nombrar con aquel apelativo. La palabra que antes significaba para él esclavo se había convertido en seña orgullosa de su nueva condición.

Nadie durmió aquella noche, ni hombres ni mujeres, ni niños ni ancianos. Todos disfrutaron el reencuentro con parientes y amigos que creían desaparecidos para siempre, entonaron antiguos cantos transmitidos de generación en generación, danzaron en torno a las hogueras al son de sus viejos instrumentos y guardaron en calderos de bronce carbones encendidos de la pira sagrada. Con ellos encenderían a su regreso el fuego que mantendría el odio y el sufrimiento alejados de sus hogares.

Al día siguiente, con más de un dolor de cabeza y algún que otro descalabro debido a los excesos de la noche pasada, los peregrinos emprendieron el regreso a sus lugares de origen. Tal y como habían llegado, a pie o en carretas, los astures tomaron todas las direcciones renovados y alegres. El grupo de Noega fue uno de los más numerosos. Con Luam a la cabeza, ascendieron el camino en dirección a su poblado y penetraron en el recinto amurallado sin molestarse en dar ninguna explicación a los soldados de la guardia que los dejaron pasar sin hacer preguntas.

La visión de la torques de oro en el cuello de Luam y el respeto mostrado por sus acompañantes fueron suficientes para que los repobladores asentados en el poblado lo aceptaran como su jefe. La familia que había ocupado su cabaña la desalojó sin que nadie tuviera que decirles nada y lo mismo hicieron los nuevos habitantes cuando los antiguos se plantaron delante de sus viviendas. La llegada del grupo dio paso a una actividad febril que mantuvo a todos ocupados durante horas. Antes del anochecer se habían levantado nuevas cabañas para alojar a los que se habían quedado sin techo. Por segunda noche consecutiva, los cilúrnigos, antiguos y nuevos, permanecieron despiertos, comiendo, bebiendo y danzando delante de las puertas de sus casas y en torno a la estatua de Lug erigida en el centro del poblado.

irmio y sus hombres también regresaron al campamento a media mañana del siguiente día, hartos de pasar la noche en vela esperando la señal del legado. La segunda cohorte en formación vio pasar ante sus ojos a cientos de personas, que los ignoraron, sin dedicarles siquiera ni una simple mirada de curiosidad. El comandante dio la orden de regreso cuando sus ojos se toparon con la mirada de una anciana que caminaba ayudada por dos niñas. No había reproche ni odio en aquella mirada, solamente un dolor infinito capaz de conmover el corazón más endurecido. Si Publio Carisio quería masacrar a viejas y niñas, ¡que lo hiciera él solo!

—¡Volvemos a Noega! —gritó y espoleó su montura, mientras los hombres corrían tras él tratando de no romper la formación.

Los soldados romanos optaron por recluirse en el campamento y no inmiscuirse en la celebración organizada por los nativos aquella misma noche en el poblado. Firmio lo tenía bien claro. Publio Carisio no había regresado y tampoco lo había hecho el intérprete. Seguramente los dos yacían muertos en algún lugar del bosque en el que tan osadamente habían penetrado. Entró en la barraca del legado y encontró el mensaje deponiéndole de sus cargos y exigiéndole la vuelta a Roma para dar cuenta de sus acciones. Incluso, se dijo, si volviera, ya no tenía poder sobre él y sus hombres. Sintió una sensación de alivio recorriendo su cuerpo. Noega era un lugar muy hermoso para vivir, a pesar del viento, el frío y la lluvia. La primavera era una explosión de luz y los otoños suaves como la caricia de una madre. La naturaleza cambiaba de color con las estaciones, pasando del verde más vivo al pardo más oscuro, y la visión del mar le entusiasmaba. Tal vez era el momento de asentarse. Ya había cumplido sus veinticinco años de servicio obligatorio, nada le impedía dejar el ejército y emprender otra vida, buscar una buena mujer y formar una familia.

on la llegada del otoño llegaron también los hijos de Luam y Lenore, un hijo y una hija, que llenaron sus corazones de gozo. El jefe cilúrnigo se acostó con un niño en cada brazo y recibió la visita del poblado. Uno a uno, todos los habitantes de Noega pasaron por la cabaña llevando regalos para los recién nacidos y para sus padres. Luam y Lenore pensaban en el porvenir. Casi parecía imposible que hubieran podido ser de nuevo felices después de tanto sufrimiento. Nunca hablaban de los años en los que habían vivido separados. Ella no recordaba nada y él prefería olvidar.

El viejo orfebre Garlan rebosaba de satisfacción. Ya no escondía sus muñones ni se avergonzaba de ellos. Exigía que, por turnos, le fueran colocados sus nietos sobre los brazos y los mostraba con orgullo a los visitantes. Tenía sus instrumentos a buen recaudo y les enseñaría su arte en cuanto tuvieran la edad para aprender, ellos serían sus manos y él sería sus ojos.

Homero se había quedado a vivir con ellos. En calidad de hermano tenía su lugar en el banco y era respetado y querido por todos. También él contemplaba con orgullo mal disimulado a los dos niños mientras dormían tranquilamente en sus cestos. Él les enseñaría el arte aprendido en la tierra que lo había visto nacer y volcaría en ellos el amor que le había sido arrebatado tanto tiempo atrás.

Pero, una vez más, llegaron hasta el dragón dormido los ecos de la guerra, provocando el temor de sus habitantes. Las noticias hablaban de miles de prisioneros, vendidos como esclavos en las Galias, que se habían rebelado, asesinando a sus amos y emprendiendo el regreso a su tierra. Las tribus volvían a unirse una vez más en contra del enemigo común. Los montañeses empuñaban de nuevo sus armas contra Roma. El desaliento se adueñó de las tropas imperiales, el número de los desertores era cada día mayor, los soldados se negaron a salir de las empalizadas y a obedecer las órdenes de sus mandos. El caos era total. No había manera de acabar con aquellos bárbaros que una y otra vez volvían a enfrentarse a unas fuerzas muy superiores a las suyas. No había peor enemigo que aquel dispuesto a morir matando. Se enviaron mensajes al legado de la Tarraconense quien, a su vez, los envió al emperador y esperó su decisión.

El Augusto envió inmediatamente al mejor de sus generales, su propio yerno y compañero de juventud, Marco Agrippa. Para cuando el general llegó a las tierras del Cantábrico, los rebeldes se habían apoderado de muchos enclaves estratégicos y acosaban a las guarniciones romanas causándoles bajas continuamente.

Agrippa escuchó los informes de los oficiales, recorrió personalmente los campamentos más importantes y tomó una decisión. Antes de enfrentarse a los rebeldes debía poner orden en su propia casa. Destituyó a todos los comandantes remisos y a los que no habían sabido hacerse obedecer, humilló a las tropas durante todo el invierno, obligándolas a ejercitarse durante días e incluso noches a muy bajas temperaturas, retiró el título de Augusta a la legión que lo llevaba por no considerarla digna de tan alto honor y mandó ejecutar a cualquiera que, aunque levemente, pusiera en duda el triunfo de Roma. Pasados los meses fríos, las legiones estaban de nuevo dispuestas para la lucha.

En cuanto la segunda cohorte hubo abandonado Noega para unirse a la legión Macedonia, dejando un pequeño contingente al cuidado del campamento, Morlan y otros jóvenes decidieron ponerse en camino y unirse a los guerreros que combatían al otro lado del Salia.

—Esta vez no iré —afirmó Luam cuando el entusiasta pelirrojo le pidió que se uniera a ellos—. Éste es mi hogar y debo velar por él.

—Mi casa no tiene paredes —afirmó Morlan, a su vez—, ni muros de defensa, ni fosos. Es la tierra que piso y el aire que respiro, pero comprendo tus motivos.

—Aun así, esperaremos vuestra vuelta con ansiedad y celebraremos vuestro regreso.

No añadió que temía que aquella vez los invasores no se conformarían con entablar algunas batallas, ejecutar a unos cuantos y hacer prisioneros para vender como esclavos o enviar a trabajar a las minas. El prestigio de su Imperio estaba en juego. La noticia correría por las otras tierras conquistadas. De Occidente a Oriente se hablaría de un pequeño territorio cuyos habitantes no estaban dispuestos a someterse y podría cundir el ejemplo. No, esta vez sólo habría un vencedor definitivo y, mucho temía, no serían las tribus del mar.

Aquella noche, con la vista puesta en el pequeño trozo de cielo estrellado que veía a través de la ventana de su cabaña, Luam recordó a su amigo Corocotta. Un mensajero llegado para recabar ayuda había relatado que, en el primer encuentro con los romanos, el gigante había sido hecho prisionero y crucificado entre muchos de los suyos. A pesar de su ceguera, el jefe orgenomesco había peleado hasta el final y había muerto entonando un canto de guerra. Su voz había sido la última en apagarse. Si lo que relataban los Hombres Sabios era cierto, ahora su amigo sería una de aquellas estrellas que brillaban en la noche.

No pudo dormir y el alba lo pilló luchando consigo mismo. Contempló a Lenore, dormida a su lado, con su cabello desparramado sobre el colchón de hierbas y la sonrisa en los labios. Nunca había estado tan hermosa como en aquel momento. Besó suavemente sus labios, sus ojos, sus pezones; acarició su cuerpo y le susurró tiernas palabras al oído hasta que, por fin, ella abrió los párpados y lo miró risueña, rodeándolo con sus brazos, dispuesta para el amor. Se amaron con dulzura, en silencio, sin prisas; deseando que el momento durara una eternidad, escuchando el latido unísono de sus corazones, fundiéndose en un solo cuerpo.

—He de partir —dijo Luam, cerrando sus ojos para no ver la expresión de los de ella.

—Lo sé.

—¿No me pides que me quede?

—Si te lo pidiera y tú aceptaras, no serías el hombre al que amo más que a mi propia vida.

El jefe cilúrnigo abandonó Noega, acompañado de una veintena de guerreros, dispuestos una vez más a ayudar a las tribus hermanas en su lucha contra el invasor. Antes de dirigirse a las tierras del Salia, Luam se detuvo en el santuario. En los pocos meses transcurridos desde la gran fiesta, el anciano Cadoc parecía haberse marchitado como una planta sin agua.

—Está esperando la muerte —se dijo Luam con el corazón encogido.

Se había apagado el brillo de sus ojos y la fuerza había escapado de su voz. Nada en su aspecto recordaba al orador que con tanto ardor se había dirigido a su pueblo.

—Tengo un presente para ti —dijo Cadoc a modo de saludo, esbozando una triste sonrisa.

Hizo una seña con su dedo índice y un joven vestido con una túnica azul le tendió un envoltorio.

—Según nuestra costumbre, la cabeza es la parte más importante del ser humano, por eso cortamos las de nuestros enemigos. No solamente para que no encuentren el camino del Más Allá, sino también para absorber la fortaleza del adversario, incluso del más cruel.

Puso el objeto envuelto en un trozo de lino blanco en sus manos y esperó. Con manos temblorosas, Luam extrajo una especie de recipiente recubierto con láminas de oro y miró interrogante al Gran Maestro.

—Éste es el cráneo de tu mayor enemigo —le explicó el anciano—. Cuanto más importante es el enemigo, más poder se adquiere con su muerte.

—Pero… el romano… —balbuceó el cilúrnigo, empezando a adivinar— cayó en la poza y…

Cadoc sonrió y, durante un breve instante, su mirada recobró la viveza.

—No íbamos a dejarlo allí. No creo que a la divina Deva le hubiera gustado tener a un asesino como huésped en su morada sagrada. —Y añadió, recuperando la tristeza de su tono de voz—: Los presagios no son buenos, querido hijo. Lo peor está aún por llegar y pronto Letavia será nuestro único hogar.

—Así será, si los dioses lo quieren.

Luam se despidió del Gran Maestro, seguro de que aquél era su último encuentro, y se reunió con los hombres que lo esperaban fuera del santuario.

A medida que se alejaban de su hogar, las palabras de su maestro resonaron en sus oídos.

—Nuestra vida no se acabará, se transformará —había dicho Madeg, el Hombre Sabio—. Hablaremos otras lenguas, mezclaremos nuestra sangre con otras e incluso, tal vez, adoremos a otros dioses, pero seguiremos vivos. Mientras uno solo de nosotros permanezca, también permanecerá la herencia de nuestros antepasados.

Sus dos hijos serían su herencia, y también los hijos de Corocotta, y los de Ael y Tuala, y los de tantos otros.

o hubo misericordia. La lucha no duró ni el tiempo de una estación. El invencible ejército romano arrasó todo lo que halló en su camino. Las órdenes de Agrippa fueron tajantes: no más prisioneros, no más manos cortadas, todos los hombres y mujeres en edad de luchar debían ser ejecutados. Las tribus fueron exterminadas, los poblados arrasados, los castros fortificados desmontados piedra a piedra e interminables hileras de cruces se alzaron sobre las vías romanas. Miles de astures y cántabros fueron muertos junto con miembros de las tribus vecinas que habían acudido en su auxilio. Los valles quedaron desiertos, las huertas abandonadas, los animales domésticos erraron desamparados y los pocos nativos que encontraron refugio en las montañas pudieron contemplar desde lo alto la inmensa hoguera cuyo humo ascendía hacia el cielo llevándose con él la última esperanza de libertad.