Los fugitivos respiraron

os fugitivos respiraron aliviados cuando se encontraron al otro lado de las montañas altas. Al salir de la empalizada de Asturica no tomaron ninguna de las vías construidas por los romanos en todo el territorio hasta Legio, ni tampoco las que comunicaban a ambos campamentos con las zonas norteñas. A pesar de las protestas de Dacio, que veía peligrar su integridad física a cada momento, Luam decidió que lo más seguro era seguir las sendas de pastoreo utilizadas por las gentes de la región durante generaciones, descansando durante la noche en alguna cueva o al abrigo de los bosques. Ningún romano osaría adentrarse por aquellos caminos que se entrelazaban y se mezclaban sin rumbo aparente, que a veces parecían querer llegar al propio cielo y otras se hundían en las vaguadas más profundas, colgados de precipicios, tan estrechos que estaban obligados a apearse del carro y tirar de las mulas que se negaban a avanzar.

El jefe cilúrnigo recordó las enseñanzas recibidas en la Casa de los Elegidos y volvió a ser el joven rastreador que había regresado de su viaje iniciático con la cabeza del jabalí en la mano.

—Presta atención al más nimio de los detalles —le repetía el añorado Madeg una y otra vez—. Sobre todo en la época de los fríos. Observa el vuelo de las aves encaminándose hacia tierras más cálidas; sigue las huellas de los lobos y de los osos que en el invierno se acercan a los poblados en busca de comida; aprende a diferenciar el viento del norte del viento del sur. Y, sobre todo, lee en las estrellas. Ellas te mostrarán el camino hacia el mar.

La suerte se alió con ellos. Las noches frías, pero claras, presagiaban un invierno muy crudo. Era preciso llegar al mar antes de que la nieve comenzara a caer, dejándolos aislados en cualquier lugar de aquel territorio desconocido. La estrella del norte brilló cada noche para ellos, al igual que el fuego en la boca del dragón advertía a los marinos, al igual que el candil de sebo iluminaba el camino del viajero de regreso a su hogar.

Los primeros copos comenzaban a caer cuando avistaron el Nailos. Ante el estupor de Dacio, en lugar de buscar un sitio para vadearlo, los tres hombres y la mujer pelirroja se apearon, corrieron hacia el río y se introdujeron en las aguas heladas, riendo y levantando los brazos hacia el cielo mientras invocaban a Deva. Lenore no los había seguido, pero los contempló mientras se bañaban sin que ningún gesto de su rostro demostrara reconocer el ritual sagrado con el que sus compañeros agradecían su ayuda a la diosa. Para tranquilidad del mercader, el baño sólo duró unos momentos. Poco después, tiritando de frío pero felices, reemprendían su camino, procurando pasar lo más lejos posible del campamento romano alzado entre el Nailos y el Nora.

Al atravesar el río, Lenore hizo algo que dejó a todos sorprendidos. Se sacó el anillo de hierro formado por dos cordones entrelazados que Carisio había puesto en su tercer dedo como amuleto para conseguir su amor y lo lanzó al agua con todas sus fuerzas.

—¿Y eso? —interrogó Luam a Tuala.

—Ese anillo se lo dio el romano —explicó la mujer sin dejar de mirar a su amiga, tratando de averiguar lo que pasaba por su mente.

Luam también la miraba. ¿Era posible que recordara algo? ¿Por qué si no habría de tirar el anillo del hombre que había sido su amante? Pero Lenore continuó con la vista al frente, ajena a ellos y al mundo que la rodeaba.

Al anochecer del cuarto día después de haber abandonado Asturica, llegaron a las cabañas de los pastores que ya los habían ayudado en otras dos ocasiones. Todo seguía igual. El lugar era un remanso de tranquilidad, algo verdaderamente extraño en medio del ajetreo de las tropas a poca distancia y los males que se abatían sobre la tierra de los astures. Luam sonrió emocionado cuando la esposa del jefe, una mujer obesa, de piel sonrosada y cabello del color del oro viejo anudado en dos gruesas trenzas, y sus dos hijas los desnudaron junto al fuego, frotaron sus cuerpos con cepillos de crin, les entregaron ropas tejidas con la lana de sus ovejas y pusieron en sus manos sendos cuencos repletos de leche recién ordeñada. Por primera vez en mucho tiempo volvió a sentirse en casa.

Aún estaban recuperándose y se disponían a dormir cuando alguien desde fuera tiró el enramado que protegía la entrada de la cabaña y penetró en ella. Luam, Ael y Morlan se pusieron en pie a la vez y buscaron un arma o un objeto contundente para repeler el ataque.

—No os preocupéis —los tranquilizó el jefe de los pastores—. Es un pobre hombre que vaga por el bosque. A veces, cuando llueve o hace mucho frío, viene a refugiarse en nuestra cabaña.

—¿Y siempre entra con tanta brusquedad? —preguntó Luam tratando de ver el rostro del recién llegado apenas visible en la penumbra iluminada únicamente por el fuego del hogar.

—Está ciego —les informó el jefe de nuevo—. Los romanos le arrancaron los ojos y le obligaron a adentrarse en el bosque esperando que alguna alimaña acabase con él, pero es fuerte como un toro y ha sobrevivido. Nosotros le quitamos las cadenas que lo aprisionaban. ¡Sólo los dioses saben cómo pudo resistir la tortura y seguir vivo!

Tanteando con las manos, el hombre se aproximó al hogar, se sentó en el suelo al lado de la lumbre y comenzó a darse palmadas cruzando los brazos sobre su pecho para entrar en calor. La mujer del jefe le tocó en el hombro y le puso en las manos un cuenco de leche caliente. El hombre soltó un gruñido de agradecimiento y apuró el contenido del cuenco.

Luam no podía apartar su mirada de él. El pobre andrajoso de larga y sucia pelambrera y barba hasta medio pecho, cuyas cuencas vacías estaban cubiertas por un trapo mugriento, le recordaba a alguien, pero no acababa de averiguar a quién.

—¿Eres astur? —le preguntó al cabo de un rato.

El hombre no contestó y volvió a darse palmadas. Luam le asió una de las manos y se encontró de pronto que la otra le agarraba por el pescuezo con una fuerza impensable en semejante despojo humano. La tenaza estaba a punto de estrangularle y apenas pudo emitir un sonido ronco.

—¡Por Lug! ¡Corocotta!

La presión de la mano se aflojó, pero no soltó su presa.

—¿Quién eres? —preguntó el hombre con voz ronca.

—Luam de Noega. Suéltame, jefe de los orgenomescos, mi amigo.

El hombretón lo soltó, se llevó las dos manos a la cara y algo parecido a un gemido estremeció su cuerpo. Luam se sentó a su lado y le pasó el brazo por encima del hombro, estrechándolo contra su pecho y susurrándole al oído palabras que sólo el ciego podía escuchar. Permanecieron así durante largo rato mientras los demás ocupantes de la cabaña contemplaban la escena sin entender muy bien lo que estaba ocurriendo.

Todos dormían cuando el fuego del hogar se extinguió. En un rincón, sobre el suelo cubierto de hierba seca y bajo una gran cobertura de lana, Luam velaba el sueño del jefe cántabro. El gigante invencible que tantas veces se había enfrentado a sus enemigos, tantas cabezas había cortado, en tantas ocasiones había arriesgado su vida por defender su libertad y la de los suyos, dormía agarrado a su amigo como un niño desamparado necesitado de protección.

El jefe cilúrnigo no podía conciliar el sueño, a pesar de lo muy cansado que se sentía. No podía dejar de pensar y ello le desvelaba. Tan cerca de él que sólo tenía que alargar la mano para tocarla, se hallaba Lenore, su compañera, la mujer a la que había amado desde niño, la madre de su hijo muerto. Sus sentimientos eran contradictorios y, por el momento, no sabía qué pensar. Era cierto, tal y como Tuala le había explicado, que Lenore parecía otra persona. No hablaba, no respondía a sus preguntas y seguía mirándole como si viera a través de él. Casi estaba seguro de que ya no era un ser humano, que se había transformado en un espíritu en busca del camino al Mundo Mágico, incapaz de traspasar las Puertas y que erraba vagabundo por el mundo de los vivos. Sentía deseos de estrecharla entre sus brazos, de decirle que por fin estaban juntos, que no tenía ya nada que temer, pero aún estaba muy viva en su mente la imagen de la mujer engalanada y enjoyada encontrada de forma casual en la casa del romano y no podía olvidar ni perdonar. Según sus leyes, él era el jefe de su casa, pero no el dueño de su compañera porque su unión sólo suponía un contrato entre ellos. Lenore era, por tanto, libre, al igual que él. ¿Y el soldado romano que él mismo la había visto matar? ¿Por qué lo había hecho? Finalmente consiguió cerrar los ojos y dormirse sin dejar de hacerse preguntas para las cuales no tenía respuestas.

Se despertó sobresaltado al escuchar un gran barullo. Tardó en abrir los párpados, que se negaban a obedecer la orden de su cerebro. Estaba solo. La idea de haber sido descubiertos por una patrulla romana acabó de despertarlo del todo y salió apresuradamente de la cabaña. Morlan y Ael discutían con Tuala dando grandes voces. Los pastores, Dacio, Lenore e incluso Corocotta asistían a la discusión como meros espectadores.

—¡No le tocaréis ni un solo pelo de su cabeza! —gritó la pelirroja.

—¿Y quién nos lo va a impedir? —le preguntó su hermano desafiante.

—Oye, Morlan. Te he dado más palizas que las que puedes recordar, así que no me provoques o haré que sientas una vez más mi furia sobre tus costillas.

Tuala tenía entre las manos un garrote, grueso de cuatro dedos, que agitaba delante de los dos hombres impidiéndoles cualquier movimiento.

—¡Haz el favor de controlarte, mujer! —le gritó Ael a su vez.

—¡Mejor te callas! —respondió ella en el mismo tono—. Ahora te haces el valiente, pero ¿dónde estabas cuando los romanos nos llevaron a su campamento?

—Aquello no tiene nada que ver con esto.

—¡Sí tiene que ver!

—¿Qué ocurre aquí?

La súbita presencia de Luam los dejó momentáneamente callados, pero de nuevo empezaron a gritar los tres a la vez, siendo imposible entender lo que decían.

—¡Silencio! —ordenó Luam—. Ael, ¿qué ocurre?

—El zagal ha encontrado a un espía en la borda de las ovejas —respondió el aludido.

—¿Un espía?

—Nos ha seguido desde que salimos de Asturica —terció Morlan—. Queremos acabar con él, pero esta mula de hermana mía no nos deja acercamos.

—¡Vuelve a llamarme mula y te cruzo la cara! —gritó Tuala, dirigiéndose a su hermano.

—¡Silencio! —ordenó Luam una vez más—. ¿De qué espía habláis?

—¡De ése!

Los dos jóvenes señalaron a un hombre sujeto con fuerza por dos de los pastores. Luam reconoció al esclavo de la casa del legado, a quien él mismo había querido matar. El hombre apenas podía mantenerse en pie y los pastores lo alzaban cada vez que se le doblaban las piernas. En dos zancadas estuvo junto a él.

—¿Por qué nos has seguido? —le preguntó lleno de rabia.

—No puede responder —intervino Tuala.

—¿Por qué? ¿Porque desconoce la lengua del pueblo masacrado por sus amos?

—Porque los romanos le cortaron a él la suya, ¡por eso!

Luam permaneció un instante mudo al escuchar sus palabras.

—Aun así, eso no significa que no nos haya seguido para ir luego a su amo y decirle dónde estamos.

Tuala tiró el palo todo lo lejos que pudo y se enfrentó a su jefe.

—Este hombre siempre nos ha protegido. Ha cuidado de Lenore en todo momento, ha arriesgado su vida e incluso ha…, ha… —La emoción le impidió seguir.

Luam recordó la sombra silenciosa deslizándose detrás de Lenore y el ruido de un cuello roto.

—Ha matado por ella —acabó la frase.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó la pelirroja sorprendida.

—Porque lo vi con mis propios ojos.

Y de nuevo, Lenore se aproximó al esclavo, al igual que había hecho la noche de su huida, rozó las manos de los pastores y éstos, sorprendidos, soltaron al cautivo. Pasó su brazo por debajo del sobaco de Homero y le ayudó a caminar hasta la cabaña, desapareciendo los dos por el hueco de la entrada y dejando a todos los demás sin saber cómo reaccionar.

—Sería más seguro acabar con él —afirmó Ael al cabo de un rato.

—Han podido seguirle, aunque sus intenciones fueran buenas —terció Morlan a su vez a la defensiva, sin dejar de mirar a su hermana.

—¿Cuántas veces lo hizo?

La pregunta de Luam iba dirigida a Tuala.

—Muchas —respondió la joven entendiendo a lo que se refería.

—¿Por qué?

—Para protegerla, supongo.

—Me refiero a ella —insistió Luam.

—Quién sabe… Ya has visto en qué estado se encuentra. Está así desde que fuimos hechos prisioneros. La lanza que le atravesó el pecho también le atravesó el corazón. —Las lágrimas estaban a punto de saltarle de los ojos—. No se ha recuperado y tal vez nunca lo haga. Ve en cada invasor al asesino de su hijo y…, al tuyo también.

—Sin embargo, se entregó a uno de ellos.

—Di más bien que fue él quien la tomó.

—Podía haberse quitado la vida, la honra…

—¿Por qué no te la quitaste tú? ¿Por qué no os la quitasteis ninguno de vosotros? —le interrumpió Tuala, dirigiéndose a él y a todos los demás—. ¿Acaso vuestra honra no es tan buena ni tan importante como la de una mujer cuya última visión antes de perder el sentido fue la de su pequeño hijo con el cráneo partido en dos? ¿Acaso no tenemos cada uno el derecho a elegir nuestra vida y nuestra venganza?

Las palabras de Tuala dejaron muy impresionados a todos. Los pastores afirmaron con un gesto de cabeza, Corocotta hizo lo mismo acompañando el ademán con un gruñido y Luam recordó también aquella última visión, en Noega, y apretó las mandíbulas para impedir que un grito de dolor saliese de su garganta.

—¿Por qué no la acompañabas tú cuando salía en busca de soldados romanos? —preguntó al cabo de un rato, ya más sereno.

—Lo hice la primera vez, pero Homero nos siguió e insistió en ir con ella las siguientes veces. A mí me conocían todos los guardias y podían relacionarme con la desaparición de sus compañeros.

—Por la misma razón podía haber matado al romano que la metió en su lecho.

—Desconozco lo que pasa por su cabeza aunque, si tanto te preocupa esa cuestión, será mejor que se lo preguntes a ella.

—Tal vez lo haga, algún día…

l día siguiente una comitiva, cuando menos curiosa, salía en dirección al mar. Dacio y Corocotta iban en el pescante del carro lleno de pieles de ovejas, regalo de los pastores para que pudieran aducir su oficio de mercaderes en caso de ser interceptados por una patrulla enemiga; las dos mujeres y Homero iban sentados encima de las pieles y los tres guerreros disfrazados de pastores los precedían a cierta distancia. Luam no dejaba de pensar lo difícil que sería de explicar, con pieles y todo, la presencia en el grupo de un hombre sin ojos, de otro sin lengua, de una mujer demente y de un viejo mercader turdetano. La sola idea de encontrarse con los romanos en semejante situación le provocó la risa.

—¿Por qué te ríes? —preguntó Ael, sorprendido por la súbita explosión de humor de su jefe.

—No me negarás que no tiene gracia ver a un derrotado jefe cilúrnigo, de la orgullosa tribu de los luggones y de la familia de los cazadores de caballos, liderando a un viejo, dos inválidos, una mujer loca, otra que parece un gato salvaje y dos chiflados que han perdido el tiempo creyendo en él —respondió sin poder evitar la risa de nuevo.

—No veo nada divertido en ello —respondió Ael, dolido por sus palabras—. Somos lo que los invasores han hecho de nosotros y bastante es que sigamos con vida.

—Tienes razón, amigo mío. —Luam había recobrado su seriedad habitual—. Es tanto mi dolor que la risa es el camino más fácil, de lo contrario me vería obligado a seguir los pasos de muchos de los nuestros e iría a reunirme con los antepasados. Vosotros, ellos —señaló al carro que subía dificultosamente una empinada cuesta—, mantenéis mi esperanza. Algún lugar habrá en el que podamos empezar de nuevo.

—Noega es ese lugar —intervino Morlan con los ojos brillantes y la sonrisa en la boca.

—Noega está en poder de nuestros enemigos.

—No siempre será así.

—Puede, pero no podemos regresar allí por el momento.

El aire les traía el olor del mar y apresuraron el paso seguidos a trancas y barrancas por el carro y sus ocupantes que se veían en dificultades para mantener el equilibrio por aquellos caminos de ovejas llenos de escollos, piedras, agujeros y barro.

Permanecieron en silencio, ocultos entre los últimos árboles del bosquecillo abierto a los campos que rodeaban la colina en cuyo alto se hallaba Noega. Allí arriba estaba su poblado, su hogar, el dragón dormido, el lugar en el que habían transcurrido sus años más felices. Escucharon el eco de voces antiguas, las risas de los niños, los cantos de las mujeres, el silbido del viento y el chillido de las gaviotas. Las cosas jamás volverían a ser iguales, el mundo que conocían estaba a punto de desaparecer para siempre.

Luam fue el primero en echar a andar. No volvió la vista atrás, tomó una pequeña vereda a su derecha y los demás lo siguieron. Justo antes de que el cielo descargará su furia en forma de agua nieve y granizo, llegaron al pequeño poblado de Gigia, a orillas del mar, cuyos habitantes siempre se habían dedicado a la pesca. Los guerreros de Noega solían burlarse de ellos porque no sabían manejar la falca ni la lanza, y tampoco sabían enfrentarse al oso o al jabalí, pero apreciaban su habilidad con la red y el arpón y su resistencia a la hora de sumergirse en las aguas bravas para pescar pulpos y otras especies exquisitas como las ostras agarradas a las afiladas rocas de la costa.

Los pescadores los acogieron sin hacer preguntas y pudieron ocupar una pequeña cabaña abandonada a cambio de algunas de las pieles que llevaban en el carro. Por el mismo precio, les proporcionaron ramas secas para tapar los agujeros de la techumbre y hacer lumbre y también pescado fresco y cerveza. Estaban agotados por el viaje y no tardaron en dormirse arrullados por el sonido de la tormenta y del oleaje a todos tan familiar, menos a Dacio, para quien aquel mar embravecido, tan diferente al apacible mar de su Gadir, era igual de salvaje que las gentes que vivían a su vera. El turdetano soñó que las aguas se elevaban por encima de las montañas y se tragaban la cabaña con todos ellos dentro. Abrió los ojos espantado y no volvió a cerrarlos durante el resto de la noche.

Nadie les preguntó, en los días sucesivos, quiénes eran o de dónde venían y no tardaron en acomodarse a las costumbres del lugar. Ael y Morlan ayudaban a los pescadores en lo que podían, pero se negaron en rotundo a sumergirse en las, para ellos terroríficas, aguas en busca de moluscos o a manejar los pequeños botes de cuero en los que los hombres del poblado se aventuraban mar adentro. Un día advirtieron las miradas burlonas de sus vecinos cuando rechazaron acompañarlos y tomaron una decisión. Provistos únicamente de sus cuchillos ovejeros, también regalo de los pastores, se adentraron en el bosque y regresaron horas después con un gran venado colgado de un palo que ambos sujetaban por sus extremos. Nadie volvió a burlarse de ellos y a partir de entonces se encargaron de proveer de carne al poblado durante todo el invierno.

Dacio se adaptó pronto a la nueva situación y aprovechó sus dotes de mercader para intercambiar pieles por objetos y alimentos que les eran necesarios. Transformó con ayuda de Tuala la mísera cabaña en una vivienda acogedora y recuperó sus conocimientos de tallador, su primer oficio, creando objetos decorativos a partir de tacos de madera en los que no faltaban los trisqueles, tetrasqueles, signos curvilíneos entrelazados y cabezas de serpientes que había visto por todas partes desde su llegada a la tierra de los astures. Su habilidad asombraba a los pescadores, que enseguida comenzaron a hacerle encargos a cambio de peces recién pescados, telas tejidas y ropas de lana.

Lenore permanecía ausente, continuamente custodiada por Homero, que había recobrado la salud y las fuerzas tras el duro viaje. El griego la cuidaba como si fuera una hija enferma, peinaba sus largos cabellos con un peine de madera, se ocupaba de sus comidas y hasta fabricó una especie de catre para que ella no tuviera que dormir en el suelo como todos los demás, lo cual provocó comentarios jocosos por parte de Morlan acallados de manera brusca, como de costumbre, por su hermana.

Únicamente Corocotta y Luam parecían no sentirse a gusto.

—Quiero saber si aún queda alguien con vida —le dijo un día el jefe cántabro a su amigo, mientras ambos paseaban por la playa—. Dejé allí mujer e hijos y también padres y hermanos.

—Entonces regresa. La familia es para el hombre como la manada para el lobo.

—¿Y cómo quieres que lo haga? ¡Estoy ciego! —gritó el gigante con rabia.

—Yo te llevaré.

—¿Tú?

—Sí. No aguanto más la placidez de este lugar —reflexionó el cilúrnigo en voz alta—. Me consumo. Soy un guerrero, no un pescador.

—¿Y Lenore?

—El esclavo mudo cuida de ella y también lo hace Tuala. No hay nada que yo pueda hacer por ella. No me reconoce y yo, a veces, tampoco la reconozco. Aquí estará bien y a salvo.

—¿Y el romano a quien juraste matar?

—Sigue vivo, pero algún día daré con él.

—Prometí ayudarte —dijo Corocotta apesadumbrado.

—Cuando clave mi puñal en su pecho lo haré en tu nombre y en el mío.

A pesar de las protestas de Ael y de Morlan, que querían acompañarlos, Luam se negó y les ordenó permanecer en el poblado.

—Y esta vez hablo en serio —les indicó con severidad—. Estaré de regreso para la celebración de la fiesta del Samain. Necesito estar solo durante algún tiempo. He de poner en claro mis ideas —añadió suavizando el tono de voz al ver la decepción en los rostros de los dos hombres—, hacer planes para el futuro, pensar hacia qué nos lleva todo esto.

—Podemos hacerlo juntos —afirmó Ael.

—Lo sé, mi querido amigo, lo sé. Pero es algo que debo hacer yo solo.

artieron hacia el este cuando la nieve comenzaba a deshelarse en las zonas bajas de las montañas, siguiendo el camino del mar. Fue un viaje de varias jornadas más de las normalmente necesarias. A pesar de que Corocotta conocía el trayecto de memoria por la cantidad de veces que lo había realizado, su ceguera les impedía avanzar a paso rápido, pero no les importaba. El orgenomesco veía por los ojos de su compañero, no dejaba de hacer preguntas y de señalar lo que encontrarían más adelante, riendo cuando su amigo afirmaba la veracidad de sus palabras y deleitándose con las descripciones de éste sobre el paisaje, los poblados que atravesaban, la luz de los atardeceres, los bosques de hayas y robles que comenzaban a vestirse de verde, los valles que se abrían profundos entre las montañas, las campas en las que pacían grandes rebaños de ovejas, cabras, vacas e incluso caballos.

Luam estaba sorprendido del cambio de humor de su amigo a medida que se acercaban a las tierras de los orgenomescos. Los monosílabos y los gruñidos, el aire taciturno que no lo abandonaba desde la pérdida de la vista, el rencor contra todos y contra todo iba transformándose en el entusiasmo y la alegría que siempre lo habían caracterizado.

—¡Verás cuando contemples el más sagrado de los ríos! —exclamó el hombretón cuando un labrador les informó que estaban a menos de media jornada del Salia.

—Nuestra tierra está repleta de ríos sagrados —replicó el otro, divertido.

—El único digno de ese nombre es el Salia, sus aguas bajan directamente de la morada de los dioses —prosiguió Corocotta entusiasmado—. La diosa Deva vive en él y puede vérsela acicalándose y peinando sus cabellos de oro en las vísperas de las grandes festividades.

—También me dirás que tú la has visto…

—No y ya no podré verla, lo que, por otra parte, tal vez sea una ventaja —reflexionó el cántabro.

—¿Una ventaja no ver a una diosa? —preguntó Luam, curioso.

—Dicen que la víspera de las batallas suele aparecerse en la orilla del río lavando ropa. Si algún guerrero tiene la mala fortuna de verla significa que morirá durante el combate.

—Y si alguien…

Luam no pudo finalizar la frase. Corocotta le asió el brazo con tanta fuerza que tuvo la impresión de que iba a rompérselo en dos. El hombre señaló con un dedo.

—¡Allí! ¡Allí está! —exclamó con júbilo—. ¡Lo huelo!

Poco después se hallaban en la orilla del Salia. Luam tuvo que admitir que el río tenía algo de mágico, o tal vez eran, se dijo, sus ganas de que así fuera. El silencio era total y la luz del sol se reflejaba en sus aguas tranquilas. Le vino a la mente el cabello de Lenore desparramado sobre la hierba en sus días de amor y, por un momento, imaginó a la diosa emergiendo de ellas vestida con una túnica de escamas plateadas y deseó poder contemplarla aunque ello significara su muerte.

Sentado en el suelo viendo pasar la vida se encontraba un barquero, dueño de una balsa de maderos atados.

—Llévame a casa —dijo simplemente el gigante ciego.

El barquero no preguntó dónde estaba aquella casa, se limitó a subir a la balsa y a esperar que sus dos viajeros subieran también a ella. El recorrido fue relativamente tranquilo, el río estaba aquel día en calma y los dos guerreros disfrutaron sensaciones diferentes, pero igualmente reconfortantes. Corocotta no podía ocultar la excitación provocada por la proximidad de los suyos, pero no decía nada. Sentado con las piernas cruzadas en la parte delantera de la balsa, con una mano metida en el agua, olvidó los sufrimientos de los últimos meses y se sintió rejuvenecer. Luam escuchaba el silencio, únicamente interrumpido por el ruido del palo del barquero cada vez que éste lo introducía en el agua, y contemplaba con la mente en blanco el hermoso paisaje que veía transcurrir ante sus ojos. Al llegar a su destino el hombre se negó a aceptar la lasca de plata que el cilúrnigo le tendió.

—Me ofendes —dijo con dignidad, hablando por primera vez—. No seré yo quien se atreva a cobrar el pasaje al gran Corocotta, el más valiente de los guerreros. El único capaz de unir a nuestras tribus contra el invasor y devolvemos la estima.

Sin que pudieran evitarlo, el hombre cogió la mano del guerrero y se la besó. Después, dio media vuelta y regresó a su destartalada balsa, emprendiendo la vuelta. Luam miró a su amigo. Corocotta, emocionado, se mordía los labios y movía la cabeza de un lado para otro, incapaz de decir nada.

—Y ahora, ¿hacia dónde? —preguntó intentando romper el emotivo silencio de su amigo.

—Hacia el este, ¡siempre hacia el este!

Aún les quedaba un largo y duro camino. Recorrieron la tierra de Onís, siendo esperados y agasajados en todos los poblados. La voz del cuerno los precedía avisando de su llegada. En todas partes los recibían con las manos repletas de panes y frutos, pellejos de agua fresca y vasijas de cerveza. Luam estaba asombrado. Todos deseaban tocar al jefe cuyas proezas eran cantadas por los bardos, repetidas y aumentadas en las reuniones junto al fuego hasta adquirir categoría de héroe.

—Las gentes de la montaña no son como las de la costa. —Reía su amigo mientras se dejaba abrazar y tocar por los campesinos.

A pesar de la dificultad del camino, la estrechez de algunos tramos y las empinadas subidas de otros, vadinienses y orgenomescos, mezclados en aquellas tierras perdidas entre las montañas, se desvivían por servirles de guías y transportaban al ciego en volandas de poblado a poblado, de valle a valle.

—¿No es lo más hermoso que has contemplado jamás?

La pregunta de Corocotta se repitió más de una docena de veces y a todas tuvo Luam que responder afirmativamente. No sabía qué era lo que más le emocionaba, si el hecho de que su amigo hablase como si en realidad pudiese ver o la veneración, casi adoración, que los montañeses sentían por él.

La llegada de los dos hombres con media docena de acompañantes al pequeño poblado oculto a los ojos de los mortales, en medio de una verdadera muralla de montañas, provocó tal conmoción que, en pocos instantes, Luam se vio sustituido en su tarea de lazarillo por decenas de manos ansiosas de ocupar su puesto. Una mujer sorprendentemente menuda se abrió paso entre el gentío y se abalanzó sobre el gigante llegándole apenas al pecho. Por sus gritos y lloros y por la forma en la que el orgenomesco la alzó en sus brazos y la besó, Luam comprendió que aquélla era su compañera, y su risa se unió a la risa de alegría que brotaba de todas las gargantas.

El jefe cilúrnigo pasó una luna entera en compañía de su amigo y de su numerosa familia. No entendía cómo Corocotta había tenido tiempo de hacerle ocho hijos a su mujer y más aún cuando los más pequeños habían nacido después de la llegada de los romanos y, que él supiera, el guerrero no había estado ausente de ninguno de los combates mantenidos contra los invasores.

—Siempre ha habido tiempo para una escapadita —se limitó a responder éste con una sonrisa traviesa.

Durante el tiempo que permaneció allí escuchó relatos pavorosos sobre la furia romana abatida sobre las tribus de las tierras al este del Salia. Así supo que el jefe supremo de los invasores, el que había ofrecido una recompensa por Corocotta y a quien los suyos llamaban César, se había ensañado de modo especial con ellas, dirigiendo personalmente campañas de exterminación, ordenando ejecuciones en masa, obligando a sus habitantes a bajar a los valles y vendiendo como esclavos a gran número de prisioneros. Al marcharse, enfermo y asustado por los augurios, había dejado a otros en su lugar para proseguir su labor.

—No parece que hayan llegado hasta este lugar —se atrevió a señalar.

—La Naturaleza nos protege —respondió un hombre al que le faltaban las dos manos—. El camino romano está a dos pasos, atraviesa toda la región de Onís, pero los hijos de perra no se atreven a adentrarse por aquí. Este lugar permanece la mayor parte del año aislado por las nieves y, de todos modos, tenemos vigías y podríamos hacerles frente u ocultarnos en las montañas o en las cuevas si fuera necesario.

—La mayoría hemos venido de otros poblados —le explicó una mujer que amamantaba a su hijo—. Tuvimos que abandonar todo lo que teníamos y salir huyendo.

—Yo vivía a una jornada de aquí en las faldas de la montaña sagrada —intervino de nuevo el hombre sin manos—. Los hijos de perra llegaron como una manada de cerdos salvajes, arrasaron nuestras casas, mataron a todos los jóvenes y se llevaron a las mujeres. A los que ya no éramos tan jóvenes nos cortaron las manos y nos obligaron a abandonar el lugar.

—Nuestros hijos fueron crucificados ante nuestros propios ojos —explicó otro hombre muy viejo, sentado al lado de una mujer tan vieja como él—. De eso hace ya varios inviernos. Obligaron a las gentes de nuestro poblado a bajar a la meseta, pero nosotros somos montañeses y no sabríamos vivir lejos de aquí.

—Se llevaron a mi compañera y a mi hija —dijo con amargura un joven con una terrible cicatriz que le partía la cara en dos—. Nunca más he vuelto a saber de ellas.

También se habían refugiado allí hombres y mujeres pertenecientes a otras tribus, cuyos grupos habían sido eliminados o dispersados, dispuestos a seguir combatiendo hasta que les quedara una sola gota de sangre en el cuerpo. Luam escuchaba sus conversaciones siempre en torno al mismo tema, los invasores y la manera de hacerlos frente, pero no intervenía en ellas. A pesar de la insistencia de Corocotta para que permaneciera más tiempo con ellos, decidió abandonar el poblado y proseguir su viaje.

—Debemos de unir de nuevo a las tribus —afirmó su amigo—. Los hijos de perra creen habernos vencido, pero aún queda fuerza en nuestros brazos y en nuestros corazones para combatirlos.

—Lo hemos intentado, amigo mío —respondió con tristeza—. Nunca podremos vencerlos y tú lo sabes muy bien.

—Mejor morir libre…

—Que vivir esclavo —le interrumpió Luam, acabando la frase mil veces escuchada—. ¿Y luego qué? ¿Quién quedará detrás de nosotros?

—¿Adónde irás?

—Quiero llegarme a los lagos sagrados.

—¿Y cuándo regresarás?

—Te lo diré cuando volvamos a vernos —le respondió con una sonrisa.

—¿Cuándo será eso?

—Quién sabe…

Aceptó una túnica de lana y una capa con capucha del mismo material, que Enora, la mujer de Corocotta, se empeñó en regalarle.

—Y toma también estas calzas y estas botas de piel —insistió Enora—. No son nuevas, pero las necesitarás si vas a subir a los lagos. En esta tierra hace frío incluso en la época de los vientos cálidos.

Con un zurrón en el que la mujer metió unas cuantas provisiones, un cuchillo de monte y una falca vieja pero aún útil, Luam emprendió solo el camino hacia los lagos sagrados. Se internó por bosques tan densos que en más de una ocasión creyó que nunca saldría de ellos; bebió agua de los manantiales que brotaban de las oquedades de las rocas sin olvidarse de rogar por él y por los suyos a Deva, la diosa de las aguas, y ascendió por caminos sinuosos y peligrosos en dirección a las cumbres, cruzándose con manadas de cabras salvajes y con ovejas sin pastor. Aspiró el aire cada vez más frío a medida que ascendía, contempló las montañas y los valles cubiertos por una espesa niebla que los aislaba del mundo y sintió que su espíritu dolido y torturado encontraba por fin la paz.

Llegó al lugar de los lagos sagrados cuando el sol estaba en lo más alto, se aproximó a la orilla del mayor de los dos, se arrodilló y acercó su boca al agua helada para saciar su sed. Después se sentó cruzando las piernas. Permaneció sentado durante tres días con sus noches al borde del lago, con la mirada fija en las aguas quietas y cristalinas que reproducían las rocas del entorno. Aún se veían manchones blancos de nieve en las zonas más altas y el frío viento cortaba su cara como si fuera un cuchillo, sus labios se agrietaron y su piel se cubrió de rocío helado, pero él no sentía nada, ni hambre, ni sed, ni frío, ni calor.

Anduvo largo tiempo entre la niebla. Era una sensación extraña y divertida a la vez. Cuando llegó a las Puertas, éstas se abrieron de par en par para permitirle la entrada y las atravesó sin temor.

Letavia era, tal y como había esperado, una réplica del mundo conocido, una comunión perfecta entre el cielo y la tierra, altas montañas de cumbres nevadas, valles profundos y verdes en los que todo tipo de animales pacían en libertad, bosques de robles, encinas y hayas que protegían las fuentes sagradas, playas de arena fina acariciadas por el vaivén acompasado de las olas del mar. Y en lo alto de una colina, sobre el lomo de un dragón dormido, se hallaba su Noega, la de antes de la invasión. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas al reconocer el lugar dejando su huella en el rostro helado. Allí estaban su padre Oven y su madre Eliza y, entre ambos, asido a sus manos, el pequeño Alan mirándole con sus grandes ojos infantiles, siempre sorprendidos; Boazel, el viejo jefe; Urien, el herrero que le había enseñado cómo fabricar puntas de lanza; Anna, la madre de Lenore; Gralon, Aoda, Mai, Ke…, y junto a ellos, Ocbas de los cibarcos, Garan de los lancios, Sen de los pésicos, Elar de los amacos y Cilio el impetuoso, los jefes de las tribus que habían caído luchando a su lado. Todos le sonreían y le daban la bienvenida. Vio avanzar hacia él a Madeg, su maestro. El Hombre Sabio se abrió paso y sus miradas se reconocieron.

—Debes regresar, Luam —dijo—. Aún no ha llegado el momento de que te reúnas con nosotros.

No deseaba hacerlo, quería permanecer allí para siempre, junto a los seres que tanto había amado. Estaba cansado de luchar por la vida, cansado de sufrir. Su corazón rebosaba de paz y felicidad, alargó los brazos para tocar a Madeg, para asirse a él y acompañarle en su eterno viaje.

—Debes regresar —repitió el maestro con una sonrisa.

Las figuras de Madeg y las de todos los demás se diluyeron en la niebla del amanecer del cuarto día. Luam regresó al mundo de los vivos, sus ojos siguieron la luz que se trasladaba lentamente iluminando el paraje vacío de árboles, rocoso y árido; contempló el movimiento de las sombras y el brillo de su reflejo en el agua cegó sus ojos durante un breve instante. No podía moverse.

—Te convertirás en roca si continúas ahí más tiempo.

La voz irónica escuchada a sus espaldas acabó por hacerle reaccionar. Tuvo que realizar un gran esfuerzo para girarse. Un pastor cubierto de pieles de pies a cabeza lo observaba con aire escéptico.

—¿Hace cuánto que me observas? —preguntó Luam después de tragar saliva varias veces para humedecer su garganta.

—Dos veces se ha puesto el sol desde que estoy aquí. Subo con mi rebaño cuando las nieves se convierten en agua —creyó obligado explicarle— y permanezco aquí durante los meses cálidos.

—¿Solo?

El hombre se echó a reír y abarcó el paisaje con sus brazos.

—Nadie está solo en este lugar —afirmó guiñando un ojo cómplice—. Me acompañan los dioses, las montañas, las nubes, las águilas y los buitres que vuelan por encima de mi cabeza, los brezos y las voces que me trae el viento.

Luam aceptó la ayuda del pastor para levantarse. El hombre, que dijo llamarse Elar, lo sostuvo mientras recorrían el corto trecho hasta una pequeña borda de piedras, oculta y protegida por dos grandes moles rocosas. Le costó entrar en calor y que sus músculos reaccionaran a pesar del fuego encendido dentro de la borda, la leche caliente que su anfitrión le obligó a beber y el gran pedazo de queso que le instó a comer. La imagen de Noega y de sus pobladores ya desaparecidos seguía nítida en su retina. Sólo tenía que cerrar los ojos para verla de nuevo.

Pasó el tiempo hasta la fiesta del Final del Verano en compañía de Elar. Todos los días recorrían grandes distancias y regresaban al atardecer cansados y satisfechos. Contemplaban el mundo desde las alturas y lanzaban ixixus cuyo eco lejano las montañas les devolvían. Sus cabellos y su barba crecieron y recuperó las fuerzas perdidas. Renacía con cada nuevo amanecer, al igual que las plantas se cerraban a la puesta del sol y volvían a abrirse con las primeras luces del día.

—Los romanos también estuvieron aquí —dijo Elar un día que un aguacero intenso los había obligado a permanecer dentro de la borda.

—¿Aquí? ¿En los lagos sagrados?

—Pero por poco tiempo —rió el pastor—. ¡No pudieron soportarlo! Llegaron por el camino del valle, con sus armaduras y sus animales. Todavía veo a su jefe subido a aquella roca de allí arriba, se creía un dios contemplando sus dominios, y no era más que un hombre como todos los demás. Me obligaron a abandonar la borda para que él pudiera cobijarse de los vientos divinos que arreciaron con más fuerza que nunca mientras permanecieron aquí. Lug le envió un aviso y se marchó tan rápido como pudo. Nunca más he vuelto a ver a ninguno de ellos por aquí.

—¿Qué aviso?

—En medio de una gran tormenta, como la que nos está cayendo encima en este momento, lanzó el rayo que sostiene en su mano derecha y mató a uno de sus esclavos.

Impelido por una fuerza interior que no podía dominar, Luam salió de la borda sin atender los consejos de Elar. A pesar de ser mediodía, estaba oscuro y la noche parecía haberse adelantado, el cielo retumbaba con grandes estruendos y los rayos se reflejaban en las aguas sagradas. No tenía miedo. La lluvia caía con fuerza y resbalaba por su cabello, por su cara y por sus ropas.

—¡Lug! ¡Aquí estoy! ¡Hazme oír tu voz! —gritó con todas sus fuerzas, levantado los brazos hacia el cielo.

Le ensordeció un nuevo trueno más fuerte que los anteriores, seguido por un rayo que golpeó la cima de la roca reflejada en el lago. La tierra tembló bajo sus pies, pero él no se movió. De pronto, la tormenta amainó. Un fuerte viento desplazó los nubarrones para dejar paso a cúmulos blancos y esponjosos a través de los cuales haces de luz iluminaron la tierra. Empujado por un nuevo impulso, el cilúrnigo corrió rodeando el lago y trepó por la roca hasta el lugar golpeado por el último rayo. La piedra había saltado y en su lugar quedaba una huella chamuscada. Hubiera jurado por sus muertos que la mano de Lug había dibujado la silueta de una torques. Un grito de victoria, seguido de otro y de otro más anunciaron al mundo que, a pesar de los invasores, a pesar de ellos y de todos los que llegaran después, Luam, hijo de Oven, de la tribu de los luggones y de la familia de los cazadores de caballos, jefe de los cilúrnigos de Noega, volvía a su poblado para dirigir a sus gentes, para ser su guía y protector, porque ésa era la voluntad de los dioses, para eso había sido elegido cuando aún era un niño y moriría siéndolo como todos sus predecesores.

n mes más tarde Luam se hallaba de nuevo en Gigia, el poblado de pescadores levantado a orillas del mar que daba nombre a todas las tribus de su costa. Ael fue el primero en avistarlo, corrió hacia él con los ojos húmedos y lo estrechó entre sus brazos sin decir nada. Morlan, Tuala y Dacio lo siguieron y su recibimiento fue tan cálido y expresivo como el de su amigo de la infancia. Era bueno estar de nuevo en casa, pensó, levantando su mirada hacia la colina donde Noega se asentaba. Aún estaban a tiempo.

Poco después se hallaba sentado sobre una roca, dejando que el agua del mar refrescase sus pies cansados y respondiendo a las preguntas de sus compañeros, mientras Homero se afanaba en cortarle parte de su larga pelambrera, le afeitaba la barba y arreglaba el bigote. Cerca de él, sentada en otra roca, Lenore miraba absorta el movimiento de las olas. Contempló su perfil, su dorado cabello suelto agitado por la brisa; su mirada se deslizó por aquel cuerpo perfecto que una vez había sido suyo y la deseó por primera vez desde la derrota que había llevado el caos a sus vidas.

—Y ahora, ¿qué?

Agradeció que la voz de Ael hubiera interrumpido sus pensamientos.

—Volveremos a nuestra casa —afirmó con tranquilidad.

—¿Quieres decir a Noega? —preguntó a su vez Tuala esperanzada.

—¿Qué otra casa conoces? —rió su jefe.

—Los romanos siguen allí —constató Ael en tono dubitativo.

—Y seguirán, pero nosotros seremos más fuertes que ellos.

—¿Quieres decir que lucharemos?

—Quiero decir que hay otras maneras de vencer a un invasor —explicó Luam a sus sorprendidos oyentes—. Nunca seremos lo que no queramos ser, estad bien seguros.

—¿Nos vamos ya? —preguntó Morlan entusiasmado.

—Iremos después de la fiesta del Samain. Por cierto, ¿dónde se celebrará?

—En el santuario —le informó Tuala.

—¿En el nuestro?

Esta vez fue la mujer quien se echó a reír.

—¿Qué otro conoces?

Luam sonrió. Había estado en el santuario más importante de todos, en la propia morada de los dioses, aquel que no precisaba de Hombres Sabios, ni de oraciones, ni de imágenes. Había escuchado la voz de Lug, pero guardaría el secreto durante toda su vida.

Se dirigieron al santuario de Deva la víspera de la celebración. Tuvieron dificultades para encontrar un pequeño claro en el que montar sus tiendas porque habían llegado gentes de toda la tierra transmontana, atraídas por dos razones principalmente. Tras años de guerra y desasosiego, volvía a tener lugar la fiesta más importante de su calendario. Durante aquel tiempo cada poblado se las había apañado a su manera, cada familia desperdigada en compañía de otras en su misma situación, cada astur perdido en las montañas invocando solitario el nombre de Lug. La otra razón no era menos importante. Por vez primera, la fiesta se celebraba en un santuario.

Las cosas sí que habían cambiado, caviló Luam, al contemplar la bulliciosa muchedumbre que ocupaba hasta el más pequeño rincón del bosque sagrado. Nadie habría osado adentrarse en él antes de la llegada de los romanos a menos de no haber sido invitado explícitamente por el Gran Maestro, algo que casi nunca ocurría. Recordó su primer encuentro, cuando Ael lo llevó allí para curar sus heridas y la sensación de asombro y temor sentidos en aquella ocasión. ¿Seguiría el anciano Cadoc aún con vida?, se preguntó. Había algo que deseaba pedirle, pero tal vez no tuviera oportunidad de hablar con él. Luego recordó las palabras del sanador en su último encuentro diciéndole que el Gran Maestro siempre aparecía cuando se le necesitaba, que no había necesidad de llamarlo, que él lo sabía.

Dacio y Homero los habían acompañado. Éste porque se negó en rotundo a dejar que Lenore viajara sin su protección y aquél porque se mostró tan horrorizado ante la idea de permanecer solo en el poblado de pescadores que amenazó con organizar un gran escándalo si no le permitían ir. Decidieron que, entre tanta gente, dos más pasarían desapercibidos, pero los obligaron a vestirse como ellos, sobre todo al mercader cuyas coloridas túnicas y dedos enjoyados eran un reclamo a distancia. Con lágrimas en los ojos, el turdetano abandonó su túnica de seda por otra de lino crudo, pero preparó una pequeña bolsita en la que depositó anillos, brazaletes y monedas antes de esconderla en sus calzas. Se dijo que prefería morir antes que volver a ser tan pobre como ya lo había sido en una ocasión.

Luam dejó a los suyos instalándose y recobró en su memoria el camino hacia a la poza sagrada, escondida entre el follaje y preservada, tal vez por ignorancia o tal vez por respeto, de las miradas y pisadas de los no iniciados. Se aproximó al borde y contempló el remanso de agua. El lugar estaba silencioso, ajeno al ruido de voces que se elevaba por encima de las copas de los árboles.

—¿Has vuelto en busca de la torques?

No se sobresaltó al ver a Cadoc a su lado.

—Lo sabes —afirmó con una sonrisa.

—Lo sé.

—He oído la voz de Lug.

—Lo sé, de lo contrario no estarías aquí —sonrió Cadoc.

En la mano del Gran Maestro brilló la torques de oro del jefe cilúrnigo y él mismo se la colocó al cuello. Luam cerró los ojos y acarició el pesado collar que volvía al lugar que le correspondía. Allí permanecería hasta el final.

—¿Qué ocurrirá? —preguntó, abriendo los ojos.

Cadoc, había desaparecido tan silenciosamente como había llegado y Luam se sintió algo defraudado. Le habría gustado hablar con él, tenía tantas preguntas… Se inclinó sobre la poza y sonrió. La imagen que le devolvían las aguas era la de un jefe victorioso, en cuyo cuello brillaba la torques de su dignidad como un talismán.

Regresó junto a los suyos y se detuvo sorprendido. El claro en el que Ael y Morlan habían levantado sus dos tiendas estaba lleno de otras muchas. Suspiró resignado. Era impensable creer que podrían aislarse del ajetreo que la celebración llevaba consigo. Sin embargo, a medida que avanzaba, algo llamó su atención. Los nuevos llegados le saludaban inclinando las cabezas, le sonreían e incluso alguno se le acercó y le besó la mano. Reconoció caras olvidadas y recordó voces perdidas en el pasado. Todas aquellas gentes eran sus gentes, cilúrnigos de Noega. Los ancianos y los inválidos se apoyaban en los más jóvenes y sanos, los rostros marchitos sonreían junto a los de piel tersa y un montón de niños y niñas, ajenos a la emoción del momento, corrían entre los árboles, llenando el aire con sus gritos mientras los recién nacidos mamaban plácidamente del seno de sus madres.

—Se han enterado de que estabas aquí y han venido —le informó Ael, tan conmovido como él mismo.

—Llevas la torques —constató Tuala—. Vuelves a ser nuestro jefe.

—Nunca ha dejado de serlo —replicó Morlan con orgullo.

—¿Ese collar es de oro puro? —preguntó Dacio abriendo mucho los ojos.

La intervención del mercader rompió la tensión y todos soltaron una carcajada.

—Sí, mi buen amigo —respondió Luam—. Es de oro puro, oro de nuestra tierra, extraído y trabajado por manos astures.

—Entonces, es cierto. También a este lado de las montañas altas existen las minas que los romanos buscan con tanto empeño.

—Y que nunca encontrarán —afirmó el guerrero con satisfacción.

El improvisado Noega instalado en el bosque del santuario sagrado se dispuso a celebrar su reencuentro a la espera del comienzo de la gran celebración del día siguiente. Se encendió una enorme hoguera y los cilúrnigos se sentaron a su alrededor, los bardos cantaron las epopeyas de los antiguos, los músicos tañeron sus instrumentos, hombres y mujeres bailaron como si el tiempo no hubiera transcurrido. Luam se sentó junto a Lenore, le asió la mano y se la apretó con cariño. Sintió que su corazón latía con fuerza. Estaba seguro de que la chispa de reconocimiento observada en la mirada de su compañera no se debía al reflejo del fuego en sus pupilas.