La furia de Publio Carisio

a furia de Publio Carisio al constatar la desaparición de Lenore, la esclava de los ojos de gato, y de quien él creía su fiel servidor, Homero, fue tal que aún se recordaría en Asturica mucho tiempo después.

Echó en falta al griego al acabar la reunión con sus comandantes. El esclavo siempre estaba dispuesto para ayudarlo a acostarse, pero aquella noche no apareció. Pensó que el hombre se habría acercado al lupanar del poblado y no se lo reprochó. A fin de cuentas, mudo o no, no dejaba de ser un hombre y, por otra parte, estaba contento. Los informes de sus comandantes habían sido del todo satisfactorios. Unos pocos meses más y podría afincarse definitivamente en Emérita Augusta con una cantidad de oro que para sí quisieran los envanecidos senadores de la curia romana. Ya no deseaba regresar a Roma, había allí demasiadas intrigas y traiciones. Quería disfrutar de su bien ganada fortuna en compañía de Lenore y de los hijos que ella le daría. Estaba cansado y se dejó caer en el lecho sin tan siquiera descalzarse tapándose con la hermosa piel de lobo blanco, regalo inesperado y augurio a todas luces favorable a sus propósitos.

La ausencia de Homero a la mañana siguiente hizo sonar en su cabeza una señal de alarma. Saltó de la cama y se precipitó hacia la estancia ocupada por Lenore. No había ni rastro de ella, ni tampoco de la esclava pelirroja. Gritó todo lo que se podía gritar, reunió a la servidumbre y a los soldados de la guardia. Nadie pudo darle razón de los desaparecidos. Él mismo azotó con un látigo a los hombres encargados de la vigilancia de las puertas la noche anterior antes de condenarlos a permanecer de pie a la intemperie durante dos jornadas enteras, vestidos con una simple túnica y sosteniendo en los brazos todo su equipo militar; ordenó poner patas arriba el poblado entero, cabañas, tiendas y carros; envió patrullas en todas las direcciones con la orden expresa de no regresar hasta no dar con los huidos o, al menos, con una pista que pudiera conducirlos hasta ellos y mandó crucificar a media docena de esclavos astures acusándolos de haber ayudado a los fugitivos. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, sólo pudo sacar en claro que únicamente el mercader y su sirviente, provistos de un salvoconducto y, algo más tarde, el esclavo Homero a lomos de una mula, habían abandonado la guarnición la víspera. Nadie se fijó qué camino tomaron y las huellas habían sido borradas por los labradores y mineros que se dirigieron a sus tareas temprano por la mañana.

Durante el resto del invierno, el legado se debatió como un león enjaulado. La naturaleza se alió con los fugitivos: la nieve cayó sobre la tierra de Asturia como no lo había hecho en muchos años, alfombró montañas y valles y cerró los pasos, impidiendo la continuación de la búsqueda.

Obsesionado por el oro, de cuya extracción se hacía entregar una parte, Carisio obligó a triplicar la producción. Faltos de alimentación y de recursos para defenderse del frío, los esclavos caían igual que las moscas bajo el calor, las mujeres ocupaban el lugar de sus compañeros y los niños el lugar de las madres. Los soldados de la guarnición sufrieron su furia en sus propias carnes, se doblaron las guardias, fueron obligados a realizar ejercicios agotadores y se les cancelaron todos los permisos. Los habitantes del poblado, labradores, mineros, mercaderes, herreros, padecieron tanta hambre que se vieron obligados a sacrificar a los pocos animales que poseían, incluidos los caballos y los perros, para poder comer.

El descontento tanto de la población civil como de los militares aumentaba en la medida que aumentaban las penalidades y en un acto sin precedentes, y de común acuerdo con algunos tribunos, partió de Asturica una delegación para entrevistarse con el representante del emperador Augusto en la Tarraconense, Cayo Antistio. El grupo tardó un mes en llegar a Tarraco e informar al legado de la situación. Perplejo ante el hecho de que los propios sometidos fueran a quejarse del mal gobierno de su homólogo, Antistio envió un mensaje al Senado de Roma detallando todo el asunto y solicitando órdenes.

Ajeno a estas maniobras, Publio Carisio no dejaba de lamentarse ni un momento de que su suerte hubiera cambiado de forma tan radical, achacando todos sus males a la huida de Lenore y, en menor medida, a la de Homero. Según él, el nuevo sirviente era zafio, no sabía dar masajes y lloriqueaba como una vieja cada vez que descargaba sus puños sobre él. Y la mujer…, ¡lo tenía bien merecido por haber sido tan generoso con ella! Debía haber escuchado los consejos de Livinia y haberla hecho ejecutar en su momento. La muy zorra se había servido de él a su gusto, había asumido aquel aire ausente para tenerlo en sus manos y obtener sus menores caprichos. Luego recordó que ella jamás le había pedido nada, pero daba igual. Se había dejado engañar como un niño al que se le prometía una golosina. Le arrancaría la piel a tiras en cuanto la tuviese de nuevo en su poder, cosa que no dudaba ocurriría antes o después, y la entregaría a sus hombres para que abusaran de ella hasta desgarrarle las entrañas de igual forma que ella había desgarrado su corazón y su orgullo.

Unas noticias inquietantes le hicieron olvidar por el momento su preocupación personal. ¡Los astures volvían a alzarse en armas! Era una pesadilla sin fin, pero lo más sorprendente era que esta vez lo acusaban a él de ser la causa.

—Repítelo de nuevo —ordenó a Marco Catulo, que acudió a Asturica tan pronto como los pasos quedaron libres de nieve.

—Dicen que es por tu causa, legado —afirmó el tribuno con un ligero temblor en la voz—, por tu crueldad y tu afán de ganancia.

—¿Quién lo dice? —preguntó furioso.

—Pues… ellos, los astures, los rebeldes. Gritan que es por tu culpa, que eres cruel y avaricioso —insistió el militar a riesgo de ver el puño del legado estrellándose contra su cara.

—¿Y en qué lengua lo dicen? —repitió Carisio, más furioso aún—. ¡A ver! Ya que tan bien parece que se les entiende.

Marco Catulo meditó unos instantes antes de responder.

—En la nuestra.

¡Era el colmo! Aquellos bárbaros desarrapados no solamente se atrevían a atacar de nuevo, sino que además le gritaban insultos en su propia lengua.

—¿Cuántos son?

—Miles. Descienden de las montañas, atacan a las pequeñas guarniciones y a las patrullas y se retiran de nuevo. Han vuelto a sus formas de lucha tradicionales y no hay manera de pillarlos.

—¡Alguna tendrá que haber! —exclamó el legado—. Y yo me encargaré de hallarla.

Pocas jornadas después se ponía en marcha una legión entera al mando de Publio Carisio, dispuesto a arrasar los poblados de los bárbaros y a pasar a cuchillo a toda la población. Tomó la vía construida entre Asturica y Lucus Asturum, algo más corta que la que partía de la guarnición de Legio, pero más abrupta y difícil; siguió el curso del río Cubia hasta su unión con el Nailos y después se dirigió a marchas forzadas al enclave desde el cual se controlaba a los astures transmontanos. Como en ocasiones anteriores, al aviso de su llegada, las gentes abandonaban los poblados y se refugiaban en lugares casi inaccesibles. El legado ordenó crucificar o simplemente despeñar a los pocos nativos que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en su camino.

El campamento de Lucus Asturum no había sido atacado todavía, pero los soldados guarecidos dentro de la empalizada estaban literalmente aterrorizados. Apenas disponían de víveres, la disciplina había desaparecido, los hombres mostraban un aspecto desaliñado y la moral estaba por los suelos. La llegada de la legión no pareció levantarles el ánimo. El invierno recién transcurrido había sido la peor pesadilla sufrida desde su llegada a aquellas tierras. Día sí y día también aparecía el cadáver sin cabeza de algún romano que se había aventurado fuera de la empalizada. Los turnos obligados de inspección de los alrededores se convertían en verdaderas trifulcas y era habitual el mercadeo entre los propios soldados para librarse de ellos mediante el soborno y el chantaje. Se sentían espiados por miles de pares de ojos, el menor ruido los sobresaltaba y ni siquiera una orden directa del propio Augusto habría podido obligarlos a salir de su refugio.

Lo primero que hizo Carisio al constatar semejante estado de cosas fue arengar a las tropas.

—¡Escuchad, soldados de Roma! El emperador César Augusto, hijo del divino Julio César, tres veces cónsul, emperador con veinte salutaciones imperiales, pontífice máximo, padre de la patria, treinta veces investido con la potestad tribunicia, os necesita. Necesita vuestra lealtad para acabar con los rebeldes montañeses que se niegan a doblar la rodilla ante Roma, madre de la civilización, justa y eterna. Vosotros, sus hijos, sois su apoyo, su esperanza. Las generaciones venideras os recordarán como a héroes e invocarán vuestros nombres.

Un murmullo disconforme se expandió entre los soldados de la guarnición. ¡A otros con aquella palabrería! Allí estaban, rodeados por los bárbaros, obligados a defender a los ricachones de la urbe que se beneficiaban de sus logros mientras ellos, los verdaderos artífices de las conquistas imperiales, se dejaban la vida lejos de su tierra. Cobraban, cuando cobraban, una soldada mísera sin posibilidades de beneficiarse del botín porque en aquellos parajes no había fincas, ni ajuares suntuosos, ni oro, ni joyas. Allí no había nada a excepción de un clima húmedo y desapacible, caballos enanos salvajes, cabras y poco más. Estaban hartos y querían marcharse cuanto antes hacia las tierras del sur.

Las protestas se acallaron cuando el legado amenazó con ejecutar a uno de cada diez soldados si no deponían su actitud y se aprestaban a ser los invencibles legionarios que habían conquistado el mundo conocido. Las provisiones de trigo, centeno y carne traídas desde Asturica acabaron por convencerlos de que era más sabio conformarse y no arriesgar sus vidas más de lo que ya lo estaban. A partir de entonces, los soldados de Carisio, armados de pies a cabeza, iniciaron una minuciosa búsqueda de los núcleos rebeldes con la orden bien clara de no hacer prisioneros. Todo nativo hallado con un arma en la mano debía ser ajusticiado inmediatamente.

A pesar del gran despliegue de efectivos, la situación seguía igual dos meses después. Los astures continuaban atacando donde los romanos menos se lo esperaban. Ya no sólo atacaban a las tropas o a las pequeñas guarniciones, sino que aparecían en los caminos, quemaban empalizadas, derribaban puentes, destruían las presas de los ríos y asaltaban a los pastores haciendo desaparecer rebaños enteros como por arte de magia. Incluso se atrevieron a atacar algunos yacimientos mineros matando a los soldados encargados de su custodia y favoreciendo la huida de muchos de los esclavos condenados de por vida.

Por si todo esto fuera poco, Carisio recibió un mensaje enviado por el Senado de Roma ordenándole responder a las serias acusaciones vertidas en su contra. Lo que más le molestó no fue el mensaje en sí, al que podía responder dando su versión de los hechos, sino que fuera el odiado Antistio quien se lo hubiera hecho llegar, porque probablemente también habría sido él quien había enviado el infundio al Senado. Decidió responder a los padres de la patria y enviar la respuesta a través del legado de la Bética, antiguo compañero de armas, explicando la situación real de las tierras que gobernaba, de la brutalidad y salvajismo de sus habitantes, incapaces de aceptar la paz romana, dispuestos a rebelarse en todo momento y a quienes únicamente podría dominarse utilizando la fuerza. En cuanto a lo de la apropiación indebida de parte del oro de las minas, negó con rotundidad cualquier acusación al respecto e, incluso, exigió se enviaran inspectores para examinar los registros de cuentas. Para cuando dichos inspectores llegaran, si llegaban algún día, él ya estaría en Emérita y su caudal a salvo, debidamente disimulado en tierras y explotaciones agrícolas y ganaderas.

El día en que le llegaron noticias de que las tribus se disponían a unirse una vez más y a atacar todas juntas decidió pedir ayuda al legado de la Citerior, Cayo Fumio, el recién llegado sin experiencia. Para su sorpresa y la de los rebeldes, Fumio había estudiado a fondo las tácticas guerreras de los montañeses y decidió aplicarlas él también. En lugar de avanzar en formación compacta, lenta en movimientos y fácilmente visible desde la lejanía, ordenó formar pequeños pelotones de no más de cincuenta hombres que, guiados por rastreadores expertos, fueron exterminando uno tras otro todos los centros de rebelión. No tuvo ningún reparo en quemar bosques enteros para obligar a salir de ellos a los refugiados, ni en torturar y ejecutar a hombres, mujeres y niños para sonsacarles información sobre los rebeldes ocultos en las cercanías de sus poblados y a los que, estaba convencido, ayudaban. Destruyó poblados enteros, poniendo especial ahínco en los castros amurallados y, una vez más, obligó a sus habitantes a descender de las montañas.

La calma llegó con la primavera. Las nieves se fundieron descubriendo los campos reverdecidos; los robles, hayas y fresnos recuperaron su vestimenta; los cardos morados, las milenramas y los brezos mostraron sus colores, y los estorninos, mirlos y petirrojos llenaron de nuevo el aire con sus trinos y revoloteos. Poco a poco, la gente huida de los poblados ante la ofensiva invasora regresó a sus hogares reemprendiendo las tareas dejadas a medias. Como si nada hubiera ocurrido, como si todo continuara igual, los astures se dispusieron a sembrar los campos, subir los ganados a las tierras altas en busca de buenos pastos, elaborar sabrosos quesos y requesones con la leche de las ovejas y cabras recién paridas, cazar caballos, orear sus hogares y retechar sus cabañas.

gnorando a los romanos asentados en el campamento militar guarecido tras la empalizada, los habitantes de Noega se prepararon para celebrar la fiesta del Lugnasa, también llamada el Matrimonio de Lug, en honor al dios y a su nodriza, la princesa Tailtiu, su cuidadora hasta que tuvo edad para luchar. La celebración marcaba el comienzo de las cosechas y era el momento de concertación de las uniones matrimoniales. Adornaron sus cabañas con ramas y flores, elaboraron la cerveza ritual, prepararon dulces de nueces y miel y sacrificaron algunos de los carneros no requisados por los ocupantes.

Muchos eran repobladores llegados de otras partes aunque no extraños al festejo celebrado cada año en toda la tierra astur y otros muchos eran antiguos moradores que habían huido al anuncio del avance invasor regresando después de malvivir ocultos en cuevas y bosques. También estaban los que no se habían movido del sitio y mostraban las cicatrices de sus miembros amputados. Nuevas o viejas, en todas las familias faltaba alguien debido a la guerra y su recuerdo flotaba en el aire impregnándolo de tristeza y rabia. No obstante, no darían a los invasores el gusto de comprobar hasta qué punto habían trastornado su modo de vida, hasta qué extremo los habían llevado a la desesperación. Les demostrarían que, a pesar de las calamidades, los cilúrnigos continuaban estando orgullosos de su pasado y de sus tradiciones. Haría falta algo más que la fuerza bruta para eliminarlos de la faz de la Tierra.

El legado Carisio se encontraba en Noega de inspección. Quería comprobar por sí mismo que todos los conatos de rebeldía en la región habían sido debidamente reprimidos. Se hizo informar con detalle sobre la situación del poblado, inspeccionó una a una las cabañas llevándose de ellas lo que se le antojó y, olvidando los consejos de su antiguo mentor, el sabio Apidio, exigió pleitesía a los ancianos del lugar, complaciéndose con la humillación de los vencidos.

Recordó su primera impresión sobre el poblado y su contento cuando el pulario declaró que aquél no era un buen lugar al negarse los pollos del auspicio a salir de la jaula. Sin embargo, ahora veía el enclave con otros ojos. Era tan salvaje y bello a la vez que le hacía sentirse el amo del mundo cuando se aproximaba al acantilado y contemplaba las olas del mar rompiendo con furia contra las rocas. Tanto a su derecha como a su izquierda, la costa se alargaba hasta desaparecer en el horizonte y toda ella, se decía el legado, era romana. Roma dominaba tierra, mar y aire, los tres elementos de la naturaleza, y, en aquel preciso lugar, él era el amo hasta donde la vista alcanzaba.

Al anochecer del día de la fiesta, él y varios de sus comandantes salieron de la encinta militar, se acercaron al poblado abriéndose paso a empujones y se sentaron a los pies de la estatua del dios Lug, que presidía el festejo. Su aparición sobresaltó a los nativos durante unos momentos, pero éstos enseguida optaron por ignorarlos y continuar con la celebración. Carisio nunca había presenciado una fiesta indígena y contempló cómo jóvenes y viejos, hombres y mujeres, saltaban por encima de la gran hoguera encendida en medio del poblado.

—¿Por qué hacen eso? —preguntó, curioso, al lusitano.

—Creen que así se librarán de las enfermedades.

—¡Lo que van a conseguir es chamuscarse los pies! —exclamó, echándose a reír a continuación.

También observó divertido los saltos de los danzantes moviéndose al son de una música demasiado elemental y estridente para sus oídos. Se hizo servir un pote de cerveza y lo escupió al suelo sin miramientos.

—¡Qué asco! —exclamó limpiándose la boca con el antebrazo—. ¡Esto sabe a orines de caballo!

Su gesto hizo reír groseramente a sus acompañantes, aunque recibió la mirada desaprobadora de las personas situadas cerca del grupo. Uno de los soldados de la escolta corrió al campamento y regresó al poco con dos jarras grandes de vino, siendo recibido con alborozo por el legado y sus próximos.

Los saltos, los bailes representando la caza del oso o del jabalí y las demostraciones de agilidad y fuerza dejaron paso a la primera danza, aquella en la que las mujeres del poblado elegían compañeros. Un grupo de hombres esperaba en medio de la plaza a ser elegidos. La música varió de ritmo, su cadencia se tornó suave y pudo escucharse el sonido melodioso de las arpas y de las flautas. Era el rumor de las aguas de los ríos bajando frescas y renovadas desde las cumbres, la voz de la tierra despertando tras el sueño del invierno, la savia vigorosa que alimentaba a los árboles, el agitado aleteo de los polluelos, el indomable espíritu de los astures.

—¿Qué hacen ahora? —preguntó el legado, con el cuerpo alegre y la mente algo embotada por el alcohol.

—Las mujeres se disponen a elegir marido —le informó el lusitano, siempre dispuesto a su vera.

—¿Cómo que las mujeres se disponen a elegir marido? —repitió Carisio.

—Así es, legado. Es costumbre en estas tribus que las mujeres elijan a sus compañeros.

—¿Habéis oído eso? —interrogó Carisio a sus acompañantes—. ¡Siempre he dicho que estas gentes eran unas salvajes!

Fijó su mirada en el corro de mujeres. Sus sombras alargadas adquirían formas grotescas sobre el suelo. Daban varios pasos y giraban sobre sí mismas recibiendo las sonrisas de aliento de los pretendientes y respondiendo del mismo modo. A medida que iban formándose, las parejas se unían al corro que giraba en torno a la hoguera asiéndose por los dedos meñiques. El legado continuaba con la mirada fija en las mujeres. Las había de todas las edades, pero él sólo tenía ojos para las que no eran ni demasiado jóvenes ni demasiado mayores, para las de cabellos rubios, para las más bellas. El vino le hacía ver cosas que nunca habían ocurrido. Él era uno de los danzantes que giraban dando vueltas alrededor del fuego, levantando los brazos hacia la luna que desaparecía oculta por nubes veloces y reaparecía poco después en toda su redondez. Lenore, los cabellos al viento y los hombros descubiertos, extendía sus manos con las palmas hacia arriba invitándole a unir sus cuerpos al ritmo acompasado de la música y juntos desaparecían en el interior de una cabaña. Las risotadas de sus acompañantes lo despabilaron.

—¡A mí la guardia! —gritó poniéndose en pie y tratando de mantener el equilibrio.

Las dos docenas de soldados algo apartados en actitud vigilante se apresuraron a acercarse, espadas en mano, dispuestos a defender al legado. La música cesó y los festejantes se miraron asustados.

—¡Lusitano!

El intérprete asomó raudo entre las lanzas.

—Di a estos brutos que vamos a enseñarles cómo se hacen las cosas en Roma —le ordenó—. ¡Que los hombres salgan del corro!

El lusitano vaciló unos instantes.

—¿No me has oído, pedazo de bestia? ¡Diles que salgan del corro!

El hombre repitió las palabras del legado. Ni uno solo de los danzantes hizo amago de moverse, permaneciendo en sus sitios con la mirada retadora y los puños cerrados. Carisio hizo tina seña y los soldados levantaron las espadas a la altura del pecho.

—¡O salen o son hombres muertos! —gritó el legado.

No hizo falta que el intérprete tradujera sus palabras. Lentamente fueron retirándose mientras un murmullo de desaprobación se alzaba entre los espectadores.

—Que las mujeres vayan al centro y formen el mismo corro alrededor de la fogata.

Nuevamente, el lusitano tradujo sus palabras y las mujeres obedecieron la orden.

—Bien… —Carisio contempló el círculo con una sonrisa y sorbió un trago de vino de la jarra que no había abandonado su mano desde el principio—. Ya que las perras están en celo, yo voy a darles los mastines que se merecen. ¡Soldados, formad un círculo alrededor de las mujeres!

Los soldados no entendían la propuesta de su jefe, pero obedecieron sin bajar la guardia en ningún momento.

—¡Las hembras no elegirán maridos bajo las civilizadas leyes de Roma! —exclamó el legado eufórico levantando la jarra y vertiendo parte de su contenido—. Ya lo dijo el sabio Aristóteles, «el varón es por naturaleza superior y la mujer inferior, y uno domina y el otro es dominado». Es por tanto una práctica antinatural permitir a la mujer elegir a su marido. ¡Traduce!

El lusitano repitió las palabras y un nuevo murmullo de protesta se alzó entre los espectadores.

—Y ahora seguiremos con el baile, pero serán mis hombres quienes elijan y quienes os den una lección de virilidad.

Los soldados se miraron atónitos unos a otros, pero su asombro dejó paso a una sonrisa satisfecha. ¡Ya era hora de que el legado tuviera un gesto de reconocimiento a sus muchos esfuerzos! No podían creer en su buena suerte.

—¡Música! ¡Música! —ordenó Carisio, pero los músicos permanecieron mudos.

Uno de los militares se aproximó a ellos blandiendo su espada, pero las primeras notas comenzaron a sonar antes de que llegara hasta ellos.

Carisio y sus comandantes se desternillaban de risa viendo los esfuerzos de sus hombres por seguir el ritmo de la melodía, celebrando su impericia y alentándolos a elegir pareja. El primero en hacerlo se, dirigió a una de las más jóvenes y la asió del brazo bruscamente, inmovilizándola a pesar de su forcejeo. El murmullo de los espectadores iba haciéndose cada vez más denso y amenazador, pero ellos parecían no darse cuenta, aun cuando mantenían sus manos cerca de las armas.

Súbitamente, se levantó un viento que primero removió y formó pequeños remolinos de polvo en el suelo para, a continuación, silbar con furia en todas las direcciones. En un momento, su fuerza arrastró objetos y personas, levantó techumbres e hizo rodar por los suelos los cántaros de cerveza. Como un fuelle colosal, avivó las llamas de la hoguera, esparciendo chispas y carbones que a su vez prendieron en la hojarasca y la madera de las cabañas más próximas. El rumor del viento se mezcló con el del mar embravecido, que lanzaba olas gigantescas contra los acantilados, mientras las gaviotas despertaban de su sueño y revoloteaban asustadas. La gente apiñada en la plaza comenzó a gritar y a correr en todas las direcciones buscando refugio, apagando los fuegos o tratando de proteger a los niños y a los ancianos. El soldado que había asido a la primera mujer continuaba en medio de la plaza aturdido y sin querer soltar su presa. La joven gritó aterrorizada y, tras darle una patada en la espinilla, desapareció entre las cabañas aprovechando el gesto instintivo del hombre llevándose las dos manos a la pierna golpeada.

El legado contemplaba el fenómeno con la boca abierta y la jarra vacía aún en su mano. Oyó un crujido a su espalda y se giró justo en el momento en el que la estatua del dios Lug se tambaleaba y uno de los soldados de la guardia se abalanzaba sobre él para protegerlo. La estatua cayó en medio de un gran estruendo y la punta de la lanza que portaba en su mano se clavó en el ojo del soldado, atravesándole el cráneo y produciéndole la muerte instantánea.

l espectáculo era desolador al día siguiente. El suelo aparecía cubierto de las cosas más inverosímiles, desde maderas y piedras, hasta objetos de todas las clases, pieles, utensilios rotos, ropas y calzados; varias cabañas estaban destechadas y otras cuantas habían ardido completamente, quedando únicamente la parte baja de los muretes de piedra ennegrecidos por el humo y las llamas. Una tormenta con todo su aparato de truenos y rayos había descargado a tiempo de que el poblado no se convirtiese en una gran hoguera.

Los habitantes de Noega se apresuraron a poner en pie la estatua de Lug y su Hombre Sabio sacrificó ante el altar una hermosa oveja a fin de desagraviar al dios y, de paso, agradecer su intervención. Todos estaban convencidos de que la tormenta había sido provocada por Lug, que su ira había impedido a los invasores llevar a cabo sus propósitos. Las mujeres del poblado se hallaban de momento a salvo. De todos modos, nada más acabar el sacrificio, un grupo de niñas y jóvenes abandonaron el poblado portando unos cestos vacíos sobre sus cabezas. Cuando los soldados de la puerta les preguntaron adónde iban, respondieron entre risas que bajaban a la playa en busca de moluscos y que ya les darían algunos a su vuelta. Descendieron la colina pero, en vez de dirigirse a la orilla del mar, se encaminaron hacia el santuario de Deva y se refugiaron en él. El consejo de ancianos había decidido que las vírgenes del dragón desaparecieran de la vista de los romanos mientras su jefe y sus comandantes permaneciesen en Noega.

Nunca supo Publio Carisio cómo habían logrado él y los suyos regresar al campamento. Hubo momentos en los que parecía que el viento iba a arrastrar a hombres, animales y cabañas hacia el acantilado. Borrachos como estaban, hubieron de apoyarse unos en otros para poder caminar y recorrer el pequeño trecho entre el poblado y la empalizada militar. Se tumbó en su catre y se quedó inmediatamente dormido escuchando el aullido del viento, semejante al de una manada de cientos de lobos, soñó que le caía encima una piedra enorme lanzada por un bárbaro desde lo alto de una montaña y se despertó con un terrible dolor de cabeza.

Con la boca seca y el estómago revuelto, salió afuera para comprobar los desperfectos ocasionados por la tormenta. Los barracones, construidos con adobe y ladrillos, habían resistido la embestida de la naturaleza, pero el suelo estaba cubierto de cascos, lanzas, espadas, escudos, lorigas y otros objetos pertenecientes a la tropa. Los soldados se hallaban recogiéndolos y poniendo orden.

Una tira de tela llamó de pronto la atención del legado. Enroscada en un soporte de lanzas, milagrosamente en pie, y agitada por un viento suave que había seguido al vendaval, la tira de tela parecía flotar en el aire. El corazón comenzó a latirle con fuerza y corrió hacia el soporte, dejando sorprendidos a los hombres que lo rodeaban. Asió la tela y la desenroscó con los nervios a flor de piel. Sus ojos estaban fijos en el tejido azul en el que podía distinguirse claramente el extremo de un ala y parte de la cabeza y el pico de una gaviota bordada con hilo de plata.

—¡Firmio! —El grito de Publio Carisio resonó en el aire como un latigazo.

El comandante de la segunda cohorte establecida en Noega se adelantó con paso vacilante.

—Legado…

—¡Reúne a los hombres! ¡Los quiero a todos formados ahora mismo!

—¿Hay algo que…?

Carisio no le dejó terminar la frase.

—¡Obedece mi orden!

Poco después los doscientos soldados de la segunda cohorte estaban formados con sus mandos en primera fila delante de la barraca del legado, quien se había hecho traer una pequeña plataforma para poder estar por encima de sus cabezas. El legado levantó el brazo por encima de su cabeza y mostró la tira de tela.

—¡Quiero saber de quién es este trozo de tela!

Un silencio total siguió a sus palabras. Los hombres no se atrevían ni a pestañear…

—¡Por todos los dioses, maldita sea! ¿De quién es este trozo de tela? —Trató de suavizar su tono al darse cuenta de la impresión causada en los soldados—. Necesito información.

Un soldado de la tercera fila avanzó hasta la primera y dio dos pasos más hasta situarse delante de los mandos, aunque permaneció en silencio y algo encogido por el terror que le infundía el jefe del ejército.

—¿Es tuyo? —le preguntó Carisio desde su altura.

El hombre afirmó con la cabeza sin que su garganta pudiese emitir sonido alguno.

—¡Que los hombres vuelvan al trabajo! —ordenó el legado, y luego hizo una seña al hombre que continuaba encogido—. Tú, ¡ven conmigo!

Penetró en su barraca seguido por el hombre. Los mandos tardaron unos momentos en ordenar la disolución de las filas. La reacción de su jefe los había dejado a todos atónitos. No entendían que pudiera organizarse semejante escándalo por un trozo de tela.

Carisio supo por el soldado que éste había encontrado la tira de tejido enganchada a un carro abandonado, atascado en una zanja, cerca de la playa, a la entrada del bosque que rodeaba el lugar. La había cogido porque su color le recordaba al de los ojos de su amiga que vivía en Tarraco. El legado despidió al soldado y ordenó formar a una patrulla de cincuenta hombres al mando de los cuales iría él mismo en persona. Montó en su caballo y descendió la colina a tal velocidad que, en más de una ocasión, el animal estuvo a punto de caer y arrastrarlo en su caída. Los soldados corrían tras él sin mantener la formación, preguntándose qué bicho le habría picado. No había tardado en propagarse por el campamento su salida y la de sus más afines protagonizada la víspera y los resultados de la misma que, al igual que los habitantes del poblado, achacaron al enfado de los dioses indígenas. La presencia del legado en Noega había complicado las relaciones, relativamente tranquilas, mantenidas con los nativos y esperaban que no tardara en marcharse a inspeccionar algún otro campamento. Cuanto antes se fuera, mejor para todos.

—¿Qué es lo que buscamos, legado? —le interrogó Firmio cuando finalmente pudo alcanzarlo en la zona llana.

—¡Rebeldes! —respondió Carisio—. En especial una mujer rubia de ojos verdes y un esclavo mudo.

El soldado que había encontrado la tira de tela los condujo al lugar en donde se hallaba el carro abandonado. El carro permanecía en el mismo lugar, aunque alguien le había quitado las ruedas y un par de tablas. A pocos pasos del lugar, se abría una vereda que llevaba al santuario de Deva, tal y como el comandante Firmio informó a su superior.

—¿Conoces el lugar? —le interrogó éste.

—Así es, legado. A menudo rastreamos la costa en busca de focos rebeldes y también nos adentramos en el bosque, a pesar de lo peligroso que puede ser —aseveró el soldado, orgulloso de su valor.

—¿Quién vive en el santuario?

—Unos cuantos sacerdotes, si podemos llamarlos así. Los nativos los llaman Hombres Sabios y son los encargados de mantener viva la religión de sus antepasados. Vienen a verlos en busca de consejo o de oraciones, pero nunca hemos encontrado aquí armas ni hombres armados —se apresuró a añadir Firmio.

—Sabrán que llegáis y se esconderán —afirmó el legado con un deje despectivo—. ¡Condúceme a ese santuario!

Mientras seguían el curso del río, Publio Carisio no dejaba de pensar en Lenore. No estaba muy seguro de su reacción cuando la tuviera delante. Tal vez la estrangularía o le clavaría su daga en pleno pecho, o tal vez su cólera se desharía como el hielo al calor del sol. No quería pensar en ello. Tomaría una decisión a su debido tiempo, ahora le bastaba con encontrarla de nuevo. Recordó la última vez que había yacido con ella, dos días antes de su desaparición antes del invierno; su piel blanca y suave, los pechos perfectos que se amoldaban a sus manos como hechos para ellas; los labios húmedos que no respondían, pero que tampoco rechazaban sus besos; el hermoso cabello desparramado por la almohada que olía al perfume de almizcle y naranja adquirido en Emérita especialmente para ella…, y sobre todo, aquellos dos ojos de mirada perdida, dos esmeraldas engarzadas en un rostro divino, dos fuentes cuyas aguas eran el reflejo del verdor de su tierra. Fue tan súbito y fuerte el deseo de rodear el frágil cuerpo de nuevo con sus dos brazos e introducirse en ella, de amarla hasta perder el sentido, que durante un momento se quedó sin aire en los pulmones y tuvo que respirar profundamente un par de veces para recuperar el dominio sobre sí mismo.

l santuario era en realidad un pequeño poblado, sin muralla ni empalizada, con unas cuantas cabañas desperdigadas y semiocultas por el follaje. La llegada de los soldados apenas causó sobresalto alguno, sus habitantes continuaron con sus actividades y los contemplaron sin ninguna curiosidad. Carisio también los observaba a medida que avanzaba. Los había de todas las edades, aunque le dio la impresión de que los hombres de edad eran más numerosos que los jóvenes, y también había mujeres.

Descabalgó en lo que podía considerarse el corazón de la comunidad, un pequeño claro, en cuyo centro había una gran piedra cuadrada con cuatro argollas de bronce en sus cuatro esquinas. Se entretuvo unos momentos en examinar a la media docena de hombres y alguna mujer que se les habían aproximado y permanecían a la expectativa. No se parecían en nada a los bárbaros montañeses a los que se había enfrentado, y tampoco recordaban a los campesinos, ni a los artesanos. Aquellos hombres y mujeres vestían túnicas de tres colores, rojas, azules y algunas blancas; llevaban los cabellos sueltos sobre sus espaldas y, en el caso de los varones, barbas más o menos largas. No había prisas ni agitación en aquel lugar y, mucho menos, actividad guerrera. Nada en ellos parecía peligroso, excepto, constató el legado, la mirada. En sus largos años de militar se había topado con miradas parecidas en varias ocasiones. Sus dueños no tenían miedo y eso, a veces, podía ser más peligroso que la hoja bien afilada de una espada. Quien no tenía miedo, tampoco temía a la muerte o al sufrimiento; no se rebelaba, pero tampoco colaboraba; no odiaba, pero eso no significaba que estuviera dispuesto a someterse.

—¿Quién es aquí el jefe? —preguntó.

—¿Qué buscas en nuestra casa, romano?

El grupo se abrió para dejar paso a un hombre anciano de cabellos y barba blancos con una vara de avellano en la mano. No había cólera, pero tampoco temor en el tono de su voz. Miró al legado directamente a los ojos y esperó la respuesta. Por primera vez en su vida, Carisio se sintió como un intruso en casa ajena y tardó en responder.

—Hablas nuestra lengua —constató.

—La vuestra y otras más —afirmó el anciano—. Que vivamos alejados del mundo no significa que seamos unos ignorantes. Éste es un lugar de estudio y meditación, ¿qué buscáis aquí tú y tus soldados?

—A unos rebeldes huidos de nuestro campamento antes del invierno —respondió el legado recuperando su dominio.

—En nuestro santuario no vive ningún rebelde.

—Tal vez no lo sean para ti, pero sí lo son para mí. Hemos encontrado su carro varado a la entrada del bosque.

—Lo cual no significa que estén aquí.

—De todos modos, vamos a registrar hasta el último rincón-afirmó Carisio, frunciendo el entrecejo y haciendo un gesto a Firmio para que sus hombres iniciaran el registro.

—No se puede encontrar lo que no existe, romano.

—Mi nombre es Publio Carisio, legado de la Lusitania en nombre de nuestro emperador, el divino César Augusto.

—Yo soy Cadoc.

El hombre no tenía títulos, pensó el legado, y si los tenía no hacía gala de ellos. Lo vio hacer un gesto casi imperceptible al grupo de hombres y mujeres congregado a su alrededor y éstos se retiraron, dejándolos solos. Volvió a sentirse incómodo, como un huésped inesperado cuya presencia molestaba.

—¿No hay hospitalidad en este lugar? —preguntó con brusquedad—. ¿O es que estáis tan ocupados orando a vuestros dioses que no os queda tiempo para recibir como es debido a los visitantes?

El anciano hizo una pequeña seña con el dedo índice y apareció un joven, vestido con una túnica roja, con una jarra y un cubilete de barro en las manos. Carisio habría jurado que, un momento antes, no había nadie lo suficientemente próximo como para atender a la seña y miró a su alrededor, seguro de estar siendo espiado por decenas de ojos invisibles que no le perdían de vista. El joven esperaba.

—¿Deseas jugo de bayas, cerveza o agua fresca del manantial? —La voz de Cadoc le hizo prestar atención al joven.

—¿No tenéis vino?

El anciano sonrió divertido.

—No hay cepas en esta tierra, así que tampoco tenemos vino —explicó—. Comemos y bebemos lo que podemos cultivar o lo que la Naturaleza generosamente nos ofrece.

—¿Sois magos? —preguntó Carisio después de haber bebido el contenido del pote y haber alargado la mano para que el joven lo llenara de nuevo.

—En nuestra lengua nos llaman Hombres Sabios o dueños de la ciencia. Somos los encargados de mantener vivas las creencias y conocimientos de nuestro pueblo. Es un aprendizaje lento y muy largo —Cadoc señaló al joven que esperaba un poco apartado—. Él aún no es uno de los nuestros, pero se prepara para serlo algún día.

—No tenéis templos —afirmó el legado echando de nuevo un vistazo alrededor.

—¿Acaso te parece poco el templo que nos acoge? —replicó Cadoc con una sonrisa, levantando su brazo derecho y haciendo un semicírculo—. El bosque es la morada de nuestros dioses. Todos ellos viven en él, en sus plantas, en sus fuentes, en sus cuevas, en sus ríos, por eso sus servidores vivimos aquí.

—¿Y vuestros textos sagrados?

El Maestro se tocó la frente con dos dedos de la mano.

—Aquí está nuestro conocimiento. No tenemos escritos, porque la escritura puede ser leída por ojos perversos. Puede darse un mal uso al saber y por esta razón se transmite de manera oral. —El hombre se detuvo un instante, cerró los ojos y aspiró profundamente antes de proseguir—. Los Hombres Sabios de nuestros pueblos ya transmitían su sabiduría cuando Roma ni siquiera tenía nombre.

—¡De poco os ha servido! —exclamó Carisio picado en su amor propio.

—Quién sabe…

Sin añadir nada más, Cadoc echó a andar y desapareció entre la hojarasca, dejando al legado solo. El romano echó una mirada a su alrededor. El joven del jarro también había desaparecido, al igual que los hombres y las mujeres que poco antes se afanaban delante de sus cabañas. Estaba solo. La luz del sol penetraba por entre las ramas iluminando la gran piedra rectangular situada en medio del claro, el viento movía las hojas de los árboles y agitaba los arbustos. Escuchó, o creyó escuchar, voces susurrándole que se marchara de allí, que no era bien recibido, que los dioses del bosque estaban ofendidos por su presencia en el lugar sagrado y sintió miedo.

—¡Firmio! ¡Firmio!

Regresaron a Noega sin haber encontrado en el santuario ni un solo rebelde. Carisio rumiaba airado su fracaso. No había armas en las cabañas, ni tampoco nadie sin el aspecto asceta de los sacerdotes o lo que fueran, le informó Firmio. Los rebeldes podían estar escondidos en las profundidades del bosque o en alguna cueva pero, para hacerlos salir, sería preciso darle fuego. ¿Quería el legado que así se hiciera?

—No —le ordenó—. Dejaremos una patrulla a la entrada del bosque y, de ahora en adelante, nuestros hombres registrarán ese poblado por sorpresa más a menudo.

Nada de fuegos. Ya se había hecho en otras ocasiones, él mismo lo había ordenado más de una vez, pero tenía muy viva la impresión de amenaza sentida al quedarse solo. ¡Maldito viejo! ¿Quién se creía que era para marcharse y dejarlo con la palabra en la boca? Además, tal vez tenía razón. Lenore, Homero y sus cómplices podían no estar allí, podían haber dejado el carro y haber continuado a pie, o también podían haberse embarcado en una nave hacia la Galia.

—¿Qué sabes tú de esos a los que llaman Hombres Sabios?

La pregunta iba dirigida al lusitano que los había acompañado para servirles de intérprete.

—Tienen el conocimiento.

—¿El conocimiento de qué? ¿Acaso son magos?

—Conocen los secretos de la naturaleza, saben leer las señales del cielo.

—¡Vaya cosa! —le interrumpió—. Eso también lo hacen nuestros augures.

—Saben de pócimas que curan y también que matan —prosiguió el lusitano impertérrito—. Conocen la historia del mundo, el pensamiento del hombre; son filósofos, astrólogos, médicos, jueces. Los jefes de las tribus les piden consejo y nunca hablan ante su gente sin que un Hombre Sabio lo haya hecho primero.

—Muchos cargos para un solo hombre, ¡por Júpiter!

—Las gentes los respetan y obedecen más que a los propios jefes.

—¿Quiere eso decir que pueden ordenar la guerra o la paz?

—Pueden.

Carisio permaneció en silencio. Los sacerdotes romanos no tenían un poder tan grande. Eran meros encargados, elegidos por los miembros de las congregaciones, de un ritual que vigilaban la perfecta ejecución de los actos públicos. No predicaban, ni enseñaban, ni transmitían antiguos saberes. Era un cargo honorífico al que podía accederse siendo miembro de una congregación, ciudadano romano, hijo legítimo y teniendo una buena salud, unos padres libres y una moral intachable. Aunque esto último, pensó con sorna, se pasaba por alto con mucha facilidad. Estaban exentos de impuestos, tenían un lugar privilegiado en todos los espectáculos y ricas propiedades y el cargo era vitalicio. El colegio sacerdotal más antiguo era el de los pontífices que se hacía remontar a Numa Pompilio, sucesor del fundador, Rómulo; era el más importante y el de mayor influencia. El Augusto se había hecho proclamar Pontífice Máximo, por lo que ahora controlaba tanto los asuntos religiosos como los profanos.

Todo muy distinto a lo que estaba empezando a apreciar en la religión nativa. Tal vez iba siendo hora de prestar más atención a aquellos Hombres Sabios puesto que, si era verdad lo dicho por el lusitano, tenían mucho más poder del que nadie podía imaginarse. Cuanto más pensaba en ello, más ideas iban gestándose en su cabeza. Dominar a aquellos hombres y mujeres de largas túnicas y miradas ausentes podía significar dominar también a los astures de manera definitiva.

—¿Existe alguna ceremonia especial en la que esos magos y los nativos se reúnen?

—No entiendo tu pregunta, legado —respondió el lusitano remiso.

—Sí que la entiendes, esclavo —afirmó Carisio atravesándole con su mirada—. ¿Cuándo tendrá lugar la próxima ceremonia religiosa importante?

El lusitano suspiró antes de responder. Cada vez le resultaba más difícil aceptar las órdenes de los romanos. Había pensado en ello muchas veces tras la huida de Homero. Después de contemplar la muerte de sus familiares y amigos en las llamas y de sufrir su propia captura, no había querido pensar en su destino. Estaba dispuesto a aceptar su suerte con tal de conservar la vida, pero la acción del griego había desbaratado sus propósitos. ¡Qué triste sino vivir y morir como un esclavo!

—La próxima gran fiesta tendrá lugar antes del invierno —respondió finalmente—. La llaman la fiesta del Samain o del Final del Verano. El año para ellos comienza en esta fecha y las tribus la celebran juntas, o al menos la celebraban…

Iba a añadir que la celebraban hasta la llegada de los romanos conquistadores, pero optó por no hacerlo.

—¿Dónde? —preguntó Carisio de nuevo.

—No hay un lugar fijo…

—Pues entérate dónde será este año y házmelo saber cuanto antes.

El legado arreó su montura y entró el primero en Noega. Una nueva idea iba forjándose en su mente. Asistiría a la fiesta disfrazado de nativo, comprobaría por sí mismo si los Hombres Sabios eran tan peligrosos como él imaginaba y, en ese caso, sabría a qué atenerse respecto a ellos. Y además puede que encontrara a Lenore en aquel maldito lugar.