La idea de atraer

a idea de atraer a una emboscada a los romanos ofreciéndoles regalos y grandes cantidades de trigo había partido del grupo dirigido por Corocotta. Los jefes invasores estaban tan seguros de ellos mismos que en ningún momento se les ocurrió pensar que podía tratarse de una trampa. Creyeron, en su altivez de vencedores, que los nativos deseaban hacerse perdonar su rebeldía, que por fin los admitían como amos y señores de las tierras conquistadas, y acudieron confiados en busca de lo prometido.

Cuando los soldados, dos cohortes completas, llegaron al lugar acordado, un pequeño valle entre montañas, a poca distancia de la guarnición romana de luliobriga, sólo encontraron a un grupo de hombres y mujeres agitando las manos en señal de bienvenida, cerca de los cuales había carros llenos de pieles, bultos y grandes vasijas de barro repletas de grano. Avanzaron confiados hacia el botín, pero en cuanto se aproximaron se vieron rodeados por cientos de montañeses salidos de detrás de los árboles y de las rocas empuñando sus venablos, también de detrás de los carros y de los fardos e incluso aparecieron por arte de magia lanzas y espadas en las manos de los hombres y mujeres que los habían recibido. La carnicería fue total, a pesar de que los legionarios se defendieron hasta el último momento. Ni un solo soldado romano salvó la vida, sus cuerpos descabezados quedaron esparcidos en medio del idílico paraje como festín para las aves carroñeras y los animales del bosque.

—¡Ha llegado nuestra hora! —gritó el jefe orgenomesco exultante de alegría—. ¡A esta victoria se sumarán muchas más! ¡Vengaremos a nuestros hermanos muertos! ¡Echaremos a los invasores de nuestras tierras!

Los guerreros respondieron con atronadoras explosiones de júbilo. La noticia del éxito de la emboscada recorrió las tierras del Cantábrico a la velocidad del rayo. La alegría y el temor se repartieron por partes iguales. La primera porque el invasor había sido derrotado, algo que compensaba de alguna manera los muchos sufrimientos padecidos por la población a manos de los invasores. La segunda porque todo el mundo sabía que, antes o después, la imparable máquina de guerra romana se pondría de nuevo en marcha para castigar a los responsables del hecho. Familias enteras abandonaron sus hogares y buscaron refugio en los montes, en los pequeños poblados de la costa, en los valles al otro lado de las montañas altas. Los hubo, incluso, que optaron por huir lo más lejos posible de la tierra en la que habían nacido y encaminaron sus pasos a las tierras ya completamente romanizadas del sur.

Pasaron varias jornadas antes de que fuera enviado un destacamento desde luliobriga para conocer la razón por la cual las cohortes no habían regresado al campamento. El espectáculo de los troncos separados de sus cabezas y los restos despedazados por las bestias salvajes causó tal impacto en los miembros del destacamento que todos ellos fueron alejados de la zona y enviados a servir con las fuerzas de Legio.

El temor a los bárbaros del norte volvió a extenderse por las pequeñas guarniciones establecidas en ambas vertientes de las montañas altas al conocerse la masacre. Los jefes militares arengaron a sus tropas alentándolas contra los rebeldes; los augures intentaron por todos los medios demostrar que los dioses continuaban protegiendo a Roma, que aquellos actos eran como los últimos coletazos del pez agonizante en la barca del pescador, pero solamente la llegada de Publio Carisio, dispuesto una vez más a llevar su acción hasta las últimas consecuencias, aquietó los ánimos y devolvió la confianza a los atribulados soldados.

Una vez más, las tribus se dispersaron tratando de hacer la guerra por su cuenta, sin orden ni control. De nuevo quedaba demostrada su incapacidad para luchar unidas contra el enemigo común. Luam, Ael y los guerreros cilúrnigos que aún disponían de sus dos manos y se les habían unido, optaron por dirigirse de nuevo hacia Noega. Su instinto y el deseo de volver a ver su amado poblado los llevaron a la costa. Necesitaban respirar el aire del mar para poder seguir sintiéndose vivos.

La guarnición estaba en estado de alerta. Pudieron comprobar que los controles para acceder al poblado eran muy rigurosos. No se admitía la entrada a nadie que no viviera en él y el intento protagonizado por dos de los suyos haciéndose pasar por pescadores de Luarca acabó con su apresamiento y posterior envío a las minas en compañía de otros cuantos atrapados en los alrededores. Decidieron acogerse al santuario de Deva, esperando que la furia romana no se hubiese abatido sobre él.

En efecto, el santuario era un remanso de paz, ajeno completamente a las luchas que tenían lugar en su entorno. Según les informaron los Hombres Sabios, los romanos lo habían respetado y únicamente acudían de vez en cuando para comprobar que todo estaba en orden y que ningún rebelde se había refugiado en él.

—Nos marcharemos pronto —comunicó Luam al anciano Cadoc—. No queremos poner vuestras vidas en peligro.

—Nuestras vidas y también las vuestras están en manos de la divina Deva —respondió el Gran Maestro con una sonrisa—. Sólo ella conoce su duración y el momento de su fin.

—No obstante —insistió Luam—, no sería aconsejable que los soldados nos encontraran aquí y tuvieran una buena disculpa para arrasar el sagrado lugar.

—¿Ha vuelto el ave a su nido? —preguntó Cadoc, cambiando de tema y haciendo referencia a la última conversación mantenida por ambos un invierno atrás.

—Esta ave ya no tiene dónde anidar —respondió el guerrero apesadumbrado.

—El ave construye otro nido cuando el suyo es destruido.

—No hay lugar en toda la tierra astur en donde un hombre libre pueda rehacer su vida. Estamos condenados a ser esclavos.

—Un hombre es libre mientras su espíritu lo sea:

El Gran Maestro cogió una brizna de hierba y la estrujó en su mano.

—Somos pequeñas hierbas en un campo repleto —prosiguió—. Se pueden cortar, quemar o destruir, pero las raíces siguen vivas en la tierra y vuelven a nacer. Cada uno de nosotros es una parte mínima de la gran creación, pero no hay nada ni nadie que pueda destruirla completamente.

—Desconozco el pasado y no sé cuál será el futuro —Luam se sentía muy cansado—. Sólo sé que mi presente es el de un hombre que lo ha perdido todo y desea acabar ya de una vez.

—Aún guardo tu torques de jefe.

—Puedes colocarla en el cuello de la diosa o lanzarla a la poza sagrada. El jefe hace mucho que ya no existe y en su lugar sólo queda un hombre errante que nada espera.

Cadoc sonrió, cogió sus manos con las suyas y clavó en él su mirada. Luam no podía apartar sus ojos de las pupilas del Hombre Sabio. Se vio arrastrado hacia el interior de las aguas doradas abiertas para recibirlo al tiempo que creaban las figuras circulares que lo habían acompañado desde su niñez, formas girando sobre sí mismas, emergiendo diferentes una y otra vez: flores de agua, trisqueles, tetrasqueles, serpientes enrolladas, ruedas solares, caballos, árboles, pájaros fantásticos, plantas y filigranas entrelazadas. Fue águila y voló majestuosa por encima de cumbres plateadas cuyos destellos igualaban a los rayos del sol, valles inaccesibles, viejos como el mundo, bosques de árboles tupidos y prados alfombrados con tapices verdes de hierba. Fue pez y recorrió la costa adornada de acantilados afilados y ennegrecidos por las algas, se meció en la espuma de las olas y buceó en la profundidad silenciosa del mar. Fue lobo y escaló las rocas, penetró en las bocas abiertas de las cuevas que habían cobijado a los primeros hombres y aulló a la luz de la luna. Aspiró el aire helado de las nieves, el salitre marino y la humedad de la tierra. Surcó el cielo azul, atravesó el mar y se fundió en la niebla. Se bañó en los lagos sagrados, en las fuentes y en las pozas, y emergió de ellos sin heridas ni recuerdos dolorosos. Escuchó el canto melodioso de antiguos instrumentos que hablaban de amor, de luchas, de valor, de sufrimiento y sintió dentro de él raíces tan antiguas y profundas que nada ni nadie podían arrancar.

Despertó aturdido, le dolía la cabeza y todos los músculos de su cuerpo como después de haber realizado un gran esfuerzo. En un primer momento creyó haber tenido un sueño profundo y maravilloso, luego recordó la sonrisa y la mirada del Hombre Sabio. Cadoc había desaparecido. Lo buscó, lo llamó a gritos y preguntó por él de regreso al santuario, pero nadie supo decirle dónde estaba el Gran Maestro. Aquella noche no pudo dormir y tampoco pudo hacerlo las dos noches siguientes. Las aguas doradas lo arrastraban de nuevo en cuanto cerraba los ojos y volvía a transformarse en águila, en pez y en lobo. Al amanecer del cuarto día, Ael irrumpió en su sueño.

—¡Luam! ¡Han llegado dos hombres con noticias!

Los recién llegados tenían aspecto de no haber dormido ni comido en mucho tiempo, estaban sucios de barro hasta las cejas y sus túnicas colgaban desgarradas de sus hombros. A pesar de su aspecto, Luam reconoció a Morlan, uno de los hermanos de Tuala. El barro y la suciedad no habían podido ocultar el color rojo de sus cabellos, exactamente iguales a los de su hermana. Se había ganado su buena fama de cazador y había pocos que podían superarle en dicho arte. Su vista era aguda como la del halcón, su olfato fino como el del perro y sus movimientos, ágiles y escurridizos romo los de una ardilla y, además, no había nada en el mundo que le gustara tanto como la caza. Mucha gente huida de la seguridad de sus poblados había podido comer durante aquellos días aciagos gracias a su talento.

A trompicones, entre trago y trago de agua, mientras intentaban digerir un poco de pan de bellotas y carne en salazón, los dos hombres narraron el ataque a la avanzadilla del legado. Siguieron de lejos al ejército después de que éste hubiera acudido en auxilio de su jefe y se hubiera llevado a los guerreros apresados; se hicieron pasar por mendigos y se mezclaron con los habitantes del poblado próximo al campamento, a la espera de saber lo que había sido de sus compañeros; vieron con espanto cómo les cortaban las manos y cómo le sacaban los ojos a Corocotta, empujándolo luego maniatado hacia el bosque para ser pasto de las bestias. Llegada la noche se habían adentrado ellos también en el bosque buscando al jefe cántabro o lo que de él quedara, pero todos sus esfuerzos habían sido vanos. La espesura parecía haberse tragado al guerrero y ni siquiera pudieron encontrar sus huellas en el barro.

—No sabemos qué ha sido de los demás, de los que consiguieron huir —concluyó Morlan desalentado—. No tenemos noticias de ninguno de los otros grupos dispersados después del ataque trampa a los soldados de luliobriga. Tampoco sabíamos adónde ir, así que hemos decidido volver a casa.

—¿A qué casa? —preguntó Ael con amargura—. Ya no tenéis casa, ninguno la tenemos.

—Algún lugar habrá —intervino el acompañante de Morlan, un hombre bajo y enjuto que hasta el momento no había abierto la boca sino para comer—. Yo buscaré ese lugar aunque tenga que subir a la punta de la más alta de las montañas y construiré de nuevo la mía.

El desaliento se había apoderado de los hombres acogidos al santuario. Al igual que ellos, otros hombres y mujeres perdidos por los rincones de la vieja Asturia se preguntarían de qué había servido tanto sacrificio, para qué tantas muertes, tanto dolor y tanta humillación. Hubiera sido tal vez más inteligente pactar con el invasor, abrirle las puertas de sus casas, dejarle tomar lo que le viniera en gana y seguir viviendo.

Los pensamientos de Luam iban por otros derroteros. Recordaba perfectamente las palabras de Corocotta y su promesa de ayudarle a acabar con el hijo de perra. El romano había regresado, en efecto, pero no había sido vencido y era ahora mucho más fuerte que antes. El orgenomesco no estaría con él para cumplir la promesa, pero él la cumpliría por los dos. Buscaría al hijo de perra y lo mataría con sus propias manos, sólo entonces podría su pueblo respirar tranquilo y, como bien decía el hombre enjuto, encontrar un lugar para construir su casa y empezar de nuevo. Decidió no esperar más y ponerse en camino. Cuanto antes llevara a cabo su propósito, mejor para todos.

Buscó a Cadoc y preguntó por él al Hombre Sabio que sabía de plantas y le había curado la otra vez.

—El Gran Maestro sólo se deja ver cuando él quiere —afirmó el sanador con una sonrisa.

—¿Dónde está ahora? —inquirió Luam con curiosidad.

—Sólo él lo sabe. —La sonrisa del sanador se hizo más amplia.

—¿Y si alguien lo necesita?

—Él lo sabe y viene de nuevo a nosotros.

Se acercó, en un último intento, a la poza sagrada, el corazón del santuario, pero Cadoc tampoco estaba allí. Extrañamente reinaba en el lugar un, silencio absoluto ni siquiera interrumpido por el piar de los pájaros o la brisa colándose por entre las ramas de los árboles. Se aproximó a la poza y contempló su rostro en el remanso de agua. La imagen que le devolvió el espejo acuoso no fue la de un hombre derrotado y cansado, sino la del joven guerrero, valiente y algo fanfarrón, de tan sólo unos años antes. A su lado se hallaba Lenore mirándole con ojos enamorados. No era la mujer vista en casa del romano, sino la joven, casi una niña, que había recibido como compañera en su cabaña. La imagen era tan real que giró la cabeza sorprendido. Estaba solo. Cerró los ojos y aspiró con fuerza el aire húmedo, el aroma de los líquenes, de los helechos y del musgo; cogió el cuchillo de mango dorado, regalo de su suegro, y lo lanzó a la poza musitando el nombre de la diosa.

Al igual que la otra vez emprendió solo el camino y al igual también escuchó al rato el ruido de otros pasos siguiéndole.

—¿Por qué me sigues siempre como si fueras mi sombra? —preguntó sin molestarse en girar la cabeza.

—Porque la vida sin tu compañía sería muy aburrida —respondió Ael con ironía, acelerando el paso.

—Sabes que esta vez no cejaré en mi empeño.

—Lo sabemos.

Luam se detuvo y volvió la cabeza. Ael lo miraba sonriente. A su lado Morlan sonreía también. El joven se había quitado la mugre, se había agenciado una túnica limpia, y llevaba su cabello rojo y revuelto cubierto por un gorro de piel de oso.

—¿Adónde crees que vas tú? —le interpeló Luam cerrando el puño.

—Acompaño a mi hermano —respondió el joven sin cohibirse.

—Vuelve tus pasos por donde has venido —le ordenó—. ¡Que bastante tengo con soportar la inútil carga del compañero de tu hermana!

—Ya no eres nuestro jefe, no puedes darme órdenes.

—Pero puedo aplastarte la cara de un puñetazo.

—Inténtalo.

Muy a su pesar, Luam sonrió. El joven era un rebelde al igual que lo era Tuala.

—Que quede clara una cosa —intervino Ael—. No vamos a matar a las mujeres.

—No tengo intención de hacerlo —le informó su amigo.

La cara de Ael reflejó sorpresa por la respuesta no esperada.

—Me basta con cortarle el pescuezo al hijo de perra —aclaró Luam—. ¡Que Lug me proteja!

na vez más se dirigieron al poblado de Lucus Asturum, deteniéndose antes en las cabañas de los pastores, donde les proveyeron de ropa apropiada, alimento y sendos cuchillos de hojas afiladas y mangos de asta utilizados para sacrificar a las ovejas. No eran tan impresionantes como las falcas guerreras pero sí igualmente eficaces.

Morlan había aprendido algo de latín y no tardó en hacerse amigo del tabernero, con quien trocó una jarra de vino a cambio de su gorro de piel de oso después de haber sabido por éste que el legado no se hallaba en el campamento. Publio Carisio, el temido, se había hartado del viento helado, de las comidas cocinadas con tocino y de los rostros poco amistosos que veía cada vez que se aventuraba fuera de la empalizada militar.

—Para mí —le confió el tabernero— que la verdadera razón ha sido el temor de encontrarse con un grupo de rebeldes como en su última expedición o, lo que es peor, toparse con el espíritu del gigante a quien ordenó cegar. Se va haciendo viejo y esta tierra exige mucho valor para vivir en ella.

—¿Y dónde está ahora? —le interrogó Morlan.

—Un soldado de su escolta me dijo que pensaba dirigirse a la guarnición de Asturica, al otro lado de los montes, en la región de los amacos. Es una zona abrupta y está poco habitada, sus gentes son hurañas y prefieren tratar con caballos antes que con personas civilizadas. En las noches de invierno, uno corre el riesgo de no despertarse al día siguiente debido al frío que hace. Lo sé porque yo anduve por esas tierras cuando aún era soldado en busca de los escapados de Lancia.

Morlan reprimió un gesto colérico al oír mencionar la ciudad mártir que había sucumbido por una traición. Él estaba allí y era uno de los escapados a los que se estaba refiriendo el tabernero. Hizo una mueca parecida a una sonrisa que el otro tomó por un gesto irónico dirigido a los vencidos.

—Mal sitio para el legado que busca un lugar mejor que éste —añadió el pelirrojo como sin darle importancia.

—¡No tan malo, amigo mío, no tan malo! —exclamó el veterano al tiempo que sacaba otra jarra de vino y lo invitaba a beber—. Por lo que sé, Carisio desea retirarse y marchar hacia el sur llevando consigo esa beldad nativa que encontró vete tú a saber dónde. Pero antes quiere llenar su bolsa con buenas piezas de oro. Dicen que en la región de los astures amacos los ríos arrastran piedras de oro del tamaño de los puños.

—¿Y por qué no estás tú allí? —preguntó Morlan con sorna.

—Ya te lo he dicho, porque conozco el lugar. No hay riqueza suficiente que compense vivir en una región helada, infestada de lobos y fieras salvajes. Además —añadió en tono práctico—, la extracción la controla el ejército. El Imperio precisa oro para seguir conquistando el mundo. Al que le pillan faenando por su cuenta le cortan las manos.

Morlan se despidió poco después y se reunió con Luam y Ael, a quienes relató su conversación con el tabernero.

—¿Asturica? —interrogó Ael—. ¿Dónde está eso?

—Al otro lado de las montañas altas —respondió su cuñado—. En tierra de los amacos.

Los dos hombres miraron a Luam esperando su decisión, pero éste tenía los ojos fijos en el trajín de dos hombres en uno de los puestos del mercado. No tenían aspecto de mercaderes y apenas se ocupaban de la mercancía expuesta, pieles curtidas, pellejos para el agua, chalecos y gorros también de piel. Hablaban en voz baja, pero se les notaba excitados y zarandeaban sin cesar a un tercero al que acabaron por tirar al suelo.

Ael siguió la mirada de su amigo.

—¿No es ése…?

—Sí. Es el hombrecillo, Dacio —replicó Luam.

Al rato, los dos hombres abandonaron el puesto, pasaron junto a ellos y entraron en la taberna.

—¿Dacio?

Luam se había aproximado al hombre que aún permanecía encogido en el suelo sin atreverse a levantarse.

—Dacio, soy Luam.

El turdetano alzó la cabeza y una sonrisa iluminó su rostro.

—¡Luam, amigo mío! —exclamó sin poder retener unas lágrimas emocionadas—. El buen dios Melkart ha escuchado mis plegarias y te ha enviado en mi ayuda.

Se puso en pie y se estiró la ropa intentando recuperar inútilmente su dignidad. El hombre parecía una sombra de sí mismo, su rostro mostraba la señal de los golpes y su exigua figura se perdía de puro flaca entre los pliegues de la túnica larga de seda bordada, ahora sucia y rota, que tanto le había sorprendido la primera vez que lo vio. No había anillos en sus dedos y sus orejas aparecían rasgadas como si le hubieran arrancado los pendientes colgados de ellas.

—Pero… ¿qué te ha ocurrido? ¿No habías regresado a tu casa?

Ael se les había acercado y lo miraba con una sorpresa no fingida.

—¡Ay, amigos míos! Es una historia larga de contar…

—No tenemos ninguna prisa —dijo Luam acompañando sus palabras con una sonrisa.

—Me robaron todo lo que tenía en cuanto vosotros desaparecisteis del poblado —comenzó el mercader—, mientras yo aparejaba el carro para volver a mi querida Gadir. Se echaron sobre mí como buitres, me golpearon y sólo me dejaron esta ropa que veis.

—¿Quién te robó? —preguntó Ael con furia.

—Los dos hombres que tal vez habéis visto aquí hace unos instantes.

Dacio les explicó que aquellos hombres tenían aterrorizados a los comerciantes, a los que exigían un pago a cambio de lo que ellos llamaban protección. Destruían los puestos de los que no querían pagar e incluso habían matado a alguno que había osado hacerles frente. A él le habían obligado bajo amenaza de muerte a quedarse con ellos después de haberle quitado todo lo que de valor poseía.

—Para que les lleve las cuentas y les guarde el dinero, les informe de lo que ocurre en el mercado, de los nuevos llegados y de los que han hecho una buena venta…

Las últimas palabras del turdetano se vieron interrumpidas por un llanto incontrolado que tardó en dominar.

—¿Son astures? —preguntó Luam.

—Son soldados.

—¿Romanos?

—No, y tampoco podría deciros de dónde provienen —le aclaró Dacio—. Están en el ejército auxiliar, ese que se nutre con gentes de todas partes y es utilizado por los romanos como avanzadilla porque son fieros y sirven de carroña al enemigo.

—¿Por qué te estaban golpeando? —intervino Morlan, mientras se probaba uno de los gorros de piel.

—Porque dicen que no les informo como es debido. Han jurado matarme cuando vuelvan.

—Creo que tendrán que dejarlo para otra vez —añadió Luam con humor.

Los tres amigos se escondieron entre unas pieles colgadas del tenderete que servían de muestra así como de separación con el puesto vecino. Dacio, recuperado y confiado, esperaba delante del mismo el regreso de los dos matones, que no tardaron en aparecer.

—Bien —dijo dirigiéndose a él uno de ellos, un hombre cuadrado con varias cicatrices marcadas en su cara y alegre por el alcohol—, ahora vamos a dar buena cuenta de ti. Vamos a despellejarte vivo al igual que hacíamos con los puercos en nuestro poblado.

—Poco a poco —añadió el otro, algo más bajo, pero con igual aspecto feroz—, para que mueras lentamente. Luego beberemos tu sangre.

—¿Necesitáis ayuda?

La salida de Luam de detrás de las pieles los dejó momentáneamente sorprendidos. Ael y Morlan aparecieron a continuación, sonrientes, con los cuchillos ovejeros en la mano.

—Ese gorro es nuestro —fue lo único que se le ocurrió decir al alto señalando con su dedo el gorro de piel que Morlan llevaba puesto.

—¿Por qué no me lo quitas? —interrogó éste.

—Así que robando y maltratando a pobres viejos indefensos, ¿eh?

La aparente amabilidad de Ael contrastaba con el brillo colérico de sus ojos y el arma que no dejaba de golpear sobre la palma de su mano izquierda. El corto diálogo se había desarrollado en dos lenguas distintas comprensible sólo para Dacio, pero los gestos y el tono habían sido suficientes para que cada grupo entendiera al otro.

Los dos hombres intentaron sacar sus cuchillos para defenderse, pero antes de poder hacerlo yacían muertos en el suelo con un tajo en el cuello. Todo había ocurrido tan rápido y tan en silencio que el mercader apenas tuvo tiempo de darse cuenta y permaneció aturdido contemplando a sus pies los dos cuerpos desangrándose a la tenue luz de una antorcha.

—No nos des las gracias —le dijo Luam, asiéndolo por los hombros en un apretón cariñoso—. Tiempo tendrás de agradecer nuestra ayuda.

Antes de que las primeras luces del alba despertaran a los habitantes del poblado, el viejo carro del turdetano repleto de pieles, con una buena cantidad de monedas escondidas bajo una de las tablas y los cuatro hombres en él partía por la calzada que unía las guarniciones de Lucus Asturum y Asturica.

l principal campamento romano en la tierra de los amacos no se diferenciaba aparentemente de los otros dos que ya conocían, el de Noega y el de Lucus Asturum, aunque su extensión era mucho mayor. Sin embargo, Luam pronto advirtió una diferencia que alegró su ánimo y le hizo concebir esperanzas de llevar a cabo con buen fin sus propósitos: la gente entraba y salía de él con toda libertad. El poblado, por llamarlo de algún modo, estaba dentro de la empalizada, separado de las barracas militares por otra empalizada algo más baja que la exterior. Daba la impresión de que en aquel enclave los romanos se hallaban mucho más confiados que en la zona transmontana, como si ya no temiesen ataque alguno, como si estuviesen seguros de que aquel territorio estaba controlado y era totalmente romano. Las cabañas eran cuadradas y redondas, de adobe, piedra o madera, con techumbres de paja y también de teja; algunas tenían un corralillo delante de la entrada, otras un espacio alrededor separado del de sus vecinos por una demarcación de un codo de altura hecha con piedras superpuestas. Sus moradores hablaban lenguas diversas y también vestían de maneras diferentes. Pudieron comprobar que había pocos astures de nacimiento. Tanto los habitantes como los soldados parecían llevarse bien, y aunque la entrada al campamento estaba restringida a los militares, éstos se paseaban con total libertad por el poblado.

Condujeron el carro a una zona reservada a los recién llegados, cerca del vertedero de basuras, y en la que aún no se habían construido chozas ni casas. Los allí asentados vivían en tiendas y eran en su mayoría mercaderes de paso. A nadie pareció preocuparle su llegada y los cuatro hombres se aprestaron a montar su tienda y a colocar el puesto de pieles.

Dacio, muy en su papel, comenzó a dar voces enseguida, llamando a posibles compradores y compitiendo en vocerío con los demás vendedores. Su recuperación había sido asombrosa y, excepto su delgadez, nada recordaba ya al pobre ser humillado y golpeado encontrado por Luam y sus compañeros tan sólo tres jornadas antes. Había tirado su túnica andrajosa y vestía otra de lana fina de color azafrán con bordados blancos en las mangas y en el bajo, que los ladrones habían conservado. Los anillos volvieron a relucir en sus dedos y, para compensar el desgarro de sus lóbulos, se cubrió la cabeza con un extraño gorro, repleto de dibujos bordados, acabado en punta y con unas largas lengüetas a ambos lados tapándole las orejas.

—Es un gorro fenicio —explicó a sus salvadores.

Morlan se echó a reír comentando lo ridículo de su aspecto y lo mucho más útil que era un gorro de piel de cola de lobo como el que él se había apropiado y que no se quitaba ni para dormir. Dacio musitó algo sobre la incapacidad de algunas personas para apreciar la belleza y la elegancia y siguió vociferando a la espera de clientes.

Luam y Ael dejaron al joven con el mercader y fueron a inspeccionar el lugar. Constataron que, en efecto, la primera impresión del jefe cilúrnigo no era errónea. No existía allí la férrea vigilancia que caracterizaba Lucus Asturum. Las gentes iban y venían con toda tranquilidad, podían verse soldados romanos adquiriendo frutas y verduras, bebiendo cerveza en las dos tabernas existentes o hablando amistosamente con los civiles. Pero esto también podía ser una impresión falsa puesto que en todo momento había guardas encaramados en las torres de vigilancia y en la empalizada. En varias ocasiones se cruzaron con diversos contubernios que desfilaban militarmente por el recinto civil sin perder ojo a la actividad reinante. Se aproximaron a la empalizada de separación entre los dos grupos y observaron desde la puerta que, aunque algo más relajados que en Lucus Asturum, los soldados no dejaban de practicar con la espada y la lanza, limpiaban continuamente sus armas y parecían dispuestos a entrar en combate en cualquier momento. Uno de los soldados de la guardia les gritó algo, haciéndoles señas para que se alejaran y ellos obedecieron no sin antes dedicarle unas sonrisas bobaliconas y unas reverencias que provocaron las risas de los militares.

Tardaron algún tiempo en tomar el pulso al lugar. Comprobaron que las guardias se sucedían con monótona puntualidad y que los habitantes de las chozas y las casas tenían ocupaciones diferentes: los primeros eran labradores; al amanecer abandonaban el recinto con sus aperos al hombro y no regresaban hasta la puesta del sol; los de las casas también salían al rayar el día con picos y palas al hombro y regresaban al anochecer cubiertos de barro y polvo.

—Son mineros —les informó Dacio—. Trabajan en las minas para los romanos.

—¿Son esclavos? —preguntó Luam interesado.

—No. Cobran por su trabajo, poco, pero cobran.

—¿No hay esclavos aquí? —preguntó de nuevo Luam sin ocultar su asombro.

—Imagino que sí, pero no viven en Asturica. Probablemente viven en poblados de esclavos en el propio lugar de las minas.

—¿Y el romano? —volvió a preguntar, refiriéndose a Publio Carisio.

—En el recinto. En la casa grande del centro, la que tiene clavado el estandarte delante de la puerta —afirmó el mercader antes de añadir con una sonrisa—. Yo también me he informado. No es posible acercarse sin una buena razón.

—Él ya te conoce. ¿No podrías ir a verlo?

—También lo he pensado —afirmó Dacio—, pero no tengo nada interesante para ofrecerle. Los ladrones vendieron los pocos tejidos que me quedaban y también mis joyas.

—¿Y las pieles? —preguntó Morlan a su vez.

—Tendría que ser una piel especial, muy especial. Ellos tienen todas las necesarias. Sus cazadores y los nativos les proveen.

—¿Y una de lobo blanco? —preguntó el joven pelirrojo de nuevo.

Los tres hombres lo miraron sin comprender sus palabras.

—Cuando anduve por aquí después de lo de Lancia, oía a los amacos hablar de un lobo blanco que vive en alguna cueva de los montes Teleno —explicó—. Ellos lo consideran un dios y le ofrecen ovejas y potrillos recién nacidos para obtener su protección.

—¡No se puede matar a un dios! —exclamó Dacio escandalizado.

—Los dioses no son de carne y hueso como los humanos, no comen ni cagan —replicó el joven con rotundidad—. Los animales blancos son raros y por eso nosotros los sacrificamos como ofrendas. Mataré a ese lobo y se lo ofreceré a Lug. ¡A ver si nos ayuda por lo menos en esta ocasión!

—Yo te acompañaré —se ofreció Ael—. Necesito un poco de acción o, de lo contrario, acabaré muerto de aburrimiento.

Los dos guerreros hicieron caso omiso de las protestas de Dacio, quien les auguró toda clase de males si osaban levantar la mano sobré un dios, dispusieron un morral con carne seca, ropa de abrigo, cuchillos y sogas y salieron de Asturica a la hora en que los labradores regresaban a sus hogares.

Luam los vio partir deseándoles éxito en su misión, pero sin confiar demasiado en ello. El lobo era por naturaleza difícil de rastrear y más aún de cazar, un ser peligroso, tanto o más que el propio hombre, dispuesto a morir matando y a no dejarse atrapar. Recordó con nostalgia la bella cabeza, perdida durante el combate de Noega, que adornaba su casco de guerrero y la lucha feroz entablada con el animal antes de acabar con él. Se pasó la mano derecha por el antebrazo izquierdo acariciando las huellas de la dentellada que le propinó antes de morir y lanzó un profundo suspiro. Procuraba no pensar demasiado en el pasado sabiendo que las cosas nunca volverían a ser iguales. Incluso si sobrevivía, si regresaba y lograba rehacer su vida, los hechos ocurridos en los pocos inviernos transcurridos desde la llegada de los invasores habían envejecido su cuerpo y su espíritu. Tal vez su odio y su sed de venganza se aplacarían algún día aún lejano, pero jamás se cerraría la herida abierta. Así como la sangre de los cilúrnigos, la de su pequeño, la suya propia, se habían mezclado con el agua de la lluvia que penetraba en la tierra, alimentando sus raíces y haciéndolas brotar con mayor fuerza cada año, también él debería renacer para poder olvidar.

Sin darse cuenta, encaminó sus pasos hacia el enclave militar. Al otro lado, una calle bien empedrada separaba en perfecta alineación las barracas a ambos costados de la misma. Adivinó otras calles y otras barracas que cobijaban a varios miles de soldados y no pudo evitar una sensación de desaliento. ¡Eran demasiados para vencerlos! Su mirada siguió la vía principal. La casa del legado se alzaba hacia la mitad, con el estandarte de la legión clavado delante de ella, tal y como había dicho Dacio. Allí estaba Lenore, vestida, perfumada y peinada como una extranjera, yaciendo en brazos del asesino de su hijo, comiendo de su plato y respirando el mismo aire. Era cierto lo que le había dicho a Ael, ya no deseaba matarla. De hecho, ella estaba tan muerta como el pequeño Alan. Los dos habían muerto en Noega. Aquella mujer, bella como Deva, que había visto en Lucus Asturum, únicamente se le parecía.

Iba a darse media vuelta cuando algo llamó su atención. Una figura embozada se dirigía hacia la puerta del campamento militar. Se apartó instintivamente de la valla y se confundió con las sombras nocturnas. La figura continuaba avanzando a la luz de las antorchas que iluminaban la vía principal. La noche era fría y los pocos soldados que transitaban por ella no le mostraron una atención especial. Tampoco parecieron interesarse los de la entrada Intentando calentarse en torno a un pequeño brasero. La figura paso casi rozándolo y Luam sintió un estremecimiento. ¡Hasta en sueños, entre una multitud, hubiera podido reconocer a Lenore! Avanzó dos pasos, pero la presencia de un hombre que la seguía con toda claridad le hizo recular de nuevo hacia las sombras. Creyó reconocer también al hombre, pero esperó unos instantes antes de seguir a ambos.

No podía pensar. Se detuvo al constatar que el hombre también lo hacía y buscó a Lenore con la mirada. La mujer se había detenido frente a una de las tabernas, apoyándose en el muro de una cabaña. Luam sólo podía ver los bordes de su capa sobresaliendo de entre la sombra proyectada por la techumbre de paja. El lugar estaba iluminado por las antorchas que alumbraban la entrada a la taberna. Al poco rato salieron varios hombres del local, pero ella continuó quieta en su sitio. Los momentos se hacían interminables y el guerrero estuvo a punto de lanzarse contra el hombre que la vigilaba, acabar con él y llevarse a Lenore consigo.

Un soldado salió entonces de la taberna, se detuvo y se golpeó el pecho con los puños como queriendo ahuyentar el frío. La mujer avanzó un paso y dejó caer el velo que cubría su cabeza. El soldado no se movió, mudo de asombro. La parpadeante luz de las antorchas iluminaba el rostro más hermoso que jamás había tenido oportunidad de contemplar. Para su sorpresa, la mujer le sonrió sin despegar los labios y le tendió sus brazos en clara invitación a unos goces más íntimos. El romano miró a derecha e izquierda, comprobando que no había nadie más y se aproximó con ánimo de cobrarse la invitación allí mismo. Ella lo rechazó con suavidad y, asiendo su mano, se encaminó hacia un lugar, más allá de las tiendas de los mercaderes, cerca del basurero del campamento.

Luam no podía creer lo que veían sus ojos y siguió, sin capacidad para reaccionar, al hombre que a su vez se había puesto en marcha tras la pareja. Se detuvo a pocos pasos de ellos. Sólo podía ver las sombras iluminadas por la luz de la luna, su calzado de piel amortiguaba cualquier ruido y su recuperada capacidad de rastreo hacía de él un furtivo invisible al acecho de la presa. Observó al hombre que intentaba abrazar a Lenore con cierta prisa, buscando entre los pliegues de la capa el camino hacia lo recóndito y la ira lo ahogó de tal manera que apenas pudo tragar saliva. Sacó el cuchillo ovejero oculto bajo el chaleco de lana, dispuesto a lanzarse sobre ellos y degollarlos cuando el soldado ahogó un grito y se desplomó lentamente. La mujer lo contempló durante un breve instante, se cubrió de nuevo el rostro y tomó el camino de vuelta al campamento militar.

Con el cuchillo aún en la mano, el cilúrnigo no entendía lo que estaba ocurriendo. Se aproximó un poco más y observó cómo el hombre silencioso que seguía a Lenore también se había acercado al cuerpo tendido en el suelo, vio cómo le levantaba la cabeza y escuchó el ruido inconfundible de un cuello roto. El hombre empujó luego el cadáver, lo lanzó al basurero, cubriéndolo con la hojarasca y los desperdicios, y siguió apresuradamente a la mujer.

Luam no lo pensó dos veces, se metió en el estercolero y a tientas buscó el cuerpo del soldado. No podía distinguir sus rasgos y tampoco le importaba demasiado, palpó primero su cuello roto y luego su pecho, tratando de encontrar un indicio que pudiera explicar lo ocurrido. Notó en su mano el contacto con un líquido espeso y templado y supo que era sangre. No se detuvo a pensar, hundió el cadáver lo más profundo que pudo y lo cubrió con las inmundicias que tenía a mano.

Abandonó el lugar a toda prisa y se dirigió a su tienda procurando no ser visto por los grupos de mercaderes que charlaban en torno a los fuegos. Dacio dormía profundamente, acompañando su sueño con profundos ronquidos tranquilos y acompasados. Se quitó las ropas manchadas y las tiró al fuego, se lavó el cuerpo con el agua de un barreño dispuesto a tal efecto y se frotó luego con el líquido aromoso que contenía una de las redomas del turdetano —algo que jamás hubiera creído que llegaría a hacer algún día— para eliminar el olor nauseabundo impregnado en su piel. Finalmente, vestido de nuevo con lo primero que pilló a mano, se tumbó en el suelo y se cubrió con todas las pieles que pudo encontrar. Temblaba de pies a cabeza y no precisamente debido al frío. ¿Era sueño o realidad el hecho contemplado por sus ojos? ¿Había ido Lenore en busca de un romano y lo había matado con sus propias manos? ¿Por qué? No podía responderse a sí mismo, pero tampoco podía conciliar el sueño, la cabeza le daba vueltas y sentía unos deseos irrefrenables de gritar.

partir de entonces, cada anochecer a la misma hora, se apostaba cerca de la puerta del campamento a la espera de ver aparecer a Lenore y a su silencioso espía, pero los días pasaban y no había rastro de ella. Llegó a pensar que había imaginado lo vivido aquella noche. De vez en cuando se acercaba al basurero con la disculpa de descargar en él un cubo de desperdicios y contemplaba la superficie esperando ver emerger de ella el cuerpo sin vida del romano. Otras veces sentía ganas de meterse en el foso hediondo y rebuscar en él hasta hallar el cadáver para asegurarse de que no había soñado, de que en verdad había visto a Lenore, al soldado y al hombre silencioso que lo había rematado, pero hacía acopio de toda su paciencia y esperaba la llegada de nuevos acontecimientos.

Una mañana se despertó sintiendo un cosquilleo en la nariz. Con los ojos cerrados trató de espantar al bicho que revoloteaba sobre su rostro, pero no lo consiguió y finalmente abrió los párpados. Ael y Morlan estaban de pie junto a él sosteniendo la piel del lobo blanco cuyo rabo habían pasado repetidamente por su cara.

—¡Ael! ¡Morlan! —exclamó gozoso levantándose de un salto.

—¡Te dije que lo conseguiría! —exclamó Morlan igualmente gozoso—. ¡Aquí la tienes! Una vez curtida y cepillada hará el mejor cuello de capa jamás visto. Ni el romano más exigente podrá resistirse.

Dacio se despertó al escuchar las voces y las risas de los tres amigos y contempló ensimismado la piel del lobo blanco que Morlan había dejado caer sobre él. La acarició, como hacía con sus telas, la pasó por su mejilla para sentir mejor su suavidad y no se cansaba de mirarla. De pronto, dio un grito y la lanzó lejos de él, dejando sorprendidos a los otros tres.

—¿Qué ocurre? —preguntó Morlan molesto, recogiendo la piel del suelo—. ¿Te ha mordido?

—Es la piel de un dios —respondió Dacio lleno de pánico.

—¿Este hombre está loco o qué? —preguntó Morlan de nuevo dirigiéndose a Luam, que se encogió de hombros.

—¡Tenías que haberlo visto! —intervino Ael a su vez—. Rastrea con la nariz pegada al suelo.

—Es la única forma de oler lo mismo que huelen ellos.

—¿Quiénes? —Dacio contemplaba la piel del lobo que Morlan agitaba mientras hablaba.

—Los animales, claro está —le aclaró el joven en tono despectivo—. Las huellas a veces se pierden cuando llueve o hace mucho viento, pero el olor tarda más en desaparecer. El olor del lobo que mea para delimitar su territorio es inconfundible, muy diferente al de los osos o al de los jabalíes.

Durante un rato, el cazador se explayó a su gusto, mostrando sus conocimientos, detallando las muchas y diversas formas de rastreo, su habilidad para colocar las trampas y su paciencia para esperar a su presa confundiéndose con los troncos de los árboles o con las ramas de los matorrales, la forma más rápida y segura de atacar al animal, cómo lanzar el dardo o degollarlo, cómo despellejarlo. Ael asentía con gestos de cabeza, orgulloso como un padre de las habilidades de su hijo, Dacio continuaba sin tenerlas todas consigo y Luam escuchaba divertido, aunque su pensamiento y su mirada estaban puestos en la extraordinaria piel del lobo blanco que por fin le abriría la puerta de la casa del legado.

—¿Y los amacos? —preguntó en un momento en que el joven dejó de hablar para beber un largo trago de agua.

—Son gentes a las que más vale tener por amigas que por enemigas —sentenció Ael—. Nos encontramos con ellos un par de veces, de camino al Teleno. Son desconfiados e insistieron en conocer la razón por la cual nos hallábamos tan lejos de nuestra casa. Su lenguaje es rudo y tuvimos dificultades para explicarles que huíamos de los romanos.

—Pero insistieron en saber por qué en lugar de dirigimos hacia el norte lo hacíamos hacia el sur —rió Morlan con fuerza.

—Les dijimos que nuestras tierras estaban infestadas de romanos —prosiguió Ael—, lo cual es cierto, que éramos pastores, que los soldados nos habían robado el ganado y que buscábamos alguna braña alejada de los asentamientos romanos para empezar de nuevo.

—Nos aconsejaron seguir el curso del río, pero sin adentramos en la sierra porque había… ¡lobos! —Morlan se echó a reír de nuevo—. Nos dejaron en paz y hasta hicieron comentarios burlones sobre nuestro valor cuando les dijimos que por nada del mundo queríamos encontrarnos con un lobo cara a cara. ¡Ya me gustaría ver las suyas cuando se den cuentan de que ya no existe el lobo-dios al que sacrifican sus ovejas!

Dacio se arrodilló al escuchar las últimas palabras del pelirrojo y comenzó a orar ante una figurilla del dios Melkart, el antiguo dios de los turdetanos que, al igual que otros, había entrado a formar parte del panteón romano, rogándole protección y amparo por las obras de aquellos bárbaros impíos que, no obstante, le habían salvado la vida dos veces y junto a los que tan seguro se sentía.

Los tres astures lo dejaron en paz con sus oraciones y llevaron a curtir la hermosa piel al puesto de un curtidor vecino. Le instaron con buenas palabras, y también con alguna que otra alusión al fin aguardado a los delatores, a que mantuviera el valioso objeto al abrigo de miradas avariciosas cuyos dueños podían robársela y dar al traste con sus planes. Estuvieron vigilantes durante todo el tiempo del proceso hasta que, finalmente, la piel estuvo lista.

A pesar de su reticencia inicial, Dacio se había acostumbrado a la presencia de la hermosa piel y sentía tener que desprenderse de ella. No solamente no les había acarreado ninguna de las desgracias previstas, sino que además las ventas estaban yendo muy bien, pudiendo alquilar una chabola a una pareja de labradores que optaron por trasladarse a la tienda a cambio de unas cuantas monedas de plata que les venían como anillo al dedo.

—¿Y qué harás cuando estemos dentro? —preguntó a Luam temiendo de antemano su respuesta.

—Degollaré al hijo de perra —afirmó éste sin asomo de duda.

—Los guardias nos matarán…

El turdetano estaba a punto de echarse a llorar. ¡Tanto sacrificio inútil! Había recuperado lo robado, había vuelto a sentirse rico y soñado con el regreso a su tierra. Todo estaba escrito en las estrellas y, pensó en silencio, también lo estaba que él no volvería a ver los jardines perfumados de Gadir, sus fuentes, las playas de dorada arena bañadas por un mar tranquilo como tranquilos eran sus habitantes; que nunca más se solazaría con la visión de hermosas mujeres de caderas anchas y ojos y cabellos oscuros; que no dormiría sintiendo la brisa cálida y el olor de los jazmines. A pesar de las desgracias de los últimos tiempos, había disfrutado de todo lo que un hombre podía disfrutar y no tenía queja. Además, el bárbaro le había salvado dos veces la vida y ahora le tocaba a él devolver el favor. Suspiró, tras rociarse la cara con unas gotas de perfume y cepillarse la barba con un pequeño peine de plata, se calzó unas sandalias nuevas que acababa de intercambiar con otro mercader por un chaleco de piel, encendió un palo de incienso ante la pequeña estatua de su dios y se dispuso a morir con dignidad.

—¡Aquí os esperamos! —fueron las joviales palabras de despedida de Ael y Morlan que trataban de no mostrar su preocupación—. ¡Que Lug os ayude!

—Y Melkart también —añadió Dacio en un susurro.

—Aparejad el carro —fueron las últimas palabras de Luam—. Tal vez tengáis que salir de aquí a toda prisa.

Hacía frío. Había comenzado a anochecer y todo presagiaba una buena helada durante la noche. Las gentes se habían recogido y el humo ascendía por los agujeros de las techumbres esparciendo el olor acogedor a leña quemada. En el cielo, unas pocas nubes grises, casi negras, alternaban con los claros repletos de las estrellas, y la luna en su cuarto creciente más avanzado alumbraba a ratos la tierra con su luz plateada.

o tuvieron problemas en la puerta de entrada al recinto militar. Uno de los soldados conocía al mercader por haberle comprado pieles de cordero para enrollar sus piernas y pies durante las frías noches de guardia. La hermosa piel de lobo blanco que Luam, a quien tomaron por esclavo de Dacio, llevaba sobre los brazos extendidos, como una novia en brazos del novio el día de sus bodas, y el hecho de que el turdetano mencionase su amistad con el legado y que la piel era un regalo para él, acabaron por abrirles la entrada. Se dirigieron hacia la casa central caminando sin prisas, sin dar ninguna impresión de impaciencia. Dacio, incluso, respondió con amabilidad a las preguntas de algunos soldados curiosos sobre el hermoso presente. Al llegar a la puerta solicitaron ver al legado, siendo introducidos poco después en la casa por un hombre silencioso. Luam tuvo un sobresaltó al reconocer en él al acompañante de Lenore, pero ni un solo músculo de su cuerpo se movió cuando él lo examinó de arriba abajo. Se había agenciado un pequeño cuchillo plano para la ocasión y lo llevaba bien oculto entre sus ropas.

El esclavo los guió hasta una sala en la que Publio Carisio se encontraba en compañía de otros tres hombres, casi a oscuras, de pie junto a un brasero de carbón. Todos ellos se giraron cuando Luam y Dacio penetraron en la sala. El esclavo se apresuró a encender los candiles de aceite colgados de las paredes, encendiendo también de paso un pebetero y un olor dulzón a corteza de naranja y canela se extendió por la habitación.

El mercader se inclinó repetidamente ante el legado tratando de disimular su gran nerviosismo y enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo de seda.

—Ilustre legado, bendecido por los dioses, favorito del gran padre Júpiter… —tartamudeó—, permite que este humilde siervo te robe un momento de tu importante tiempo y que…

—Yo a ti te conozco —le interrumpió el romano—. Eres el mercader al que le compré tejidos en Lucus Asturum.

—Así es, mi señor, ¡Melkart te proteja!

—¿Tienes algo interesante que venderme esta vez? —le interrogó Carisio, y añadió con cierta ironía—: Espero que sea una mercancía más barata que aquélla. ¡Te llevaste mi soldada de un año!

—Oh, no, mi señor —se apresuró a responder el turdetano—. No se trata de una venta. Fuiste tan generoso con este pobre siervo que al saber de tu presencia en la guarnición ha pensado ofrecerte un humilde regalo en prueba de su agradecimiento…

Diciendo esto, Dacio hizo una seña a Luam, que se mantenía semioculto en el umbral de la puerta. El legado dirigió una breve mirada al cilúrnigo, centrando después su atención en la piel que éste continuaba sosteniendo como si fuera una novia.

—¡Por la divina Afrodita! ¿Qué es eso?

—La piel de un lobo blanco, tal vez un ejemplar único —respondió el mercader con la boca seca—. He pensado que haría un buen cuello de capa para resguardarte en esta tierra en la que reina Larunda, la diosa de los muertos.

Carisio se aproximó a Luam y le arrebató la piel de las manos. Dacio apenas podía respirar. En cualquier momento de aquella situación irreal, el guerrero se lanzaría sobre el romano y le cortaría el cuello. Tan sólo le quedaban unos suspiros antes de ser él mismo atravesado por las espadas de los soldados presentes en la sala. Sin embargo, y para su gran sorpresa, Luam no se movió.

—¡Es digna del propio César! —exclamó el legado atónito ante la belleza de la pieza.

—No es menos digna del ilustre Publio Carisio —añadió adulador el mercader observando de reojo a su compañero que parecía una estatua.

—¿Dices que es un regalo? —preguntó el legado—. No me fío. Nadie hace regalos de esta categoría sin pedir algo a cambio…

No había amabilidad ni agradecimiento en su voz. Era necesario pensar en algo con rapidez o el romano sospecharía. Una vez más, el turdetano puso en práctica su bien ganada fama de charlatán y de mentiroso cuando la ocasión así lo requería.

—El ilustre legado es demasiado listo para dejarse engatusar por este pobre trapero. —El mercader se inclinó hasta casi tocarse las rodillas con la frente—. En efecto, algo deseo. Ya estoy viejo y cansado y mi único afán es regresar a la dulce tierra de Gadir en la que mis ojos se abrieron a la vida. Quisiera partir mañana antes de que el sol despierte y…

—¡Al grano, mercader! —le interrumpió de nuevo el legado.

—¿Podría el ilustre representante de nuestro amado emperador proporcionarme un salvoconducto que me permita viajar sin problemas por las tierras del Imperio?

Carisio miró al hombre, luego miró la piel y se echó a reír.

—¿Un salvoconducto por esta joya? ¡Jamás en mi vida he hecho tan buen negocio!

Los tres soldados que habían seguido el diálogo con atención rieron al unísono con su jefe. Dacio temblaba horrorizado. No era la primera vez que un romano se reía antes de atravesar a alguien con su espada. El legado se dirigió a una mesa repleta de legajos y mapas y extrajo de entre el batiburrillo un pergamino que enroscó, al que aplicó unas gotas de lacre y selló con su anillo.

—Aquí tienes tu salvoconducto —dijo con una sonrisa satisfecha, tendiéndole el documento—. ¡Yo me quedo con la piel!

Aún temblando, Dacio se deshizo en alabanzas, mientras se inclinaba repetidamente e iba caminando de espaldas hacia la puerta. Al llegar a la altura de Luam lo asió por la túnica y le obligó a retroceder a su paso.

—No lo has hecho —fue lo único que se le ocurrió decir cuando estuvieron fuera de la habitación.

—No —respondió el lacónico astur.

—¿Porqué?

—No lo sé. No era el momento.

—¡Bendigo a Melkart por su bondad! —exclamó el turdetano con los ojos llenos de lágrimas—. Una vez más ha sido generoso con su fiel devoto. Vámonos de aquí antes de que…

Las palabras se helaron en su boca. Luam había asido con fuerza al esclavo que caminaba unos pasos por delante de ellos y lo amenazaba con la punta de su cuchillo apoyada en su yugular.

—¡Estás loco! —susurró Dacio.

—¡Dile que nos lleve hasta mi mujer! —le ordenó el guerrero también en un susurro.

—No podrás, no…

—¡Díselo!

El mercader acercó su boca al oído del esclavo repitiéndole la orden y éste afirmó con la cabeza mientras señalaba con una mano hacia una de las habitaciones abiertas en el atrio. Sin aflojar su abrazo y manteniendo el cuchillo en el mismo lugar, Luam lo empujó hacia la puerta señalada. Dacio no sabía si seguirlos o salir corriendo de allí. Finalmente optó por lo primero y una vez más se encomendó a la generosidad sin límites del dios de sus padres.

Había dos mujeres en la habitación y una de ellas se giró sobresaltada al oírles entrar.

—¡Luam! —exclamó al reconocer al cilúrnigo—. ¿Has venido a matamos?

—He venido a sacaros de aquí. ¡Vamos!

—No podremos —dijo Tuala frotándose nerviosamente las manos—. Los guardas no nos lo permitirán.

—Lo harán. ¿Qué ha sido eso que te ha dado el hijo de perra? —preguntó Luam dirigiéndose a Dacio, que apretaba una mano contra los labios para evitar que le castañetearan los dientes por el miedo, mientras en la otra sostenía el documento.

—Un salvoconducto, para poder salir sin que los soldados nos molesten.

—Eso me ha parecido. ¡Nos vamos de aquí!

—¿Qué piensas hacer con él? —preguntó Tuala señalando al esclavo cuyo cuello seguía prietamente rodeado por el brazo del guerrero.

—Matarlo —afirmó éste—. No podemos llevarlo con nosotros. Podría dar la voz de alarma en un descuido.

Lenore, que había permanecido todo el tiempo sentada en una silla, contemplando la noche a través del ventanal, se levantó entonces y se aproximó al que había sido su compañero, cogió la mano que atenazaba el cuello del esclavo y le obligó a soltarlo. No había fuerza en su gesto y Luam sintió erizársele el vello al sentir el contacto de sus dedos.

—¡Ahora sí que estamos perdidos! —exclamó Dacio.

—Homero no dirá nada —protestó Tuala, apoyando su mano sobre el hombro del esclavo—. Es nuestro amigo.

—¡Vámonos de aquí! —ordenó Luam nuevamente.

No podía apartar sus ojos de los de Lenore y no entendía por qué ella no lo reconocía, por qué su mirada era la mirada de un ciego.

—¡Por el ventanal!

Tuala cogió una capa de lana y la colocó encima de los hombros de su amiga apretándola contra sí y empujándola hacia la salida. Dacio las siguió sin perder tiempo y lo mismo hizo Luam tras echar una mirada suspicaz a Homero y dudar entre matarlo o dejarlo con vida. Decidió fiarse de las palabras de Tuala al no observar ningún tipo de movimiento por parte el esclavo. El hombre ni siquiera pestañeaba.

Atravesaron el campamento sin problemas y salieron sin que los guardas, ocupados por entrar en calor, saltando sobre sus pies o en cuclillas junto al fuego, hicieran amago de detenerlos.

—Cuando regrese, me encargaré de calentaros —les dijo Tuala, acompañando sus palabras con un gesto de caderas.

Las palabras de la mujer provocaron las risas de los soldados y una palmada en su trasero del que tenía más cerca. Poco después se hallaban todos subidos al carro que Ael y Morlan habían aparejado siguiendo la última consigna de su jefe. Los dos jóvenes y las mujeres se ocultaron bajo la lona que cubría el vehículo, mientras Dacio y Luam, encaramados en el asiento, guiaban las caballerías hacia la puerta principal de la guarnición. El mercader mostró el salvoconducto a los guardas de la puerta quienes apenas le echaron un vistazo, deseosos como estaban de refugiarse de nuevo en la garita para huir de la helada, y los dejaron pasar.

El carro con sus ocupantes tomó la ruta del norte y se perdió en la fría noche por el camino hacia las montañas altas. Un jinete, silencioso como una sombra, los seguía a cierta distancia montado sobre una mula, de carga.

or primera vez en mucho tiempo, Stratonikos de Thesos, el esclavo llamado Homero, volvía a sentirse un hombre libre. No había necesitado meditar su decisión. Quería morir libre al igual que había nacido y aquél, y no otro, era el momento de recuperar su libertad. Si un hombre era capaz de arriesgar su vida para liberar a un par de esclavas, también él era capaz de semejante acción para liberarse a sí mismo.

En unos instantes pasaron por su mente imágenes felices junto a los suyos, entrenando en el gimnasio y preparando su eminente partida hacia Alejandría, lugar en el que se celebrarían los Juegos de aquel año. Recordó la mirada orgullosa de su padre que soñaba con la corona de laurel que coronaría el triunfo de su hijo y el amoroso abrazo de su madre cuando le despidió en el puerto, deseándole todo tipo de venturas. Se pasó la mano por los labios que había retenido el dulce sabor del último beso de Astisia, la joven con la cual se casaría a la vuelta. Los piratas cilicios atacaron la nave que lo llevaba con sus compañeros a Egipto y los vendieron como esclavos a los romanos. La voz que susurraba palabras de amor a los oídos de la mujer amada calló para siempre cuando el cuchillo del verdugo le cortó la lengua por haber reclamado su libertad desde el primer momento de su cautividad.

Siguió a los fugitivos cuando salieron de la casa del amo, robó una mula en el poblado y no tuvo ninguna dificultad en abandonar la encinta porque todos los soldados del campamento conocían de sobra al silencioso esclavo del legado y también sabían que éste lo enviaba a menudo con mensajes para los jefes de las guarniciones vecinas. El cielo estaba completamente despejado y la luna brillaba alumbrando sus pasos. Su destino hasta entonces lo habían marcado los dioses, hora era ya de tomar las riendas de su propia vida.