ublio Carisio regresó a Lucus Asturum de su viaje de inspección por las tierras de la Lusitania, de las cuales era el legado, seis meses después de haberlo emprendido. La expedición le había llevado meses de fatigas, pero podía sentirse satisfecho de su misión. Lentamente, pero de forma continuada, la romanización tenía todos los visos de ser un éxito. Cada vez eran más las regiones hispanas que aceptaban de buen grado la paz romana y sus beneficios. Sus apreciaciones no hacían más que confirmar lo que él ya sabía. Únicamente los más obtusos de los nativos eran incapaces de darse cuenta del significado de un Imperio que extendía sus dominios de Oriente a Occidente bajo un único lema: Roma, una misma cultura, una misma lengua, un mismo gobierno. Ni los grandes imperios de la Antigüedad, ni la gran Grecia en su apogeo habían llegado tan lejos. El comercio no conocía fronteras, barcos y caravanas trasladaban por mar y por tierra todo tipo de mercancías: desde maderas, vidrios, joyas, objetos de arte, muebles, tejidos, hasta vinos, aceites o especias. Las calzadas, túneles, puentes, embalses, sistemas de regadíos y acueductos, verdaderas obras de ingeniería, se alzaban en los rincones más apartados. Por no hablar de inventos como los molinos de agua o las bombas hidráulicas, y de colosales obras arquitectónicas como las basílicas, templos, hipódromos, anfiteatros, coliseos o las hermosas fincas, verdaderos palacios, que comenzaban a ser parte del paisaje hispano como ya antes lo habían sido en otras provincias del Imperio.
Cierto que aún quedaban rebeldes por aquí y por allá, se decía el legado, que en ocasiones intentaban sublevarse, especialmente cuando los funcionarios romanos exigían el pago de los impuestos, pero no dejaban de ser meros conatos fáciles de reprimir. También había algunos nativos aferrados a sus antiguas costumbres, a sus formas de vida, a sus lenguas tan poco prácticas como ininteligibles y, sobre todo, a la utópica palabra libertad.
—¡Como si la libertad fuera la piedra mágica que transforma a los asnos en hombres honorables! —exclamaba excitado cuando discutía con sus más allegados sobre las cuestiones de la conquista—. Si no fuera por nosotros seguirían para toda la eternidad llevando la misma vida salvaje y depravada que han llevado hasta ahora.
—Tal vez a ellos les guste… —se atrevió a terciar su amigo Lucio Emilio en una de aquellas ocasiones—. Además, a pesar de estar mucho más atrasados que nosotros, no carecen de organización política y social, son religiosos y llevan comerciando con los pueblos del mar desde hace cientos de años. Sus campos, bosques y rebaños son colectivos, respetan a la familia y a los ancianos, no tienen esclavos, no son avariciosos y únicamente utilizan lo necesario de los inmensos recursos mineros de los que disponen que, te recuerdo, es una de las razones por las cuales estamos aquí.
—Pero ¿qué dices? —preguntó Carisio indignado—. ¿Has olvidado que también sacrifican a seres humanos en honor a sus dioses? Degüellan a sus enemigos en el ara de los sacrificios como si fueran animales. Las tribus se atacan entre ellas, matan a todos aquellos que se les oponen y…
—No es algo que debiera indignarte tanto —le interrumpió Emilio—. Nuestra querida Roma no es muy diferente. Hace dos decenios, Julio César ordenó el sacrificio ritual de dos hombres cuyas cabezas fueron llevadas a la Regia. ¿Has olvidado tú las guerras civiles en las que miles de soldados y ciudadanos fueron muertos?, ¿has olvidado la época de las proscripciones en la que muchos inocentes fueron asesinados para robarles sus posesiones?, ¿o a los trescientos senadores y caballeros inmolados hace quince años por orden de nuestro amado emperador Octavio Augusto ante el altar erigido en honor al divino Julio? Nuestra historia desde los tiempos de los padres fundadores está plagada de luchas y muertes.
—¡Eran traidores! —casi gritó el legado, horrorizado por las palabras de su amigo, refiriéndose a los trescientos ejecutados en Perugia—. Yo te aconsejaría, Lucio; que no dijeses esas cosas en público. Podrían oírte oídos mucho menos amistosos y comprensivos que los míos.
—Sólo afirmo que la violencia y el terror no son patrimonio de las tribus a las que combatimos —prosiguió Lucio Emilio en el mismo tono y con una sonrisa en sus labios—. Son innatos en el ser humano. Nacemos de forma violenta y no es de extrañar, pues, que muchos muramos de igual modo. Al igual que es natural adaptarse fácilmente a la comodidad y prosperidad de Roma allá donde llega.
—¿Qué puede esperarse de unas gentes que comen bellotas como los cerdos en lugar de castañas y utilizan manteca para sus guisos en lugar del aceite de las olivas? —preguntó Carisio dando a la conversación un giro de noventa grados.
Lucio Emilio se echó a reír.
—¿Y qué esperas que coman si en sus tierras no hay castaños ni olivos?
—¡Se lavan los dientes con sus propios orines!
—Será por eso que tienen una dentadura blanca y fuerte…
—¡Hablan una lengua incomprensible!
—Tan incomprensible como es para ellos la nuestra…
—¿Y qué me dices de esa práctica absolutamente innoble de que la herencia pase a las hembras? ¿Dónde se ha visto semejante aberración?
—No me parece una práctica tan aberrante, teniendo en cuenta que el hombre siempre se ha sentido más atraído por la guerra y la caza y que es la mujer la que en verdad gestiona y organiza la economía de la familia.
Carisio contempló a su amigo con una mezcla de compasión y hastío.
—Lucio, me sorprendes —dijo al cabo de un momento—. No esperaba encontrar en ti un defensor de unos bárbaros que llevan cerca de doscientos años oponiéndose a los designios de los dioses, quienes claramente han mostrado su preferencia por Roma.
—Más que los designios divinos, yo achacaría nuestro éxito a los miles de hombres que combaten en nuestras legiones y a nuestro extraordinario potencial bélico —replicó el general sin perder la sonrisa y su tono amable—. Estás muy equivocado, Publio. Lucho por Roma y por nuestro emperador, no hago preguntas, pero llevo ya muchos años recorriendo los confines del Imperio y no puedo dejar de admirar la tenacidad de algunos pueblos que se resisten por mantener viva la herencia de sus padres.
Eran discusiones inútiles. A pesar de lo que su buen amigo pudiera pensar, Carisio estaba convencido de que no había nada en aquellas tribus que mereciese la pena preservar. Antes o después acabarían sucumbiendo a la fuerza arrolladora de la civilización, las generaciones venideras olvidarían su pasado y nadie recordaría que una vez existió algo que no fuera Roma.
Había pasado parte del tiempo en su finca de Olisipo donde había vuelto a disfrutar de los atardeceres, acompañado por algunos amigos y degustando los frutos de su huerta, exquisitos pescaditos fritos y deliciosos vinos claros, néctares inigualables. El clima bondadoso y el agua abundante habían transformado aquella región, antaño dedicada a pastos y poco más, en una huerta capaz de abastecer a sus habitantes e, incluso, proveer a otras zonas de la Hispania imperial.
olvió a ver a Livinia y juntos recordaron los buenos tiempos de día y de noche. Seguía siendo una matrona exuberante y divertida. Su piel olía a azahar y era una delicia mordisquear su cuello recubierto de una pelusilla suave como la piel del melocotón. Sonrió al comprobar que, tal y como lo recordaba, ni un solo cabello se salía de la ruta marcada por el peluquero, a pesar de los ejercicios acrobáticos de su amante, experta en todo tipo de trucos y posturas, que hacían sus veladas excepcionalmente interesantes.
—¿Por qué no vuelves con nosotros y dejas las frías y aburridas tierras del norte? —le preguntó Livinia una noche en la que la suave brisa del mar refrescaba sus cuerpos acalorados—. ¿Por qué no te licencias ya de una vez? —insistió mientras le acariciaba el rostro con una mano cuidada de uñas perfectas y pintadas—. Pídele al Augusto que te nombre gobernador de la nueva fundación y disfruta de tus riquezas o vuelve a Roma.
—Lo pensaré, lo pensaré… —respondió él.
Pero sabía que aún no estaba por la labor de dejar su vida activa. No había cumplido los cincuenta y no tenía intención de dedicarse a disfrutar de sus rentas a menos que no se le ofreciera un cargo de senador en la propia curia. Para ser uno de tantos generales retirados que entretenían su tedio en sus fincas romanas, prefería continuar siendo el legado del emperador en las tierras conquistadas. Él era el primer hombre de Roma en la Lusitania, con poder sobre la vida y sobre la muerte. No había nada en el mundo comparable al placer proporcionado por su cargo. No, aún no había llegado el momento de retirarse. Cuando lo hiciera, todos aquellos nativos rebeldes estarían sometidos o… muertos.
La fundación de la nueva capital le ocupó casi todo su tiempo y disfrutó como pocas veces discutiendo con arquitectos e ingenieros sobre la forma, dimensiones y servicios de la nueva colonia. Examinó las maquetas con atención, moviendo las piezas a su gusto, sintiéndose un dios a la hora de decidir la creación del mundo. El Augusto lo había dejado bien claro: sus veteranos de las guerras contra los astures y los cántabros merecían un lugar excepcional para pasar el resto de sus vidas. Los soldados de las legiones V Alaudae y X Gemina habían luchado con coraje y sufrido múltiples vicisitudes. Se merecían un premio y no había lugar para ellos en la vieja Roma, ya de por sí superpoblada. Si bien era cierto que no podía darse la guerra por finalizada y que aún no había llegado el momento de cerrar las puertas del templo de Jano, a pesar de su primera intención tras la victoria de Lancia, sí era necesario hacer un gesto que simbolizase la magnanimidad del emperador y su deseo de que su nombre se perpetuase en la historia. La nueva colonia se llamaría Emérita Augusta para que las generaciones venideras recordaran que había sido él, Octavio Augusto, el pacificador de Hispania, quien había ordenado su fundación.
El paraje elegido, rodeado por el Anas, disponía de agua en abundancia y de una isla en medio del río, un lugar ideal para establecer un paso obligatorio ya utilizado por sus primitivos pobladores. Viajeros, comerciantes e incluso los propios habitantes estarían obligado a pasar por el puesto de control de la isla tanto si querían salir como si querían entrar en la ciudad. Si todos los caminos del mundo llevaban a Roma, todos ellos tenían que atravesar Emérita Augusta para dirigirse hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales de la nueva provincia. La protección de la administración y las favorables condiciones geográficas y climáticas no hacían sino alentar el establecimiento de nuevos colonos. Gentes del resto de Hispania, de la Galia, de Italia y de las tierras orientales del Mare Nostrum habían comenzado a llegar a la nueva fundación en busca de una vida mejor y un futuro prometedor. El Augusto había ordenado no reparar en gastos. La capital de la provincia de la Lusitania debía parecerse a la propia Roma, con una muralla protegida por altas torres circulares, calles amplias y porticadas, mansiones lujosas para los dirigentes e ínsulas de varios pisos para el pueblo; dos foros —uno para los habitantes de la ciudad y otro para los de la provincia— en los que solucionar los asuntos políticos, administrativos y religiosos con su basílica y curia correspondientes; un templo dedicado a la familia imperial con su propia estatua presidiendo el conjunto; templos consagrados a Júpiter, a Diana y a Marte; un hipódromo, un circo, un anfiteatro, termas y baños, comercios y tabernas; uno o más acueductos para llevar el agua a las fuentes y a las casas, cloacas y calles empedradas. En fin, todo aquello que marcaba la diferencia entre una vida civilizada y la bárbara existencia de los naturales.
—Emérita será toda lo augusta que quiera —se confió Carisio al silencioso Homero—, pero será obra mía porque habré sido yo quien la haya puesto en pie y decidido sus dimensiones.
Ordenó a uno de los arquitectos colocar la que sería su futura mansión en la maqueta, justo al lado del foro de Augusto. Sería mucho más grande que la que poseía en Olisipo, mandaría construir decenas de fuentes en sus jardines para que el sonido de sus chorros aliviase el calor durante el estío y encargaría recubrir las paredes de la sala principal con mosaicos al modo griego. El verdadero pacificador de las tierras del norte tendría una morada de acuerdo con sus méritos.
—Tal vez entonces ella responda —dijo en voz alta, y Homero, según su costumbre, asintió con la cabeza.
Lenore lo había acompañado en su periplo. Ordenó disponer para ella un carro forrado con cojines mullidos y cubierto por una lona de colores que se abría durante el día y volvía a cerrarse al anochecer cuando acampaban al aire libre. Pensó que el viaje le sentaría bien, la sacaría de su abstracción al estar lejos de su tierra, contemplar paisajes tan diferentes a los que estaba habituada y entrar en contacto con gentes aún más diferentes. Permitió incluso la compañía de una de las mujeres de su poblado, una pelirroja de cabello alborotado y mirada de gata, que había acabado en el lecho de Marco Catulo en la famosa subasta de las cautivas.
Aunque las protestas que tal hecho provocó pudieron escucharse en todos los rincones del campamento, el tribuno se negó a devolverla al día siguiente y la retuvo en su barraca. No había tenido ganas de obligar a su segundo a cumplir lo pactado con la tropa. ¿Cómo podía exigirle cumplir sus órdenes cuando él también las había contravenido? Sin embargo, poco después decidió que tal vez la presencia cerca de Lenore de una mujer de su tribu, que pudiese entenderla y hablarle en su lengua, podría tener efectos beneficiosos sobre ella. La mujer se desvivía por servirla y la trataba como a una hija enferma a pesar de ser más o menos de su misma edad. No permitía a nadie que no fuese ella atenderla y más de uno se había llevado un buen arañazo en la cara al intentar siquiera aproximarse a la bella astur. Él mismo no se sentía seguro cuando la pelirroja estaba cerca ordenándole que se marchara, cosa que ésta siempre hacía murmurando entre dientes algo en su bárbara lengua.
A pesar de sus desvelos, los muchos presentes, las palabras de amor y la infinita paciencia demostrada, Lenore continuaba igual que la primera vez que la había tenido en sus brazos. No hablaba y no parecía sentir ni el frío ni el calor. Se dejaba amar con la misma indiferencia que se dejaba bañar o peinar. Algunas veces era tal su furia que sentía deseos de golpearla hasta hacerle sangre para escuchar aunque sólo fueran sus gemidos, pero jamás lo había hecho.
—¿Vas a decirme que tú, Publio Carisio, el hombre cuyo solo nombre aterroriza al más curtido de tus soldados, el que ha tomado y abandonado a mujeres casadas y doncellas de todos los lugares por los que ha pasado, estás enamorado de una esclava salvaje y además muda?
Livinia no salía de su asombro una noche en la que el legado le confesó su desaliento.
—No estoy enamorado —replicó él a la defensiva—, estoy hechizado.
—Pues mándala ejecutar o abandónala en un bosque para que las fieras acaben con ella.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—No lo sé —afirmó el legado desalentado—. Cada día me digo que esto no puede seguir así. Me prometo a mí mismo acabar con esta situación, pero mi firmeza desaparece en cuanto la veo y daría cualquier cosa porque me hablara o me dirigiera una sonrisa, aunque fuera sólo una vez.
Livinia no había podido evitar su curiosidad y había ido a ver a Lenore con la sana intención de burlarse de ella y encontrarle los defectos que Carisio no era capaz de ver en ella. La perfección del rostro y del cuerpo de la esclava la dejaron estupefacta. Jamás en su vida había contemplado belleza parecida en una mujer, pero fue sobre todo su mirada lo que más le impresionó. Era tal la tristeza en sus ojos que la cortesana sintió erizarse el vello de su piel y estuvo a punto de echarse a llorar de pena.
—¿Qué le has hecho a esa mujer? —preguntó cuando de nuevo se encontró con su amante.
—¡No le he hecho nada! —protestó el legado—. Muy al contrario. Estaba herida cuando la encontré y ordené al galeno que la cuidara y respondiera de ella con su propia vida; la he colmado de atenciones y de regalos, y he sido dulce y cariñoso con ella hasta decir basta. El médico dijo que era como un muerto en vida, que su espíritu andaba errante, separado de su cuerpo…
—Y yo te digo que ni está muerta, ni su espíritu anda errante —afirmó Livinia—, pero nunca la conseguirás. La tristeza reflejada en sus ojos es muy real. Si de verdad la amas, devuélvela a los suyos y olvídala.
—¡Antes la estrangularía con mis propias manos!
—Pídele entonces a Diana, la diosa de las mujeres, que sane su locura. No sé qué le ha ocurrido y tal vez tú tampoco lo sepas, pero de una cosa estoy bien segura, no me gustaría hallarme en tu pellejo si algún día despierta del sueño que la tiene prisionera.
Pocos días después, Carisio, Lenore, esclavos y escolta abandonaron Olisipo para dirigirse al lugar donde se levantaría la nueva fundación.
l legado se vio obligado a regresar a Lucus Asturum a marchas forzadas cuando le llegaron mensajes de que las tribus del norte estaban de nuevo en pie de guerra. Los partes hablaban de miles de hombres reunidos en las montañas y dispuestos una vez más a combatir hasta la muerte.
—¿Es que nunca van a cansarse? —exclamó irritado—. ¿Es que nunca van a darse cuenta esos bárbaros de que jamás podrán vencer a Roma?
La historia no era su fuerte, pero había leído lo suficiente para saber que las tribus del Cantábrico habían luchado como mercenarias a las órdenes de Ambal, también habían ayudado a los vacceos contra Lúculo, a los numantinos contra Mancino, a los aquitanos contra César. Durante casi doscientos años, allí donde se entablaba un combate entre los ejércitos de Roma y los nativos hispanos, allí estaban también los cántabros, astures, autrigones, vardulos, turmogos o vascones. Se aliaban contra ellos incluso si en otros tiempos esas mismas tribus habían sido enemigas. Statilio Tauro, recordó con rencor, había sometido finalmente a los vacceos, tantas veces reprimidos, y recibido por ello honores y premios, entre éstos el más importante, el consulado.
—Todos sabemos que se limitó a ocupar las ciudades vacceas y dejó escapar a los bárbaros del norte, que buscaron refugio en las montañas —prosiguió cada vez más enojado—, y ahora me toca a mí acabar lo que él empezó.
Homero lo escuchaba, como siempre hacía, mientras se afanaba en sacar brillo al peto de su amo. Sabía que el legado hablaba con él porque no podría repetir sus palabras y porque no había nadie más en quien pudiera confiar.
—Tampoco puede decirse que Calvisio Sabino hiciera gran cosa para acabar con las tribus —prosiguió el legado—, al igual que Sexto Apuleyo, que también se autoproclamó su vencedor. Más bien se conformaron con defenderse, impedir que los bandidos bajaran de las montañas y preparar la campaña para el Augusto. Con todo, los asnos del Senado les concedieron honores de triunfo inmerecidos.
Antes de iniciar su regreso a la urbe, atravesando los montes para ir a tomar las aguas a Aquae Tarbellicae, en la Aquitania, y partir luego hacia Roma pasando por la Galia, el emperador le había confirmado en su cargo como legado de la Lusitania y había nombrado a su amigo Lucio Emilio Lamia gobernador de la Citerior y responsable directo de las tropas acampadas en luliobriga para controlar a los montañeses hasta las estribaciones de los Pirenes occidentales.
Todo el mundo, menos él, siempre desconfiado, creía que el sometimiento de los rebeldes del norte de Hispania era ya un hecho. Carisio sonrió complacido consigo mismo por no haber errado en sus apreciaciones. Las tribus del mar se habían rebelado de nuevo nada más partir el Augusto. Y no solamente lo habían hecho atacando a las guarniciones romanas como era su costumbre, en pequeños grupos que golpeaban y luego desaparecían, sino que habían atraído a parte del ejército de Emilio a una trampa. Ofrecieron trigo y otros productos en prueba de buena voluntad y cayeron sobre el numeroso contingente que había acudido a recoger el supuesto regalo, no dejando a un solo hombre con vida. Cómo había podido Lucio Emilio caer en una trampa tan burda era un misterio, pero él se encargaría de exterminar de una vez por todas a los irreductos rebeldes.
Homero le desvistió y frotó su torso y brazos con aceite, le ayudó luego a vestir la túnica de lana que ciñó con un cinturón estrecho y procedió a colocarle y atarle la armadura de placas que acababa de frotar hasta dejarla reluciente como los rayos del sol; ató los antebrazos y los protege-pantorrillas de hierro y se arrodilló para calzarle las sandalias de cuero reforzadas con tachuelas en las suelas. Finalmente sujetó la capa roja bajo las hombreras, le abrochó el ancho cinturón del que pendían la espada y la daga, y le presentó el casco adornado con un penacho de plumas también teñidas de rojo y las fasces de mando.
El legado salió de su casa. Hacía frío, pero el cielo estaba limpio de nubes, lo cual tomó por un buen presagio. No se molestó en dirigir la oración protocolaria e hizo una seña al sacerdote para que invocara a Marte, dios de la guerra, y quemara unos palos de incienso ante el pequeño altar erigido en su honor. Acabada la ceremonia, montó en su caballo y dio la orden de ponerse en camino.
—¡Por ti, amigo mío! —exclamó recordando a Lucio Emilio y elevando las fasces por encima de su cabeza—. ¡Y por Roma!
Durante un tiempo que les pareció una eternidad, los astures creyeron haber vuelto a la edad oscura de la que hablaban las leyendas, aquella en la que nubes negras como ala de cuervo habían ocultado la luz del sol sumiendo a la tierra en una terrible incertidumbre de la que sus antepasados habían emergido débiles y desamparados.
Puesto que la destrucción de los poblados fortificados más grandes no parecía haber hecho mella en los rebeldes, refugiados entonces en pequeños enclaves dispersos para proseguir la lucha desde allí, los ejércitos romanos cayeron de improviso en las aldeas más remotas, matando a sus habitantes cuando éstos oponían resistencia o llevándoselos encadenados lejos de su tierra cuando no lo hacían. Los labradores de las tierras altas, los pescadores de la costa, los pastores de las montañas vieron impotentes cómo los invasores destruían sus casas y campos, talaban los bosques, saqueaban sus rebaños o quemaban sus botes. Hombres, mujeres y niños fueron masacrados sin piedad, torturados, despeñados y crucificados. Cortaron las manos de los primeros capturados, violaron a las mujeres y separaron a los hijos de los padres. Los guerreros intentaban prever los movimientos de sus enemigos, pero el legado lo tenía muy claro: no dejar ni un solo rincón de la tierra transmontana sin rastrear, ni un solo poblado sin ocupar, ni un solo rebelde sin castigar. Miles de personas fueron obligadas a vivir en los valles abiertos, y otras tantas, de todas las edades, encaminadas hacia Aquitania y vendidas como esclavas a los propietarios romanos que medio siglo antes habían hecho lo mismo con los naturales de aquella región.
El terror se adueñaba de los astures ante la sola mención del nombre del legado y no había lugar, por lejano, en el que el temido nombre no provocara una reacción de espanto y huida hacia el interior de los bosques y lo alto de las montañas. Carisio estaba decidido a pacificar la región costase lo que costase. Los astures, cántabros y galaicos, que se habían sumado a la resistencia, constataron atónitos que ya no quedaban refugios seguros en toda la tierra de sus padres. Los romanos fueron acorralando a los guerreros que inútilmente intentaban presentar un frente común. Acostumbrados a la lucha en pequeños grupos nunca se habían organizado en verdaderos ejércitos, a excepción del ataque protagonizado contra los campamentos romanos dos inviernos atrás. Su pertenencia a tribus diferentes y dispares, el antagonismo ancestral que aún perduraba entre ellas pero, sobre todo, la máquina de guerra representada por un ejército disciplinado y acostumbrado a obedecer, hicieron el resto.
El legado y sus tropas cercaron a los últimos resistentes en el llamado monte Medulio a orillas del río Sil, en la frontera con los territorios galaicos. En otras circunstancias, a Publio Carisio su decisión no le hubiera parecido un hecho bélico digno de un buen general, pero el asunto estaba durando demasiado, su paciencia tenía un límite y deseaba acabar y regresar a la nueva fundación de Emérita Augusta para continuar con los proyectos de edificación. Ordenó cavar alrededor del lugar una fosa de quince millas que mandó reforzar con catapultas y otros ingenios bélicos, además de los miles de soldados que comandaba. Ni un solo rebelde podía salir de la encinta sin ser visto e inmediatamente acribillado por las flechas disparadas certeramente por los arqueros cretenses.
Los sitiados entendieron que no podrían mantener su posición y mucho menos salir victoriosos, así que optaron por celebrar un gran banquete y suicidarse en masa mediante el veneno extraído del tejo, haciéndose clavar una espada por una mano amiga o lanzándose a las llamas de la gran hoguera encendida, tal vez en honor de alguno de sus bárbaros dioses. Cuando él y sus hombres penetraron en el recinto no encontraron a nadie con vida. Todos, hombres, mujeres, niños, ancianos, heridos o enfermos habían perecido. Tal vez el hecho no había sido glorioso, se dijo satisfecho, pero sí eficaz. El Senado tendría que reconocer que gracias a él el indómito norte hispano había dejado de serlo y había sido finalmente sometido. No tendría más remedio que concederle los honores de héroe.
na vez acabado con asunto tan enojoso y seguro de que durante bastante tiempo no volvería a haber revueltas ni conatos de rebeldía, el legado regresó al campamento de Lucus Asturum con la clara intención de partir hacia Emérita Augusta antes de la llegada del frío. Por nada del mundo deseaba pasar allí otro invierno. Había hecho bien su trabajo y tenía derecho a un poco de tranquilidad. Por otra parte, la campaña del norte se daba por acabada. El propio Octavio había ordenado, por fin, el cierre de las puertas del templo de Jano y un nuevo legado de la Citerior, Cayo Furnio, estaba a punto de llegar para encargarse de su gobierno.
—¡No le arriendo la ganancia! —exclamó al leer el mensaje comunicándole el nuevo nombramiento.
En el fondo, y a pesar del castigo infligido a los rebeldes, seguía desconfiando de ellos. Estaba convencido de que aún darían mucha guerra, tal vez no tan importante como hasta ahora, pero sí molesta y costosa. No sería posible una verdadera paz en el territorio mientras hubiese amenazas de sublevación, mientras uno solo de los nativos empuñase un dardo o una espada. Pero eso ya no era asunto suyo. ¡Allá Furnio!
Ansioso por ver cuanto antes a Lenore, a quien había dejado en Lucus Asturum con Homero, renunciando a los servicios de éste para que alguien de su confianza se ocupara de ella durante su ausencia, Carisio se adelantó al grueso del ejército y galopó velozmente seguido por un grupo de sus mejores jinetes. Permitía al caballo guiarse por su propio instinto, ya que la niebla apenas dejaba vislumbrar algo más que los árboles, formas extrañas y amenazadoras que extendían sus ramas peladas como si fueran brazos dispuestos para el ataque.
Sus pensamientos corrían más que su cabalgadura. De pronto se sentía cansado. No tenía hijos, no que él supiera al menos, aunque sospechara de la existencia de varios bastardos repartidos por todo el Imperio. Nadie heredaría su nombre, ni lo recordaría cuando estuviera muerto. Podía adoptar a alguno de sus numerosos sobrinos que tan cómodos y holgados vivían en Roma, pero no sentía por ellos absolutamente nada. Hacía tiempo que había decidido no dejarles ni un sextercio de su fortuna. Recordó las palabras de Livinia sobre solicitar un cargo estable y respetable. Había entregado sus mejores años al ejército y hora era ya de formar una familia, de criar a su progenie. ¿Quién mejor que Lenore para ello? Sus hijos serían hermosos efebos, de tez blanca y rubios cabellos; tan hermosos como su madre y tan fuertes como su padre, ¡que de eso ya se encargaría él! Cierto que la mujer no había quedado preñada en el tiempo que llevaban juntos, debido tal vez a su estado de ánimo o, ¿quién podía saberlo?, a sus propias preocupaciones políticas y militares.
—La haré mi esposa y yaceré con ella todos los días hasta que mi simiente germine en su vientre —pensó en voz alta—. La llevaré a la nueva mansión de Emérita Augusta. El clima le sentará bien. Y ordenaré erigir en el jardín de la casa un altar a la Bona Dea, diosa de la fecundidad.
—¿Decías algo, legado?
Un joven tribuno recién llegado de Tarraco había aproximado su caballo al de él y lo miraba preocupado. Publio Carisio sonrió y negó con la cabeza.
Cuando estuvieran en la nueva fundación se informaría, siguió cavilando, sobre los santuarios de la zona. Seguro que en muchos de ellos aún se mantenía el culto antiguo y no estaría de más echar mano de él, puesto que nadie podía aseverar que los dioses indígenas no fueran tan eficaces como los romanos aunque de poco les hubiesen servido a los nativos.
Sus pensamientos se vieron bruscamente interrumpidos por unos gritos demasiado bien conocidos. Antes de que pudieran reaccionar tenían encima a medio centenar de guerreros que subidos en los árboles u ocultos tras ellos esperaban para tenderles una emboscada. Un dardo le golpeó en el casco y lo dejó momentáneamente aturdido, pero no lo suficiente para impedirle extraer la espada de su vaina y descabezar al guerrero que se le venía encima con el hacha bicéfala asida con las dos manos. Vio cómo el joven tribuno caía de su caballo mortalmente herido y cómo los bárbaros, cual una manada de bestias feroces, se abalanzaban sobre ellos, confundidos con la niebla y los árboles pelados.
Durante un instante muy breve creyó llegado su fin y maldijo la forma absurda en la que Deméter, diosa de los infiernos, había dispuesto que fuera a reunirse con los espíritus de sus antepasados. En aquel preciso momento sintió no poder ver tina vez más a la mujer que le había absorbido la razón, no tenerla en sus brazos y yacer con ella. Luego escuchó el cuerno avisando al ejército y enmudeciendo súbitamente. Un dardo derribó su caballo y ambos cayeron por la ladera que descendía desde el camino. Sus piernas quedaron aprisionadas bajo el cuerpo del animal que relinchaba, debatiéndose desesperadamente herido de muerte hasta que finalmente dejó de moverse. No supo calcular el tiempo que permaneció tumbado sobre la tierra húmeda, no intentó siquiera moverse. El dolor de sus piernas aplastadas estaba a punto de hacerle perder el sentido cuando oyó voces de hombre acercándose al lugar donde se encontraba. Extrajo con dificultad la daga que aún permanecía en su vaina y se dispuso a morir matando.
—¡Legado! ¡Legado!
Aún permaneció unos instantes sin reaccionar a las voces que le llamaban en su propia lengua.
—¡Aquí! —gritó por fin.
Por una vez en su vida se alegró de ver el rostro de su segundo, Marco Catulo. No le pareció tan estúpido como de costumbre y se prometió ser más amable con él en lo sucesivo. Costó el trabajo de diez hombres quitarle el caballo de encima, tarea que le hizo soltar más de un juramento debido al gran dolor. El galeno que acompañaba al ejército entablilló sus piernas como mejor pudo y pronto estuvo dispuesto para su traslado tumbado en una camilla de campaña portada por cuatro hombres.
La niebla se había disipado y el sol del otoño brillaba pálido entre los árboles deshojados que habían perdido su aspecto aterrador. Antes de cerrar los ojos y sumirse en un sueño profundo gracias a una dosis de filonio, electuario compuesto por miel y jugo desecado de adormidera verde, proporcionado por el médico, Carisio aún pudo ver los cadáveres de sus soldados envueltos en mantas atravesados sobre las grupas de los caballos y también los de los bárbaros que los habían atacado y eran lanzados loma abajo para dejar la vía libre. Unos cuantos prisioneros con las caras pintadas y la furia plasmada en sus rostros se mantenían sentados en el suelo, rodeados por lanzas romanas dispuestas a clavarse en ellos al menor amago de movimiento. Creyó reconocer a uno de ellos, un gigante que sobresalía entre todos.
—No los ejecutes…, aún —dijo con voz débil dirigiéndose a Marco Catulo y perdió el sentido.
Se despertó en el enorme lecho que ocupaba una gran parte del dormitorio. Tenía la garganta seca y tardó en reconocer el lugar y en hacer memoria. No sentía las piernas y temió que se las hubieran cortado aprovechando su estado de inconsciencia. Un suspiro de alivio brotó de su pecho al palparlas por encima de la gruesa cobertura de piel de oso que abrigaba su cuerpo desnudo.
—¿Cómo te sientes, legado?
Polídamo, el médico griego que lo acompañaba desde hacía veinte años, le sonrió a través de su barba canosa.
—¿Cómo estoy? —preguntó él a su vez.
—No podrás andar durante algún tiempo —afirmó el médico con franqueza—. Tienes las dos piernas rotas por varios sitios, especialmente la derecha, en la que el fémur se ha astillado. He tenido que operarte, pero tu vida no corre peligro.
—No las siento.
—Es natural, aún se hallan bajo el trauma de la operación —lo tranquilizó.
—¿Estás seguro de que podré volver a andar?
—Seguro del todo, pero será un proceso lento.
—Dile a Catulo que venga.
—No creo que debas…
—¡Díselo!
El médico abandonó la estancia y Carisio hizo una seña a Homero. El esclavo se apresuró a ayudarlo a sentarse y colocó después media docena de amplios cojines para apoyar la espalda y la cabeza.
—¿Qué ha sido de los prisioneros? —preguntó a bocajarro sin responder a los buenos deseos de salud expresados por su segundo en cuanto éste estuvo ante él.
—Están encadenados y bien vigilados hasta que nos digas lo que hemos de hacer con ellos —respondió Marco Catulo adoptando de nuevo su aire marcial.
—¿Hay entre ellos un gigante…?
—El llamado Corocotta —le interrumpió el soldado—, aquel que huyó durante los juegos con algunos de los suyos. ¿Quieres que lo ejecute?
—No. Una muerte rápida sería demasiado generoso por nuestra parte —respondió el herido con rencor—. Ya pensaré en algo mejor. Manténlos bien custodiados hasta que decida su suerte.
El tribuno se cuadró y salió de la habitación, dejando a su jefe cavilando sobre el fin merecido por aquel desalmado y sus compañeros. Podría crucificarlos y dejarlos morir lentamente en la cruz a la vista de todos; también podría ordenar que los despellejaran vivos, o que los envolvieran en pieles de lobo para ser despedazados por los perros, o que los ataran a las colas de los caballos para ser arrastrados por un pedregal u obligar a los nativos a que los lapidaran para escarmiento de aquellos que pensaran en seguir sus pasos, o quemarlos vivos, o podría también ordenar que les cortaran las cabezas y que éstas fueran clavadas en picas… Un fuerte pinchazo en sus piernas le cortó la respiración, cerró los ojos y apretó los puños esperando a que el dolor pasara. Hizo de nuevo una seña a Homero para que retirara la cobertura y contempló con curiosidad sus extremidades ocultas bajo gruesas capas de vendas, semejantes a dos fardos monstruosos ajenos por completo a su cuerpo. Un nuevo pinchazo deformó su rostro. Homero se aproximó a él con una redoma en la mano.
—¿Es opio? —preguntó.
El esclavo afirmó con la cabeza y abrió el recipiente.
—No, espera —pidió el legado—. No quiero pasarme el día inconsciente. ¿Cómo está ella?
Homero sonrió.
—¿Está mejor? ¿Habla?
El sirviente negó con la cabeza.
—¡Maldita tierra ésta! —exclamó Carisio furioso—. ¡O mata o vuelve locas a las gentes! Tráela.
Poco después Lenore y la esclava de cabellos rojos entraban en el cuarto. Como siempre ocurría, su corazón endurecido dio un vuelco al verla. Aunque toda su vida se había burlado del amor descrito por los poetas, asegurando que era una emoción que él jamás había sentido ni sentiría, debía aceptar que su sino le había jugado una mala pasada. Estaba perdidamente enamorado de aquella hermosa y lejana mujer, cuyos extraordinarios ojos verdes lo contemplaban sin verlo. La necesitaba como nunca en su vida había necesitado a nadie y él conseguiría volverla a la vida. Le vino a la mente su intención de yacer con ella todos los días hasta que su simiente engendrara un hijo y sintió que la rabia lo ahogaba. Estaría obligado a esperar, tal vez meses, antes de poder llevar a cabo su propósito. Un brillo de ironía en la mirada de la esclava pelirroja le hizo reaccionar.
—¡Esto es obra vuestra! —le gritó, al tiempo que él mismo retiraba de nuevo la cobertura y mostraba sus piernas vendadas.
—A mí no me lo digas. Yo no he salido de esta casa desde nuestro regreso del viaje.
El desparpajo de la esclava lo dejó sin habla y más aún cuando constató con enorme sorpresa que la mujer se expresaba en latín, con dificultad y con un acento horrible, pero en latín en suma.
—¿Dónde has aprendido a hablar en nuestra lengua? —le preguntó sin poder evitar su curiosidad.
—No soy persona para estar callada. Si no puedo hablar en la lengua que me enseñaron mis padres, no me queda más remedio que aprender la del conquistador.
—Hablas demasiado. ¿Sabes que puedo ordenar tu ejecución?
—¿Y quién cuidaría de ella? —replicó Tuala señalando a Lenore.
—Puedo ordenar a mis soldados que te violen uno tras otro.
—Ya lo han hecho. —Los ojos de gata estaban fijos en él—. ¿Qué más da uno que cien?
El legado reprimió una sonrisa divertida. ¡Por todos los dioses que aquella mujer era del tipo insolente que a él tanto le habían gustado en otro tiempo! Cuando se sintiera mejor, cuando volviera a ser un hombre de cuerpo entero, él mismo daría buena cuenta de ella. Su amor por Lenore no le impediría usar de la esclava a su voluntad y decir la última palabra.
—Creo que entre los cerdos apresados hay algunos conocidos por ti.
Reprimió de nuevo una sonrisa, esta vez de triunfo. La esclava no había movido un músculo, pero durante un brevísimo instante vio el terror reflejado en su mirada. Un nuevo pinchazo paralizó sus sentidos, hizo un movimiento con la mano despidiendo a las dos mujeres y reclamó con otro la redoma que Homero aún mantenía entre las manos. Sorbió directamente del recipiente mientras contemplaba las caderas bajo las túnicas femeninas que se dirigían a la puerta.
os semanas más tarde, el legado Publio Carisio estaba en disposición de tomar nuevamente las riendas del gobierno. Se hacía trasladar de un lado para otro del campamento sobre una litera y no quedó tranquilo hasta comprobar que, con las piernas rotas o no, él seguía siendo allí el factótum. Su obligada inmovilidad le permitió repasar con detenimiento los gastos de la última campaña, los víveres, el número de soldados que había solicitado el retiro tras más de dos decenios de servicio y a los que había que asentar en algún lugar, los nuevos llegados, los impuestos a los que estaban sometidos los nativos, las explotaciones agrarias y ganaderas, las nuevas calzadas y la producción de las minas de oro, hierro y estaño, sin olvidar las vías comerciales marítimas a partir de los puertos de la costa.
Sabía que las cosas cambiarían muy pronto. El Senado enviaría, al igual que lo había hecho en otras provincias, administradores civiles sin preparación militar para gestionar los asuntos de los nuevos territorios ocupados. El ejército sería entonces un mero instrumento disuasorio, encargado de velar por la paz. También llegarían numerosos colonos de todas partes, incluida Itálica, al reclamo de la repoblación. El panorama sería muy distinto en unos cuantos años. Así pues, debía, y quería, dejar un territorio pacificado y productivo antes de marcharse. Deseaba que los nuevos pobladores hablasen de él como lo hacían de Julio César y de Octavio en otras partes del Imperio, y para ello era necesario trabajar a destajo y conseguir los medios económicos necesarios sin recurrir a Roma, aunque los nativos tuvieran que entregar hasta el último grano de sus míseras cosechas, el último eral de sus rebaños, la última gota de su sangre.
—¡Ellos se lo han buscado! —exclamó después de llegar a dicha conclusión—. ¡Que paguen por ello!
En cuanto a los prisioneros atrapados en la última escaramuza, era preciso darles un escarmiento.
Una mañana fría y clara en la que la niebla aún no se había evaporado y flotaba sobre los campos, ordenó reunir a los habitantes del poblado frente a la puerta Principal. Delante de la puerta se había erigido un pequeño entarimado en medio del cual estaba colocado un gran tocho de madera. Todos los pobladores fueron obligados a apiñarse en torno a él y únicamente se autorizó la ausencia de los mercaderes, que no podían dejar sus puestos sin correr el riesgo de encontrárselos a su vuelta vacíos de mercancías.
Marco Catulo, por orden del legado, arengó a los pobladores.
—Desde hace ya algún tiempo, gentes de Lucus Asturum, vivís protegidos por las alas del águila imperial —comenzó diciendo—. Hemos traído la paz a estas tierras. Pronto seréis reconocidos como ciudadanos romanos y disfrutaréis de los mismos derechos y beneficios de los que ya disfrutan otras provincias del Imperio. No obstante, y a pesar de nuestros esfuerzos, aún quedan rebeldes disidentes que intentan por todos los medios destruir nuestros logros. Roban los ganados, saquean los graneros y tiñen de sangre el suelo que pisáis. Roma es una madre agradecida para los buenos hijos, pero no perdona la rebeldía ni la traición y hoy vais a ser testigos de su justicia. Aquellos que han alzado su mano armada contra ella serán castigados y nunca más volverán a cometer sus tropelías.
Dicho esto, el tribuno hizo una seña y tres soldados subieron también al entarimado. Uno de ellos, el más fuerte, llevaba una espada en la mano. Poco después, una docena de hombres encadenados y fuertemente escoltados eran sacados de una de las barracas. De uno en uno fueron ascendiendo por la pequeña escala que daba acceso a la tarima. Una vez en ella, los dos soldados los obligaban a arrodillarse delante del tocho de madera y a extender sobre él mismo las manos, una después de la otra. El hombre fuerte de la espada descargaba un golpe seco e iba cercenando manos como si fuera un carnicero troceando un pedazo de res. Ni uno solo de los guerreros se resistió al castigo. No habían comido nada durante los últimos días, sus ropas estaban hechas harapos e incluso los había heridos, pero sus miradas seguían siendo fieras y altivas. Colocaban sus manos sobre la madera con la misma dignidad de un soldado recibiendo una condecoración y apenas emitían un grito sordo cuando sus miembros eran separados del resto del cuerpo, aunque en algunos casos tuvieran que bajarlos a rastras, a punto de desmayarse, del lugar del suplicio.
El legado asistía impasible al acto tumbado en la litera. Finalmente, había optado por el castigo más habitual. La muerte, por muy horrible que fuera, se olvidaba pronto; la mutilación, sin embargo, era un ejemplo duradero a la vista de todos y en muchos casos inducía al condenado al suicidio. A su lado, como siempre, Lenore miraba hacia la lejanía, sin un gesto, sin una palabra. Tuala, que había reconocido entre los cautivos a uno de sus hermanos, se negó a estar presente. Se escondió en el rincón más oscuro del almacén de víveres y juró por Lug, Deva y los demás dioses que algún día se vengaría de aquellos odiados invasores que castigaban tan cruelmente a quienes luchaban por defender su libertad.
Una vez retirados en un canasto los doce pares de manos cercenadas, Marco Catulo miró a Publio Carisio y éste le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. De nuevo se adelantó el tribuno y se dirigió a los obligados espectadores que habían contemplado horrorizados el castigo.
—¡Estos rebeldes no volverán a alzar sus armas contra Roma! —casi gritó—. Todo el mundo conocerá al verlos que se sublevaron y perdieron, deberán mendigar misericordia por los caminos y errarán vagabundos el resto de su existencia.
Un rumor se elevó de entre los espectadores. Un hombre grande y fuerte como un gigante fue sacado de la barraca a empujones. Llevaba una argolla al cuello de la que pendía una gruesa cadena con la que habían atado sus brazos a la espalda y le forzaba a mantener la cabeza echada hacia atrás y el torso hacia delante. Lo obligaron a subir por la escala y a sentarse sobre el tocho ensangrentado. Una vez allí ataron sus piernas con una soga a la madera impidiéndole la movilidad.
—¡Este hombre —gritó de nuevo el tribuno— fue ya una vez perdonado por el divino Augusto y he aquí su agradecimiento! No solamente no se ha arrepentido de sus crímenes pasados, sino que ha continuado luchando y matando a buenos soldados romanos. Pero, no temáis, ya no volverá a hacerlo.
El tribuno hizo un gesto al verdugo, que se aproximó empuñando la misma espada utilizada para cortar las manos rebeldes y acercó su punta a los ojos del cautivo. Haciendo un gesto sobrehumano, el gigante giró su cuerpo para poder mirar al legado y le gritó algo en su lengua. Uno de los soldados que lo custodiaban tiró de la cadena y la mantuvo firme, obligándole a mirar al cielo. El cielo azul pálido aún cubierto por algunos jirones de niebla fue lo último que Corocotta, el gran jefe de los orgenomescos, vio antes de que la punta afilada de la espada le sacase los ojos de las cuencas, al tiempo que profería un grito de odio cuyo eco cruzó el aire y llegó a la cima más alta de las montañas.
—¡Echadlo de aquí! —ordenó Marco Catulo a sus hombres—. ¡Que las fieras del bosque acaben con él!
Los soldados obedecieron la orden con presteza, desataron las piernas aprisionadas al tronco, lo arrastraron durante un rato y finalmente lo empujaron hacia el bosque. Corocotta continuaba con la argolla al cuello y los brazos encadenados a la espalda.
—Bien, querida —dijo Carisio dirigiéndose a Lenore—, ¡asunto arreglado! Dentro de poco podremos marchamos de aquí y estaré en condiciones de hacerte un hijo.
Lenore no respondió.
—¡Lusitano!
El intérprete se aproximó a la litera del legado.
—¿Qué es lo que ha gritado el bárbaro antes de que le sacasen los ojos? —inquirió el romano.
—Lo siento, legado —respondió el Lusitano con humildad—. No he podido entenderle. Algo sobre Lug…
—¿Quién es Lug?
—Uno de sus dioses… El dios del trueno.
—¿Júpiter?
—Puede…
—¡Bien! —Carisio se sentía alegre—. ¡Entérate bien! Lo añadiremos a la lista de los dioses romanos. Ahora que somos los amos de este territorio no estará de más que estos salvajes sepan que también sus dioses son ahora nuestros.
El intérprete permaneció de pie en medio de la calle mientras contemplaba cómo el legado y su séquito penetraban en la mansión.
—Que Lug te maldiga y que tu cuerpo alimente a las bestias —murmuró el lusitano repitiendo las palabras del orgenomesco.