Las voces repetían

as voces repetían sin cesar la misma súplica: ¡Oh, divina Deva, diosa y protectora, ayuda a tu pueblo! Al principio era un eco lejano que poco a poco fue haciéndose más nítido. Luam no se atrevía a abrir los ojos. Estaba en Letavia, en la morada de los dioses, había por fin traspasado las Puertas y tenía miedo. Notó que alguien se aproximaba a él, le tocaba la frente, apoyaba la oreja sobre su pecho y procedía a retirar algo que tenía pegado en el hombro, cerca del cuello. Sintió un dolor tan agudo que instintivamente asió con su mano la del intruso y abrió los ojos. El dueño de la mano se quedó tan sorprendido que estuvo a punto de soltar un grito del susto y Luam lo mismo al ver un rostro humano tan próximo al suyo.

—¿Eres un dios o un espíritu? —preguntó finalmente con la boca seca.

—Ni lo uno, ni lo otro —respondió el hombre—. Tan sólo soy un servidor de Deva.

—¿He traspasado las Puertas?

El hombre sonrió.

—Aún no y no parece que vayas a hacerlo por ahora.

—¿Dónde estoy?

—En el santuario de la diosa Deva, a orillas del río que lleva su nombre.

—Es imposible —aseguró Luam en tono convencido—. Ningún humano excepto los Hombres Sabios puede penetrar en el santuario.

—Todo es posible en los tiempos que corren, amigo mío. Los romanos todavía no se han aventurado por estos parajes —le informó el Hombre Sabio—. Al parecer respetan los lugares sagrados, al menos por el momento, y eso nos da un respiro. No eres el único acogido a la protección de la divina Deva.

—¿Ael?

—¿El hombre que te trajo sobre sus espaldas como si fueras un saco de mijo? Está bien. Se alegrará de saber que has recuperado el conocimiento, se ha pasado día y noche velando tu sueño.

El sanador había acabado de limpiar la herida del hombro y aplicó sobre ella una pomada verdosa cubriéndola con hojas de zarzamora y sujetándolas después con una tira de tela. Luam sintió aplacarse el calor que le abrasaba como si fuera un carbón ardiente.

—Mañana te cauterizaré la herida —le explicó el Hombre Sabio—. Estaba infectada y hubiese sido mal remedio cerrarla con el veneno dentro. Ahora está casi limpia y ya puede hacerse.

—La herida del muslo que…

—Ésa te la cautericé mientras estabas sin sentido —sonrió el sanador—. Era un corte limpio y no dio problemas.

Luam palpó bajo la manta la enorme cicatriz que le atravesaba el muslo.

—¿Podré andar?

—No creo que nada te lo impida, pero aún deberás permanecer inactivo —repuso el Hombre Sabio—. Los humores del cuerpo precisan algo de tiempo para recuperar su pulso.

—Pero, yo no puedo…

—¡Por fin, dioses poderosos!

La entrada de Ael interrumpió la conversación de los dos hombres. El sanador sonrió y salió. Ael miraba a Luam con ojos brillantes, como si quisiera cerciorarse de que su amigo estaba vivo. Le asió de las manos y se las apretó con fuerza.

—¡Por fin, dioses poderosos! —repitió.

—Eso ya lo has dicho —repuso Luam con una mueca—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Dos lunas hará dentro de tres noches.

—¡Dos lunas! ¿Cómo puede ser?

—Perdiste el conocimiento —mintió Ael, esperando que su amigo y jefe no recordara el puñetazo que le había propinado en plena cara— y has estado así desde entonces. Respirabas, pero no movías ni un solo músculo. Te traje al santuario y los Hombres Sabios se han ocupado de ti.

—Me ha dicho el sanador que hay otros hombres refugiados aquí…

—Es cierto, pero no sobrepasan los dedos de cuatro manos, tú y yo incluidos.

—¿Tan pocos?

—Tan pocos.

—¿Y el poblado?

—Tomado por los romanos —respondió Ael de mala gana—. Dejaron allí a los hombres y mujeres ancianos y a los niños más pequeños y también a algunos hombres a los que cortaron las manos.

Luam apretó los puños y se mordió los labios para no gritar su desesperación.

—A los demás —prosiguió su compañero—, a los que quedaron con vida, hombres, mujeres y jóvenes, se los llevaron al campamento romano. No hemos sabido nada de ellos desde entonces.

—Los que están aquí…

—Todos son de los nuestros.

—¿Cilio?

—Muerto.

—¿Sen?

—Muerto.

—¿Corocotta?

—Se lo llevaron al campamento.

La luz penetraba por la abertura de entrada del habitáculo, una pequeña choza de piedras y ramas con apenas espacio para dos bestias de carga. El suelo estaba cubierto de paja y hierbas secas. Una vasija de barro con agua, un cubilete para beber y un pedazo de pan de avellanas, además de la manta, era todo el ajuar. Luam fijó su mirada en la abertura.

—Ayúdame a levantarme —pidió a su amigo.

—No sé si…

—¡Hazlo!

Ael acató la orden, pasó su brazo por debajo de la axila de su jefe e intentó ponerlo en pie. Las piernas del herido se doblaron y cayó de nuevo sobre la paja.

—Tal vez sería mejor que esperases algún tiempo —insinuó Ael.

—Saldré de aquí con tu ayuda o sin ella —afirmó Luam con fiereza.

—¡Eres tan tozudo como mi abuelo!

A Luam le entró la risa. El abuelo de Ael había sido famoso por su terquedad y no había velada en Noega en la que no se narraran anécdotas sobre él. Como aquella vez que apostó a que sería capaz de atrapar un salmón en el Piles cuando, que se supiera, jamás había ido a pescar. Regresó dos jornadas después, totalmente empapado pero con una sonrisa triunfante en el rostro. Mostró ufano la captura a sus vecinos y las risas de éstos pudieron escucharse en Luarca: el famoso salmón era en realidad una carpa. El abuelo era incapaz de distinguir un tipo de pez de otro.

Además del dolor en la herida que le produjeron las convulsiones de la risa, Luam sintió otro más profundo oprimiéndole el pecho. Ya no habría veladas en torno a las hogueras, nunca más escucharía las voces de sus amigos, las anécdotas de los ancianos, las risas de los niños, ni las voces de Lenore y de su pequeño. ¿Para qué vivir? Dejó caer su cabeza y fijó su mirada en el techo de paja.

Ael observó cómo caían dos lágrimas de los ojos de su jefe e iban a perderse entre sus cabellos revueltos. No hizo ningún comentario. Metió sus potentes brazos por debajo del cuerpo debilitado y lo alzó como si fuera una novia el día de sus esponsales. Antes de que Luam pudiera reaccionar lo había sacado fuera de la choza y se había aproximado con él al grupo de hombres que esperaban pacientemente a que estuviera listo el venado, empalado y mantenido encima de las brasas mediante dos horquillas, que estaban asando. La llegada de Ael con Luam en sus brazos provocó risas y comentarios jocosos, una forma de ocultar la emoción que sentían al ver a su jefe aún vivo.

—¡Bájame, por todos los dioses! —exclamó Luam incómodo.

Ael lo depositó sobre la hierba, al lado de una roca plana para que ésta pudiera servirle de respaldo y fue rápidamente en busca de un cuenco de agua que Luam bebió con avidez. Ni el jugo de bayas, ni la cerveza mejor elaborada, ni el vino de Burdigala podían compararse a aquella agua fresca y transparente que manaba de la fuente del santuario sagrado de Deva.

Tras los comentarios y las bromas, los hombres de Noega permanecieron en silencio. Luam no deseaba hablar, cerró los ojos y aspiró la brisa que le traía olores conocidos. Luego volvió a abrirlos y contempló detenidamente uno a uno a sus compañeros. Agnam, Gail, Medar, Bozel…, todos ellos mostraban cicatrices recientes, cabellos y barbas enmarañados, estaban sucios y tenían las túnicas desgarradas. ¡Qué aspecto tan distinto al de los orgullosos y fieros cilúrnigos que poco tiempo atrás habían presentado batalla al invasor! Parecían bestias apaleadas e incluso sus miradas habían perdido el brillo que siempre lucía en ellas.

—Espíritus errantes entre dos mundos, eso es lo que somos —pensó para sus adentros, pero trató de sonreír antes de hablar.

—¿Pensáis quedaros todo el día contemplando las orugas? ¿Qué hay de ese venado? ¿Aún no está listo?

La voz de su jefe, su tono animoso y el apetitoso olor del asado los hizo reaccionar. Poco después todos se aplicaban con religioso fervor a dar buena cuenta de la comida.

medida que pasaban los meses, que sus heridas sanaban e iba recobrando las fuerzas, Luam trataba de decidir el camino a seguir. No podían permanecer mucho tiempo en el santuario puesto que su sola presencia en él ponía en peligro a los Hombres Sabios que los habían acogido. En cualquier momento podían aparecer los romanos y masacrarlos a todos. Era preciso marcharse de allí, pero ¿adónde irían? El poblado ya no les pertenecía, no tenían casa donde cobijarse, ni familia con la que volver. Eran parias en su propia tierra.

—Podemos ir a las montañas —propuso uno de los hombres el día en que por enésima vez discutían sobre sus posibilidades.

—O buscar otro poblado —terció otro—. Los invasores no han podido ocupar toda la tierra astur.

—O partir lejos —añadió un tercero en tono pesaroso—. La diosa de la Muerte ha extendido su sombra sobre nosotros. Partamos hacia la isla de Erin como ya una vez hicieron nuestros antepasados y que los hijos de nuestros hijos regresen un día para vengarnos.

Veinte hombres y veinte planes diferentes, pensó Luam con tristeza. Ya nada los unía. El poblado, la tribu, el clan, habían desaparecido y con ellos el lazo invisible que los unía. Trató de rogar en silencio encomendándose a Lug, pero sus pensamientos eran amargos. El dios de dioses, el protector de su pueblo, no los había ayudado contra los invasores; había permitido su aniquilación, el asesinato de sus seres queridos. A partir de ahora cada uno de ellos era libre de decidir su propio futuro, no se debían a nadie ni a nada más que a sí mismos.

—Escuchadme, cilúrnigos de los luggones, hombres de Noega. —Los reunidos prestaron atención a sus palabras—. No hace mucho aún pertenecíamos a un pueblo y luchábamos juntos. Ahora cada uno de nosotros está solo sobre la Tierra, solo con sus recuerdos, y debe tomar sus propias decisiones. Ya no estáis ligados a mí por juramento ni estáis obligados a permanecer a mi lado. —Hizo un gesto para acallar las protestas—. Mi torques ha ardido con los cadáveres de los nuestros, mi espada ha caído por el acantilado con aquellos que prefirieron traspasar las Puertas por su propia voluntad, mi espíritu erra a la búsqueda de mi compañera y de nuestro hijo. No hay lágrimas en mis ojos para llorarlos, no hay fortaleza en mi cuerpo para dirigiros, no hay ya fe en mis creencias. Ni siquiera tengo fuerzas para odiar a quienes tanto daño nos han causado.

Se sintió fatigado por el discurso. ¿Para qué hablar? ¿Por qué tratar de hacerles entender que Luam, el jefe cilúrnigo, había muerto en Noega junto a los suyos?

—A partir de ahora cada uno seguirá su senda —prosiguió—. Tal vez un día volvamos a reunirnos, tal vez un día volvamos a ser un pueblo libre. Hasta entonces, que los dioses guíen vuestros pasos.

Pasados los meses fríos y recuperados totalmente de sus heridas, los últimos hombres de Noega, los fabricantes de calderos de bronce, los cazadores de caballos, los descendientes de los héroes que cruzaron el mar, los guerreros nunca hasta ahora vencidos, se despidieron de los Hombres Sabios y tomaron caminos diferentes. Luam permaneció aún algunas jornadas más en el santuario.

—¿Y tú qué harás? —le preguntó Cadoc, el Gran Maestro, el más anciano de los Hombres Sabios.

Había hecho amistad con él un día en que absorto contemplaba la poza sagrada.

—Perdona si he interrumpido tu oración —se disculpó el anciano cuando él giró la cabeza al escuchar un crujido de ramas secas.

—No estaba orando —respondió—. Pensaba en mi compañera y me preguntaba si estaría contemplándome desde el Mundo Mágico.

—Seguro que así es —sonrió el Hombre Sabio.

—¿Tan seguro estás? —le preguntó con ironía.

—Sí, claro. De lo contrario habría perdido mi vida entregándola a los dioses.

—Tal vez hubieras hecho mejor dedicándote a otro oficio —insistió él mordaz.

En lugar de ofenderse por el tono utilizado, Cadoc sonrió y sus ojos, casi ocultos bajo unas cejas pobladas y blancas, se perdieron entre las arrugas que los circundaban; se acarició la larga barba que descendía sobre su pecho confundiéndose con la túnica sin costuras del mismo color que el colmillo del lobo.

—¿Qué te preocupa? —preguntó al fin el Gran Maestro.

—No siento nada, ni frío ni calor, ni pena ni alegría, ni amor ni odio… No sé qué hacer —acabó confesando el jefe cilúrnigo.

—Escúchate a ti mismo, déjate guiar por la voz interior que te habla. Escúchala y luego actúa.

—No entiendo tus palabras…

—Deja que la divina Deva guíe tus pasos, no hagas proyectos para el futuro, no te atormentes con el pasado y no tengas remordimientos ni penas —prosiguió Cadoc sin dejar de sonreír—. Sé como el ave que emigra cuando llega el frío y regresa después de un largo viaje a su lugar de partida. Ella desconoce la razón que le impele a volar tan lejos, pero su instinto no le traiciona y siempre vuelve a casa.

Aun sin comprender las palabras del anciano, sus conversaciones sosegaban su espíritu atormentado. Cada día lo buscaba y no respiraba tranquilo hasta haberlo encontrado. Ya fuera temprano por la mañana o al atardecer, sus pasos siempre le encaminaban a la orilla de la poza sagrada. El Gran Maestro aparecía momentos después de su llegada, como si supiese que él lo estaba esperando.

—Voy a regresar a Noega —respondió Luam a la pregunta del anciano.

—¿Por qué? —preguntó Cadoc sin extrañarse en apariencia.

—Tengo que volver, necesito volver y ver con mis propios ojos el poblado, sentir su tierra bajo mis pies, escuchar el murmullo de las voces ausentes. Yo también soy como el ave —añadió contento por primera vez en mucho tiempo— y debo regresar a mi casa.

—No olvides, sin embargo, que las aves no lloran.

—No lo olvidaré.

El Gran Maestro se aproximó a la poza, llenó un cántaro de agua y volvió a verterla lentamente mientras recitaba una plegaria en una lengua desconocida para Luam, de la que sólo pudo descifrar las palabras Lug y Deva.

Luam partió a la mañana siguiente, vestido con una túnica de Hombre Sabio, de lino, larga y sin costuras, y una capa con capucha del mismo material.

—Tal vez no te sirvan de mucho —le dijo el Gran Maestro al entregarle las prendas, y sus ojos volvieron a desaparecer bajo sus pobladas cejas—, pero los romanos son unos impíos y, como tales, creen en todo lo que les rodea. Adoran a un número incontable de dioses sustraídos a otras creencias y lo mismo harán con los nuestros. Antes o después veremos a Lug, a Deva, a Coso, a Cerano, formar parte de sus divinidades. Piensan que se fortalecen adoptando a los dioses de los vencidos y, por la misma razón, respetan a los hombres sagrados.

—¿Cómo sabes lo que piensan si tú mismo me has dicho alguna vez que no has salido del bosque sagrado desde que eras un niño? —preguntó Luam intrigado.

El anciano se echó a reír y su risa sonó como el gorjeo de la alondra en la época del apareamiento.

—Pero otros han venido para contármelo —respondió— y, además, querido amigo, yo escucho la voz de Lug. —Y al observar la mirada interrogante del guerrero, añadió—: Tú también la oirás algún día, créeme.

—Dejo mi torques aquí —dijo Luam quitándose el collar del cuello—. Vendré a buscarla si algún día vuelvo a ser jefe de mi pueblo.

—Aquí te estará esperando ese día.

aminaba sin prisas, cavilando, a través del extenso bosque regado por el río Deva en dirección al mar y evitando acercarse a los pequeños núcleos de chozas que veía de vez en cuando. No sabía aún cómo subiría hasta Noega. No estaba muy seguro de que el disfraz le fuera útil. No tenía aspecto de Hombre Sabio, eso estaba claro, y corría el riesgo de ser atrapado y muerto o acabar con las manos cortadas, que todo podía ser. Un crujido a su espalda le hizo girarse y llevar la mano al puñal de bodas, regalo de su suegro que no abandonaba ni de día ni de noche.

—¡Luam, soy yo!

—¡Ael!

No supo si enfadarse o alegrarse por la súbita aparición de su amigo. Se habían despedido varias jornadas antes y lo había visto partir con los demás. Había insistido en su marcha, quería estar solo. No deseaba ninguna compañía, ni siquiera la de su amigo de la infancia, la persona a quien debía la vida.

—¿Qué haces aquí? —preguntó en un tono severo que estaba lejos de sentir.

—Te he seguido desde tu salida del santuario —respondió Ael llegando a su altura.

—Te ordené que te marcharas con los demás.

—Dijiste que ya no estábamos ligados a ti por juramento —le recordó su amigo—. Por tanto soy libre para hacer lo que me venga en gana, y me viene en gana ir contigo adonde tú vayas.

—¿Y si yo no quiero?

—No me importará. Te seguiré igualmente.

—¿Y si te reto a un combate?

—Lucharé y te ganaré como siempre he hecho. Tú siempre has sido el más listo de los dos, pero te recuerdo que yo te he hecho comer barro cuando nos hemos enfrentado.

Las risas de los dos hombres asustaron a una bandada de pajarillos posados en las ramas de los árboles que emprendieron el vuelo en medio de grandes gritos y aleteos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ael adelantando la barbilla.

—A Noega.

—Ah, bueno —repuso Ael sin cuestionarse su destino—. ¿Y esa ropa que llevas?

—Hará creer a los romanos que soy un Hombre Sabio —respondió Luam.

—No se lo creerán —afirmó su amigo con gran seriedad.

A Luam le entró de nuevo la risa. Era bueno reír, se sentía mejor.

—No pienses, no hagas planes —dijo recordando las palabras de Cadoc—. Ya se nos ocurrirá algo, los dioses nos enviarán una señal.

La señal llegó al cabo de varias horas de marcha, cuando sus oídos escucharon el sonido del mar que los había arrullado desde niños y el olfato percibió su olor tan familiar. Permanecieron un rato absortos en la contemplación del vaivén de las aguas y después, como si se hubieran puesto de acuerdo previamente, dirigieron a la vez sus miradas hacia el dragón dormido que se adentraba en el mar. Allí arriba estaba su hogar, Noega.

—Podemos intentarlo por el foso —dijo Ael al cabo de mucho rato, refiriéndose al foso de defensa excavado en el suelo delante de la muralla del poblado—. Llega hasta el acantilado de las conchas.

—¿Y cómo llegaremos nosotros hasta allí? —preguntó Luam.

De niños habían bajado muchas veces al acantilado en busca de ostras, ¡delicioso manjar!, dejándose la piel en él, haciéndose todo tipo de rasguños y cortes, pero siempre habían bajado, nunca subido desde el agua.

—Podemos nadar —aventuró Ael con una inocencia impropia de su edad.

—Y ahogarnos también.

Era del todo imposible tratar de llegar al acantilado a nado, apenas sabían mantenerse a flote en el agua. Incluso si lo conseguían, no podrían trepar hasta la entrada del foso por la pared rocosa, negra de algas resbalosas. Decidieron dejar la orilla e internarse por tierra firme en busca de alguna vereda de animales que les permitiera alcanzar la cima.

Poco después, su camino se cruzó con el de dos carboneros que arrastraban un pesado carro repleto de carbón. Vestían túnicas cortas sujetas a la cintura mediante un cinturón, calzas y abarcas de cuero atadas hasta las rodillas y cubrían sus cabezas con capotes de lana. Las partes visibles de sus cuerpos, el rostro y las manos, habían adquirido el tinte negro del mineral que transportaban. El tiempo y su trabajo también habían ennegrecido las ropas y el calzado. Si no hubiera sido por el carro de carbón y porque estaban a plena luz del día, los habrían tomado por un par de espíritus servidores de la diosa de la Muerte.

La sorpresa de los dos carboneros no fue menor que la de Luam y su amigo, quienes no esperaban tropezarse con alguien tan pronto. Los cuatro se observaron con interés. El guerrero reconoció a los dos hombres. Vivían en el bosque y jamás salían de su espesura si no era para vender el carbón que fabricaban. Eran hoscos y nunca se entretenían en el poblado más tiempo del suficiente para cambiar su mercancía por pieles, cerveza o por alguna pieza pequeña de oro.

—¿Adónde os dirigís? —les preguntó finalmente, conociendo la respuesta de antemano.

—Al poblado —respondió el más viejo de los dos carboneros, señalando con la cabeza hacia Noega.

—¿Les vendéis carbón a los romanos? —preguntó a su vez Ael con algo de irritación.

—A los romanos y a quien quiera comprarlo —terció a su vez el más joven en tono de reto—. Hay que vivir. Nosotros somos carboneros y carbón es lo que vendemos.

—¿También al invasor? —insistió Ael cada vez más enojado.

—A nosotros no nos molestan —terció el viejo.

—¡Han asolado nuestra tierra y matado a nuestras gentes! —gritó Ael fuera de sí.

—A nosotros ni nos va ni nos viene —replicó el viejo con indiferencia—. Sólo teníais que haber pactado con ellos, como hemos hecho nosotros. Nos dejan en paz, y encima nos pagan, a cambio de nuestro carbón.

Ael estaba a punto de descargar su puño en la cara del carbonero, pero Luam le contuvo con la mirada.

—¿Qué tal si nos dejáis a nosotros llevar el carro al poblado? —preguntó en tono conciliador.

—¿Tenéis con qué pagar?, preguntó a su vez el viejo mirándolos de arriba abajo.

Luam negó con la cabeza.

—¿Qué tal si lo hacéis por amor a los vuestros o al menos por odio a nuestros enemigos? —añadió con una sonrisa.

—¿Qué tal si nos dejáis en paz y os vais por donde habéis venido a molestar a otros? —respondió el joven haciendo un gesto en consonancia.

Los dos amigos se miraron. Un instante después los carboneros yacían sin sentido en el suelo. Arrastraron cuerpos y carro detrás de unas rocas al abrigo de posibles interrupciones no deseadas, desvistieron a los dos hombres y no sin repugnancia se vistieron con sus ropas tras haberse tiznado manos y cara.

—¡Por Lug y los demás dioses! —exclamó Ael asqueado—. ¡Estas ropas huelen a cerdo podrido!

—Tal vez gracias a ellas podamos entrar en Noega —sonrió Luam igualmente asqueado.

—Sí. ¡Tal vez los romanos vayan cayendo muertos a nuestro paso debido a este olor asqueroso!

Poco después enfilaban la larga cuesta hacia el poblado. En el camino se cruzaron con una patrulla cuyos componentes se taparon las narices al pasar por su lado. Ahogándose para no soltar una carcajada que hubiera dado al traste con su plan, Luam y Ael tiraban del carro con todas sus fuerzas y trataban de sortear escollos y agujeros. Tuvieron que detenerse al llegar a la parte alta, al contemplar la muralla agujereada y en parte derruida del poblado. La emoción les atenazó las gargantas como si las manos poderosas de un gigante estuviesen a punto de ahogarlos. Tardaron largos momentos en recuperarse y proseguir su camino hacia la entrada del poblado. Los soldados que hacían guardia ante la puerta de madera reconstruida los dejaron pasar, no sin que antes uno de ellos los señalara con el dedo y dijera algo en su lengua provocando las risas de sus compañeros.

—Reíros, hijos de perra —masculló Ael—. Ya nos tocará reímos a nosotros también.

Dirigieron el carro hacia una cabaña apartada en un alto, algo más grande que las demás, utilizada para guardar el carbón, la leña y algunos otros materiales al abrigo de la intemperie. Las cosas no tenían por qué haber cambiado aunque ahora el poblado estuviera en manos de los invasores. Descargaron el carro hasta la última paletada y sólo entonces echaron a su alrededor una mirada curiosa que se transformó en otra de asombro al constatar el cambio sufrido en el poblado.

os romanos habían construido, justo en medio de la barriga del dragón, un pequeño campamento rodeado con una empalizada baja. Las casas eran cuadradas y se alineaban en perfecto orden a ambos lados de una calle empedrada. Lo que más llamó la atención de los dos hombres fueron los techos, planos y de barro en lugar de ser de hierbas secas. Había mucha actividad en el campamento y podía observarse el ir y venir de los soldados sin sus petos de cuero y sus cascos de combate. No parecían tan fieros vistos así, aunque los haces de lanzas sujetos al modo de las gavillas de paja delante de las casas desmentían la primera impresión. Cada vez que uno de ellos dejaba el recinto, lo hacía uniformado y con la espada al cinto.

El poblado seguía aparentemente igual. No quedaba ninguna señal de la feroz lucha mantenida unas lunas antes, acaso tan sólo unos grandes manchones de tierra quemada en los lugares de las piras utilizadas para incinerar los cadáveres. Las cabañas habían sido reconstruidas, las techumbres renovadas. La vida seguía su curso. Algunas mujeres esperaban turno alrededor de los pozos de agua, otras se afanaban preparando la comida en los hogares encendidos delante de las cabañas, los niños jugaban o ayudaban a los hombres con el ganado. Herreros, carpinteros y artesanos trabajaban al aire libre. Los dos amigos pudieron incluso observar la llegada de un grupo de labradores que regresaban con sus aperos al hombro y respondían a las preguntas, mediante palabras y gestos, de los guardias de la puerta.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Ael.

—¿El qué? —preguntó Luam sin perder de vista la actividad del poblado.

—¡Están como si no hubiera ocurrido nada!

—¿Qué quieres decir?

—¿No lo ves? ¡Todo sigue igual!

—¿Qué esperabas encontrar?

—No lo sé —admitió Ael—. Nuestras gentes parecen tan tranquilas…

—¿Y qué querías que hicieran? —preguntó Luam a su vez dándole la razón a su amigo, pero sin mostrárselo.

—No lo sé. Rebelarse, marcharse…

—¿Adónde? Dime —la voz de Luam adquirió un tono helado—, ¿adónde iba a ir un grupo de viejos, mujeres, niños y hombres mutilados?

—No me parece a mí que ésos sean todos… —replicó Ael señalando a unos hombres a quienes ninguno de los dos conocía.

Los dos amigos se adentraron en el poblado. Los hombres señalados por Ael eran jóvenes y no les faltaban las manos. También había mujeres y niños desconocidos. Hablaban como ellos, pero sus dejes demostraban que no procedían de Noega ni de sus alrededores.

—¡Han traído gentes de otros lugares! —exclamó entre dientes Ael estupefacto.

Así era. Luam trataba desesperadamente de encontrar un rostro conocido, alguien para confirmar que no se había equivocado de lugar, que aquél era su hogar.

—Voy a ver quién vive en mi cabaña.

Ael no le dio tiempo de responder y desapareció. Él decidió hacer otro tanto y se dirigió al centro del poblado, donde se alzaba la casa del jefe, delante de la piedra de los sacrificios. El corazón le dio un vuelco al ver allí a una mujer y a un niño de la edad de su hijo. Durante un breve momento creyó estar viendo visiones y sus sufrimientos se borraron como por encanto, todo había sido un mal sueño del que acababa de despertar.

—¿Quieres algo?

La voz lo volvió a la realidad. La mujer no era Lenore, ni el niño era Alan. Los dos se habían quedado sorprendidos al ver al hombre negro y maloliente, plantado delante de ellos con una mirada triste de buey.

—¿Quieres algo? —repitió la mujer.

Su tono era amable, aunque no exento de cierta suspicacia.

—Perdona —alcanzó a decir sin fuerza—. Yo conocía a la gente que vivía en esta casa. ¿Sabes qué fue de ellos?

La mujer sonrió apenada y el tono suspicaz desapareció de su voz.

—No, lo siento. Nosotros llegamos después de la batalla y nos dieron esta cabaña.

—¿Cómo llegasteis…? Quiero decir, ¿de dónde sois?

—De un poblado a orillas del río Nailos, los romanos…

La mujer se interrumpió, entró en la cabaña y volvió a salir con una jarra de agua y una torta de pan.

—Tal vez tengas sed —le animó con una sonrisa mientras ponía la jarra entre sus manos.

Luam afirmó con la cabeza, bebió el contenido de un trago y después aceptó la torta de pan.

—Como te decía —prosiguió la mujer—, los romanos llegaron a nuestro poblado y nos dijeron que teníamos dos opciones: ir a las minas o repoblar este lugar. Somos labradores, así que no lo pensamos y nos vinimos para acá. Éste es un lugar muy hermoso, aunque el viento no para ni un momento, pero al menos es mejor estar aquí que trabajar sacando oro para ellos.

—¿Y los que vivían aquí…? —preguntó Luam por segunda vez.

—Ya te he dicho que nos dieron esta casa. Estaba casi derruida. La techumbre había ardido y no quedaba dentro ni una vieja manta para cubrirse. La hemos rehecho y estamos muy a gusto. Esta cabaña es mayor que las demás, debía de pertenecer al jefe del poblado.

—¿Y los habitantes del lugar, los que no murieron o no se marcharon?

—Siguen aquí —respondió la mujer haciendo una seña imprecisa—. No son muchos, la verdad, la mayoría viejos, algunos niños, guerreros mutilados…

Luam sonrió con tristeza, le agradeció el agua y el pan y con una leve inclinación se despidió de ella. Deambuló un rato entre las cabañas sin prestar atención a las personas con quienes se cruzaba hasta que un hombre llamó su atención. No era viejo aunque tampoco joven, pero su aspecto desaseado y su larga pelambrera apenas dejaban entrever los rasgos de su cara. Estaba sentado a la puerta de una cabaña con la mirada perdida, como si estuviera ciego. Se aproximó a él y el corazón comenzó a latirle con fuerza.

—¿Garlan?

El hombre giró la cabeza al oír pronunciar su nombre. Escudriñó atentamente al hombre negro y su mirada volvió a perderse al no reconocerlo.

—¿Garlan? —insistió Luam sentándose a su lado—. Eres Garlan.

—¿Quién quiere saberlo? —preguntó el hombre sin desviar la vista.

—Luam, el compañero de tu hija Lenore, el padre de tu nieto Alan.

La emoción hizo que las últimas palabras apenas fueran audibles. El hombre no se movió, pero apretó las mandíbulas y los músculos de su cara se tensaron.

—Luam está muerto, al igual que Lenore y su hijo —dijo al cabo de un rato.

—Estoy vivo —afirmó Luam—. Ael me sacó de entre los muertos y me llevó al santuario. He estado allí todo este tiempo recuperándome de mis heridas.

Garlan giró lentamente la cabeza intentando reconocer en aquel rostro tiznado de negro el del yerno a quien tanto quería y respetaba. Lo miró durante un tiempo que a Luam se le hizo interminable y después escupió al suelo.

—¿Acaso el gran jefe de los cilúrnigos no tiene coraje y ha de disfrazarse para volver a su casa? —preguntó por fin en tono despectivo—. ¿Es digno de un guerrero seguir vivo cuando su poblado ha sido destruido y sus habitantes han muerto o han sido esclavizados?

—No soy responsable de estar vivo —necesitó disculparse Luam—. Los dioses han querido que siga en este mundo para vengar a nuestros muertos.

Las últimas palabras parecieron dar un poco de vida al semblante de Garlan.

—Venga también a los muertos que aún están con vida —dijo con dolor mostrando los muñones de ambas manos hasta entonces ocultos bajo la túnica.

Luam reprimió una exclamación de horror al contemplar lo que quedaba de aquellas manos extraordinarias, dos herramientas capaces de crear las más bellas piezas de oro, de trabajar el mineral hasta obtener los más complicados dibujos y formas. Su fama había traspasado ríos y valles y había hecho merecedor a su dueño de un nombre reservado únicamente a los distinguidos por los dioses. Su corazón se estremeció de dolor al contemplar el miserable aspecto que presentaba Garlan de los cilúrnigos de Noega, el orfebre de Lug, que recibía encargos de los lugares más remotos y de quien venían a aprender artesanos desde todos los puntos de la tierra astur.

—Me hicieron prisionero con la falca en la mano —prosiguió Garlan—. Creía que me iban a matar como hicieron con tantos otros, pero al conocer mi oficio decidieron que sería mayor castigo dejarme sin manos para el resto de mi vida. Todos los días me acerco al acantilado con la intención de dejarme caer por él, pero no soy valiente. Nunca lo he sido. Amo este lugar más que a mi propia vida, hay tanta belleza a nuestro alrededor…, y, tal vez, también sea decisión de los dioses que pene por no haber sabido morir a tiempo.

El hombre calló, avergonzado por su confesión.

—He llorado como un niño hasta vaciar de lágrimas las cuencas de mis ojos —afirmó con tanta tristeza que la mirada de su yerno se enturbió.

—Lenore… Alan… —Luam fue incapaz de acabar la frase.

—A los hombres nos llevaron hasta el morro del dragón y allí despeñaron a muchos y a los demás nos cortaron las manos. Me desmayé del dolor —afirmó Garlan con sencillez—. Cuando desperté de nuevo, había perdido tanta sangre que estuve a punto de morir y si no lo hice entonces fue porque la mujer de Suliog, mi viejo ayudante, se ocupó de mí. Sigue ocupándose de mí desde entonces. Suliog también murió.

—Lenore… —repitió Luam.

—No sé qué fue de ella ni del pequeño. Sula, la mujer de Suliog, dice que los vio…, que los vio muertos.

Permanecieron en silencio.

—¿Adónde llevaron a los demás? —inquirió nuevamente Luam al cabo de un rato.

—Al campamento romano, el que está a orillas del Nora, a menos de media jornada de aquí.

—He de marcharme.

—¿Vas a vengarnos?

—Sí.

—¿Tú solo? —El tono de Garlan sonaba escéptico.

—Ael y yo seremos los primeros, luego vendrán otros —afirmó convencido el jefe cilúrnigo.

—Que los dioses os protejan.

—Que ellos os protejan a vosotros, mi pueblo, hasta mi regreso.

Luam se puso en pie, apretó con fuerza el hombro de su suegro y fue en busca de Ael. Se giró antes de desaparecer por detrás de una cabaña. Garlan había adoptado su postura anterior, las manos ocultas bajo la túnica y la mirada perdida.

No necesitó buscar a su amigo porque éste se dirigía directamente hacia él.

—Sólo quedan los padres de Tuala —le informó—. Ella y sus hermanos fueron llevados al campamento romano.

—Al menos sabes que están vivos —le reprochó Luam.

—Al menos lo estaban hace un invierno —replicó Ael—. ¡Vete tú a saber si lo están ahora!

Fueron en busca del carro dejado en la cabaña grande y después se dirigieron tranquilamente hacia la puerta de la muralla. Escucharon de nuevo las risas y comentarios de los guardias y ya iban a salir cuando una voz en grito los hizo detenerse. El vociferante era un soldado romano con más rango en apariencia que los guardianes, puesto que éstos se cuadraron en cuanto el otro llegó a su altura.

—¿Tienes preparado el cuchillo? —susurró Luam a Ael mientras él mismo asía con fuerza el mango del suyo.

Su amigo afirmó con la cabeza. Pocas posibilidades tenían de salir de allí con vida, pero, desde luego, no se irían del mundo de los vivos sin llevarse consigo algunos de aquellos invasores que les habían arrebatado su hogar y su honra.

El romano alargó la mano y Luam hizo lo mismo con un gesto instintivo. Su sorpresa fue enorme al comprobar que el militar depositaba dos piezas redondas de plata en su mano. Las miró con curiosidad, ¿qué significaba aquello? El romano dijo algo señalando las monedas con el dedo, pero él no le entendió y se alzó de hombros. El hombre refunfuñó, volvió a decir algo y finalmente rebuscó debajo de su peto y le dio una moneda más, haciéndoles luego señas para que se marcharan y dejando bien claro por sus ademanes que no habría más.

Luam y Ael no se hicieron repetir la orden y salieron de Noega. Al llegar a la parte baja, buscaron las rocas en donde habían dejado a los carboneros comprobando que éstos habían desaparecido, llevándose sus ropas con ellos.

—¡Ojalá Lug les lance el rayo! —exclamó Ael disgustado ante la idea de seguir vistiendo aquellos harapos mugrientos.

—Tal vez estemos más seguros así —respondió Luam—. Recuerda que los romanos no nos han detenido e incluso nos han dado unas piezas de plata.

—Puede que tengas razón, pero tiraré esta ropa en la primera ocasión. ¡No pienso andar por ahí oliendo a podrido!

—¡Más vale oler a podrido que estarlo! —exclamó Luam soltando una carcajada—. ¡Vamos a buscar a los nuestros!

Echaron a andar por el camino de barro y piedras hacia el «paso de los pájaros», uno de los que unían las tierras astures del norte y del sur. En algún lugar, a orillas del Nora, estaba el campamento de los invasores y también sus compañeros. Tenían aún por delante un largo trecho y tiempo para reflexionar y pensar en el modo de salvarlos, aunque ambos sabían que la proeza requeriría algo más que dos hombres vestidos de carboneros con un cuchillo cada uno como única arma.

l anochecer divisaron las luces del campamento romano, pero decidieron esperar y examinar el lugar antes de aventurarse a algún tipo de acción. Penetrarían en él al igual que lo habían hecho en Noega, pero antes debían asegurarse bien de cuál era la situación. Encontraron un chamizo en el que había guardadas unas cuantas ovejas. Olía a excrementos y orines de los animales, pero ellos no olían mucho mejor y ni siquiera notaron el tufo reinante. Los pastores habían dejado un montón de paja apilada en un rincón y no tardaron en hacer unos lechos para pasar la noche, pero antes cogieron un recipiente de madera y ordeñaron a la oveja las ubres más repletas. La leche tibia sació su hambre y calentó sus estómagos, el cansancio hizo el resto. Antes de que la primera estrella brillara en el cielo, los dos hombres dormían a pierna suelta mecidos por los ronquidos y el monótono balar de sus compañeras de alojamiento.

Unas voces los despertaron cuando apenas había amanecido. Echaron instintivamente mano a sus cuchillos y se pusieron en pie. Un zagal de pocos años achuchaba a las ovejas para obligarlas a salir del chamizo. Luam y Ael se echaron a reír al contemplar la cara de espanto del mozalbete quien, al verlos, intentó salir corriendo de allí. Un traspiés lo hizo caer y varias ovejas lo pisotearon y saltaron por encima de él. Ael lo agarró por el brazo y lo obligó a levantarse.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al asustado muchacho.

—Gail —acertó a responder éste.

—¿Estas ovejas son tuyas?

—De mi familia.

—¿Y dónde está tu familia?

El zagal señaló la entrada de la choza y Ael lo obligó a salir sin soltarlo del brazo. Un poco más lejos, al lado del río, había varias cabañas muy parecidas en construcción a las viviendas de Noega. Los dos hombres y el muchacho se dirigieron a ellas. Los rayos del sol ensombrecidos por algunas nubes iluminaban los contornos de las cabañas y llenaban el lugar de claros y oscuros. Tres hombres con sendos palos en las manos les salieron al camino con ánimo retador.

—¡Lug os proteja! —les gritó Luam.

El saludo astur pareció tranquilizarlos aunque no abandonaron los palos ni su actitud de defensa.

—¿Quiénes sois? —preguntó de nuevo Luam cuando solamente los separaban unos pasos.

—Somos luggones —respondió con fiereza el más viejo de los tres.

—Nosotros también somos luggones —los tranquilizó Luam—, guerreros de la tribu de los cilúrnigos de Noega.

—Soltad al muchacho.

Ael hizo lo que le pedían y el zagal corrió a refugiarse detrás de los tres hombres.

—No tenéis aspecto de guerreros —dijo de nuevo el viejo observándolos con detenimiento.

—¿No te fías de mi palabra? ¿Necesitas una prueba?

Por toda respuesta los tres hombres avanzaron decididos hacia ellos haciendo girar sus palos con la maestría propia de aquellos acostumbrados a utilizarlos como armas. Uno de ellos alcanzó a Luam en el hombro, en el mismo lugar en el que aún se resentía de la herida. Ante el asombro del atacante, Luam le arrebató el palo y cruzándolo sobre su pierna lo rompió en dos pedazos, enfrentándosele con uno en cada mano, dispuesto a matarlo. Durante un momento, el jefe cilúrnigo olvidó que se hallaba luchando contra unos pastores, no contra soldados invasores, frunció el entrecejo, apretó las mandíbulas y el odio que creía adormecido brotó con furia en su interior y brilló en sus pupilas de tal forma que el pastor retrocedió asustado.

—¡Luam!

Ael tuvo que gritar varias veces su nombre para que reaccionara.

—¡Luam! ¡Son astures, luggones como nosotros!

El cilúrnigo miró al pastor, miró los dos palos en sus manos y los dejó caer al suelo. Una sonrisa de disculpa distendió su rostro.

—Ciertamente sois guerreros —sentenció el hombre más viejo—, a pesar de oler a cerdo podrido.

Todos se echaron a reír aliviados. Poco después, los dos amigos estaban lavándose en el río y frotándose con arena fina hasta dejarse la piel roja de tanto frotar y eliminar el último rastro de negror y pestilencia. Los pastores cogieron las ropas de los carboneros con la punta de un palo y las lanzaron a la fogata encendida por sus anfitriones para que pudieran secarse.

—Será mejor que os pongáis algo encima si queréis proseguir vuestro viaje —les señaló una mujer indicándoles una de las cabañas—. ¡Habría que ver la cara de los invasores si os atrapan desnudos por los caminos!

Vestidos con confortables túnicas, calzas de lana y chalecos de piel de oveja, medias y abarcas, Luam y Ael volvieron a sentirse ellos mismos. No siguieron su camino, como era su intención, sino que permanecieron con sus nuevos amigos durante algunas jornadas. Por ellos supieron que los romanos no dejaban penetrar a ningún nativo en su campamento. Era del todo imposible entrar en la guarnición, a menos de hacerlo en calidad de prisionero, esclavo o mujer deshonrada. Los habitantes de los alrededores les suministraban a veces leche, quesos, ovejas y cerdos, así como liebres, perdices y otros animales de caza menor, pero las transacciones se llevaban a cabo en una de las cuatro puertas del campamento, la que daba al este.

Comprobaron que así era en realidad cuando varias jornadas más tarde acompañaron a los pastores cargando sacos llenos de quesos, dos docenas de liebres y algunas pieles de oveja. Al aproximarse a la entrada este, constataron que también lo hacían decenas de otros astures con sus mercancías.

—¡Qué bajo ha llegado nuestro pueblo que precisa comerciar con los hijos de perra! —masculló Ael entre dientes.

—Si no comerciamos de buenas formas, mandan a sus hombres y nos roban hasta el último saco de mijo y la última gallina —le respondió dolido uno de los hombres al escuchar sus palabras—, y con un poco de suerte no se llevan también a nuestras mujeres e hijas para usarlas a su gusto y a los hombres para trabajar como esclavos.

Hicieron el resto del recorrido en silencio. Luam estaba más interesado en comprobar las defensas del campamento que en juzgar el comportamiento de las gentes de su tierra. El enclave romano era en verdad impresionante por su tamaño, mucho mayor que el de Noega y más sólido. Estaba rodeado por un alto parapeto construido con la tierra extraída del foso y la parte superior se hallaba coronada por empalizadas constantemente vigiladas. Sería ciertamente difícil penetrar en el recinto sin ser vistos. Los oteadores situados en las altas torres tenían una visión muy amplia de todo el campo que se extendía en las cuatro direcciones, absolutamente limpio, sin árboles, ni matos, ni nada que pudiera servir de escondrijo ante supuestos ataques que estaban seguros de no sufrir. Sólo se podía entrar por las puertas, pero el control era férreo y pudo constatar por sí mismo que las únicas personas admitidas eran las mencionadas por su informador. Decidió que Ael y él se quedarían en el poblado ubicado algo más lejos, al amparo del campamento. Tal vez podrían encontrar algún punto débil en la fortaleza si vigilaban con atención.

Los primeros días transcurridos en el poblado fueron una continua fuente de sorpresas para los dos guerreros. Allí convivía gente de todo tipo a cual más extraña y, desde luego, no parecían ser ni guerreros ni campesinos. Estaban aquellas a las que su informador había llamado «mujeres deshonradas», nativas de diversas procedencias, algunas con hijos colgados de sus pechos, otras casi niñas apiñadas en cabañas a la espera de ser requeridos sus servicios por los soldados; también había un gran número de mercaderes ofreciendo objetos nunca antes vistos, ni tampoco imaginados: telas, cueros, utensilios, raros recipientes de un material transparente llamado vidrio, abalorios, redomas con perfumes olorosos, varillas de incienso, túnicas romanas…; un hombre echaba fuego por la boca y jugaba con cinco bolas a la vez lanzándolas al aire sin que jamás se le cayese ninguna; otro se dedicaba a arrancar muelas y, lo más curioso, el torturado encima pagaba con una pieza de cobre y se iba tan contento. Eran tantos y tan diversos los oficios y actividades desplegados en aquel lugar que no se cansaban de pasear entre las cabañas y tiendas levantadas sin orden por doquier.

Una de las cosas que más les extrañó fue el lugar llamado taberna, una enorme tienda redonda construida con piel de cabra en la que, a cambio de piezas de cobre y plata o cualquier otro objeto interesante para el dueño, los hombres podían beber vino y cerveza y comer asado hasta saciarse. Siempre estaba lleno y no pasaba un día sin que hubiera una trifulca y los causantes de la misma salieran despedidos por la abertura de entrada, lanzados sin miramientos al barrizal por el tabernero, un romano, soldado veterano, cuyos brazos tenían el tamaño de ancas de toro, o casi. Gracias a una de las tres piezas de plata entregadas por el soldado de Noega a cambio del carbón y que Luam mostró al tabernero nada más entrar en el local, los dos amigos fueron recibidos con todos los honores y ocuparon el lugar dejado a la fuerza por un par de hombres ebrios a quienes el hombre despachó de una patada. Respondieron afirmativamente a las pocas preguntas del dueño del local aun sin entender ninguna de ellas. De todos modos, no necesitaban hablar. Comprobaron que la plata era una lengua comprendida por todo el mundo y decidieron conseguir más para poder moverse en aquel nuevo mundo que desconocían por completo. Cuando alguien se empeñaba en hablar con ellos, respondían invariablemente con la palabra extranjera pastor al tiempo que se tocaban el chaleco de piel de oveja. Pronto nadie les prestó mayor atención y pasaron desapercibidos entre los pobladores cuyo número aumentaba cada día con nuevos recién llegados.

na mañana temprano, Luam abandonó la cabaña que ocupaba con Ael y otros cinco hombres más y fue como de costumbre a vigilar la puerta este, esperando en algún momento encontrar el medio de penetrar por ella. El poblado aún dormía. Las noches en aquel lugar se alargaban hasta el amanecer y nadie parecía tener prisa por iniciar la jornada antes de que el sol se hallara en el mediodía. Un carro tirado por un par de mulas y recubierto con una lona llamó su atención. No recordaba haber visto la víspera el extraño vehículo. El carro se hallaba algo separado del poblado, justamente delante de la puerta del campamento. Observó al dueño, un hombrecillo más viejo que joven, ocupado en colgar del cuello de las bestias sendos sacos de grano. Iba vestido de manera estrafalaria al entender del astur, con una túnica que casi cubría sus pies, de colores vivos y dibujos llamativos; llevaba largos pero cuidados el cabello y la barba canosos; todos los dedos de sus dos manos mostraban sortijas de oro y también eran de oro los pendientes colgados de sus orejas. Luam lo miraba asombrado. Jamás había visto a un hombre vestido y adornado como una mujer. Al sentirse observado, el hombre le gritó algo en una jerga que no entendió y le hizo señas para que se alejara. No quería llamar la atención, así que se alejó una veintena de pasos y se sentó tras unos arbustos desde donde podía seguir vigilando la puerta del campamento y, a la vez, observar los tejemanejes del hombrecillo.

Lo vio retirar la lona del carro, desatar las cuerdas que sujetaban prietamente unos envoltorios y desplegar unos cuantos tejidos que quedaron expuestos sobre el vehículo. Luam sonrió divertido. Las telas, azules como retazos de cielo, verdes como la hierba que cubría su tierra amada, rojas como el fuego de las hogueras, naranjas, amarillas, doradas y plateadas, claras y oscuras, brillantes y apagadas, ondeaban con el viento y en un instante habían transformado el insignificante puesto en un punto luminoso con vida propia.

Cerró los ojos e imaginó a Lenore vestida con uno de aquellos tejidos, el que parecía un retazo de cielo, corriendo hacia él con su hermoso cabello flotando en el aire y alargando sus brazos, llamándole. La visión era tan real que incluso alargó él también los brazos para apretarla contra su pecho. Unos gritos le obligaron a abrir de nuevo los ojos.

Tres hombres armados con cuchillos mantenían al hombrecillo contra el carro mientras se reían y lo amenazaban. No podía oír sus palabras, pero a la vista estaba que intentaban robarle. Uno de los hombres lo había asido por una oreja dispuesto a cortársela si no le entregaba los adornos de oro. El hombrecillo gritaba pidiendo auxilio, pero nadie parecía dispuesto a acudir en su ayuda. Luam ya había visto escenas similares durante las semanas que llevaba en el poblado. Al igual que todo el mundo, nunca había intervenido porque consideraba natural que cada cual se defendiera como mejor pudiera. No era asunto suyo inmiscuirse en peleas ajenas, pero algo en su interior le animó a acudir en ayuda del extraño personaje. Se levantó con presteza, sacó el cuchillo de la cintura y en varias zancadas se plantó detrás de los ladrones, justo cuando el que amenazaba con desorejar al hombrecillo se disponía a llevar a cabo su amenaza.

—¡Eh! —les gritó.

Los hombres se volvieron sobresaltados y no menos asombrados. Durante unos instantes calibraron la situación: ellos eran tres y el otro estaba solo, además era un pastor, bueno para cuidar cabras, pero no para enfrentarse a gente ducha en la pelea como eran ellos.

—¿Qué quieres? —le preguntó el que parecía llevar la voz cantante.

Luam se sorprendió al verse interpelado en astur.

—¿Desde cuándo los astures se dedican a robar a pobres viejos indefensos? —preguntó, lanzando un escupitajo al suelo—. ¡Dejadlo en paz!

—¡Déjanos tú en paz a nosotros y ve a comer los excrementos de tus cabras! —le espetó el mismo hombre.

—¡Dejadlo en paz os digo! —insistió Luam.

—¿Y qué si no lo hacemos?

—¡Yo os obligaré!

Los tres hombres se miraron y volvieron a calibrar la situación. Aquel pastor debía de estar loco para atreverse a retarlos. Olvidaron por el momento al mercader y le atacaron a la vez. Eran hombres curtidos en la pelea, de eso se percató Luam al primer amago, pero no eran guerreros. Su ataque era zafio, carente de la agilidad y la destreza que se enseñaba en la Casa de los Elegidos. No le llevó mucho tiempo desarmar y herir al primero de ellos en el brazo; el segundo recibió una patada en la entrepierna y cayó rodando por la pequeña pendiente directamente al río. El tercero, a su vez, intentó plantarle cara, pero la mirada de su contrincante había vuelto a adquirir el brillo peligroso que tanto había atemorizado a los pastores, una mirada de fiera dispuesta al ataque. El hombre tiró su cuchillo, recogió a su compañero herido y escapó de allí tan rápido como pudo.

Todo había ocurrido en tan breve espacio de tiempo que el mercader no había tenido ocasión de recuperarse del susto. Seguía agarrado a la rueda del carro, convencido de haber sido testigo de una pelea entre ladrones y de que ahora estaba en manos de uno mucho más fiero. No estaba dispuesto a perder las orejas y, mucho menos, la vida. Se quitó los anillos de los dedos y extendió la mano para que Luam los cogiera. El cilúrnigo miró al hombre, después los anillos, sonrió e hizo un gesto negativo con la cabeza antes de regresar a su punto de oteo.

El mercader tardó en reaccionar. No entendía nada. Estuvo largo rato contemplando al hombre que acababa de salvarle y que no perdía de vista la entrada al campamento. Finalmente se aproximó a él.

—Me llamo Dacio y procedo de Gadir —dijo simplemente.

Luam se lo quedó mirando, pero no respondió.

—Me llamo Dacio y procedo de Gadir —repitió el mercader lentamente en la lengua hablada al sur de las montañas nevadas.

—¿Eres astur? —le preguntó Luam sorprendido.

—No —respondió Dacio—. Mi tierra está lejos de aquí, pero hace años que comercio en las tierras del otro lado de los montes y algo he aprendido de vuestra lengua.

—¿Eres romano? —La voz de Luam había adquirido un tono defensivo.

—Mi tierra fue conquistada por ellos.

—¿No te mataron?

El mercader sonrió.

—Los romanos la conquistaron mucho antes de mi nacimiento.

—¿Siguen allí todavía?

—Allí siguen.

—¿No hay guerreros en tu tierra para luchar contra ellos? —preguntó de nuevo Luam sorprendido.

—Los hubo —respondió Dacio—, pero ya no hay guerra. Vivimos en paz.

—¿Con los romanos?

—Sí.

—Nunca habrá paz mientras ellos sigan aquí —afirmó Luam señalando el campamento con un gesto de cabeza.

Dacio no deseaba seguir hablando del tema. Sería difícil explicar a un bárbaro del norte lo que era la vida en las soleadas tierras del Sur. En realidad, y para decirlo en pocas palabras, aquél era otro mundo. Su civilización era mucho más antigua, sus habitantes llevaban siglos comerciando con los pueblos del Mate Nostrum. Los inagotables yacimientos de oro, plata, cobre, hierro y estaño habían atraído a generaciones enteras de comerciantes y marinos. El antiguo reino, tan rico y próspero que sus habitantes vestían de oro de los pies a la cabeza, se había convertido en una leyenda. Tal vez era una exageración, pero los artesanos turdetanos habían alcanzado un nivel tan alto en la elaboración de todo tipo de objetos de arte y adorno que apenas daban abasto para satisfacer la demanda exterior. Aunque, naturalmente, tanta riqueza también había atraído a conquistadores ansiosos por hacerse con ella. Su antigua lengua había desaparecido, sus dioses se habían transformado adoptando nombres y ritos extranjeros; su forma de vida, sus costumbres, eran una mezcla de usos adquiridos a lo largo de tanto tiempo.

—¿Quieres trabajar para mí?

La pregunta del mercader dejó a Luam con la boca abierta por primera vez en su vida. Creyó haber oído mal. Él, hijo de Oven, jefe de los cilúrnigos de Noega, ¿criado de un hombrecillo vestido de mujer incapaz de defenderse? No supo si echarse a reír o enfadarse ante semejante ofensa.

—Necesito protección mientras estoy aquí —continuó diciendo Dacio, totalmente ajeno a los pensamientos de su salvador—. Me habían asegurado que estas tierras eran seguras. Los ejércitos imperiales imponen un férreo control allá donde se instalan, pero aún queda mucho que hacer por aquí. Te pagaré bien.

Luam iba a responder de malas maneras y a marcharse inmediatamente de allí cuando una idea cruzó su mente.

—Eso que vendes…

—Los mejores tejidos que puedan encontrarse —le interrumpió Dacio entusiasmado—. Proceden de países lejanos y exóticos: sedas de Oriente, terciopelos de Siria, lino fino de Grecia, tules de Alejandría, brocados de la India…

Mientras hablaba, los ensortijados dedos del hombre acariciaban las telas expuestas sobre el carro con la delicadeza de un hombre enamorado intentando despertar el deseo en el cuerpo de una mujer. Luam sonrió. El hombrecillo era en verdad muy extraño.

—¿A los romanos también les vendes tu mercancía? —inquirió.

Dacio se echó a reír.

—¡Sobre todo a ellos! ¿Por qué crees que he colocado aquí mi carro? Los soldados no tienen muchas oportunidades para vestir elegantemente como yo —añadió ufano con un gesto señalándose a sí mismo—, pero siempre hay alguna hembra a la que se desea complacer y te aseguro, amigo mío, no hay mujer en el mundo que no se extasíe ante un tejido hermoso.

—Acepto el trabajo —dijo Luam—, pero yo no soy esclavo y no acepto órdenes de ningún hombre —añadió con arrogancia.

—Tú sólo protégeme a mí y a mi mercancía y llegaremos a un acuerdo bueno para los dos —afirmó el mercader.

—Para los tres —puntualizó el guerrero—. Tengo un compañero.

el no necesitó escuchar explicaciones para trasladarse a la pequeña tienda que Dacio adquirió para ambos y que ellos instalaron justo al lado del carro del turdetano. Le bastó conocer la decisión de su jefe para asumirla como propia. A pesar de estar firmemente convencidos de que el trabajo de guardianes de un mercader no era una tarea digna, no por ello dejaron de constatar las ventajas de su nueva situación. El hombrecillo se desvivía para que estuvieran a gusto, satisfacía sus mínimas necesidades, les proporcionó ropas nuevas y compró al herrero dos falcas curvas que les hizo sentirse guerreros de nuevo.

Curiosamente, la presencia junto al mercader de dos hombres armados y de gesto inescrutable parecía haberle dado prestigio y, como Luam y Ael pudieron comprobar intrigados, los compradores se sucedían y era raro el momento del día en el que no hubiera alguien interesado en adquirir una pieza de alguno de los tejidos que, al igual que el sol, aparecían sobre el carro cuando despuntaba el día y volvían a ocultarse al llegar la noche.

Los romanos también acudían de vez en cuando al puesto para curiosear los tejidos, mercadear y finalmente adquirir alguno de ellos.

—¡Semejante viaje para nada! —farfulló Dacio un día después de haber vendido una pieza de lino vulgar a uno de los soldados.

—¿Por qué dices eso? —le interrogó Luam.

—¡Estos soldados son más pobres que los piojos de un mendigo! —exclamó de nuevo el mercader—. Bien se ve que el botín ha sido una miseria.

—¿De qué hablas? —insistió Luam.

—Cuando los soldados conquistan un lugar suelen recibir una buena parte del botín —se molestó Dacio en explicarle—. Bien sea en oro, objetos de arte, muebles, ropas, joyas…, eso les hace sentirse a gusto consigo mismos y, como todo ser humano que se precie, gastar lo conseguido. Por eso los ejércitos imperiales suelen ir seguidos de una caravana de comerciantes y rameras que esperan beneficiarse ellos también con las conquistas.

—Pero ¿por qué has dicho que el viaje ha sido para nada?

—Porque yo me gano la vida siguiendo al ejército y vendiéndole mi mercancía, pero si no hay botín, no hay venta. —El hombre chasqueó la lengua con disgusto—. ¿O acaso crees que he venido hasta aquí, con lo difícil que es el camino y con este clima tan desapacible, para vender cuatro retales a esos pordioseros del poblado?

El día había amanecido gris y húmedo y el hombre se arrebujó en su mantón de lana.

—He estado en Legio, en Segisama, en luliobriga y también en otro campamento, en Asturica —prosiguió Dacio hablando más para sí que para su interlocutor—. Cuando comenzó la campaña de este lado de los montes altos, se dijo que las minas de oro y plata de estas tierras eran inagotables, así que no lo pensé dos veces y decidí arriesgarme. ¡En mala hora! Aquí no hay más que cabras. Te juro que en cuanto pueda, me vuelvo a mi casa, en Gadir, ¡ya no tengo edad para jugarme el cuello por ganar unos pocos sextercios que no compensan ni de lejos la inversión realizada para llegar hasta aquí!

Luam y Ael se miraron divertidos. No entendían las palabras del hombrecillo. Les hablaba de lugares y asuntos extraños para ellos y que tampoco les interesaban demasiado. En cuanto a lo del oro y la plata, no era la primera vez que oían hablar de ello. En el poblado había gentes esperando encontrar inmensos tesoros, montañas de oro y ríos repletos de pepitas del codiciado mineral. Ellos sabían que no había montañas ni ríos de oro, la única riqueza, lo único por lo que verdaderamente merecía la pena vivir y morir, era su tierra, sus montes y valles, las playas de arena fina bañadas por las olas del mar, las moles rocosas que se alzaban como gigantes protectores de su pasado y, sobre todo, sus gentes y su forma de vida amenazada por los invasores. Añoraban en todo momento su antigua vida, a sus parientes y amigos, a Noega.

Aún se hallaba el mercader lamentándose de su mala suerte cuando se le acercó un hombre portando al cuello la cadena que lo identificaba como esclavo y se puso a hablar con él en una lengua incomprensible para los dos amigos. Observaron el rostro de Dacio iluminado por una sonrisa de satisfacción que pretendió disimular. El esclavo continuó hablando durante un rato y después se encaminó hacia la puerta del campamento.

—¡Melkart, dios de mis padres, ha escuchado mis plegarias! —exclamó muy excitado el mercader antes de dirigirse a los dos amigos—. ¡Ayudadme! El legado desea ver mi mercancía. ¡Atad las mulas al carro! ¡Con un poco de suerte éste será el último día de mi estancia aquí!

Comenzó a recoger los tejidos expuestos, a doblarlos y a colocarlos con sumo cuidado en sus envoltorios mientras repetía una letanía que a Luam y a Ael les recordó las oraciones de los Hombres Sabios antes de hacer un sacrificio en honor a Lug. Cuando todo estuvo dispuesto, Dacio se subió al carro y cogió las riendas.

—Esperadme aquí —les dijo—. Si todo sale bien, podré marchar de vuelta a mi casa y os recompensaré con un montón de plata para que vosotros también podáis hacer lo mismo y para que…

No pudo acabar la frase. Luam se había encaramado al carro y Ael lo había seguido.

—¿Adónde pensáis que vais? —les interpeló.

—Somos tus ayudantes —le informó Luam con una sonrisa al tiempo que le arrebataba las riendas y se disponía a azuzar a las mulas.

—No necesito protección dentro del campamento —protestó Dacio—. Ya hay suficientes soldados ahí dentro. Además, no o dejarán pasar porque sois…

—¿Astures? —preguntó Ael susurrándole al oído.

El mercader sintió la fría punta de un cuchillo en su cuello cerró los ojos antes de preguntar.

—¿Qué queréis? —La voz le temblaba aunque intentaba parece sereno.

—Acompañarte —dijo Luam dirigiendo el carro hacia la entrad del campamento—. Si tú entras, entramos nosotros. Si nosotros no entramos, tú tampoco. Así de sencillo.

—Así de sencillo —repitió Ael con ironía, ocultando el cuchillo en la manga de su camisa, pero manteniendo la mano sobre 1i espalda del mercader de manera que éste seguía sintiendo e molesto pinchazo del arma.

El esclavo esperaba mientras conversaba con los soldados de la puerta. Hizo una mueca al observar la presencia en el pescante de los dos hombres y de nuevo se dirigió a Dacio en la lengua extraña, preguntándole algo y señalándoles con el dedo. El mercader respondió a sus preguntas, el hombre pareció satisfecho y ordenó a los soldados que los dejaran pasar.

Atravesaron la calle central del campamento bordeada de casa; cuadradas, todas exactamente iguales, en la que podía observarse una gran actividad. Los dos amigos miraban sin abrir la boca y sin perder detalle. Al igual que en Noega, no dejaba de asombrarles k visión de los invasores ocupados en tareas de construcción, acarreando agua, charlando animadamente, realizando duros ejercicio gimnásticos y, sobre todo, desprovistos de las armaduras, los penachos, las capas y las armas que les daban aquel imponente aspecto compacto a la hora de presentar batalla, sólo que aquí su número era más numeroso.

No tuvieron mucho tiempo para dedicarse a la contemplación de sus enemigos porque, antes de darse cuenta, el esclavo se había detenido y les estaba señalando una casa mucho mayor que las demás a cuya puerta se hallaban dos soldados armados y quietos como estatuas de piedra. El hombre habló con Dacio y éste les fue indicando, presa de un gran nerviosismo, las mercancías a descargar. Varios sirvientes emergieron de la casa sin que, al parecer, nadie los hubiera llamado. Todos ellos iban vestidos de manera parecida, con una túnica corta de color gris, sujeta por un cinturón de cuero y las chapas de esclavo con sus nombres colgadas al cuello por una cadena. Luam cogió el fardo más pesado y siguió al turdetano al interior de la vivienda mientras Ael se quedaba fuera ocupándose de las mulas y del resto del material.

En fila, siguiendo al esclavo y a los sirvientes, Luam y Dacio atravesaron el atrio en cuyo centro había un pequeño estanque y una fuente de la que manaba agua sin parar y entraron en una sala que dejó al cilúrnigo mudo de asombro. La estancia, cuadrada y grande como una docena de cabañas, tenía las paredes lisas pintadas de color rojo oscuro sobre el que destacaba una greca dorada en todo su perímetro; el suelo estaba enlosado con baldosas de barro de dos colores repitiendo el dibujo de la greca; unos asientos de madera alargados cubiertos con grandes cojines de colores vivos, mesas, plantas y multitud de objetos —jarrones, candelabros, bustos y estatuas— completaban la decoración. Dacio le dio un empujón para que dejara el fardo y soltara las cuerdas que lo sujetaban. Oyó voces, pero no levantó la cabeza hasta que las piezas estuvieron debidamente colocadas sobre el suelo a la vista de todos.

Lo primero que encontró al enderezarse fue una mirada severa y en absoluto amistosa examinándolo de arriba abajo. El romano que tenía delante era algo más bajo que él, llevaba el cabello rapado como una oveja esquilada y tenía la cara completamente rasurada. Supo enseguida que aquél era el jefe. Su voz, sus gestos y su aspecto así lo indicaban. Un jefe sabía reconocer a otro en cualquier parte. Iba vestido con una túnica sin adornos, llevaba un anillo en su dedo índice y una gruesa cadena de oro al cuello de la que colgaba un disco también de oro que le recordó su propia torques confiada a la protección de los Hombres Sabios del santuario.

El romano lo señaló con el dedo y dijo algo en su lengua, Dacio vaciló, pero su respuesta debió ser suficientemente convincente para que el hombre perdiera interés en su persona mientras el mercader se apresuraba a mostrar sus tejidos. A medida que iba desplegándolos acompañaba sus gestos con explicaciones que hicieron sonreír a Luam. El tono del turdetano era el mismo utilizado semanas atrás cuando le habló por primera vez de su mercancía, acariciándola como si fuera el cuerpo de una mujer. El romano examinaba las telas, las palpaba y hacía comentarios elogiosos vista la sonrisa de contento mostrada por el mercader. Señaló un par de ellas y se detuvo luego, interesado ante una pieza de seda azul con pájaros bordados en hilo de plata. Dacio la cogió por las puntas y la hizo volar. El instante que duró el vuelo se le antojó a Luam un momento mágico, como si las aves bordadas adquiriesen vida y surcasen libres el cielo de Asturia. Así, también ellos, hijos de la vieja tierra, serían de nuevo libres al igual que lo habían sido sus padres y los padres de sus padres. Recobrarían la libertad arrebatada por los conquistadores, restañarían las heridas, honrarían a sus dioses y a sus muertos y olvidarían aquellos tiempos aciagos que tanto dolor y oscuridad habían llevado a sus hogares.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando el romano asió el tejido y se dirigió resueltamente hacia una mujer que se mantenía apartada mirando a través de un gran ventanal. Lo vio colocar la tela sobre el cuerpo de la mujer y alejarse unos pasos para contemplar mejor el aspecto que ofrecía. No podía verle el rostro, pero tampoco podía apartar sus ojos de ella. Algo le atraía en la figura estática vestida de blanco semejante a las estatuas que adornaban la sala. El romano regresó junto al mercader y se puso a hablar con él. Luam dedujo que estaban negociando el precio de las telas por la postura firme del primero y el tono quejoso del segundo. Volvió a prestar atención a la mujer. La seda había resbalado al suelo sin que ella hiciera ningún movimiento para recogerla. La luz del sol penetraba por el ventanal reflejándose en sus cabellos dorados e iluminando su perfil. El cilúrnigo sintió un estremecimiento. La mujer era la representación viva de la diosa Deva emergiendo del mar, rodeada por las gaviotas que sobrevolaban sin cesar el dragón dormido de Noega.

En ese momento, la aparición giró el rostro clavando su mirada en él, aunque sin verlo. El guerrero estuvo a punto de gritar, retrocedió unos pasos y salió precipitadamente de la sala, dejando a Dacio, al romano y a los criados de éste atónitos por su reacción. Atravesó el atrio y se encaminó hacia la salida. Le temblaban todos los músculos del cuerpo, apretaba los puños con fuerza y se había mordido el labio inferior con tanta fuerza que un hilo de sangre teñía los pelos de su barba. Antes de llegar a la puerta de la calle se tropezó con una mujer que salía de una de las habitaciones laterales.

—¡Luam!

Se detuvo al oír su nombre y miró a la mujer con más atención.

—¡Luam de Noega! —exclamó la mujer como si hubiera visto un fantasma.

—¡Tuala! —El hombre no podía dar crédito a sus ojos.

—¡Luam! —repitió ella, incapaz de decir otra cosa.

La asió por el brazo y la arrastró detrás de una de las columnas del atrio.

—¡Está viva! —fue todo lo que dijo.

Tuala tenía los ojos anegados en lágrimas.

—Os creíamos a todos muertos…

—¡Está viva! —afirmó Luam sacudiéndola por los hombros.

—Está viva —le confirmó Tuala—, pero más le valiera estar muerta.

—¿Por qué dices algo tan horrible?

—No habla, no siente ni padece…, ni siquiera me reconoce a mí, que siempre he sido como una hermana para ella.

Luam se fijó entonces en la placa que colgaba del cuello de la mujer.

—¡Esclavas! —exclamó horrorizado.

Escucharon voces y se dirigieron rápidamente hacia la salida.

Cansado de esperar, Ael se había aproximado a la casa y trataba de ver algo a través de la puerta abierta de la entrada. Puso un pie en el primero de los tres escalones que llevaban a ella, pero, como movidos por un resorte, los dos soldados de la guardia cruzaron sus lanzas delante de él, sin decir ni media palabra ni hacer ningún otro gesto. Resignado, volvió al carro y se dispuso a esperar todo el tiempo necesario. Cuanto más tiempo esperara, mejor. Con un poco de suerte se haría pronto de noche y Luam y él podrían esconderse en algún rincón del campamento y buscar a sus compañeros. Lo que harían después de haberlos encontrado y cómo podrían volver a salir de allí lo dejaba en manos de los dioses. De todos modos no iba a resultarles una tarea fácil. Aunque se hiciesen con algunas de aquellas ridículas ropas que vestían los invasores o sus sirvientes, desconocían su lengua; les sería imposible interrogar a nadie y estarían en un serio aprieto si alguien les dirigía a ellos la palabra. En plena cavilación, vio salir de la casa a la pelirroja que lo había perseguido desde que ambos habían aprendido a andar. Luam iba con ella y los dos se aproximaron al carro.

La sorpresa de Tuala fue sólo comparable a la sentida por el propio Ael, quien, en contra a su habitual inclinación, fue incapaz de emitir el más leve sonido.

—Entonces —oyó que le decía a Luam—, delante de la puerta este, al otro lado del puentecillo, al anochecer.

La mujer dio media vuelta y volvió a entrar en la casa, tropezándose con Dacio que en aquel preciso instante salía de ella.

—¡Todo vendido! —exclamó el mercader subiéndose al carro—. ¡Todo vendido!

Para apoyar sus palabras, balanceó una bolsa de cuero gorda de monedas delante de los ojos de los dos guerreros.

—¡Soy rico, amigos míos! —exclamó de nuevo, al tiempo que hacía una seña a Luam para que pusiese en marcha el carro—. Jamás en mi vida he conocido un hombre tan generoso como el legado de la Lusitania, ¡Melkart lo proteja y proteja a sus parientes, a sus animales y a sus esclavos!

El hombre no dejó de hablar durante el corto recorrido hasta estar fuera del campamento. Sujetaba con fuerza la bolsa de cuero entre las dos manos y no paró de hacer planes en los que los incluía a los dos.

—Me habéis traído suerte —afirmó reconocido— y el viaje hasta mi tierra es largo y peligroso. Os pagaré generosamente si me acompañáis hasta dejarme sano y salvo en mi casa de Gadir.

Los dos amigos no prestaron atención a sus palabras. Estaban conmocionados por la impresión recibida. Ver allí, en un campamento romano, a sus compañeras, saberlas vivas y esclavas de los odiados invasores era algo demasiado fuerte para poder asimilarlo de golpe. Rechazaron la invitación de Dacio, que deseaba celebrar su éxito y darse un buen atracón de cordero en la taberna del poblado, y se sentaron a esperar la llegada de Tuala, tal y como ella había prometido.

a vieron salir del campamento cuando antorchas y fogatas comenzaban a iluminar el anochecer estrellado y frío. Observaron que se entretenía unos momentos hablando con los guardias de la puerta y tuvieron que hacer uso de toda su paciencia para no salir a su encuentro cuando finalmente la mujer tomó su dirección. Sin decir palabra, los tres se dirigieron a la pequeña tienda que cobijaba a los dos hombres y entraron en ella. Se contemplaron durante largos instantes, incapaces de romper el silencio.

—¡Estás viva! —exclamó Ael finalmente.

—¡Está viva! —exclamó Luam casi a la vez refiriéndose a Lenore.

Tuala sonrió, asió con sus manos las de ellos y cerró los ojos. El tiempo se había detenido. Sintió la fuerza de aquellas manos ascendiendo por sus brazos y ahogándola de felicidad. En un momento habían desaparecido las miserias padecidas, el dolor de ver morir a los suyos, de ser arrancada de su casa y llevada al campamento romano.

Había sido expuesta como una mercancía, desnudada y manoseada en la subasta de las prisioneras de Noega. Sólo esperaba tener la oportunidad de hacerse con un puñal y matarse antes de que alguno de aquellos sucios soldados le pusiera la mano encima cuando el tribuno zanjó la cuestión, dejó caer una bolsa llena de monedas encima de la mesa del subastador y cogiéndola de un brazo se la llevó a la barraca ocupada sólo por él en su calidad de segundo en el mando. No le pegó a pesar de que ella intentó arañarlo y patearlo con todas sus fuerzas, únicamente se rió, le ató las manos con una tira de cuero e hizo con ella lo que le vino en gana. Al día siguiente se marchó dejándola atada, maltrecha y dolorida. Ni en su imaginación más desbordada hubiera nunca imaginado tantas y diversas formas de violar a una mujer. Cuando el romano regresó, volvieron a repetirse las mismas escenas. Su resistencia era cada vez más débil. Llevaba varios días sin comer y no tenía fuerzas ni para gritar, perdió el sentido de la orientación y también del tiempo. Permanecía semiinconsciente la mayor parte del día, segura de morir, de que en cualquier momento emprendería el viaje al Mundo Mágico. Deseaba que ese momento llegara de una vez, pero tampoco tenía fuerzas para invocar a la diosa de la Muerte.

Una mañana, después de salir el romano, entraron en la barraca dos mujeres fornidas que la envolvieron en una manta y se la llevaron como si fuera un saco de cebada, la bañaron en una tina de agua caliente, restregaron su cuerpo hasta eliminar el último rastro de suciedad, la untaron con pomadas aromáticas, cepillaron sus ensortijados cabellos de fuego con tal energía que le arrancaron quejidos en varias ocasiones y finalmente la vistieron con una túnica gris y le colgaron al cuello la placa de esclava. Sólo entonces le pusieron delante una escudilla repleta de espeso potaje de carne y verduras que devoró apenas sin darse tiempo de respirar. Supo más tarde que el jefe de los invasores sería su nuevo amo y esperó lo peor, pero, para su sorpresa, fue introducida en una habitación que, en un principio, creyó la morada de algún dios, y se le indicó que en adelante sería la sirvienta de la mujer que reposaba con los ojos entornados en un lecho de extraordinarias dimensiones. Su primera impresión fue que la mujer no parecía de este mundo. Estaba extremadamente delgada, vestía una túnica casi transparente y sus brazos estaban adornados con brazaletes de oro, como de oro eran los anillos de sus dedos. Se aproximó al lecho y la mujer abrió los ojos.

—¡Por todos los dioses! —exclamó—. ¡Lenore!

Su más querida amiga, su hermana, no la reconoció y cerró de nuevo los ojos. Desde entonces se había ocupado de ella, no permitiendo que nadie la tocase. Nadie excepto el jefe romano, y a esto accedía porque no le quedaba más remedio.

—Hablo con ella —explicó Tuala a los dos hombres—, le hablo de Noega, de nuestras gentes, y procuro que recuerde, pero está enferma, su espíritu está enfermo, y vaga entre los dos mundos.

Permanecieron silenciosos un buen rato antes de que Luam tomase de nuevo la palabra.

—¿Y los demás? —preguntó con un hilo de voz.

Tuala les contó lo ocurrido el día en que fueron obligados a luchar entre ellos para divertir a los romanos y lo ocurrido después.

—Los que no habían sido elegidos para luchar y los pocos que no consiguieron escapar y no perdieron la vida, fueron enviados a las minas del otro lado de las montañas altas. No he vuelto a saber nada de ellos. Creo que alguno de mis hermanos también consiguió huir, por lo menos Morlan no estaba entre los cadáveres —añadió con una lógica fría.

—¡Os sacaremos de ahí! —exclamó Ael con ímpetu apretando la mano de su compañera que continuaba asida a la suya.

—Yo podría marcharme porque he hecho buenas migas con algunos de los guardias y me permiten salir del campamento cuando quiero, pero no lo haré. No pienso abandonar a Lenore. Sólo me tiene a mí en ese nido de víboras.

Permanecieron nuevamente en silencio. Luam se levantó y abandonó la tienda para que sus amigos tuvieran unos momentos de intimidad y porque necesitaba pensar. La visión de Lenore lo había sumido en una estupefacción angustiosa. La alegría de saberla viva había durado muy poco. ¿Cómo olvidar lo ocurrido? Se había entregado al causante de la destrucción de su poblado, al asesino de sus gentes, al asesino de su hijo. Una ira ciega iba apoderándose de él a medida que pensaba en ello. Cualquier mujer decente hubiera preferido morir antes que ser esclavizada, humillada y deshonrada. Tuala era asunto de Ael, pero Lenore era asunto suyo. Decidió buscar a Dacio en la taberna y emborracharse con él para olvidar su dolor aunque sólo fuera durante un rato.

—Tuala…

Ael no había podido reprimir su deseo. En cuanto Luam abandonó la tienda, la atrajo hacia él y besó sus labios con la avidez del sediento que encuentra una fuente en medio del desierto. Poco después yacían entrelazados tratando de recuperar el tiempo que los invasores les habían robado. No podían creer que estuvieran de nuevo juntos como si nada hubiera ocurrido.

—Tuala…

—Te he echado tanto en falta, amado mío.

—Yo también te he echado en falta. Mi cuerpo era como el lecho seco de un río que espera la lluvia, como el vientre vacío de la madre después de nacer su hijo, pero… —Ael se detuvo antes de proseguir y sorbió las lágrimas emocionadas que resbalaban por las mejillas de su compañera—, según nuestras costumbres, una mujer que deshonra a su tribu debe morir…

Tuala se apoyó sobre el codo y miró fijamente a su compañero.

—¿Estás insinuando que piensas matarme?

—Has sido mancillada por los extranjeros y tú elegirás la forma —replicó él cerrando los ojos mientras acariciaba el cuerpo de la mujer—. Puedes suicidarte con honor o pedimos ayuda a Luam o a mí.

El hombre abrió los ojos al sentir la punta fría y cortante de un cuchillo en su garganta.

—Escucha, Ael, hijo de Bran, de los cilúrnigos. —Las lágrimas se habían secado y los ojos de Tuala brillaban peligrosamente—. Me han raptado, maltratado, humillado; me han vendido en subasta pública, me han violado de todas las formas posibles y me han convertido en esclava. Lo he aguantado todo y he sobrevivido. Estás muy equivocado si crees que voy a matarme o permitir que tú o Luam acabéis conmigo o con Lenore. ¿Dónde estabais cuando ella y yo os necesitamos? ¿Dónde estabas tú cuando los romanos me arrastraron hasta aquí atada a la cola de una mula?

—El honor… —balbuceó Ael al constatar la determinación en el tono de su compañera.

—¡Déjaselo a los muertos! —exclamó Tuala haciendo presión en el cuchillo—. ¿Dónde estaba hace un rato, cuando yacíamos juntos? ¡Tírate por un barranco si tanto te preocupa el honor y déjame en paz!

Tuala se levantó, se enfundó la túnica de esclava, cogió las sandalias, salió de la tienda y echó a correr colina abajo. Ael salió detrás de ella y la vio desaparecer por la puerta del campamento. ¡Maldita mujer! Siempre había hecho su voluntad desde niña. Le había dicho que lo elegiría como compañero cuando llegara el momento y así había sido. Hacer el amor con ella era una experiencia mucho más excitante que enfrentarse a un oso con una simple lanza y, desde luego, y a pesar de sus palabras, no tenía intención alguna de matarla. No sabía por qué había hablado así, ni por qué le había dicho lo del honor. Ya no había poblado ni tribu, nadie a quien deshonrar. No pertenecían a ninguna parte y, a fin de cuentas, ella había hecho lo mismo que él, intentar sobrevivir. Bajó al poblado en busca de Luam y lo halló en la taberna en compañía de Dacio. Pidió un jarro de vino, decidido a ahogar sus penas en el maravilloso líquido que el tabernero se hacía traer desde unas tierras en las que, según decían, las vides no dejaban ver el suelo.

uam no supo calcular el tiempo transcurrido desde que Ael, Dacio y él mismo se habían emborrachado en la taberna del poblado. La cabeza le dolía cuando se despertó. Tardó mucho rato en abrir los ojos, intentando averiguar la hora por los sonidos que escuchaba a su alrededor. Estuvieron bebiendo hasta que el tabernero amenazó con echarlos de malas maneras de su local. Apoyándose los unos en los otros, consiguieron llegar hasta su tienda. Dacio insistió en dormir con ellos. Llevaba colgada del cuello la bolsa con las piezas de plata entregada por el legado a cambio de su mercancía.

—A estas horas —dijo entre tartamudeos e hipos—, todo el mundo en el poblado ya debe de conocer mi afortunada venta y no quiero que vengan a robarme mientras estoy dormido.

Sin fuerzas para rechazarlo, los tres penetraron en la pequeña tienda, se acomodaron dentro de ella más mal que bien y se quedaron dormidos.

Luam abrió los ojos. A su lado, acurrucado como un niño en los brazos de su madre, Dacio dormía confiado sujetando la bolsa de cuero con ambas manos. Ael también dormía. La tienda olía a pestes y a alcohol, pero no tenía fuerzas para levantarse y salir de ella. Cerró de nuevo los ojos. Lenore se le apareció tal y como la había visto en casa del romano, tan hermosa que era imposible de describir. Sintió sus músculos tensos por el deseo. No había yacido con ninguna mujer durante todo aquel tiempo, no había querido hacerlo. La imagen de su amada lo acompañaba en todo momento. A veces creía que su espíritu no había atravesado las Puertas y que vagaba junto a él a la espera de poder reunirse de nuevo. ¡Y ahora esto! ¿Cómo había podido su compañera, la madre de su hijo, entregarse al hombre causante de sus desdichas? De nuevo se dijo que cualquier mujer decente se hubiera quitado la vida antes que caer tan bajo. Tuala tampoco lo había hecho. ¿Acaso se habían vuelto locas las dos? ¿Acaso podía la esclavitud perturbar los sentidos de una persona hasta olvidar su pasado y su honor?

No pudo aguantar más y salió de la tienda. El aire frío de la mañana se introdujo en sus pulmones y apaciguó un tanto la ira que sentía. Mataría al hijo de perra y mataría también a Lenore, luego se quitaría la vida. Ya no le quedaba nada en el mundo por lo que luchar. Su mujer, su hijo, sus amigos, su poblado…, todo había desaparecido. Contempló con odio el campamento romano. Ellos eran los culpables de que su existencia valiese menos que un guijarro. Lanzó un escupitajo al suelo y después entró en la tienda y zarandeó a su amigo.

—¡Ael! —gritó—. ¡Despierta!

Ael se despertó de golpe, sacó su cuchillo instintivamente y se dispuso a arremeter contra el enemigo.

—¡Por Lug, Luam! —exclamó, agitando la cabeza para despabilarse—. ¡Nunca despiertes de esa forma a un hombre que ha bebido más de la cuenta!

—¿Qué ocurre? —preguntó Dacio asustado, despertándose a su vez—. ¿Han atacado los bárbaros?

—Debemos regresar al campamento romano —sentenció Luam.

Los dos hombres lo miraron sin comprender.

—Volveremos. Dacio pedirá ver a su jefe y una vez dentro nos encargaremos de vengar el poco honor que aún nos queda.

—Es imposible.

Dacio no tenía ninguna intención de tentar de nuevo a la suerte. Le había ido muy bien, era rico y sólo deseaba emprender el viaje de vuelta a su amada Gadir.

—Todo es posible si uno se empeña. —El tono de la voz de Luam y la punta del cuchillo colocada en la garganta del mercader eran suficientes para convencer al más remiso.

—Déjalo, amigo mío —intervino Ael, recordando su conversación con Tuala—. Hazte a la idea de que está muerta.

—Pero no lo está —insistió Luam.

—Y tú quieres acabar con su vida y también con las nuestras, al igual que los invasores acabaron con nuestro poblado y con nuestra gente, en lugar de seguir luchando.

—Ya no quedan guerreros para luchar —afirmó Luam con amargura—, ya no quedan cilúrnigos, ni luggones, ni amacos, ni orniacos, ni vadinienses…, ya no queda nadie.

—Y la única solución que propones es entrar en ese campamento, matar a su jefe y a nuestras mujeres y dejar que acaben con nosotros.

—Juntos traspasaremos las Puertas y olvidaremos nuestro dolor en Letavia, recuperaremos el tiempo perdido, beberemos las aguas de las fuentes sagradas y volveremos a reunirnos en torno a las hogueras junto a los antepasados —dijo Luam ensoñador.

—¡Yo no pienso dejarme matar por los soldados como un cerdo! —exclamó Dacio, horrorizado.

—Morirás igualmente si te niegas a ayudamos —sentenció el jefe cilúrnigo sin un asomo de piedad—. ¡Arriba!

El mercader se puso en pie gimoteando, asiendo con fuerza la bolsa del dinero y murmurando algo sobre su mala suerte.

—¿Piensas obligarme a mí también? —preguntó Ael mirando fijamente a su amigo.

—Tú puedes hacer lo que quieras —respondió éste—. Ya te dije en el santuario que eras libre.

—Y yo te dije que hacía con mi libertad lo que me daba la gana y pienso seguir haciéndolo.

Diciendo esto, Ael se puso en pie, se sacudió las briznas de paja prendidas en su ropa, cogió la falca, se la introdujo bajo la túnica y se colocó el grueso chaleco de pastor encima.

—¡Vayamos pues a reunirnos con los antepasados! —exclamó jovialmente.

Luam le dedicó una sonrisa agradecida y empujó al tembloroso mercader hacia la puerta del campamento. Dacio saludó respetuosamente a los guardas y pidió hablar con el legado. Los dos guerreros observaban atentamente la cara y los gestos del turdetano, dispuestos a sacar sus armas al menor asomo de traición por su parte, aunque por el tono de sus palabras y su insistencia no pareciese estar dispuesto a delatarlos. Los guardias negaban una y otra vez con la cabeza y señalaban hacia el camino.

—El legado y su séquito han abandonado el campamento esta mañana temprano —les explicó Dacio, después de saludar con su mejor sonrisa a los guardas.

—¿Esta mañana? —preguntó Luam—. ¿Y Lenore?

—¿Hablas de la mujer de los cabellos de color del oro? También se ha ido con él.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque se lo he preguntado a los soldados, les he dicho que debía hablar con ella sobre los tejidos adquiridos por el legado.

Los dos amigos se miraron sin saber qué hacer.

—Podemos seguirles —afirmó Ael convencido—. No habrán ido muy lejos y será fácil rastrearles.

—No tenemos caballos.

—Nuestro amigo nos comprará uno a cada uno, ¿verdad?

El mercader se llevó las manos al pecho, cubriendo con ellas el bulto que se adivinaba bajo su túnica.

—Los caballos son caros… —adujo con tono débil.

—Aún tienes que pagamos por nuestros servicios.

—Pero… ¡dos caballos!

Ael le dio una palmada en la espalda al tiempo que soltaba una risa alegre.

—¡Me diviertes mucho, hombrecillo! —exclamó con ironía—. Sabes que podríamos quitarte esa bolsa que guardas con tanto celo y cortarte el cuello de un solo tajo. En lugar de ello, intentas mercadear como si nos estuvieras vendiendo tus telas.

—El oficio…

Poco después los tres se hallaban inmersos en una discusión con un vendedor de caballos que trataba de colarles dos animales viejos como si fueran jóvenes. Luam y su amigo no tardaron en demostrarle que tal vez podía engañar a otros, pero que en lo referente a caballos sabían ellos mucho más y le advirtieron de lo peligroso que podía ser para su salud continuar por aquel camino. El hombre entendió la advertencia y les vendió a buen precio dos hermosos ejemplares de caballo astur, sólidos y resistentes.

—Bien, Dacio —dijo Luam al mercader una vez realizada la compra—, aquí nos despedimos.

—¿Vais a dejarme aquí solo, en medio de este grupo de ladrones?

—Apareja tu carro y vuelve a tu casa, amigo —le recomendó Ael con una sonrisa.

—¿No podríais acompañarme durante un trecho? —les rogó el mercader.

—Tu carro es lento y nosotros tenemos prisa. ¡Que Lug te acompañe!

Diciendo esto los dos guerreros salieron a galope tendido en la dirección de Asturica. Al llegar a la orilla del Nailos buscaron un lugar para vadear el río siguiendo las huellas recientes de los cascos de los caballos y las ruedas de los carros del séquito del legado. Iban a adentrarse en el agua cuando se vieron asaltados y desmontados por un grupo de hombres. El súbito ataque los cogió desprevenidos y no tuvieron tiempo de sacar sus armas. Intentaron defenderse, no obstante, a base de patadas y puñetazos, pero un momento después se hallaban tendidos en tierra, fuertemente sujetos por unos brazos de hierro cuyos dueños parecían dispuestos a matarlos allí mismo.

—¡Esperad!

Las tenazas se aflojaron un tanto aunque no lo suficiente para permitirles el movimiento. Luam contempló atónito el rostro que lo escrutaba con atención.

—¡Por Lug! ¡Corocotta!

El hombre pareció sorprendido y entornó los ojos.

—¿Luam, jefe de los cilúrnigos? —preguntó por fin, sin dar todavía la señal para que sus hombres soltaran a los prisioneros.

—¿No te mataron? —preguntó Luam a su vez.

La risa estruendosa del jefe orgenomesco asustó a un corzo que, en la otra orilla, se había aproximado al río para beber.

—¡No hay romanos suficientes sobre la Tierra para acabar conmigo! —exclamó el guerrero con orgullo—. ¿Se puede saber qué haces vestido como un simple cuidador de ovejas?

—Con gusto te lo diré si dejas que me levante…

—¡Soltadlos! —ordenó Corocotta a sus hombres—. ¿Acaso estáis ciegos, pandilla de inútiles? ¿No reconocéis a Luam, jefe de Noega? ¿Cómo vamos a vencer al invasor si no sois capaces de distinguir a un guerrero astur de un viejo cojo?

Al rato, Luam y Ael explicaban los avatares que los habían llevado hasta aquel lugar, sin omitir su intención de alcanzar al legado, matarlo y vengar su honor ultrajado.

—No es vuestro honor lo que debéis vengar, sino el de todos los habitantes de estas tierras sometidas al yugo del invasor —sentenció con gravedad Corocotta después de haberlos escuchado.

—Me conformo con vengar el mío —insistió Luam.

—¿Qué es lo que te ocurre? ¿Has olvidado la sangre derramada por nuestras gentes? ¿Has olvidado los miles de crucificados, las manos cortadas de nuestros mejores hombres, las muertes de nuestras mujeres e hijos?

Luam guardó un silencio tozudo. No podía olvidar a Lenore en la casa del jefe romano, vestida de blanco, iluminada por la luz que penetraba por la ventana, igual a una diosa sobre el tejido de color del cielo y las gaviotas de plata. No podía soportar la idea de saberla de otro hombre. Sus ojos se humedecían de dolor cuando recordaba a su pequeño Alan con el cráneo destrozado por una espada romana y nada podía calmar su angustia.

—Las tribus están preparando otro levantamiento y necesitamos hombres valerosos —prosiguió Corocotta—. Lucha como el guerrero que eres y venga a los tuyos y a los nuestros.

—Ese hombre, el jefe romano…

—Regresará tan pronto como llegue a sus oídos la noticia del levantamiento. Es un hombre orgulloso. Cree haber conseguido doblegamos de una vez por todas, que ya no tenemos fuerza ni ánimos para seguir luchando, que ha logrado convertimos en una sombra de lo que fuimos.

—¿Y qué ocurrirá si envían a otro en su lugar?

—Entonces, amigo mío, yo mismo te acompañaré hasta los confines del mundo y no descansaré hasta ver su negro corazón devorado por los perros.

La mirada implorante de Ael y la determinación en los rostros de los guerreros que lo rodeaban acabaron por decidirle. Varias jornadas más tarde, cientos de hombres y mujeres se reunían en el lugar de los lagos sagrados. Imploraron la ayuda de los dioses, lanzaron objetos de culto a las aguas transparentes y se dispusieron a luchar de nuevo para defender su libertad.