l campamento de Lucus Asturum no recordaba ni de lejos al de Legio y mucho menos al de Segisama, pero no carecía de comodidades. En poco tiempo se había transformado en un enclave activo desde el cual el legado de la Lusitania, Publio Carisio, dirigía la administración de los territorios transmontanos e intentaba por todos los medios que ingenieros y rastreadores dieran con las famosas e inagotables minas de oro, de las que tanto se hablaba y que no aparecían por ninguna parte. Había hierro, minio, cobre en cantidades enormes y también algo de oro, aunque no tanto como lo esperado. Sin embargo, el legado seguía empeñado en descubrir el fabuloso yacimiento que sobrepasaría, según algunos, la enorme riqueza encontrada en la región de Asturica, al sur de las montañas altas, que colmaba la ambición de Roma y las bolsas de unos cuantos. Los gruesos collares, las diademas, anillos, cinturones, calderos, armas de culto y muchos otros objetos sustraídos a los vencidos daban buena prueba de que la leyenda dorada no era tal y de que en algún escondido lugar de aquellos parajes inhóspitos existía una montaña de oro puro. Aunque, por el momento, ni la búsqueda ni los brutales interrogatorios a determinados prisioneros hubieran dado resultado alguno.
Se había hecho construir una casa copia casi exacta de la que poseía en Olisipo, pero mucho más pequeña. Si estaba obligado a permanecer algún tiempo en aquella agreste región, se dijo, más valía gozar de un mínimo de comodidad. Su edad, posición y méritos le daban derecho a una vida más confortable. La casa disponía de un amplio atrio cubierto por el que se pasaba a un patio interior y de ahí a las diferentes estancias: cocina, dormitorios, sala y comedor. Pensaba ordenar la construcción de un jardín peristilo y huerto adosados aunque, razonó, de poco le iban a servir teniendo en cuenta que tres partes del año hacía frío, llovía o nevaba y que, durante los meses del estío, los días limpios y soleados podían contarse con los dedos de una mano. También le hubiera gustado decorar las paredes con pinturas alegóricas de su vida militar, hermosos motivos religiosos, florales o de caza, pero, que él supiera, no había en su ejército ningún artista. Prefería dejar las paredes desnudas a soportar la visión de cualquier tipo de adefesio. De todos modos, no pensaba envejecer en aquel lugar. Su humor irritable pareció suavizarse un poco el día en que pudo dejar la tienda e instalarse en su nueva casa. A su lado, las viviendas de sus soldados eran humildes barracas, por no hablar de las de los nativos, al otro lado de la empalizada, aquellas míseras cabañas circulares de una sola pieza, con techos de hierba seca y suelos de tierra como única cama.
La primera persona a la que recibió en su nueva sala de trabajo fue Marco Catulo, a quien había nombrado jefe del campamento y hecho responsable personalmente de sus defensas. El tribuno, comandante de la primera cohorte, había ordenado talar los bosques que rodeaban el lugar y la madera había sido utilizada para construir una alta empalizada acabada en puntas afiladas capaz de disuadir cualquier intentona para introducirse en el campamento sin pasar los controles. Cuatro torretas de guardia en las cuatro esquinas del campamento y otra más entre cada una de ellas completaban el conjunto. También hizo cavar un foso de tres cuerpos de profundidad y otros tres de ancho, cuyo fondo fue sembrado de estacas. Al igual que en todos los enclaves militares romanos de importancia, había cuatro puertas, cada una de ellas guardada por un contubernio de ocho hombres armados. Además, para llegar a las entradas era necesario atravesar primero un puente levadizo sobre el foso. Podía decirse sin euforia que el lugar era inexpugnable y Marco Catulo estaba orgulloso, y con razón, de su trabajo.
—¿Y los prisioneros? —preguntó el legado cuando Catulo acabó de exponerle los trabajos realizados.
El tribuno se rascó tras la oreja derecha para ganar tiempo antes de hablar.
—¿Los de Noega? —preguntó.
—¿Qué otros van a ser? —preguntó Publio Carisio a su vez, intentando no perder su buen humor del momento.
El combate había sido más duro de lo que podía esperarse contra un numero de contendientes mucho menor y peor armado. Lo que en principio creyó sería una acción rápida y efectiva se convirtió en una lucha cuerpo a cuerpo que duró horas interminables y causó enormes pérdidas en ambos lados. Que las pérdidas nativas fueran numerosas era algo de esperar, pero no así las propias. Tuvo que imponer toda su autoridad para impedir que los soldados, en el entusiasmo de la victoria, degollaran a heridos y supervivientes. ¿Quién les diría dónde habían escondido los tesoros? ¿Quién les informaría sobre la ubicación de las minas de oro? ¿Quién trabajaría en ellas si los mataban? ¿Quién saciaría el deseo nunca satisfecho de los hombres si aniquilaban a todas las hembras?
La lucha en la zona del río había sido igual que tantas otras. Los rebeldes cayeron sobre ellos como una manada de perros salvajes, batiendo sus armas contra sus escudos, profiriendo gritos y atacando a destajo. No hubo tiempo de preparar la batalla, ni de enviar emisarios reclamando la rendición. Lucharon durante dos días y parte de sus noches hasta que ya no se podía ver el rostro del enemigo y llamó a retirada. Al amanecer de la tercera jornada no había rastro de los atacantes, todos se había refugiado en lo alto de la colina. Naturalmente, no se había molestado en contarlos, pero a la luz del día pudo constatar que los cadáveres desparramados por el campo de batalla eran igualmente numerosos por ambas partes e, incluso podría afirmar, más del lado romano que del indígena.
Sin embargo, el enfrentamiento mantenido varias jornadas después en lo alto de la colina, en el poblado llamado Noega, había sido mucho más interesante desde un punto de vista militar.
Contempló detenidamente el lugar defendido por un formidable muro de piedra desigual cuyos tramos se yuxtaponían unos a otros y admiró el hermoso paraje elegido por los nativos para edificar su poblado. La visión del mar embotó durante unos instantes sus sentidos. Era tanto el tiempo transcurrido desde la última vez que había escuchado su sonido inconfundible y percibido su olor, que su proximidad le hizo olvidar la razón por la cual se hallaba en aquel lugar. Incluso sintió una ligera simpatía por los defensores al verlos encaramados sobre la muralla dispuestos a defender su hogar y riéndose del augur que les presentaba las exigencias de Roma. El sacerdote procedió a clavar un venablo de madera, con la punta quemada y guarnecido de hierro, lo que claramente significaba que el poblado sería arrasado a hierro y fuego después de recitar las palabras rituales:
—Escúchame, Júpiter; escúchame, pueblo; escúchame, divina justicia: yo soy el enviado especial del pueblo romano. Vengo como embajador justo y pío: prestad fe a mis palabras.
Pasando luego a enumerar las reivindicaciones exigidas para la rendición. Pero los salvajes no entendieron sus palabras y tampoco comprendieron el significado de la lanza. Se rieron como niños ante unos juegos malabares. Era inútil perder el tiempo con rituales civilizados y dio la orden de ataque.
La primera lluvia de flechas disparadas por los temidos arqueros cretenses pilló desprevenidos a los espectadores subidos encima del muro. Cayeron con la sorpresa plasmada en sus rostros sin entender lo que estaba ocurriendo. Las flechas siguientes volaron por encima de las defensas, provocando el desconcierto de los guerreros que corrieron a guarecerse. Antes de que hubieran podido recobrarse, los enormes pedruscos lanzados certeramente por las catapultas abrieron grandes brechas en el muro y la primera línea de soldados inició el avance. Ni el foso, ni el talud sembrado de piedras y estacas, ni las jabalinas que los defensores nuevamente agrupados lanzaban por cientos, pudieron detenerlos. Desde su posición, pudo ver a sus hombres avanzar protegidos bajo sus escudos, intentando no perder la formación, algo difícil de mantener dado el terreno y los obstáculos, trepando por las piedras y atacando al enemigo.
Los soldados romanos estaban bien preparados, eran militares profesionales con muchos años de experiencia. Muchos habían bregado en múltiples y difíciles batallas; algunos habían luchado a las órdenes del gran Julio en la conquista de la Galia Transalpina y todos, menos los más jóvenes, lo habían hecho durante las guerras civiles en uno u otro bando, según su suerte. Pero, tenía que reconocerlo, aquellos astures o lo que fuesen, que igual le daba, hacían revivir dentro de él la euforia sentida muchos años atrás, tantos que ya ni recordaba. Él también había luchado con entusiasmo, se había enfrentado a los pompeyanos en Munda cuando apenas empezaba a rasurarse los cuatro pelos del rostro, había creído firmemente en la justicia de su lucha y se había sentido invencible. Ese mismo sentimiento lo observaba en los hombres y mujeres que se defendían con furia, llenando el aire de gritos estridentes, dispuestos a morir antes que rendirse. El hombre los admiraba, pero el soldado estaba dispuesto a acabar con todos ellos. Una centuria reemplazaba a la anterior mientras que los sitiados sólo contaban consigo mismos y unos cuantos viejos en la retaguardia. Era sólo cuestión de tiempo.
La noche empezaba a caer cuando pudo finalmente penetrar en el poblado. Tuvo que apearse del caballo y caminar sorteando cadáveres para llegar al extremo de la península. Estaba tan acostumbrado a la visión de los cuerpos desmembrados, al olor de la sangre y a los gritos de los heridos y agonizantes que ni siquiera dedicó un pensamiento a todos aquellos seres anónimos, amigos y enemigos, muertos por orden suya. Contempló de nuevo el mar, escuchó el chillido de las gaviotas y se embelesó en la puesta del sol entre negros nubarrones que no tardaron en descargar una formidable granizada.
Regresó al enclave a primeras horas del día siguiente. La tormenta había despejado el cielo de nubes y lavado el campo de batalla. Un riachuelo rojo de sangre corría por el canalillo que servía para evacuar el agua. Caminó de nuevo entre los cadáveres, contemplando con curiosidad morbosa los rostros sin vida de quienes hasta ayer eran sus enemigos y cuyos ojos permanecían abiertos, sorprendidos por la llegada de la muerte, hombres cubiertos de sangre empuñando aún la falca tan ensangrentada como ellos mismos; madres y niños degollados, abrazados para la eternidad; ancianos… Le llamó la atención un hombre viejo sentado junto al muro de una casa y clavado a él por una lanza que le atravesaba el pecho; tumbado a su lado había un perro con un gran tajo en el cuello. El viejo con una sonrisa en los labios parecía estar burlándose de él.
—¡Jamás entenderé a estas gentes! —exclamó en voz alta.
—¿Decías algo, legado?
Marco Catulo se había aproximado a él.
—Nunca entenderé a estas gentes —repitió Publio Carisio, señalando el cadáver del anciano—. ¡Mueren sonriendo!
—Son unos fanáticos —aseveró el tribuno con su simpleza habitual—. Algunos incluso cantan cuando están en las cruces.
El legado recordó lo escuchado en Segisama durante un banquete ofrecido por el Augusto a sus generales victoriosos. Lucio Ilio, tal vez el único amigo que tenía en el ejército, le había contestado que nunca antes se había sentido tan impresionado como cuando escuchó cantar a los cántabros crucificados tras la batalla de Aracillum.
—Algunos estaban heridos de gravedad y hubieran muerto incluso sin ser crucificados —le había explicado Lucio— y, aun así, sacaban fuerzas para cantar.
—Estarían rezando a sus dioses…
—No, no creo que fueran rezos. Los rezos suelen cantarse, por lo general, con voces monótonas —había cavilado su amigo rememorando los cantos de los sacrificados—. Estoy seguro de que eran cantos guerreros. Hay que reconocer que son gentes con mucho valor.
—¡De poco vale el valor si se pierde la batalla! —había exclamado él con una satisfacción feroz.
Contempló unos cuantos cuerpos destrozados por las rocas de los acantilados. Una vez más, los nativos habían preferido suicidarse antes que morir a manos de sus enemigos o caer prisioneros. A él no le impresionaban aquellas muestras que algunos llamaban valor, más bien le intrigaban.
—Y bien, ¿dónde están los prisioneros? —insistió.
—En la parte sur del campamento —respondió Marco Catulo sin vacilar.
—¿Y los heridos?
—También están allí.
Sin decir palabra, Carisio se colocó la capa corta, se encasquetó el yelmo de comandante, cogió el bastón de mando —las fasces compuestas por una segur que emergía de doce varillas de olmo atadas con una correa roja, símbolo de su cargo— y salió de la casa seguido por su segundo. Se dirigieron al lugar indicado, una esquina del campamento rodeada de estacas y de hombres en armas.
Después de la victoria de Noega se había sacrificado una de las reses de los vencidos y el pulario había abierto la jaula de los pollos sagrados, delante de la cual esparció un puñado de granos de trigo, para saber si aquél era un buen lugar para establecer un campamento. Los pollos salieron de la jaula, dieron cuatro pasos, levantaron los picos y regresaron a su seguro abrigo sin haberse comido ni un solo grano. El pulario declaró con toda solemnidad que, estaba claro, el lugar no satisfacía a los dioses. Carisio se esforzó para no sonreír. El rito de los pollos había sustituido al auspicio, la observación de los pájaros, pues ésta era una ceremonia complicada que precisaba de ciertos elementos de los que no disponían los ejércitos en campaña. Él creía en los auspicios interpretados por los augures, aunque aún creía más en los signos que se presentaban solos, sin previo aviso, y entre los que eran frecuentes los de mal agüero. Lo de los pollos no dejaba de ser, a su parecer, un remedo más bien pobre. Sabía que en varias ocasiones se había mantenido a los animales sin comer para obtener un auspicio favorable y, a la inversa, se les había atiborrado de comida para mantenerlos dentro de su jaula y lograr un augurio negativo.
La sonrisa del viejo clavado contra el muro de su casa era real y a todas luces un augurio nefasto y se alegró por tanto de la respuesta de los pollos que no hacía más que reforzar su propia intuición. Además, el viento azotaba sin cesar la colina. En invierno sería una verdadera tortura vivir en semejante lugar. Dejó la segunda cohorte en Noega y regresó con el resto a Lucus Asturum. También dejó allí a unos cuantos ancianos inútiles, hombres a los que previamente había ordenado cercenar las manos, mujeres demasiado viejas para contentar a sus hombres y a los niños más pequeños. Los soldados no tendrían ningún problema en mantener el orden y estarían alertas a cualquier movimiento atisbado desde el privilegiado otero.
Los prisioneros eran algo más de dos centenares, en su mayoría hombres que serían enviados a las minas en cuanto estuviera dispuesta la primera caravana. Casi todos presentaban heridas de mayor o menor consideración, demostración de que habían luchado con bravura y de que tenían fuerza suficiente para sobrevivir, es decir, para trabajar en los yacimientos hasta que la piel se les cayera del cuerpo. Sonrió contemplando la mirada de odio que le dirigían los ahora esclavos. ¡Cuanto mayor odio sintieran, más duro trabajarían! Llevaban los pies atados con cadenas que únicamente les permitían moverse a pequeños pasos. Sentado en un rincón y con una gruesa cadena prietamente sujeta alrededor del cuerpo había un hombre con una herida en el cuello y el ojo derecho cerrado por un gran hematoma deformándole la cara.
—¿Por qué está encadenado? —preguntó, señalando al cautivo.
—Porque es la única manera de mantenerlo quieto —respondió Marco Catulo, y añadió a modo de disculpa—. Han hecho falta diez hombres para dominarlo.
El legado se aproximó al prisionero y lo obligó a ponerse en pie empujando su mentón hacia arriba ayudándose con las fasces. El hombre era cuanto menos impresionante. Le sacaba más de una cabeza, y él no era bajo, y los músculos de sus brazos y pecho, aprisionados por las cadenas, parecían a punto de reventar.
—¡Que venga el lusitano! —ordenó el legado.
Uno de los soldados salió corriendo a cumplir la orden. Publio Carisio y el cautivo mantenían sus miradas fijas el uno en el otro. Momentos después el intérprete se hallaba a su lado con la lengua fuera por la corrida.
—Pregúntale quién es —ordenó sin dejar de mirar al preso.
Tras varios intentos infructuosos, el lusitano logró que el hombre respondiera a sus preguntas.
—Se llama Corocotta y pertenece a la tribu de los orgenomescos —dijo finalmente el intérprete.
—¿Y ésos quiénes son?
—Una de las tribus cántabras.
—¿Es un cántabro? ¿No es ésta tierra de astures? ¿Qué hace un cántabro fuera de su territorio?
El hombre tardó en responder a las preguntas que el lusitano traducía. Cuando, finalmente, se decidió a hablar, alzó la cabeza y su altura pareció aumentar.
—Cualquier lugar es bueno para degollar como a un cerdo a un hijo de perra —dijo sin dejar de mirar al legado.
El lusitano repitió sus palabras.
—Creo que se refiere a ti —añadió con cierto placer.
Publio Carisio se echó a reír sorprendiendo a sus hombres, tan poco habituados a escuchar su risa.
—Hijo de perra o no, aquí estoy yo libre, y ahí estás tú, encadenado como el animal rabioso que eres.
El lusitano no tuvo tiempo de traducir sus palabras. Corocotta lanzó todo su peso sobre el romano y lo tumbó, cayendo después sobre su cuerpo, antes de que el tribuno y los otros soldados pudieran reaccionar.
—¿Lo crucificamos? ¿Le cortamos las manos? —preguntó jadeante Marco Catulo cuando hubieron dominado al cautivo.
El legado trataba de recuperar su imagen vituperada durante unos momentos. Su buen humor había desaparecido y su rostro había adquirido la palidez de la ira. Miró al preso y estuvo a punto de pronunciar su sentencia de muerte, pero lo pensó mejor. Una bestia como aquella podría serle de utilidad en los juegos que pensaba organizar para celebrar la victoria sobre los montañeses hispanos y el cierre del templo de Jano decretado por el Augusto a su regreso a Roma. Hacía tiempo que los hombres no disfrutaban de entretenimientos dignos de ese nombre. Hora era pues de ofrecerles algún espectáculo. No enviaría a aquellos salvajes a las minas, no por ahora. Los obligaría a luchar en la arena unos contra otros, a muerte. Los convertiría en asesinos de sus propios compañeros.
—Dile al físico que les cure las heridas —ordenó a su sorprendido tribuno.
Iba a abandonar el lugar cuando sus ojos se fijaron en el pequeño grupo de mujeres y jóvenes, aún niños, que sentados en otra esquina del recinto habían contemplado el altercado sin mostrar emoción alguna. Lo primero que le vino a la mente fue que de poco iba a servir a sus casi cinco mil hombres aquel mísero botín. Las mujeres no eran más de una treintena, estaban sucias y algunas incluso heridas. Hizo un gesto de fastidio. Tendría que ordenar una redada por los alrededores.
—¿Éstas son todas? —preguntó.
Marco Catulo afirmó con la cabeza.
El legado las contempló una por una. Le recordaban a la campesina forzada después de atravesar las montañas, la misma fiereza en la mirada, el mismo orgullo, a pesar del lamentable estado en el que se encontraban. No habiendo nada mejor, se conformaría con alguna de ellas. Iba a señalar a una cuando su mirada se detuvo en un cuerpo tapado por una capa hecha jirones y semioculto por las otras mujeres. Obligó a éstas a separarse y retiró la capa cogiéndola con la punta de las fasces. El asombro lo dejó sin aliento. La mujer era tan hermosa como la más bella de las romanas y sus cabellos largos y rubios se esparcían sobre el suelo como un precioso tapiz dejado sobre el barrizal. Parecía dormida, aunque un leve temblor de los labios mostraba que, en realidad, tiritaba de fiebre. A la altura del pecho derecho, sobre la túnica, asomaba un pedazo de madera de lanza quebrado y un círculo negruzco de sangre reseca se extendía a su alrededor. Durante un brevísimo instante, los ojos de la herida se abrieron e intentaron reconocer el lugar al tiempo que murmuraba unas palabras cuyo sonido no llegó a salir de su boca y cayó nuevamente en su letargo.
—Que lleven a esta mujer al hospital y que ningún hombre, salvo el galeno, la toque —ordenó y abandonó el lugar sin mirar a nadie.
Marco Catulo no salía de su asombro. Iba a decir algo, pero optó por mantenerse callado e hizo una seña a sus hombres para que cogieran a la prisionera. Se vio obligado a pedir refuerzos porque todos los prisioneros, mujeres, hombres y niños, se les echaron encima para impedir que llevaran a cabo las órdenes del legado. A patadas y golpes consiguieron doblegar a los cautivos, ya de por sí agotados, y se llevaron a la ignorante causante de la trifulca.
Publio Carisio regresó a su casa y ordenó a Homero preparar la tina de agua para bañarse y ropa limpia. Quería restregarse el cuerpo, eliminar cualquier rastro de la humillación de verse tirado en el barro por un esclavo encadenado, hacer desaparecer el olor a grasa y sudor dejado por el contacto de su cuerpo con el del gigante salvaje. Poco después se hallaba sumergido en la tina llena de agua caliente en la que Homero había vertido aceite de romero y esencia de lavanda. Cerró los ojos mientras se dejaba frotar por el esclavo griego. No podía dejar de pensar en la hermosa prisionera, una joya única entre tanto desecho, y sobre todo en la mirada perdida de aquellos ojos verdes. Se la imaginó vestida con una hermosa y transparente túnica romana, dejando entrever los más recónditos rincones de su cuerpo, los pechos realzados por cordones de seda entrelazados y sus cabellos dorados trenzados alrededor de su cabeza y adornados con perlas.
Vestido y repuesto del mal trago, mandó recado al galeno del campamento para que pusiera en práctica todo su saber en el caso de la prisionera o se atuviera a las consecuencias, es decir, que si no lograba salvar la vida de la mujer lo amenazaba con enviarlo a las minas, lejos de la civilización, entre gentes desesperadas a quienes ya nada importaba.
as festividades en honor a Júpiter, dios del rayo y de la lluvia, creador de la armonía de la Naturaleza y del orden social, defensor de la ley y los juramentos, protector de la sociedad y de la familia, tendrían lugar durante los idus, el quinto y decimotercer días, del mes dedicado a Juno. En Roma, la añorada, el calendario festivo era tan amplio que podía decirse que por cada día de trabajo había dos festivos. Pero la urbe quedaba lejos y el ejército no podía permitirse el lujo de detener las batallas para honrar a todos y cada uno de sus dioses benefactores. Allí no había cosechas que celebrar, ni renovaciones del fuego sagrado en el templo de Vesta, ni purificaciones, ni conmemoraciones de los difuntos. No se podía bajar la guardia, ni emborracharse hasta caer sin sentido, pero los hombres necesitaban algún entretenimiento para olvidar durante unas horas la cruda realidad de su situación. En Roma los espectáculos escénicos, las carreras de caballos y, sobre todo, las luchas de gladiadores distraían a sus habitantes. Un pueblo entretenido con sus diversiones predilectas era un pueblo sin tiempo para pensar en revoluciones políticas. El legado Carisio lo tenía claro. Era necesario contentar a los hombres después de las penurias sufridas durante los últimos meses.
La llegada desde Legio de un avituallamiento abundante de carne en salazón, frutas, castañas, trigo, cereales e, incluso, vino permitiría un cambio en la minuta habitual, lo que sería de agradecer por parte de todo el mundo, incluido él, y daría una razón más para organizar algún tipo de distracción. No habría procesiones con la estatua de Júpiter Capitolino, precedidas por sacerdotes y vestales. Tampoco se representaría una obra teatral de Plauto o Terencio, ni podría disfrutarse de una verdadera lucha entre gladiadores profesionales. Se las arreglarían con lo que disponían a mano.
Publio Carisio olvidó por unos días la guerra y se divirtió de lo lindo proyectando los espectáculos que pensaba ofrecer a sus hombres. Con la ayuda del lusitano, que iba inscribiendo en la tablilla de cera todas las posibilidades, y la de un viejo soldado, Sexto, a sus órdenes desde la primera vez que puso los pies en Hispania y que en sus tiempos mozos había sido auriga en el Campo de Marte, fue ideando las diversas modalidades de carreras y combates que tendrían lugar.
—Visto el terreno en el que nos movemos, tal vez sería más oportuno organizar carreras de bigas en lugar de cuadrigas —adujo Sexto ante la propuesta de Carisio—. Las bigas son más estrechas y más manejables y hay menos riesgos de que se dañen los caballos.
—Tal vez tengas razón —respondió el legado a su pesar.
Consideraba las carreras de cuadrigas las únicas dignas de un gran espectáculo. De hecho, en Roma, estas competiciones eran verdaderos enfrentamientos entre cuadras; los espectadores llenaban los graderíos vestidos con los colores de sus equipos, animaban a sus aurigas predilectos y se cruzaban apuestas tan elevadas que, en más de una ocasión, algunos propietarios entraban ricos en el hipódromo y salían de él más pobres que las ratas.
—Es más fácil encontrar dos caballos de igual alzada y que puedan aparejarse juntos que cuatro —insistió Sexto en apoyo de su propuesta.
—De acuerdo, de acuerdo…, ¿y carreras de a pelo?
—¿Quieres decir de un jinete sobre un caballo?
—Pero sin silla ni arnés. Incluso podrían utilizarse esas pequeñas bestias utilizadas por los nativos —puntualizó Carisio, haciendo referencia a los caballos de pequeña alzada que se criaban salvajes en todo el norte de la península.
No eran tan rápidos como los romanos, pero tenían mayor resistencia y eran tan salvajes como sus dueños. Alguna vez habían intentado domarlos, pero los hombres preferían comérselos que montarlos. Las pocas ocasiones que había tenido oportunidad de observar una cabalgada de nativos, había quedado admirado de la maestría con la que éstos se movían encima de sus monturas, las hacían girar, saltar o detenerse en seco únicamente con la presión de sus rodillas y pantorrillas. Aunque la práctica habitual de los nativos era acudir a caballo a la lucha y luego dejar suelto al animal y enfrentarse a pie al enemigo, a veces también utilizaban caballos en el ataque. Una de las formas que más le habían impresionado por su eficacia era lo que ellos, los romanos, llamaban el círculo cantábrico.
Los atacantes formaban dos círculos a izquierda y derecha del objetivo y mientras cabalgaban girando en el sentido de su posición —es decir, los situados en la parte izquierda hacia la izquierda y los de la derecha hacia la derecha— iban lanzando los dardos a medida que se aproximaban al enemigo, volviendo luego a su puesto en la columna, rearmando su brazo y lanzando un nuevo dardo. Otra manera curiosa era la de acudir dos guerreros montados en un caballo. Llegados al lugar del encuentro, uno de lo hombres se apeaba para luchar a pie, mientras el otro continuaba montado. Carisio había llegado a la conclusión de que no era la escasez de brutos lo que les hacía actuar así, sino un tipo de estrategia utilizada desde antiguo, al parecer con éxito.
—En cuanto a la lucha —prosiguió el legado—, los nativos tienen una forma de lucha bastante interesante según me cuenta el lusitano, ¿no es cierto?
—Así es, legado —respondió el aludido—. Es una lucha cuerpo a cuerpo. Cada contendiente se agarra al otro pasando el brazo derecho por el hombro izquierdo del contrario y la mano izquierda bajo su sobaco derecho, uniendo ambas manos en la espalda. La prueba consiste en derribar al oponente y obligarlo a tocar el suelo con la espalda.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—¿Y luego?
—Luego el ganador se enfrenta a otro oponente, y así hasta que uno queda vencedor.
—Igual que la lucha griega —intervino Sexto—, aunque en ésta debe tenderse en el suelo tres veces al adversario y existen unas reglas muy rigurosas en cuanto al tipo de llaves permitidas. Es extraño que haya llegado hasta estos lugares la disciplina atlética por excelencia.
—¡Ésas son peleas de mujeres! —exclamó Carisio—. Buenas para ejercitarse, pero no para un espectáculo. ¡Los hombres se burlarían de mí por ofrecerles semejante insignificancia!
A Homero, que escuchaba atentamente la conversación, le brillaron los ojos al oír mencionar la disciplina en la que él había destacado. No era entonces más que uno de los jóvenes que dedicaba gran parte de su tiempo en el gimnasio de Thesos, deseosos de ser los mejores y llegar a competir en los Juegos. Todos eran griegos y libres de nacimiento. Él, Stratonikos de Thesos, cuyo nombre portaba en memoria del gran héroe olímpico, hijo de Marion, el luchador, cuya estatua había sido erigida en Alejandría en premio a su victoria, era el mejor de todos, el más ágil, el más fuerte. Hubiera podido romperle la cerviz a cualquier oponente con tan sólo proponérselo. ¡Qué sabían del noble arte de la lucha los toscos e iletrados romanos que habían invadido su tierra y se habían apropiado de lo mejor de su cultura, adoptado a sus dioses y, por supuesto, hecho suyos los Juegos para transformarlos en una fiesta de sangre y muerte!
—¡Les obligaremos a que se maten entre ellos! —insistió el legado—. ¡Que se rompan el cuello unos a otros!
—¿Y si no quieren? —preguntó Sexto.
—¡Tendrán que querer! —Carisio se dirigió al lusitano—. Les explicarás bien claro que la lucha es a muerte. Sólo salvará la vida aquel que consiga acabar con los demás. De lo contrario, ninguno de ellos tendrá esa posibilidad y todos morirán. El vencedor obtendrá también la libertad.
—Lo intentaré, legado —respondió el lusitano—, pero tal vez les dé igual.
—Eres un esclavo —la voz de Carisio tenía un tono despectivo— y por eso no entiendes la importancia de la libertad para un hombre que siempre ha disfrutado de ella.
El intérprete se mordió los labios para no responder. ¿Cómo se atrevía el hijo de perra a decirle tal cosa? Sus ojos se encontraron con los de Homero y se sorprendió al constatar en ellos un fulgor airado que nunca antes había observado. Siempre había creído que aquel extranjero era un esclavo sumiso, dispuesto a lamer las suelas de las sandalias del legado a cambio de un plato de sopa. La voz de Carisio le hizo prestar atención.
—A ver, lusitano. ¿Cuáles son las pruebas que llevas apuntadas hasta ahora?
—Tiro con arco, lanzamiento de jabalina, lucha de púgiles, carreras de bigas, carreras a pelo y lucha de prisioneros —enumeró el interpelado.
—¿No crees, Sexto, que falta algo de…, no sé, de colorido?
—¿A qué te refieres, legado?
—No sé…, ¿crees que sería posible que las prisioneras bailaran algún tipo de danza?
—No creo que sepan bailar —afirmó Sexto sin poder evitar una sonrisa irónica—. No al menos el tipo de danzas a las que estamos acostumbrados. Esos despojos no pueden compararse a las heteras que nos legaron los griegos.
Los dos hombres se echaron a reír. En efecto, no había comparación posible entre un grupo de esclavas salvajes, sucias y malolientes con las sublimes cortesanas educadas desde niñas para satisfacer al más exigente de los hombres. No sólo sabían bailar y cantar, sino que eran mujeres cultas y preparadas para participar en conversaciones políticas, filosóficas o de arte. Su coste era tan elevado que únicamente podían disfrutar de ellas aquellos con una gran fortuna o con un gran poder, cosas ambas que solían ir parejas.
—Podemos obligarlas a lavarse… —opinó el legado sin dejar de reír.
—Y a peinarse…
—Y a pintarse…
—Y a vestirse con telas transparentes…
—¡Mejor que vayan desnudas!
La última afirmación de Publio Carisio volvió a provocar la risa de los dos hombres mientras los esclavos los contemplaban mudos de estupor.
l festejo comenzó con una procesión en la que una pequeña estatua de Júpiter fue llevada hasta un promontorio fuera del vallado en donde se había erigido un rústico altar de piedra. Como jefe militar en campaña, a Publio Carisio le correspondía dirigir el servicio religioso y rogar para que la celebración tuviera el éxito esperado.
—¡Oh, padre Júpiter! ¡Victor! ¡Stator! En tu honor y en tu gloria celebramos hoy estos juegos. Sé benévolo y acepta nuestra ofrenda.
A pesar de la mirada adusta del augur, eligió a propósito una oración corta para no impacientar más a sus hombres, animados durante días ante la perspectiva de olvidar por un tiempo la disciplina militar.
La excitación hizo presa en ellos en cuanto se supo por el campamento que el legado tenía la intención de ofrecerles un espectáculo en el que no faltarían las carreras, los concursos y las luchas. Fueron cientos los voluntarios a la convocatoria para las diversas pruebas. Ante el éxito de la respuesta el legado y su asesor Sexto decidieron alargar los festejos varios días a condición de no perder la compostura, es decir, de que no hubiera borracheras ni peleas.
—¡En cuanto uno solo de vosotros se desmande —amenazó Sexto a los soldados—, se acaba toda la historia y se duplican las guardias!
La inscripción de los participantes trajo consigo la de las apuestas y a más de uno asombró que los encargados de las mismas demostraran una habilidad y rapidez dignas de los mejores profesionales que se lucraban durante las celebraciones en el circo de Roma. No había mucho para apostar, algunos ases y sextercios, un cinturón nuevo, una coraza de mallas o unas sandalias recién adquiridas, pero todo era válido con tal de participar en el espectáculo de una manera u otra.
A pesar de las protestas que surgían de tiempo en tiempo, los soldados estaban obligados a comprar su propio equipo al encargado de la intendencia y las pagas no siempre llegaban en su debido momento. Quedaba el recurso del reparto del botín obtenido de los enemigos, pero en los meses que llevaban en la región transmontana éste había sido de una pobreza tal que ni tan siquiera merecía el nombre de «botín»: burdas telas tejidas de lana y lino, pieles, recipientes y utensilios de madera con dibujos tallados, aperos, bolsas de cuero, algunos calderos de cobre y bronce, cuchillos, espadas y poco más. Cuando había algo de suerte y se encontraba algún objeto de oro o plata, una buena piel de oso o de lobo curtida, un puñal de ceremonia o algo por el estilo, siempre iba a parar a los mandos, centuriones o tribunos, cuando no al propio legado. La furia los invadía al comprobar la existencia de innumerables hornos —uno por choza en algunos poblados— para fundir metales, muestra de que los nativos hacían algo más que cazar, bailar delante de sus casas los días de luna llena o procrear pequeños salvajes como ellos. Pero por más que se empeñaran en encontrar los tesoros ocultos que estaban seguros de que existían, por más que derribaran hasta la última piedra de las chozas, por más que apalearan a los cautivos o les cortaran las manos, nadie había podido dar con ellos.
—¡Que comiencen las pruebas!
La orden de Publio Carisio enardeció a los soldados congregados en torno al lugar elegido, una amplia explanada limpiada y desbastada para la ocasión, justo delante del puente de entrada al campamento. Los pequeños promontorios que se alzaban alrededor de dicho lugar servían de tribunas naturales para los espectadores, mientras que muchos otros contemplaban la acción desde lo alto de la empalizada. No había riesgo de ataques pero, no obstante, el bosquecillo próximo había sido concienzudamente explorado y varios contubernios, a los que se había prometido el relevo cada cierto tiempo, hacían guardia para evitar sorpresas.
El legado dejó caer el trozo de tela blanca dando inicio a la primera carrera de bigas y media docena de carros emprendieron el recorrido con tal furia y velocidad que tanto aurigas como espectadores olvidaron que se hallaban lejos de su tierra y en un territorio hostil. El clamor de la concurrencia y los gritos de los contendientes azuzando a sus caballerías e insultando a los otros participantes no se diferenciaba en nada de los que podían escucharse en todos los hipódromos del Imperio.
Tumbado en el triclinio que había ordenado a Homero llevar al lugar del espectáculo para dar cierta dignidad a su persona, bajo un palio montado provisionalmente con pieles de lobos, Publio Carisio contemplaba el entusiasmo de sus hombres y seguía con interés la evolución de la carrera, pero su atención estaba en otro lugar. Más concretamente, en la persona que sentada a su lado mantenía los ojos fijos en un punto indeterminado del paisaje, la beldad que gracias a él había salvado la vida tras varias semanas al borde de la muerte.
El galeno había hecho bien su trabajo y así se lo dijo al entregarle una bolsa llena de sextercios cuando fue a comunicarle que la mujer estaba fuera de peligro. Aún tardó algún tiempo en recuperarse, pero hizo que la trasladaran a su casa en cuanto pudo ponerse en pie, ordenó a Homero que buscase un par de mujeres para ocuparse de ella entre las que acompañaban al ejército a modo de cocineras, sastras, amantes e, incluso, esposas. La ley prohibía el matrimonio a los soldados, pero era una orden generalmente ignorada por los oficiales. Cuando un hombre moría en una batalla, su viuda o compañera encontraba rápidamente un sustituto que se hacía cargo de ella y de los hijos, si los había, o regresaba a su lugar de origen en la primera caravana.
Las dos mujeres elegidas por el griego, madre e hija, ya le habían hecho favores de tipo más íntimo. Lavaron a fondo a la cautiva, peinaron sus cabellos a la moda de Roma, la perfumaron y la vistieron con una túnica casi nueva perteneciente a la más joven. Una vez así dispuesta, fue llevada ante él.
Volvió a quedarse sin habla al ver a la mujer. Si herida y sucia ya era hermosa, aseada y vestida a la romana era la viva imagen de Afrodita o Venus, la única diosa por la cual él sentía algo de veneración. Pero al igual que la diosa, tantas veces representada en estatuas de mármol o piedra, la mujer estaba tan gélida que más parecía una figura salida de un taller de cantero que una mujer de carne y hueso. Asió una de sus manos y la sintió lánguida e inerte. Pasó su brazo por su cintura y tuvo la impresión de estar abrazando a un tronco de árbol seco. Fijó su mirada en sus maravillosos ojos verdes y sólo vio un vacío estéril que le puso el vello de punta. No respondió a sus preguntas ni tampoco habló con el lusitano, quien trató por todos los medios de hacerse su amigo, asegurándole ser la única persona en la cual podía confiar. La mujer no despegó los labios y tampoco lo hizo en los días y semanas sucesivos. El lusitano averiguó su nombre interrogando a las otras prisioneras capturadas en la población de Noega, aunque no hubo manera de saber más sobre ella. Las cautivas sólo dijeron su nombre: Lenore. Se dejaba asear y vestir, apenas comía y permanecía todo el tiempo sentada en el lecho de la habitación que se le había asignado, la mejor después de la suya propia. La poseyó en cuanto el galeno le confirmó que la herida estaba completamente cicatrizada.
—Aunque…, la otra herida está aún abierta —se atrevió a añadir el médico.
—¿Qué otra herida? —le interrogó él sorprendido.
—La del espíritu. Esta mujer sufre una herida en su psiquis que tardará en curar. —Y, ante su mirada atónita, añadió—: Se halla en un estado…, ¿cómo te lo diría, legado? Es como una muerta que respira. No parece sentir nada.
—¡Bueno! —exclamó él aliviado—. ¡Eso ya lo arreglaremos! No hay mujer en el mundo que se resista ante regalos y atenciones. ¡Ya lo verás!
No le preocupó que Lenore no mostrase ninguna reacción cuando él la desvistió, la tumbó en el lecho y la penetró sin demasiados preámbulos, tan ansioso estaba de poseerla. Ni rechazo, ni repulsa, ni excitación. Nada. Acudía a su cámara cuando sentía deseos, lo cual ocurría casi todos los días, y en ocasiones, más de una vez en una misma jornada. Le hablaba, aunque de sobra sabía que ella no entendía ni media palabra; acariciaba sus pechos y su hermoso cabello, besaba sus labios y su cuello; le regaló un hermoso brazalete de oro, ancho como cuatro dedos, obtenido del botín de Lancia; envió a un mensajero a Legio con el único encargo de traer para ella telas de seda y de lino fino que las dos sirvientas romanas transformaron en túnicas dignas de una gran dama, pero nada conseguía sacarla de su abstracción.
—No sé qué más hacer —le confió a Homero una noche junto al fuego—. Tal vez el galeno tenía razón y su cabeza no rige. Tal vez recibió un golpe durante la batalla…
El griego se limitó a afirmar con la cabeza.
—Sería mejor devolverla con las otras prisioneras y que se la subasten los hombres.
El problema de las pocas cautivas y el gran número de hombres que no disponía de mujer había amenazado en convertirse en un tumulto cuando los soldados reclamaron su parte del botín, por escaso que éste fuera. Marco Catulo decidió que, puesto que no había forma de contentar a todos, las mujeres se obtendrían mediante subasta. Los que más pujaran podrían elegir una para la noche, pero no podrían volver a pujar en un par de meses para dar oportunidad a los demás.
Carisio sabía que por mucho que dijese no estaba dispuesto a entregar a Lenore a la turba. Todos los días se asombraba de su decisión. Él, a quien tanto gustaban las hembras con carácter, a quien la furia y el rechazo de una mujer avivaban hasta el más recóndito de sus sentidos, se veía de pronto totalmente subyugado por una esclava incapaz de mostrar ningún tipo de emoción. Rechazaba la palabra amor porque era algo que se había prohibido a sí mismo cuando entró en la milicia. Había habido mujeres que le cautivaron más que otras, pero nunca en su vida se había visto en semejante brete. Aquella salvaje de piel suave y cabellos dorados lo tenía embrujado. No podía haber otra explicación. Consultó con el augur, pero el hombre no pudo proporcionarle ningún remedio para su mal, aunque le aconsejó hablar con una tal Prudencia que, según se decía, tenía conocimientos de brujería.
—No obstante, te prevengo, legado —añadió el sacerdote—. Las seguidoras de Hécate son muy peligrosas. Lo mismo pueden embrujarte a ti en persona y obligarte a hacer su voluntad.
—¡Que se atrevan! —había exclamado él, asiendo la empuñadura de la espada colgada a su cinto.
Homero, el imprescindible Homero, le proporcionó una cita por la noche con Prudencia en la cuadra en la cual guardaba a sus dos mejores caballos. A la luz del candil de aceite comprobó que la hechicera era exactamente lo que se esperaba: una mujer con más pinta de campesina que de maga, vieja, pequeña, enjuta, de manos callosas. Tanto la túnica como el velo con que se cubría estaban oscurecidos por la suciedad. No se molestó en preguntarle de dónde procedía, aunque su acento le recordó al de las gentes que vivían al sur del monte Vesubio. Tampoco le interesó conocer la razón por la que acompañaba a su ejército por parajes tan lejanos de su tierra. A grandes rasgos le explicó que deseaba a una mujer, pero que ésta era inmune a sus atenciones y regalos.
—Es como una muerta que respira —concluyó, repitiendo las palabras del galeno.
La vieja sonrió mostrando una boca vacía de dientes y lanzando una bocanada de aliento que le recordó el nauseabundo olor de un nido de serpientes putrefactas.
—Lo que el noble legado necesita es un remedio amoroso —afirmó la hechicera—. Y yo te voy a proporcionar dos por el precio de uno.
Al decir la última palabra, la mujer alargó la mano a la espera del pago anticipado por sus servicios. Mordió la moneda de plata con la efigie de Octavio para comprobar si era buena y después extrajo de entre los pliegues de su túnica una pequeña redoma de cerámica.
—Echa unas gotas de esta pócima en el primer alimento que ingiera la dama y te aseguro que no tendrás queja —dijo.
—¿Qué es? —preguntó él.
—Más te vale no saberlo —respondió ella volviendo a reír y a atufarle con su aliento—. Y aquí tienes dos amuletos que también ayudarán lo suyo.
Diciendo esto le alargó una pequeña higa de plata y un anillo de hierro formado por dos cordones entrelazados.
—No olvides colocarle el anillo en el tercer dedo de la mano izquierda —le recomendó—. De ese dedo parte un nervio directo al corazón, el aro aprisionará el nervio y su corazón será tuyo.
Quedó tan sorprendido con la explicación que no se percató de la desaparición de la vieja mientras él examinaba los objetos acercándolos al candil. Él no era supersticioso —todo lo más se limitaba a entrar en las habitaciones siempre con el pie derecho y escupía para alejar el «mal de los dioses», la epilepsia—, pero conocía a muchos que portaban amuletos porque así estaban seguros de evitar la fascinación y otros males peores. La higa que Prudencia le había dado representaba una mano mágica que combinaba un sexo masculino y otro femenino.
Siguió las indicaciones de la hechicera y ordenó a Homero verter unas gotas de la pócima en la papilla de trigo que Lenore comía todos los días y que, muchas veces, era el único alimento que probaba en toda la jornada y se colgó el amuleto al cuello con una cadenilla de plata. Él mismo colocó el anillo en el dedo de la mujer que ni se molestó en mirarlo, aunque tampoco hizo intención de quitárselo, y esperó impaciente los resultados. Vana espera. No hubo resultados, ni buenos ni malos. Lenore permaneció tan fría e inalcanzable como la primera vez que la tuvo en su casa. Mandó a su esclavo en busca de Prudencia, pero éste regresó y le explicó en el lenguaje de las señas y por medio de la tablilla de cera que la mujer ya no estaba en el campamento. Había partido con la última caravana en dirección a Tarraco.
las bigas, siguió la lucha de púgiles y a ésta el lanzamiento de jabalina y la carrera de caballos a pelo. Durante un rato, Carisio dejó de pensar en su acompañante y se centró en la carrera, que estaba provocando una verdadera conmoción de gritos y carcajadas entre el público.
En efecto, siguiendo su consejo, Sexto había decido que los jinetes montaran algunos de los caballos, más de un centenar, arrebatados a los vencidos de Noega. En un principio, no parecía haber mayores problemas. Los participantes en la carrera montaron con facilidad en las pequeñas cabalgaduras, pero, en cuanto el legado dejó caer el paño blanco de salida, cada animal decidió hacer su voluntad y no la del hombre que llevaba encima. Unos se negaron a avanzar a pesar de los golpes en los lomos; otros trataron de desmontar a sus jinetes; otros, en fin, salieron en estampida pero no en línea recta, sino a través de cualquier resquicio dejado libre por los espectadores. Después de varios intentos infructuosos, y cuando algunos de los asistentes estaban a punto de sufrir un ataque debido a la risa, Sexto dio por finalizada la prueba y declaró campeón, en medio de una gran bronca, al único jinete que había conseguido realizar una cuarta parte del recorrido sin ser desmontado. Los apostadores reclamaron la devolución del dinero invertido en la carrera, algo a lo que se negaron los encargados de las apuestas. La fiesta estaba a punto de convertirse en una batalla campal cuando el anuncio del plato fuerte, la lucha a muerte entre los cautivos, calmó los ánimos enardecidos.
Escoltados por soldados y con grilletes en los pies, los prisioneros de Noega salieron del campamento en una doble fila, atravesaron el puente y fueron conducidos al centro de la explanada. Sus cuerpos desnudos y engrasados brillaban con las luces del atardecer y sus largos cabellos se agitaban con el viento. Todos ellos mantenían la cabeza alta y los labios firmemente apretados. La mirada de odio que dirigieron a los romanos situados próximos a la vereda por la que fueron obligados a pasar hizo atragantarse a más de uno.
Publio Carisio hizo una seña al lusitano para que se acercara.
—¿Les has dicho cuáles son las condiciones? —le preguntó.
—Sí, legado.
—¿Y?
—No tengo ni idea de lo que piensan hacer —respondió el intérprete.
—Bueno, que luchen como quieran. De todos modos estarán muertos antes de la puesta de sol.
El legado hizo una seña y los hombres que escoltaban a los presos procedieron a quitarles las cadenas, retirándose después de la explanada. Ante el asombro de los espectadores, uno de los cautivos entonó un canto que fue coreado por los demás.
—Pero, ¿qué hacen? —inquirió Carisio al lusitano, que aún permanecía a su lado.
—No lo sé muy bien. Puede que estén invocando a sus dioses.
El legado recordó las palabras de su amigo Lucio Elio sobre los crucificados de Aracillum. Así pues, los salvajes estaban disponiéndose a morir. ¡Tendrían un buen espectáculo!
Acabado el canto, los prisioneros, ochenta parejas en total, se repartieron por la explanada disponiéndose a luchar. Era tal la fuerza con la que se embestían unos a otros, la resistencia mostrada para no dejarse tumbar, la habilidad para sortear las caídas, que a los pocos instantes de comenzar la lucha, no había un solo soldado romano que no se hubiera dejado llevar por la visión de aquellos cuerpos musculosos que luchaban por su vida. Los encargados de las apuestas se vieron desbordados y tuvieron que multiplicarse para aceptarlas y apuntar los montantes en sus tablillas. El legado no perdía de vista al gigante que le había insultado y que destacaba entre todos. Estaba seguro de que sería el vencedor y, por supuesto, él no pensaba concederle la libertad. Cuando hubiese matado a todos sus compañeros, cuando sólo él quedase en pie, organizaría una prueba fuera del programa. Ofrecería una recompensa de quinientos sextercios al arquero que con una sola flecha le diera directamente en el corazón. Miró de reojo a Lenore esperando algún tipo de reacción al reconocer a los hombres de su poblado, pero la mujer seguía con los ojos fijos en un punto perdido del horizonte.
Los luchadores no se mataban entre sí. A medida que eran tumbados en el suelo, se retiraban a un lado de la explanada, cerca del río, y observaban la lucha de sus compañeros. El legado tardó en darse cuenta de que los cautivos no pensaban acabar unos con otros.
—¡No se desnucan! —exclamó airado.
Rechazó un primer impulso que le impelía a detener la lucha y ejecutar a todos los salvajes que, una vez más, se negaban a acatar sus órdenes. Sus hombres se estaban divirtiendo a pesar de que el suelo no estaba lleno de cadáveres como habían esperado en un principio, las jarras de vino que pasaban de mano en mano habían calentado sus ánimos e incluso habían olvidado que aquellos luchadores no eran atletas, sino simples rebeldes salvajes que no merecían vivir. Únicamente quedaba una pareja de combatientes en medio de la explanada. Tal vez, meditó el legado, era más prudente esperar a que finalizara el combate, que sus hombres pudieran cobrar las apuestas y preparar la prueba de los arqueros para la siguiente jornada. Un clamor estruendoso le hizo prestar atención a la lucha. El gigante, del cual ya no recordaba el nombre, había sido el vencedor. El hombre levantó los brazos en señal de victoria y sus enemigos lo aclamaron como a un gladiador victorioso en la arena del circo de Roma.
El legado se giró para ordenar a Marco Catulo que diera por finalizada la jornada cuando un gran barullo se produjo en la explanada. Todo ocurrió tan rápidamente que Publio Carisio apenas tuvo tiempo de reaccionar. Los soldados que custodiaban a los prisioneros se disponían a colocarles de nuevo los grilletes cuando, ante su sorpresa, se vieron atacados por éstos. Al tiempo que atacaban, los guerreros comenzaron a lanzar gritos y silbidos y los caballos apresados en Noega que pacían en un recinto próximo derribaron el vallado y galoparon hacia ellos. Visto y no visto, más bien esto último puesto que el anochecer llegaba en ayuda de los rebeldes y la visión era escasa, muchos de los prisioneros lograron montar en los caballos y huir hacia el bosque. Los que no lo consiguieron, lucharon hasta perder la vida contra la avalancha de soldados romanos que se les vino encima. El gigante no estaba entre estos últimos.
Las batidas que inmediatamente se organizaron y partieron en busca de los fugitivos no dieron resultado alguno. La noche, la naturaleza y el profundo deseo de conseguir la libertad se aliaron para ocultarlos de sus perseguidores.
El legado, blanco de ira, no podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo delante de sus propios ojos. Por un momento, a la luz de una tea, creyó que el rostro de Lenore se animaba y que su boca dibujaba una sonrisa. No estuvo muy seguro de que hubiera sido así porque, un suspiro después, la mujer en la que no dejaba de pensar ni un instante seguía a su lado, imperturbable como siempre, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor.