uam observaba con ternura a su hijo Alan que a pasitos cortos y tropezones trataba de atrapar a una gallina. El ave parecía seguir el juego del niño, echaba a correr emitiendo gritos desaforados provocando las risas del pequeño y luego se detenía a cierta distancia esperando a que éste se aproximara de nuevo. A pesar de las palabras de su compañera, no había regresado a Noega para estar presente en el nacimiento de su hijo y acostarse junto a él después del parto, como era la costumbre.
Sentía erizarse los pelillos de su nuca cada vez que pensaba en el aciago día en el cual miles de valerosos guerreros habían perecido tal vez por su culpa. Porque suya había sido la idea de que todos se unieran y atacaran juntos al invasor. Ocbas, de los cibarcos, Garan, de los lancios, Elar, de los amacos, y ¡tantos otros! estaban ahora en el mundo de las divinidades, habían traspasado las Puertas y sus espíritus vagaban en paz.
El ataque comenzó por sorpresa tal y como lo habían previsto. Las tribus atacaron los tres campamentos instalados en diversos enclaves a orillas del Astura. Los primeros momentos fueron triunfales. Mataron a cientos de romanos pillados desprevenidos, incluso medio dormidos, al alba del día señalado. Él mismo degolló a un buen número de ellos sin sentir piedad alguna, puesto que aquellos hombres eran sus enemigos, los enemigos de su pueblo. Habían invadido su tierra, arrasado poblados enteros, asesinado a mujeres y niños indefensos, esclavizado a los supervivientes, destrozado los símbolos sagrados… Era deber de todo hombre honrado defender la tierra de sus antepasados.
Súbitamente, la situación cambió. Vieron avanzar hacia ellos miles de hombres en formación y la sorpresa los paralizó momentáneamente. Corocotta tenía razón. Aquellos guerreros no eran como los que ellos estaban acostumbrados a ver. Marchaban juntos, protegiéndose unos a otros con sus enormes escudos, arma dos hasta los dientes, al son de unos tambores cuyo retumbar recordaba al del trueno. Momentos después se hallaban enfrascados en un combate a muerte del cual únicamente sobreviviría una de las partes. Los invasores ganaban terreno mientras ellos eran empujados hacia la población de Lancia. Vio a sus hombres luchando con bravura, cubiertos de sangre y con la determinación en la mirada. Atravesaban las corazas romanas con sus espadas, cercenaban gargantas con sus cuchillos y se valían de las hachas para aplastar cráneos o derribar caballos.
Cada guerrero se había cobrado la vida de muchos romanos y habrían salido victoriosos si su número hubiera sido parejo, pero no lo era. Los invasores parecían multiplicarse a medida que el sol recorría su órbita hacia el oeste. Él mismo habría podido asegurar que renacían de sus propios cadáveres si no fuera por los cuerpos sin vida que cubrían la llanura situada delante de los muros de Lancia. Sabían que habían sido derrotados mucho antes de finalizado el combate y se replegaron a los bosques. Desde allí observaron la entrada de los romanos en la población, escucharon los gritos de sus habitantes y contemplaron las llamas y el humo elevándose hacia el cielo como un inmenso sacrificio a los dioses, el sacrificio postrero de los lancios que no habían querido huir y habían decidido luchar hasta el último hálito de vida.
Pasados dos inviernos aún escuchaba los gritos y el sonido de los tambores, cualquier fuego por pequeño que fuera le recordaba la gran fogata en la que se había convertido la hermosa población de Lancia, cuyo humo había oscurecido al sol y el odio hacia los invasores había endurecido su corazón.
Los supervivientes se desperdigaron por los montes. La mayoría de los luggones permanecieron juntos durante la batalla y después de ella ascendieron a las cumbres y restañaron las heridas en ellas. Eran tantos los que habían quedado tendidos en el campo que ni siquiera los contaron, cada cual sabía quién había quedado atrás: un hermano, un padre, un amigo. Comprobó con profundo descorazonamiento que Ael, su amigo de la infancia, no se contaba entre los vivos reunidos en Oseja, el lugar acordado. Elevó una súplica muda para que el cuerpo de su compañero y los de los demás guerreros muertos no hubieran sido ultrajados por los invasores, que las cabezas no hubieran sido desgajadas de sus troncos impidiéndoles la entrada al Otro Mundo. Algo parecido a una sensación de alivio se apoderó de él cuando los últimos rezagados le informaron que los romanos habían amontonado los cadáveres de sus compañeros y los habían prendido fuego. La colosal pira humeó durante jornadas enteras.
El paso de las estaciones era la única señal de que el tiempo no se detenía, aunque esto tampoco llegaban a tenerlo muy claro porque la mitad del año las cumbres permanecían nevadas. Tardaron casi una luna en recuperar las fuerzas y curar las heridas, sobre todo la debida a la derrota que les atravesaba el pecho y les producía una dolorosa sensación de impotencia y desánimo. Poco a poco su espíritu abatido se transformó en una rabia sorda que ocupaba todos sus pensamientos. Sus conversaciones siempre giraban en torno a la misma cuestión: cómo vengarse de la humillación, cómo liberarse del invasor, cómo defender la tierra que aún permanecía libre. El descalabro había sido de tal magnitud que aún hubo de pasar algún tiempo hasta que las tribus volvieron a ponerse en contacto.
—No hay otra salida, ¡o la lucha o la esclavitud! —había exclamado Corocotta en la primera reunión en la que nuevamente se encontraron los jefes de las tribus.
—Podíamos intentar pactar con el enemigo… —insinuó Sen, de los pésicos.
—¿Acaso intentas decirnos que debemos humillarnos ante ellos? —replicó el jefe orgenomesco con furia.
—¿Quieres que nos destruyan a todos? —contestó Sen en el mismo tono.
—¡Antes morir que pactar!
—Nunca podremos vencerlos.
—No, nunca podremos vencerlos —aceptó Corocotta—. Sobre todo si todos los hombres son tan cobardes como tú.
Luam tuvo que interponerse entre los dos jefes para evitar que las palabras dejaran paso a los cuchillos y la reunión se transformara en un campo de batalla, lo cual hubiese empeorado las cosas aún más.
—¡Dejad a un lado los insultos! —ordenó—. ¡Ya sólo nos falta matarnos entre nosotros para dejar el camino libre a los romanos! Estamos aquí para buscar soluciones y no para agravar aún más nuestra situación.
—No debíamos haber atacado todos juntos… —intervino Cilio, hijo de Ocbas, el jefe de los cibarcos muerto en Lancia.
—La idea no era mala y habría funcionado si esos hijos de perra de los brigecios no se hubieran ido por las piernas y nos hubieran vendido al enemigo.
Luam agradeció en silencio la intervención de Corocotta que, de alguna manera, le liberaba de una gran parte de culpa por la derrota sufrida.
—La cuestión es decidir qué es lo que vamos a hacer a partir de ahora —dijo conciliador—. Porque los invasores no se detendrán hasta haber cruzado los montes y sometido a todas las tierras del mar. Podemos luchar como propone Corocotta o tratar de pactar como opina Sen, pero lo que no podemos hacer es mantenernos aquí escondidos como gazapos mientras nuestras gentes, nuestras familias, corren peligro.
—Yo propongo volver a nuestra tradicional forma de lucha —volvió a intervenir Cilio siguiendo las pautas de una idea fija—. Ha dado buenos resultados en el pasado y no tiene por qué no darlos en el futuro. Ataquemos al enemigo a nuestra manera y no a la suya, acechémosle en los recodos de los ríos, en las encrucijadas de los caminos, en las profundidades de los bosques, ataquemos y desaparezcamos para volver a atacar de nuevo. Convirtámonos en sus sombras, que no puedan comer ni dormir en paz ante el temor de verse atacados en cualquier momento del día o de la noche.
El joven, entusiasmado, pasó a describirles los lugares por los que un ejército tan grande podría atravesar las montañas y los sitios más idóneos para atacarlo. Había recorrido montes y valles durante las dos lunas previas al encuentro y estaba seguro de lo que decía. Los otros jefes le escuchaban entre sorprendidos y divertidos. Reconocían en él el ímpetu de la juventud experimentado también por ellos tiempo atrás.
—Creo que antes deberíamos intentar pactar —insistió Sen, de los pésicos, e hizo una seña a los demás para no ser interrumpido—. No soy un cobarde, no me importa morir luchando y lo he demostrado diez veces cien, pero me preocupa más el futuro de nuestros pueblos. Los romanos harán con ellos lo mismo que hicieron en Lancia, lo mismo que hacen en todas las poblaciones por las que pasan.
—Tú puedes hacer lo que quieras —replicó Corocotta—, pero ni yo ni los míos nos rendiremos jamás. Nuestra tierra ha sido invadida, nuestros poblados destruidos y nuestras gentes muertas. No tenemos nada más que perder. Además, ¿quién te asegura que no harán lo mismo que ya han hecho después de haber pactado? ¿O acaso crees que se volverán por donde han venido? Todos sabemos lo que de verdad les interesa. No somos nosotros, salvajes según ellos, ni tampoco nuestros poblados, ni nuestros animales, que no son nada comparado con lo que ya tienen. Tampoco es válida la excusa tras la que se escudan diciendo que somos ladrones y que sólo sabemos atacar a los poblados sometidos de la meseta para robarles el trigo y la carne, aunque esto también sea cierto. Les interesan, entérate bien, las minas de oro y hierro que esconde nuestra tierra y también el acceso al mar.
Cilio escuchaba al jefe cántabro aprobando sus palabras con movimientos de cabeza. Él sabía muy bien de lo que hablaba Corocotta. A medida que los romanos habían ido apoderándose de las tierras de los zoelas, de los gigurros y de los omiacos, las más ricas de todas, habían convertido a sus habitantes en esclavos, los habían obligado a trabajar en las minas, a colar las aguas de los ríos, a abrir enormes heridas en la tierra para extraer de ella el preciado oro que tanto codiciaban. Habían obligado a los supervivientes a cavar de sol a sol para resarcirse, eso decían, por las pérdidas en hombres y materiales a que les había obligado la conquista. Habían despoblado zonas enteras y trasladado a sus habitantes a las minas. De hecho, todas las áreas montañosas conquistadas del sur habían sido objeto de un minucioso examen por parte de los ingenieros invasores, que no se habían limitado a explotar las minas ya existentes, sino que también habían abierto otras. Podía decirse que no quedaba ni un palmo de tierra sin explorar.
—Así que tú verás —prosiguió Corocotta dirigiéndose al jefe de los pésicos— si quieres pasarte lo que te queda de vida de esclavo, cavando para esos hijos de perra.
Se separaron tras varias jornadas de discusiones sin haber llegado a un acuerdo. Algunas tribus decidieron regresar a sus lugares de origen a verlas venir, otras permanecieron en las montañas. Luam deseaba regresar a Noega, junto a los suyos, junto a Lenore y el hijo que ya habría nacido, pero sabía muy bien que él nunca sería un esclavo y que prefería morir antes que serlo. Junto a Corocotta, Cilio y otros cuantos jefes más decidió plantar cara al invasor. Tal vez, se dijo, los dioses los apoyarían esta vez.
A partir de entonces, no hubo día en que no salieran de sus refugios para atacar a las patrullas romanas que se aventuraban por veredas y pasos en busca del camino más asequible para el grueso del ejército. Caían sobre ellas por sorpresa y aniquilaban hasta el último soldado invasor. Sus corazones endurecidos no conocían la piedad y remataban a los heridos, cortaban las cabezas de los muertos para que no pudieran encontrar el camino al Más Allá y despeñaban después los cadáveres por simas y barrancos. Pero, al igual que había ocurrido en la batalla de Lancia, los enemigos reaparecían una y otra vez y su número se multiplicaba como las pulgas en los perros. Iban ocupando posiciones más altas, obligando el repliegue de los guerreros cuyo desánimo aumentaba a cada victoria del enemigo.
—Somos pocos y estamos mal armados —afirmó Luam una noche después de haber librado en Arbas un duro combate con un grupo romano más numeroso que de costumbre—. No disponemos de provisiones, tanto nuestros hombres como las familias refugiadas en las montañas están famélicos.
—¿Quieres rendirte a los hijos de perra? —le increpó Corocotta, siempre a la defensiva.
—No, sólo constato una realidad.
—¡Pues por mí como si quieren ser mil veces mil!
—Y luego, ¿qué?
—¿Luego? —interrogó el cántabro un tanto sorprendido—. ¿Cuándo?
—Cuando ellos sigan brotando como hongos y nosotros seamos cada vez menos…
—Ya veremos entonces.
Todos sabían, sin embargo, que la lucha llegaba a su fin. No podrían detener al invasor eternamente, acabaría atravesando las montañas y atacando a los poblados de la costa. Apenas les quedaban provisiones y tampoco disponían de nada de valor para intercambiarlo por alimentos o animales.
Corocotta hizo entonces algo tan extraordinario que solamente un loco audaz como él podría haber hecho. Luam tuvo que reconocer que el hombre era algo fuera de lo común y que lo había juzgado mal. Su partida formada por guerreros cántabros y astures era la que más daño causaba a los invasores. No se limitaba a esperarlos agazapado tras las rocas o en la espesura de los bosques, sino que bajaba al llano y atacaba de improviso a las pequeñas guarniciones o retenes romanos establecidos por doquier, mataba a todos sus integrantes y se llevaba lo que hubiera de valor. Tampoco se detenía a la hora de atacar a los poblados ya sometidos para robarles el trigo del que disponían en abundancia. Se había atrevido incluso a atacar el lugar llamado luliobriga, campamento establecido para controlar a los cántabros, el más importante después de Legio y Segisama, en donde el jefe de los invasores había establecido el suyo propio. Su nombre se había hecho tan famoso que el general romano, al que llamaban César, había ofrecido una recompensa de doscientos mil sextercios por su captura.
—¡Esto es lo que valgo para esos hijos de perra! —exclamó acompañando sus palabras con una risotada al tiempo que lanzaba un saco de cuero repleto de piezas de plata en medio del grupo reunido en torno a una fogata—. ¡Tenemos suficiente para comprar todas las reses necesarias! ¡Este invierno no pasaremos hambre!
Había desaparecido sin decir a nadie adónde iba en cuanto llegó la noticia de la recompensa ofrecida por su cabeza y había regresado de la misma forma muchas jornadas después.
—Me presenté en el campamento de los hijos de perra y les dije que tenía noticias sobre el tal Corocotta —prosiguió sin dejar de sonreír a requerimiento de sus compañeros—, pero que solamente hablaría con el jefe de todos ellos. Quisieron engañarme y me llevaron a donde otro hombre, pero yo llevaba una moneda con la cara del que llaman César y me negué a hablar con nadie que no fuera él. Finalmente me encontré con él frente a frente y le dije que iba a por la recompensa.
El orgenomesco rió de nuevo recordando su entrevista con el romano.
—A pesar de todo su poder podría haberlo desnucado de un simple golpe. Su cabeza me llegaba hasta aquí —aclaró despectivamente con un gesto de la mano para señalar un punto a la altura de su cuello—. Le dije que me entregara el oro prometido a quien le informara sobre el paradero de Corocotta, que allí estaba yo en persona ante sus narices para informarle tanto como quisiera y que, por lo tanto, él debía cumplir su promesa. ¡Teníais que haber visto su cara de asombro!
En este punto la risa le impidió continuar el relato y tuvo que beber un cuenco de leche caliente de cabra para calmar la tos que le había producido.
—¿Y qué creéis que hizo? —preguntó a sus atónitos oyentes—. Dijo que admiraba a los hombres valientes más que nada en este mundo y que él siempre cumplía su palabra. Me dio la bolsa en lugar de haberme matado allí mismo, que es lo que yo habría hecho en su lugar sin pensarlo dos veces, y ordenó a sus soldados que me dejaran marchar, aunque añadió que la próxima vez no tendría tanta suerte. ¡La próxima vez! ¡No habrá próxima vez!
Luam sonrió recordando aquel día. Poco tiempo después dejó a Corocotta y a los otros. Era necesario regresar, intentar organizar su propia casa, defender a su gente, hacer todo lo humanamente posible para evitar que el daño fuera aún mayor. Quería olvidar los meses transcurridos en las montañas, las luchas, las muertes amigas y hallar un poco de paz.
Al regresar a Noega, encontró el poblado tal y como lo había dejado. Como si el tiempo se hubiera detenido y únicamente hubiera estado ausente unas pocas jornadas. Los saludos y bienvenidas de su gente no fueron diferentes a los que le hubieran brindado a la vuelta de una partida de caza. Lenore se hallaba a la puerta de su hogar ocupándose del pequeño y se solazó en la contemplación de los dos antes de que la mujer se percatara de su presencia. Tampoco ella parecía haber cambiado, pero la mirada empañada de sus ojos del color del musgo expresaba lo mucho que lo había añorado. La abrazó sin decir una palabra, rodeó su talle con su brazo de hierro y la hizo entrar en la cabaña ante la mirada interrogante del niño que no acababa de entender por qué su madre se abrazaba a un extraño de terrible aspecto, sucio, con una larga pelambrera y una barba hasta medio pecho.
Su hijo continuaba retozando detrás de la gallina y, por un momento, su pensamiento se centró en él y dejó a un lado los malos recuerdos. El niño estaba sano. No se cansaba de cogerlo en sus brazos y comprobar por sí mismo que así era. Había heredado la piel blanca y el cabello dorado de su madre, pero no así su mirada. Los ojos que lo contemplaban asombrados bajo unas largas pestañas eran oscuros, inquietos.
—Son iguales que los tuyos —repetía Lenore complacida—. Denotan seguridad y… ¡tozudez!
Él se sentía igualmente complacido. El pequeño arrugaba el ceño, como hacía él cuando se enfadaba, y no sonreía de nuevo hasta haber hecho su voluntad. No dejaba de maravillarle que la vida siguiera su rumbo natural en medio del caos.
ontemplando el mar inmenso desde la atalaya en la que se encendían las hogueras para guiar a los barcos de pesca y a los mercaderes procedentes de la Galia y de la tierra de los bretones en los días de tormenta, el jefe cilúrnigo no dejaba de meditar sobre el futuro que se avecinaba. Ojalá, pensó, toda la tierra astur fuera como la pequeña península con forma de dragón sobre la que se asentaba Noega, hogar de sus antepasados y enterramiento de grandes guerreros de su pueblo. Con la subida de la marea se transformaba en una isla y quedaba aislada del resto del territorio. Ojalá, se dijo, fuera como la isla de Erin allende los mares de la cual hablaban las leyendas, una isla a la que habían arribado sus antepasados y de la cual habían regresado mucho tiempo después. No tendrían entonces que temer la llegada del invasor y podrían seguir viviendo en paz.
El sonido del galope tendido de un caballo le hizo volver la cabeza. Conocía el mensaje antes de que el mensajero hubiera descendido del animal y se hubiera aproximado a él a toda velocidad.
—¡Hay movimientos en el enclave romano! —gritó el hombre cuando aún se encontraba a cierta distancia.
Miró una vez más en dirección al mar y dejó la atalaya.
—¿Estás seguro? —inquirió al mensajero.
—Al amanecer ha llegado alguien importante, no sé quién, pero era importante porque todos sus acompañantes portaban cascos con muchas plumas.
Luam sonrió ante tan sencilla deducción. Era cierto que los penachos de los cascos de los jefes invasores eran muy aparatosos. Al igual que él mismo portaba un casco dorado y la torques para distinguirse de los demás guerreros, los jefes romanos se hacían preceder de estandartes, iban acompañados de una escolta, llevaban capas largas y sus corazas brillaban como los calderos de bronce fabricados por su pueblo.
—El caso es que poco después —prosiguió el mensajero— ha habido mucha agitación en el campamento y han empezado a formarse los escuadrones. No he querido esperar más y he venido para avisar.
Había llegado pues el momento tan esperado y temido. La última batalla tendría lugar allí mismo, a orillas del Piles, en el lugar que lo había visto nacer. El recuerdo de Madeg ocupó su mente durante unos momentos. ¿Cuál habría sido la actitud del Hombre Sabio en aquella ocasión?
—Luam —le habría dicho—, ocurra lo que ocurra, aunque los presagios sean negros como ala de cuervo, no olvides encomendarte a Deva, nuestra diosa y protectora. No olvides tampoco que la muerte no existe, únicamente es un paso más hacia la otra vida. La lucha puede exigir un sacrificio, pero antes o después dicho sacrificio será recordado y venerado. Morir con la cabeza bien alta es sólo privilegio de hombres libres.
No tenía miedo a la muerte, únicamente lamentaba no volver a ver a Lenore y a su hijo, no contemplar ya nunca más las montañas, no respirar el aire del mar ni sentir el sabor del salitre en sus labios. Estaba seguro que allí a donde fuera echaría de menos las charlas de sus vecinos después del trabajo, las danzas en honor a los dioses o el olor del carnero asado. Cerró los ojos y aspiró profundamente una bocanada de aire fresco antes de dirigirse al poblado.
La colina que rodeaba a Noega y las campas adyacentes estaban tan repletas de guerreros que la hierba, más que verse, se adivinaba bajo sus pies. Al contrario que sus enemigos, tan bien formados y uniformados, los luggones y sus aliados presentaban una estampa multicolor en la que no faltaban las enseñas y colores de cada clan, cada poblado y cada tribu. Corocotta con sus cántabros y Cilio con sus hombres se habían unido a ellos. También lo habían hecho Sen y sus pésicos.
—Hemos decidido no ser esclavos —se limitó a señalar éste cuando apareció en el poblado con sus gentes y observó la mirada sorprendida de los otros jefes.
En total, se hallaban allí reunidos varios miles de hombres, armados hasta los dientes, dispuestos a vender caras sus vidas y a matar romanos mientras tuvieran fuerzas y les quedase aliento. Llevaban en el lugar varias semanas esperando a que los invasores dejasen su campamento fortificado, cerca del poblado abandonado de Larón, entre los ríos Nora y Nailos, al que denominaban Lucus Asturum. Habían sembrado el bosque de trampas y muchos hombres se habían instalado en los árboles más altos con sus lanzas cortas dispuestos a acabar con cualquiera que se aventurase en su espesura; habían cavado un foso ancho de seis varas, clavando en él picas de madera afiladas y cubriéndolo de hojas y ramas; y habían construido pequeños artefactos, a imagen de los más sofisticados de sus enemigos, para lanzar piedras y balas de paja ardientes.
—¡Amigos! —gritó Luam encaramándose a un pequeño promontorio—. ¡El invasor avanza hacia nosotros!
Un rugido recibió sus palabras.
—¡Hoy se escribirá con sangre la historia de nuestros pueblos! —prosiguió cuando el rumor se hubo calmado—. ¡Puede que venzamos y puede que seamos derrotados!
Se elevó un nuevo rugido, esta vez de desaprobación por sus últimas palabras.
—¡Cuando nosotros hayamos desaparecido de la Tierra, cuando también hayan desaparecido los romanos, aún se recordará que las tribus del mar lucharon por su libertad contra el poderoso invasor! ¡Que nadie nos sometió! ¡Que nadie nos hizo esclavos!
Un rugido mucho más fuerte que el anterior se elevó en el aire.
Los Hombres Sabios reunidos en torno al altar situado en medio del poblado elevaron sus preces y sacrificaron un hermoso caballo blanco, un ejemplar único, en honor a Coso, el dios de la guerra. No tuvieron tiempo de examinar la postura del animal caído en tierra ni tampoco el mensaje divino escrito en la sangre porque los lejanos sones de los tambores romanos rompieron el silencio de la ceremonia. Los guerreros acallaron los tambores enemigos golpeando con las empuñaduras de sus espadas las placas de metal que reforzaban sus escudos de piel e iniciaron el descenso.
os jornadas más tarde el jefe de los cilúrnigos se despertó en un lugar extraño para él. Apenas podía abrir los ojos y, cada vez que lo hacía, un dolor intenso le atravesaba el cerebro como si tuviese clavada una aguja en él. Permaneció largo rato sin atreverse a intentarlo, pero fue lentamente recobrando la memoria. Las visiones pasaban a velocidad de vértigo por su mente y perdió de nuevo el sentido. Se recobró cuando el sol ya estaba en lo más alto y podía sentir el calor de sus rayos sobre su piel. Se incorporó con dificultad, sintiendo las agujas clavándose de nuevo en su cerebro y en el resto de su cuerpo, pero esta vez pudo abrir los ojos. El recelo inicial se disipó al comprobar que se hallaba completamente solo en medio de un pequeño claro de un bosque. Tenía sed, no podía mover el brazo derecho y constató que tenía una enorme brecha en el muslo de la pierna izquierda. La sangre se había coagulado y el aspecto de la herida no era en absoluto alentador. El ruido del agua al correr le hizo dirigir la mirada hacia el río que transcurría apacible a dos pasos de donde él estaba. Entonces recordó. No se lo pensó dos veces y se dejó rodar hasta caer en él.
Con la cabeza metida dentro del agua helada, con la mente en blanco, deseó morir en aquel mismo momento e ir a reunirse con los hombres y mujeres que ya habían traspasado las Puertas, reunirse con Lenore y con su hijo. Unos brazos fuertes como tenazas lo asieron por los hombros y le obligaron a abrir los ojos.
—¡Ael! —exclamó sorprendido y enojado a la vez.
—¿Acaso el gran jefe ha perdido la cabeza y el valor, y desea abandonar a su pueblo en los momentos de mayor desolación al igual que la comadreja abandona a sus crías cuando hay peligro? —inquirió su amigo tan enojado como él.
Ael había aparecido como por arte de magia en Noega al poco de llegar él. Creyó que se trataba de una aparición al recordar que las Puertas se abrían dos veces al año y que pronto sería la fiesta del Final del Verano, la celebración de la llegada de los meses más fríos. Un abrazo de oso fue suficiente para comprobar que su amigo era de carne y hueso y que en nada se parecía a un espíritu errante. Aquella noche los dos se emborracharon con la cerveza tan celosamente guardada para las celebraciones. Hacía mucho tiempo, se dijo Luam para justificar su insólita acción, que no había nada que celebrar. La vuelta del amigo que creía muerto bien se merecía un pequeño exceso. Ael había sido herido en Lancia.
—¡Los muy estúpidos creyeron que me habían matado! —exclamó risueño entre sorbo y sorbo refiriéndose a los romanos—. Bueno, en honor a la verdad, te diré que estaba tan débil que no era difícil confundirme con un cadáver…
Boca abajo, con la cara completamente cubierta de sangre por una herida abierta en la frente, había escuchado las voces enemigas hablando en su jerga, había visto pasar las sandalias romanas a medio palmo de sus ojos y recibido una patada en las costillas para comprobar que, en efecto, estaba bien muerto. Tenía además un profundo corte en el pecho y otro en una pantorrilla.
—Al caer la noche, tan lento como una babosa, fui arañando el suelo hasta llegar al bosque. No sé qué habría sido de mí si no me hubiera encontrado una mujer cibarca y me hubiera arrastrado hasta una covacha en donde me curó hasta que pude andar por mi propio pie. Por ella supe que los romanos habían entrado en Lancia, la habían arrasado, quemando las casas y matando a gran número de hombres, mujeres y niños. Ejecutaron a todos los jóvenes mayores de diez años… —Ael se detuvo unos instantes, enmudecido por sus propias palabras—. También me dijo que los guerreros supervivientes se habían refugiado en las montañas. Tardé mucho en recuperarme. Luego me dirigí a la braña de Mumian y allí he permanecido dos inviernos en compañía de gentes de diferentes tribus también refugiadas en aquel lugar. Decidí volver a Noega al saber que los romanos se habían puesto de nuevo en marcha y pensaban cruzar el paso. Llegarán hasta aquí —concluyó.
—Lo sé —respondió Luam—, yo también he vuelto por esa razón. Si hay que luchar, si hay que morir, más vale hacerlo en nuestra propia casa.
El alba los pilló dormidos a la intemperie. Se habían bebido una medida entera de cerveza. Fue la última vez. A partir de entonces, dedicaron todas sus fuerzas a reforzar las defensas del poblado y a entrenar a jóvenes y viejos. Todos, hombres y mujeres, lucharían hasta la muerte. La agitación se apoderó del poblado durante tantas jornadas que fue imposible contar. Los hornos utilizados para la fabricación de los calderos de bronce que tanta fama les había dado fueron transformados para producir el mayor número de puntas de lanzas y venablos; se dormía sólo lo necesario; no había tiempo de comer sentados en los bancos ni de que las parejas yacieran juntas. El hermoso tejo protector que se alzaba en medio del poblado fue esquilmado, sus ramas y raíces troceadas en pequeñas porciones y repartidas entre la población, al igual que las hojas y las pepitas de sus frutos. Todos sabían lo que eso significaba. En caso de ser derrotados, Lug y Deva no lo permitieran, su ingestión los llevaría directamente a Letavia, morada de los dioses y de los espíritus de sus antepasados. Morirían libres como libres habían vivido.
—Lenore…
—No sé qué ha sido de ella —respondió Ael con pesar—. Ni tampoco de Tuala.
Luam recordó.
El primer encuentro había tenido lugar en la zona baja, junto al mar. Ni las trampas, ni los fosos, ni los guerreros apostados en los árboles pudieron detener la marcha de los invasores. Se habían enfrentado en el llano donde se sembraba el mijo y la escanda, luchando sin descanso durante horas. Como si los dioses hubieran querido ayudar a su pueblo, gruesos nubarrones se cernieron sobre el campo de batalla y descargaron una lluvia copiosa acompañada de truenos y relámpagos sobre los contendientes, pero los romanos no sólo no cedieron, sino que fueron ganando terreno. Sólo la noche consiguió detener el combate. Sin haberse puesto previamente de acuerdo, los dos ejércitos se replegaron hacia posiciones más seguras, aprovechando la oscuridad para curar las heridas y recuperar las fuerzas. La lucha prosiguió con las primeras luces del alba. Los guerreros fueron los primeros en atacar, pero su acción únicamente les permitió obtener una pequeña ventaja perdida de nuevo al mediodía. Los romanos eran más, muchos más, y avanzaban sin pausa arrollando toda oposición en su marcha. La noche llegó nuevamente en ayuda de los astures y de sus aliados. Corrieron colina arriba y se parapetaron tras la muralla que protegía al poblado de cualquier ataque.
El muro tenía dos cuerpos de ancho y cuatro de altura, y era considerado totalmente inexpugnable. Al contrario que otros poblados, el castro de Noega no era circular. El brazo de tierra que se adentraba en el mar se estrechaba a bastante distancia de su extremo y había sido suficiente con construir una pared para cerrar dicho estrechamiento. Disponía de una empalizada de madera en su parte izquierda para permitir la entrada, estando el resto formado por piedras superpuestas unas sobre otras sin más sujeción que su propio peso.
Las primeras luces del alba del tercer día después de la batalla a orillas del río sorprendieron a los guerreros dispuestos de nuevo para la lucha. La tensión era tan densa que podía palparse e, incluso, masticarse. El silencio era total y únicamente se escuchaba el chillido de las gaviotas en el acantilado. Subidos encima del muro, apostados en la empalizada de madera, limpiando espadas y cuchillos, hombres y mujeres esperaban. Algunos se habían aproximado a los acantilados y, dando la espalda al destino, contemplaban el vuelo de las gaviotas, las olas rompiendo contra las rocas y la costa que se extendía hasta perderse de su vista, aspirando el aire del mar para absorber su fuerza. Los más ancianos, aquellos a quienes fallaban las fuerzas, esperaban tranquilos a las puertas de sus cabañas con un cuchillo en una mano y el trozo de tejo en la otra. Como si entendiesen la gravedad del momento, los niños, incluso los más pequeños, permanecían extrañamente callados. Los recién nacidos sujetos a las espaldas de sus madres con una faja, los demás en sus brazos o asidos a sus faldas.
El retumbar de los tambores romanos los sacó de su expectante letargo. Era un sonido lejano cuya potencia iba en aumento a medida que los invasores ascendían hacia Noega. Los avistadores apostados en la colina situada frente a la muralla comunicaban mediante gritos el avance de las tropas enemigas. Luam y los demás jefes habían decidido no presentar batalla fuera de las defensas. Los arqueros romanos eran tan diestros que podían fácilmente hacer diana con cada una de sus flechas. No era cuestión de caer antes de haber entablado el combate cuerpo a cuerpo. Si existía alguna remota posibilidad de victoria no la encontrarían en campo abierto. El enemigo tenía primero que sobrepasar la muralla y allí estaban ellos, cerrando filas prietamente. Si los guerreros de la primera caían, los de la segunda los reemplazarían, y así sucesivamente. Alguien recordó que algo parecido se había intentado en Lancia y no había servido para nada, pero las voces de sus compañeros llamándole pájaro de mal agüero lo hicieron callar.
Los Hombres Sabios se mezclaron con los guerreros, animándoles a no desfallecer, y empuñando ellos también la falca, pues lo divino no estaba reñido con lo terrenal y no tenían ninguna intención de atravesar las Puertas sin haberse llevado por delante alguno de aquellos bárbaros que habían invadido su tierra trayendo consigo el espíritu de la Muerte.
Cuando los primeros soldados romanos precedidos por los portadores de los tambores hicieron su aparición en la colina adyacente, no hubo ni un solo guerrero que no sintiera curiosidad por verlos. Todos los que pudieron treparon por el muro y obligaron a descender de él a los que llevaban allí apostados desde antes del amanecer. En menos tiempo del que tardaba en solidificarse el vertido de bronce en un molde pequeño, la colina se habría cubierto de brillantes cascos enemigos. Los tambores no cesaban de retumbar, los estandartes se agitaban al viento que azotaba continuamente la cima y un murmullo de voces hablando en una lengua extraña calló el inquieto alboroto de las gaviotas del acantilado. De pronto se hizo el silencio. Los guerreros mantuvieron el aliento, apretaron las mandíbulas y cerraron los puños sobre lanzas y espadas.
A pesar de las deformaciones naturales del terreno, los soldados romanos mantenían sus filas casi en perfecto orden. Luam los contempló con la curiosidad de un espectador no implicado y no dejó de admirarle que el ejército invasor presentara un aspecto tan imponente. Su visión era capaz de amedrentar al más templado. Con sus grandes escudos rectangulares que únicamente dejaban cabezas y pies a la vista, sus relucientes cascos de cuero o de metal, sus temidas lanzas en la mano derecha y las espadas al cinto, eran la imagen de la fuerza indestructible que había avanzado desde su remoto país invadiendo, conquistando y destruyendo.
Recordó las palabras de un mercader procedente del lugar llamado Burdigala, en la tierra de los galos, que arribaba cada, año a la costa y partía de nuevo con su pequeño barco repleto de calderos de bronce después de haber desembarcado decenas de grandes cántaros del vino de su tierra, además de sacos de trigo y tejidos de colores.
—Los dioses están con ellos, de eso no hay la menor duda —había dicho el mercader—. Los suyos y, me atrevería a decir, también los nuestros. Ello explica que hayan podido vencer a cientos de tribus, dominar pueblos enteros e imponer su lengua y sus costumbres en lugares tan diferentes como lo son el agua y el fuego.
Tal vez el galo tenía razón, tal vez los dioses los protegían, pero nadie, ni dios ni hombre, le obligaría a él, hijo de Oven, de la familia de los cazadores de caballos y de los cilúrnigos de la tribu luggona, a convertirse en su esclavo.
Un nuevo movimiento entre los invasores le hizo prestar atención. El que parecía el jefe, montado a caballo, con un casco adornado con un gran penacho y una capa roja sobre sus espaldas, se abrió paso entre los soldados. Contempló con detenimiento la muralla que defendía Noega y a los guerreros encaramados sobre ella. Después hizo una seña y un hombre vestido con una larga túnica blanca y una lanza en la mano se aproximó lo suficiente para poder ser escuchado. No entendieron ni media palabra y su verborrea hizo reír a los guerreros, que le lanzaron alguna que otra piedra más a modo de burla que con intención de atinarle. El hombre pareció encolerizarse, clavó la lanza en la tierra y recitó algo parecido a una oración, antes de dar media vuelta y regresar con los suyos. Y de nuevo retumbaron los tambores.
—Lenore…
La voz de Luam fue un susurro mezclado con el silbido del viento que se colaba entre las ramas de los árboles agitándolas con furia.
El combate había sido largo y angustioso. Resistieron tanto como pudieron, pero la avalancha enemiga era imparable e inagotable. Los invasores lanzaron grandes piedras con sus artefactos destruyendo parte de la muralla, atravesaron el foso, sortearon las estacas y piedras plantadas en la pendiente, tomaron el muro, echaron abajo la empalizada y penetraron en Noega.
Lágrimas de dolor resbalaron incontinentes por el rostro curtido del jefe cilúrnigo al recordar cómo acababan con su gente, ensartaban a hombres y mujeres con sus lanzas, cortaban las cabezas de los niños y degollaban a los ancianos. Muchas mujeres con sus hijos en brazos se lanzaron para ser tragados por el mar y también lo hicieron algunos hombres, viéndose acorralados en el extremo de la península, en la cabeza del dragón, allí donde se encendía el fuego para los navegantes.
—Lenore…
La vio defenderse como una loba junto a la casa, protegiendo a su hijo con su cuerpo, en medio de los gritos y del humo producido por los tejados en llamas de las cabañas. La falca que manejaba estaba cubierta de sangre. Quería acercarse a ellos, pero cada vez que mataba a un romano, otro tomaba su lugar. Luego todo fue rápido. Vio cómo un soldado enemigo clavaba su lanza en el pecho de su compañera y ésta caía lentamente al suelo; el niño se abalanzó sobre ella y el soldado le abrió la cabeza con su espada.
Su grito, más bien aullido desesperado, se perdió entre otros miles de gritos. Sus ojos se nublaron al recibir el tajo certero de una espada atravesándole el hombro y perdió el conocimiento.
—Te saqué de allí durante la noche —la voz de Ael parecía provenir de otro mundo—. Me arrastré contigo a cuestas y los dos rodamos colina abajo. Lug descargó su ira en forma de piedra con tal furia que los hijos de perra corrieron a buscar cobijo sin preocuparse por los supervivientes, ni por los nuestros ni por los suyos.
—¿Porqué?
—¿Por qué, qué? —preguntó Ael a su vez, sin entender la pregunta.
—¿Por qué me has salvado la vida? —insistió Luam—. ¿Por qué has permitido que viviese para recordar? ¿Acaso te he ofendido o te he hecho daño alguna vez? ¿No hay piedad en tu corazón?
—Eres mi jefe y mi amigo.
—No, no soy tu amigo. No tengo amigos. No existo. No soy nadie.
Con un gesto rápido extrajo el pequeño cuchillo que Ael llevaba sujeto al cinto e intentó clavárselo en el corazón. Ael no se detuvo a pensar y descargó un fuerte puñetazo en la mandíbula de Luam.
—Cuando estés mejor pensarás de otra forma —se limitó a decir mientras cargaba de nuevo con el cuerpo inerte y se encaminaba al santuario de Deva.