El legado de César Octavio

l legado de César Octavio, emperador de Roma, el pretor Publio Carisio, contempló desde una loma el, a su parecer, desolador paisaje que se extendía ante él. ¿Cómo librar batalla debidamente en un terreno abrupto y montañoso en donde un monte ocultaba a otro, en donde el camino más ancho apenas dejaba paso a una carreta? ¿Cómo transportar las pesadas máquinas de guerra arrastradas por una docena de bueyes y empujadas por decenas de esclavos a través de pendientes tan estrechas que la menor desviación hacía perder el equilibrio y daba con el artefacto, los bueyes y los esclavos en un barranco del cual era imposible salir? Maldijo en su fuero interno la mala suerte que lo había hecho merecedor del dudoso honor de acabar con la rebeldía de las tribus astures, las únicas, en compañía de las cántabras que se extendían hasta las estribaciones de los montes Pirene, que después de doscientos años aún se resistían al poder absoluto de Roma. Los temibles galos del otro lado de los montes habían sido sometidos en poco más de diez años y sus costumbres civilizadas, pero los bárbaros que ocupaban aquella estrecha franja del litoral estaban siendo un hueso duro de roer. Tanto, que el gran Augusto había decidido posponer la conquista de Britania y acabar con ellos de una vez por todas.

Era imposible hacer entender a aquellas mentes bárbaras y obtusas que Roma, únicamente Roma, cuna de la civilización, podía cambiar sus vidas y rescatarles de la inmundicia en la que vivían. Luego recordó lo que se decía sobre que los salvajes vivían en un territorio rico en minerales, especialmente oro, minio y hierro. Lo había podido comprobar él mismo en las tierras del sur de las montañas altas y no había razón alguna para que las del norte no fueran igual de ricas. El primero en llegar también sería el primero en controlar una riqueza que, todos aseguraban, no tenía fin.

Sacó un pañuelo de debajo del peto e intentó secarse el rostro húmedo por la lluvia. Vano intento. El pañuelo estaba tan mojado como el resto del cuerpo. Maldijo de nuevo porque aquella misión lo alejaba de las tierras cálidas y secas del sur de Hispania, de la hermosa finca que poseía en Olisipo, lugar de encuentro de las gentes más diversas, de marinos y comerciantes. Durante un momento su pensamiento voló a su maravillosa propiedad junto al mar y recorrió con la mente sus jardines repletos de flores y frutos, caricia para el olfato y goce para el paladar. Definitivamente, odiaba la lluvia y lluvia era lo único que veía desde hacía tantas estaciones que ni siquiera llevaba la cuenta.

Por un momento se solazó con el recuerdo de la gran victoria obtenida sobre las tribus salvajes dos años antes en las llanuras del Astura. ¡La victoria del orgulloso Statilio Tauro sobre los vacceos no tenía ni punto de comparación! Varias tribus de bárbaros se habían puesto de acuerdo por una vez en su existencia y habían atacado al ejército imperial en tres frentes diferentes. Era obligado reconocer que no era del todo cierta la idea general de que los nativos únicamente eran capaces de llevar a cabo pequeños ataques para luego desaparecer entre las peñas y bosques. Verdad que no era una manera brillante de presentar ataque, pero, ¡por todos los dioses!, era muy eficaz. La prueba era que él mismo llevaba más de dos años luchando contra ellos y aún no había conseguido hacerlos desaparecer de la faz de la tierra.

Ante el avance de las legiones, las tribus habían puesto en pie de guerra a miles de combatientes. El emperador había llegado a Segisama procedente de Tarraco y disponía de cinco legiones, además de las dos de la Lusitania bajo su mando, la V Alaudae y X Gemina. En total, unos setenta mil hombres. La idea de Octavio era sencilla: él, Carisio, y sus dos legiones ocuparían la zona de occidente con la misión de vigilar a los astures y apoyar la acción del emperador, quien desde Segisama atacaría a los cántabros en colaboración con Antistio, al tiempo que desde Aquitania zarparían barcos con soldados para sorprender a los rebeldes por la retaguardia, es decir, desde la costa.

Recordó sus primeros encuentros con aquellas gentes incultas, más cerca de las bestias que de los hombres, según su opinión. Había avanzado con su ejército a la llamada de Octavio a través de las conquistadas tierras de la Lusitania, de las cuales él era el legado, sin encontrar mayores problemas. De vez en cuando algún grupo de rebeldes les atacaba de noche, pero eran ladrones de trigo y carne y, por lo general, se limitaban a apropiarse de unas cuantas provisiones y salían corriendo después. Las veces que habían atrapado a los incursores, había ordenado su crucifixión al borde del camino como aviso para los maleantes nativos.

Las cosas empezaron a cambiar a medida que se aproximaban al norte. Habían derrotado y saqueados todas las poblaciones encontradas a su paso hasta el orgulloso enclave llamado Lancia, el mayor de todos los habitados por las gentes de Asturia. El combate fue tan duro y brutal, tuvieron tantas pérdidas de buenos romanos, que sus propios soldados le pidieron arrasar el lugar, que no quedara en pie ni una sola piedra, que nada pudiera recordar la existencia allí de un poblado rebelde. A pesar de estar completamente de acuerdo con ellos, tuvo que hacer uso de toda su autoridad y de las propias órdenes del emperador, que deseaba establecer guarniciones militares en los lugares más importantes, para impedírselo. A cambio les garantizó un reparto equitativo de lo saqueado, una prima de mil sextercios, así como el uso a su gusto de las madres, mujeres o hijas de los vencidos. Éstos tuvieron diversas suertes: los más jóvenes y fuertes, los menos maleados por orgullos inútiles, fueron a parar a un destacamento de vanguardia compuesto por nativos; a los ancianos se les cortó las manos, obligándolos a vivir hasta su muerte mendigando y recordando su derrota, y al resto, los que estaban en edad de empuñar un arma, se les hizo perecer en el fuego delante de sus gentes. Las nuevas generaciones serían educadas en la lengua y la cultura romanas y olvidarían que una vez sus antepasados habían osado enfrentarse al Imperio que dominaba el mundo.

Estaba muy orgulloso de aquella victoria por la cual había sido llamado a Segisama y felicitado por el propio Octavio delante de sus generales e incluso del hijo de su esposa Livia, Tiberio, y de su muy amado sobrino, Marcelo. El hecho de que los brigecios hubieran optado por la sensatez y le hubieran advertido a tiempo de lo que tramaban sus congéneres no restaba en modo alguno valor a su proeza. Llegó a pensar que se vería recompensado con un merecido descanso o, incluso, con un cargo en la propia curia romana. ¡Qué iluso había sido! El emperador no pensaba cerrar el templo dedicado a Jano, dios de los comienzos, cuyas puertas había ordenado abrir antes de iniciar la campaña en el norte de Hispania. Las puertas volverían a cerrarse y el dios regresaría al silencio de su templo cuando las hostilidades hubieran finalizado, cuando hubiera sido sometido el último de los rebeldes. ¡Y aún quedaban unos cuantos! En lugar de premiarle como esperaba con un puesto en el Senado o en la curia imperial, el emperador lo animó a continuar cercando y derrotando a los salvajes.

Y allí estaba él, en medio de ninguna parte, persiguiendo a los rebeldes huidos y que, al parecer, se habían unido a otros escondidos al abrigo de las altas montañas. No solamente no habían salido escarmentados de sus derrotas, sino que, además, se dedicaban a atacar a los destacamentos de soldados romanos que recorrían la zona de cabo a rabo obligando a sus habitantes a descender a los llanos. El Augusto había ordenado a todos los montañeses dejar sus poblados y granjas perdidos en aquel laberinto de valles y cumbres peladas y nevadas la mitad del año. Era mucho más fácil tenerlos controlados en las tierras bajas, mucho más fácil civilizar sus bárbaras costumbres. Aunque él personalmente pensaba que no merecía la pena tanto esfuerzo. Salvajes eran y salvajes morirían. ¡Si por él fuera, acabaría con todos los hombres y mujeres mayores de seis años! De hecho, no necesitaba más que una sospecha, un conato de resistencia por parte de alguno de ellos para ordenar que fuera crucificado o despeñado entre aquellas rocas que tanto amaban.

La travesía de las montañas altas había resultado especialmente dura. El clima, sobre todo, era insoportable. La lluvia caía a veces con fuerza, pero casi siempre era una fina capa de agua que parecía no mojar y que al cabo de un tiempo transformaba los caminos en barrizales, oxidaba las armas y calaba la humedad hasta el tuétano. Estaban obligados a encaminarse por encima de las cumbres, muchas veces nevadas, puesto que los desfiladeros eran trampas seguras. Habría sido mucho más rápido atravesarlos, pero la estrechez de sus veredas era tal que tendrían que caminar en fila y era imposible transportar los carros por ellas. Además, serían fácil presa de sus enemigos, capaces de destruir a un ejército entero lanzando rocas desde las alturas. Ya se intentó en alguna ocasión anterior y el resultado fue un verdadero desastre. Así pues, se habían dirigido hacia las tierras transmontanas siguiendo el curso del Astura, hasta su propio nacimiento, y dejando a su derecha las altas e inexpugnables moles rocosas en donde, estaba seguro, se refugiaban los huidos.

Otras veces, una espesa niebla obligaba a detener la marcha durante horas e, incluso, jornadas enteras. La niebla emergía de la tierra como el humo procedente del mismísimo infierno y en pocos instantes ocultaba todo signo visible de vida. Era un espectáculo aterrador. Perdieron hombres y animales, precipitados por los barrancos; algunos tramos de los senderos eran inexistentes y hubo literalmente que construirlos; no había forma humana de defenderse del frío, del barro y de aquella maldita lluvia; no encontraban lugares apropiados para montar los campamentos; los pocos nativos que habitaban aquellas tierras fantasmales huían de ellos como de una epidemia con todo lo que podían llevar consigo, especialmente sus rebaños. Sus hombres no comían caliente desde hacía semanas y un rumor de queja comenzaba a escucharse entre la tropa. Las provisiones se retrasaban, a pesar de los repetidos mensajes enviados a Segisama, insistiendo en la perentoria necesidad de recibir los suministros cuanto antes.

Pero todo lo que subía, bajaba. Finalmente, habían iniciado el descenso con la esperanza puesta en extensas y planas llanuras en las que poder moverse con facilidad, pero, a la vista estaba, las tierras transmontanas eran tan salvajes como sus habitantes. Decidió acampar en aquel mismo lugar, un espacio abierto al abrigo de un bosque y enviar varios grupos de soldados en busca de algún nativo que pudiera informarles del lugar exacto en el que se encontraban y a otros para cazar liebres, jabalíes, cabras o lo que fuera a fin de que todos pudieran comer y recuperar las fuerzas. Hizo una seña y el centurión de la primera cohorte se aproximó a él.

—Acamparemos aquí —se limitó a decir—. Que salga un grupo en busca de algún nativo y que otros vayan a cazar algo. Al nativo lo quiero vivo —subrayó.

El centurión se llevó la mano al pecho y volvió sobre sus pasos. Momentos después se escucharon los gritos que repetían las órdenes del legado. Publio Carisio permaneció largo rato en su punto de oteo intentando atravesar con la mirada la espesa niebla que poco a poco iba cubriendo montañas y valles como si quisiera ocultar su presencia al extranjero. El peto de cuero estaba completamente mojado, al igual que la túnica que llevaba debajo del mismo y que, de tan pegada, se había convertido en una segunda piel. ¡Por el divino Marte que aquellos salvajes iban a pagar bien caro todas las molestias que le estaban ocasionando!

El emperador, se dijo, también podría haberlo nombrado comandante de las tres legiones asentadas en los territorios conquistados en lugar de aquel intrigante de Cayo Antistio, legado de la Tarraconense. La victoria del lugarteniente contra los cántabros de Vellica le había proporcionado el ansiado bastón de mando.

A él le había tocado en suerte perseguir y acorralar a los huidos de Lancia. Recorrió las tierras regadas por el Sil y sus afluentes; ordenó talar bosques enteros; estableció una guarnición, a la que llamó Asturica, para proteger los mayores yacimientos auríferos encontrados en la región; destruyó poblados e hizo cientos de esclavos, menos de los esperados puesto que los bárbaros preferían darse muerte antes que ser apresados. Muchas veces ni siquiera intentaban pelear. Cuando él y sus hombres penetraban en los recintos, encontraban cadáveres de todas las edades, incluso recién nacidos degollados por sus propias madres.

Se habían escuchado algunas voces admirativas hacia el gesto de aquellas gentes que preferían suicidarse antes que caer en manos del enemigo, pero él las despreciaba por cobardes y por no haberse enfrentado a la muerte con dignidad. Sin embargo, Octavio estaba contento porque había evitado la pérdida de valiosas vidas romanas y prometió recompensarle con creces cuando estuviera de nuevo en Roma, añadiendo palabras como amigo y lealtad a las muchas alabanzas que le dedicó.

El caballo comenzaba a inquietarse. También él estaba completamente mojado y se impacientaba por la posición de quietud a la que le obligaba su jinete, pero el legado sujetó la rienda con firmeza y lo retuvo en el mismo sitio.

Tal vez, meditó, el emperador estaba al corriente de las conversaciones mantenidas con los partidarios de Antonio cinco años atrás cuando aún no se conocía el rumbo que tomaría la guerra civil que había enfrentando a los dos hombres que una vez fueran cuñados. Había vacilado durante algún tiempo sobre a cuál de los dos dar su apoyo, pero su naturaleza, habitualmente desconfiada, le había aconsejado esperar y la espera había dado su fruto. Una intuición genial le hizo prestar juramento de lealtad a Octavio poco antes de su victoria sobre Marco Antonio en Accio y esto le evitó perder su hacienda, y tal vez la vida, aunque la duda sobre la honradez de su juramento quedase algo empañada por la tardanza en realizarlo.

No, se dijo Carisio de nuevo, el Augusto tenía problemas más graves que andar investigando las lealtades de todos y cada uno de sus generales y la guerra civil quedaba ya lejos. La campaña del norte de Hispania centraba en aquellos momentos su interés primordial, la prueba era que había instalado su campamento en Segisama para poder dirigir él mismo las operaciones contra las tribus rebeldes. Deseaba una gran victoria, quería poder volver a Roma y ofrecer a Jano la pacificación y conquista de toda Hispania, pasar a la posteridad como el general que había logrado aquello que ni el mismísimo Julio César fue capaz de conseguir: el sometimiento de todas las tribus de la península hispana.

Un pensamiento trajo otro. De todos era conocido que la habilidad estratégica no era el fuerte del emperador, a diferencia de su tío abuelo, y que, incluso, le gustaba muy poco hallarse él mismo en un campo de batalla. Sus victorias, grabadas en un monolito colocado en la Regia, eran más bien las victorias de sus generales, pero, todo había que decirlo, su presencia era un acicate más valioso que cualquier otro y era su nombre el que los hombres gritaban cuando se enfrentaban a la muerte. De todos modos, una oportuna enfermedad lo había obligado a regresar a Tarraco. Había corrido el rumor de que, en realidad, la razón de su precipitada marcha se había debido a la muerte por un rayo de uno de los porteadores de su litera en tierras cántabras. Octavio lo había tomado como un mal presagio, una amenaza de los dioses nativos descontentos por su presencia en aquellas tierras. Era curioso, pensó Carisio, que un hombre tenido por frío y calculador, fuera tan supersticioso. El caso es que partió de Segisama y dejó a Cayo Antistio como gobernador. A él le encargó acabar de una vez por todas con los salvajes astures.

ara cuando el legado decidió reunirse con sus hombres, la mayoría de las tiendas estaban ya levantadas. La suya, en medio del campamento, había sido la primera en ser alzada, más alta y amplia que las demás, y dos soldados hacían guardia a cada lado de la entrada. El estandarte clavado frente a su entrada recordaba a todos que aquél era un lugar sagrado. Penetró en ella y sintió algo parecido a lo que siente un trabajador al regresar a su casa después de una dura jornada. Homero, su esclavo, se le acercó presto y comenzó a desvestirlo hasta dejarlo en cueros, le indicó que se recostara en el triclinio, uno de los pocos lujos que se había permitido llevar consigo, cogió entonces un frasco de alcohol de lavanda, lo vertió generosamente sobre su piel y comenzó a restregar su cuerpo con tanta furia que, por un momento, llegó a pensar que el criado se excedía en su cometido. Más que friegas aquello parecía un castigo, sentía la piel en carne viva y estuvo a punto de soltarle a Homero una patada en plena cara. Justo entonces, y antes de poner en práctica su momentáneo deseo, empezó a notar un agradable calorcillo ascendiendo poco a poco por sus pantorrillas hasta adueñarse de todo su cuerpo. Sonrió y se dejó colocar los calzones, una túnica blanca y seca, y unas zapatillas de fina piel que sus pies agradecieron tras una jornada entera aprisionados en las sandalias de montar. Momentos después se hallaba de nuevo reclinado sobre el triclinio con un pote de vino y canela caliente entre las manos.

—Eres un buen sirviente —dijo dirigiéndose al criado que se afanaba en hacer desaparecer las ropas húmedas y embarradas tiradas por el suelo.

Homero levantó la cabeza y sonrió, después acabó de recoger las ropas y desapareció por la entrada de la tienda.

Era una lástima, pensó Carisio, que el hombre no pudiera hablar. A veces mantenía largos monólogos, recibiendo como respuesta una sonrisa o la mirada atenta del griego. Al principio, cuatro inviernos atrás, cuando Homero fue asignado a su servicio, se alegró de que le hubieran cortado la lengua. No quería a su lado a un criado charlatán capaz de andar chismorreando sobre los graves asuntos tratados en su tienda, pero a medida que el tiempo transcurría, cuando se hallaba solo con él, lo cual ocurría demasiado a menudo últimamente, el silencio caía sobre él como una pesada losa y lamentaba que el hombre únicamente pudiera emitir gruñidos como un animal. Era medianamente joven y fuerte; parecía inteligente y tal vez había sido alguien importante en su tierra. Desconocía cuál había sido la razón del castigo, aunque probablemente se debiera al hecho de haber hablado en contra de su antiguo amo, quienquiera que éste hubiera sido. Sólo sabía de él que era griego y decidió llamarle Homero porque fue el único nombre que le vino a la cabeza cuando se presentó ante él y porque le pareció totalmente impronunciable el verdadero nombre del esclavo escrito en la placa colgada de su cuello. No era mal criado y siempre parecía adelantarse a sus deseos, pero le hubiera gustado conocerlo un poco más a fondo, saber lo que pensaba, algo absolutamente imposible dadas las circunstancias. La entrada del centurión de la primera cohorte, Marco Catulo, interrumpió sus cavilaciones.

—Las órdenes del legado han sido cumplidas —informó el centurión tras el saludo reglamentario.

—¿Han encontrado a algún nativo?

—A dos, para ser exactos —respondió el soldado con satisfacción—. Un hombre y una mujer, pareja al parecer. Viven en una choza no lejos de aquí.

—¿Y los cazadores?

—La primera patrulla ha regresado con una docena de ciervos, todos de una misma manada. Además —añadió nuevamente satisfecho—, los nativos tenían una vaca, un cerdo y unas cuantas gallinas, así como varios sacos de mijo, bellotas y algunas cosas más. Las otras patrullas aún no han regresado.

—Ordena que se repartan los animales entre las cohortes, se descuarticen y se cuezan en sopa, ¡agua no falta en esta maldita tierra! Tráeme a los nativos y que venga el intérprete.

—Tus órdenes serán cumplidas, legado.

Marco Catulo dejó la tienda con aire marcial y Publio Carisio lo vio partir con una media sonrisa irónica. ¡Cómo le hartaban aquellos jóvenes como Marco! Obtenían sus cargos más por la influencia de sus familias que por el valor demostrado en el campo de batalla y estaban convencidos de que una pose marcial era suficiente para hacer de ellos unos buenos soldados. Él, que llevaba bregando más años de los que recordaba, con su cuerpo repleto de las cicatrices de mil combates, que tan pocas veces podía dormir en un lecho blando y mullido y desesperaba por volver un día a ver su amada ciudad de Roma, ¡él sí sabía lo que era la vida de un soldado!

Dos sombras oscuras empujadas por uno de sus guardias cayeron a sus pies. El olor que despedían era nauseabundo y el legado no pudo evitar un gesto de desagrado. Sólo podía ver un amasijo de cabellos revueltos y sucios y unas túnicas negras como las alas de un cuervo. Hizo una seña y el guardia los obligó a alzarse empujándoles con su lanza. No era mucho más lo que podía apreciarse. Las caras eran negras como sus ropas y sólo el brillo feroz de sus miradas demostraba que estaban vivos.

—¿Son seres humanos o alimañas del bosque? —exclamó estupefacto.

—Los hombres han dicho que se han debatido como bestias, legado —respondió Marco Catulo, que había entrado tras ellos—. Al final, tanto ellos como tus soldados han acabado revolcándose en el barro y los excrementos de los animales.

—Pues llévatelos de aquí y no vuelvas a traerlos a mi presencia hasta que dejen de oler a mierda.

—Se hará como tú ordenas, legado.

La peste había impregnado la tienda y Homero tuvo que encender varios palos de incienso para mitigar el hedor. Carisio aprovechó para darse una vuelta por el campamento y comprobar que todo estaba en orden. Los hombres esperaban pacientes a que los calderos de sopa estuvieran listos para acercarse con sus escudillas y calentar los estómagos mientras se entretenían charlando bajo sus tiendas. Habló con algunos de ellos y constató que su moral no era mala del todo. Tal vez, se dijo, la ansiada sopa había sosegado un poco los ánimos. ¡Pobre compensación a tanto sacrificio!

Roma era dura con sus soldados. Obligados a servirla durante veinticinco años, a pasar los mejores años de sus vidas de un lado para otro, por caminos embarrados, durmiendo en el suelo y cargando sobre sus espaldas armas y pertenencias, pasando hambre, sed, frío o calor, sin un hogar en el que refugiarse al finalizar la jornada, sin unos brazos de mujer acariciando sus sueños, al final de su carrera podrían, con un poco de suerte, acabar sus vidas en cualquiera de los asentamientos creados para los veteranos. No les faltaría dinero ni alimentos, podrían incluso establecerse, fundar una familia y crear un negocio, pero siempre lejos de sus lugares de origen, siempre en tierras extrañas.

En su caso, la decisión de dedicarse a la vida militar había sido tanto determinación de su familia como propia. No tenía mucho futuro siendo el tercer hijo varón de sus padres y, además, en aquel entonces, la vida de las armas le resultaba muy seductora. Aquéllos eran otros tiempos. Era un privilegio pertenecer a la milicia. Los soldados romanos eran verdaderos profesionales que pagaban por alistarse, se armaban a sus propias expensas, así que únicamente podían acceder al ejército los jóvenes pertenecientes a la clase de los propietarios. Para él, viajar, conocer otras tierras y otras gentes, llevar el nombre de Roma hasta el último confín del mundo y, sobre todo, tener poder sobre otros hombres eran atractivos más que suficientes. Desde entonces, sin embargo, habían transcurrido casi treinta años, toda una vida, y estaba cansado.

Cuando regresó a su tienda, comprobó que el mal olor había desaparecido por completo. Homero lo esperaba con un tazón de caldo, un trozo de ciervo asado y una gran jarra de vino caliente. Ser el jefe del ejército tenía sus privilegios.

avados y vestidos con túnicas romanas, los nativos parecían casi humanos, o eso fue al menos lo que pensó Publio Carisio cuando tuvo a los dos cautivos nuevamente ante su presencia. El hombre no era más alto que un romano de mediana estatura, pero sí más musculoso. Llevaba el cabello largo, la barba rasurada y un bigote que le recordó al de los germanos contra quienes había luchado tres campañas atrás. Su color era rojizo, tirando más a amarillo que a rojo.

—Curioso, pensó el legado. Creía que estas gentes serían tan morenas como las del sur.

Fijó luego su atención en la hembra y se sorprendió al encontrarla hermosa, demasiado hermosa para ser una salvaje, también musculosa pero de formas armoniosas. Su cabello alborotado, de un color algo más oscuro que el de su compañero, le llegaba a la cintura. Se lo imaginó trenzado en un complicado peinado como el usado por las damas de Roma y sonrió recordando a Livinia, su última amante en Olisipo, a quien ni los ejercicios amatorios más complicados lograban despeinar un solo pelo. El odio que observó en la mirada de ambos prisioneros le hizo volver a la realidad.

—¡Intérprete! —gritó más que ordenó.

Un hombre encorvado avanzó un paso de entre el grupo de soldados dados y oficiales que permanecían a la espera.

—¿Entiendes la lengua de estos dos? —interrogó sin quitar ojo a los cautivos.

—No podría decírtelo, legado —respondió el hombre en un perfecto latín—. No han abierto la boca desde que están en el campamento.

Publio Carisio interrogó a Marco Catulo con la mirada.

—Así es, legado —corroboró el oficial—. No han dicho ni una palabra desde que los capturamos. Tampoco han aceptado comida ni agua y han dormido a turnos.

Carisio observó con mayor atención a sus presas. No era la primera vez que se enfrentaba a prisioneros capaces de mantener el silencio aun sufriendo las más terribles torturas que en muchas ocasiones los llevaban a la muerte. Se preguntó si él se comportaría de aquella manera si estuviera en su lugar, pero prefirió no responderse a sí mismo.

—Pregúntales a qué tribu pertenecen —ordenó de nuevo al intérprete.

El hombre hizo la pregunta en varias lenguas y dialectos. Fue precisamente su habilidad con las lenguas lo que le salvó la vida en el momento de su captura en las tierras bajas de la Lusitania. Su conocimiento de la escritura también le había salvado las manos, aunque que fue marcado a fuego en la espalda para que jamás olvidara que Roma no perdonaba a sus enemigos. Ni siquiera recordaba desde cuándo era esclavo. ¿Para qué? Su destino había sido sellado el día en que su poblado se alzó contra el ocupante y todos los habitantes fueron exterminados, reservando el suplicio en la hoguera a todos los hombres en edad de empuñar un arma. Él fue obligado a contemplar su agonía en primera fila. Había borrado de su memoria los recuerdos de su vida como hombre libre y sólo esperaba que algún dios misericordioso se apiadase de él y le enviase el sueño eterno. Mientras, se limitaba a sobrevivir y a aprender lenguas extrañas que le permitían mantener conversaciones que ningún romano podía entender. Ésa era su pobre venganza, una venganza de esclavo.

Los dos cautivos permanecían en silencio y Publio Carisio comenzaba a impacientarse, algo claramente visible cada vez que ocurría porque sus piernas iniciaban un baile tembloroso capaz de poner nervioso a más de uno.

—Tal vez el hierro candente les haga hablar —se atrevió a sugerir Marco Catulo.

—Dejadme seguir intentándolo —rogó el lusitano—. Los astures hablan lenguas diversas, aunque muy similares unas a otras. Es cuestión de tener un poco de paciencia y encontrar la clave.

El lusitano pasó a enumerar nombres de poblados, tribus, montes y ríos aprendidos de memoria estudiando un mapa trazado por los primeros exploradores romanos que se habían aventurado por aquellas tierras años atrás. La palabra luggón pareció sacarlos de su aislamiento y por primera vez miraron al intérprete demostrando cierto interés.

—¡Luggones! —exclamó éste—. ¡Son luggones!

—¿Y quiénes diablos son ésos? —preguntó Carisio.

—Una de las principales tribus de Asturia —le informó el lusitano— y, de hecho, la única que ocupa parte del sur y también el norte del territorio. Es tal vez la más numerosa de todas.

—¡Muéstrales el mapa!

Todos, legado, soldados, esclavo y presos, se aproximaron a una gran mesa en la que se apilaban numerosos rollos en desorden y sobre la cual se hallaba extendido el mapa de los exploradores.

El intérprete repitió de nuevo los nombres que conocía, señalando los lugares en los que estaban marcados. Los dos cautivos miraban con curiosidad los extraños dibujos jamás vistos, pero no parecían entender lo que el intérprete quería.

—¡Luggón! —insistió el lusitano una vez más golpeando el mapa con el dedo—. ¡Luggón!

—Luggón.

El hombre nativo abrió la boca por primera vez. Tenía una voz profunda y agradable que dejó sorprendidos a sus capturadores.

—Luggón —repitió.

A partir de entonces, con dificultad al principio y poco a poco con más soltura, el lusitano y el luggón parecieron entenderse. El intérprete tenía una habilidad única para aprender sonidos con tanta rapidez que nunca dejaba de sorprender a sus amos. Captaba enseguida el sentido de las palabras y las repetía con la misma entonación con la que las escuchaba.

—Viven en esta zona —explicó el hombre señalando en el mapa y dirigiéndose únicamente al legado—. La mayoría de su gente está desperdigada por los montes. Son vecinos de los selinos, con los que al parecer se llevan bien. Aquí —señaló de nuevo un punto— hay un poblado grande en el que vive mucha gente. Es un poblado rodeado de una alta muralla para defenderse de los pésicos, que los atacan continuamente para robarles el ganado y…

—Ese poblado, el de la muralla —interrumpió Carisio—. ¿A cuánto está de aquí?

El luggón miró al intérprete con desconfianza cuando éste le hizo las preguntas con palabras y gestos, miró también a los hombres que le rodeaban y permaneció callado.

—¿No te entiende? —preguntó el legado.

—Creo que sí, pero no quiere responder —afirmó el lusitano—. Posiblemente piense que si te lo dice ordenarás atacarlo.

—¡Por supuesto que pienso atacarlo y acabar con todo bicho viviente que se me resista! —exclamó el romano en tono airado—. ¡Para eso estoy aquí, en medio de una selva inmunda, con inmundos seres como éstos, capaces de sacarte los ojos al menor descuido! Las órdenes del emperador están bien claras: avanzar hacia el norte y acabar con cualquier resistencia. Antes de las Saturnales habré ocupado esta tierra y dominado a sus habitantes y estaré de vuelta en el único lugar del mundo en el que merece la pena vivir, Roma.

El discurso del legado había dejado atónitos a todos los presentes, poco habituados a escucharle más de dos frases seguidas. Los dos nativos se miraron sorprendidos por la explosión oratoria de aquel que parecía ser el jefe de los guerreros invasores, luego se sonrieron. A Publio Carisio no le pasó desapercibida la sonrisa, que le pareció irónica, de sus prisioneros.

—Creéis que no lo conseguiré, ¿eh? —exclamó dirigiéndose a ellos—. Creéis que unos miserables salvajes, buenos para criar cerdos, van a detener a las tropas imperiales que han batallado en todos los confines de la Tierra, llevando la civilización y el orden romano a las llanuras de Asia y a los desiertos de África, que han doblegado a los reinos más poderosos. ¿Creéis que unos cuantos montañeses con palos y hondas van a detener a los soldados que vencieron a Aníbal, humillaron a Viriato, derrotaron a Pompeyo y a Marco Antonio? ¡Responde! ¡Maldita sea!

El legado había asido al hombre luggón por la túnica y lo zarandeaba como un pelele. El cautivo no trató de defenderse, pero cuando el romano se cansó y lo soltó, dijo algo que el lusitano no entendió y escupió a Publio Carisio en plena cara. Los prisioneros fueron sacados a rastras de la tienda, golpeados con los puños, pateados en el suelo y conducidos y amarrados al poste al que habían estado sujetos la noche anterior, a la espera de la decisión que tomara el legado respecto a ellos. Poco después dos soldados fueron en busca de la mujer y se la llevaron a pesar de su resistencia, arañazos, patadas y gritos.

Al día siguiente, antes incluso del inicio del amanecer, sólo quedaban en el lugar los restos de comida, desperdicios y útiles rotos abandonados por los legionarios. La larga columna humana había emprendido nuevamente la marcha. La vía era estrecha y los hombres estaban obligados a caminar de dos en dos y, a veces, de uno en uno. Atravesaron densos bosques de grandes árboles por entre los cuales apenas se filtraba la luz y ascendieron por una colina rocosa que parecía no tener fin. Al llegar a la parte alta de la colina, una sonrisa distendió el rostro amargo de Publio Carisio. Allí, al fondo del valle que se abría ante sus ojos, sobre una colina estaba el poblado mencionado por el cautivo. Era ciertamente un enclave muy amplio y, aun desde lejos, pudo apreciar que disponía de varias encintas de piedra y que era bastante más grande que la media de los poblados encontrados hasta entonces.

—¿Es ése? —preguntó Marco Catulo a sus espaldas.

—Ese debe de ser —respondió él sin girarse—. Y, si no lo es, da igual, porque de todas formas vamos a atacarlo.

—¿Y los prisioneros?

Esta vez se giró.

—Despeñadlos —ordenó—. Son unos brutos y de poco van a servimos. Ya encontraremos otros más dispuestos a colaborar.

Nadie que le hubiera escupido a la cara viviría para contarlo. Observó cómo los dos cautivos eran empujados hacia el vértice de la loma. No había estado mal su experiencia con la mujer. Había ordenado a sus guardias ir a por ella y llevarla a su presencia desnuda y con las manos amarradas. La lanzó sobre el catre y la poseyó sin dirigirle una sola palabra. ¿Para qué? No iba a entenderle. Satisfizo su necesidad retenida durante tantos meses y quedó momentáneamente complacido. Repitió un par de veces más hasta ver su deseo saciado y ordenando después que volvieran a llevársela. La mujer no había abierto la boca en ningún momento, pero el odio de su mirada fue un estímulo más poderoso que cualquiera de los afrodisíacos utilizados por las matronas romanas para excitar a sus amantes. A él le bastaba con sentir el odio de la hembra para que todos sus sentidos vibrasen pulsados por una misma cuerda. Durmió el resto de la noche con el sueño plácido del vencedor.

Los dos cautivos se dirigieron al vértice de la colina, asieron sus manos, se miraron y, antes de que nadie pudiera empujarlos, se lanzaron al vacío al tiempo que sus gargantas emitían un grito que, curiosamente, a Publio Carisio le sonó como un grito de victoria, y fueron a estrellarse contra las rocas. ¿Victoria de qué?, se dijo. Sus cuerpos serían pasto de las alimañas. Sus vidas miserables valían menos que el pocillo de agua que los aguadores romanos vendían durante los meses de calor. Ni siquiera tendrían unos funerales dignos, nadie los recordaría. Pero ¿y aquel gesto de asirse por las manos? ¿Aquella mirada justo antes de precipitarse en brazos de la muerte? ¿Acaso aquellos bárbaros eran capaces de amar y morir con dignidad? Probablemente había sido un reflejo, se dijo de nuevo el legado. Sin embargo, recordó los suicidios colectivos de los que él mismo había sido testigo en varias ocasiones y se apoderó de él una sensación molesta que no lo abandonó hasta encontrarse a pocas millas del poblado avistado desde la cima.

l lugar estaba desierto. Podían observarse restos de comidas, animales abandonados y fuegos aún sin apagar, pero ni un ser humano a la vista.

—Los nativos han huido —afirmó Marco Catulo como si hubiera sido él el único en constatar la realidad—. Probablemente tenían vigías a la bajada del puerto que les han alertado.

—Bien —dijo el legado a su vez sin molestarse en corroborar la afirmación de su segundo—. Por una vez tenemos un lugar no demasiado malo para acampar. Que averigüen cuál era la casa del jefe y la limpien. Yo me instalaré en ella.

Haciendo caso omiso del saludo del soldado, Publio Carisio desmontó del caballo y se dispuso a realizar una inspección del castro. Era la primera vez que entraba en uno sin haberlo destruido previamente. Tuvo que reconocer que, aunque primitivo para su gusto, el lugar no estaba mal del todo. Su ubicación era excelente y el paisaje, ciertamente muy hermoso. Estaba rodeado por un río cuyas claras aguas transcurrían por el mismo camino que ellos acababan de recorrer tan dificultosamente. Se detuvo a examinar la triple muralla que circundaba el poblado. Cada una de las paredes de piedra tenía la anchura de dos varas y la altura de tres hombres. No se prolongaban en un solo cuerpo como parecía a simple vista, sino que se dividían en tramos independientes yuxtapuestos unos sobre otros, evitando que toda la línea de defensa se viese afectada en caso de que un ataque consiguiese derribar una parte.

—Una especie de laberinto pétreo —comentó el legado en voz alta.

Sin poder evitarlo, su mente voló rauda a los jardines de la villa Emiliana, la casa de sus padres en el Lacio, un vergel repleto de fuentes y flores, de naranjos y olivos, de dédalos verdes y cuidados. Cerró los ojos y pudo ver a su madre orando ante el pequeño altar erigido a la diosa Diana, embellecido por ella con la hermosa clemátide de Toscana que trepaba florida por la piedra, y escuchó las risas de sus hermanas jugando a esconderse entre los árboles bajo el cálido sol del mediodía.

—Tu aposento está dispuesto, legado.

Maldijo a Marco Catulo por interrumpir su sueño y también maldijo una vez más la perra suerte que lo había conducido al fin del mundo en lugar de depararle la toga púrpura de los senadores. ¡Por todos los dioses que algún día regresaría a Roma llevando el manto de la victoria sobre sus hombros y la corona de laurel sobre su cabeza como vencedor de los bárbaros astures!

Entraría en la ciudad montado en un carro tirado por cuatro caballos blancos, con las vestiduras y atributos análogos a los de la estatua de Júpiter Capitolino: una toga de púrpura recamada, con un ramo de laurel en la diestra y un cetro de marfil en la izquierda; un esclavo sostendría sobre su cabeza una corona de oro y otro iría repitiendo la frase «acuérdate de que sólo eres un hombre», mientras la muchedumbre lo aclamaría como a un héroe. A él y no a Octavio. Regresaría a Roma aunque tuviera que prender fuego a medio mundo, aunque tuviera que matar hasta el último ser vivo de aquellas tierras salvajes.

Sonrió con ironía al entrar en lo que su segundo tan pomposamente había denominado «aposento», un espacio circular que podía recorrerse en media docena de zancadas. Algo, sin embargo, le llamó la atención. El lugar estaba limpio y cuidado, muy lejos de parecerse a la cuadra que él esperaba encontrar. Las paredes de la choza estaban vestidas con vivos tejidos de lana bordados con extraños dibujos y signos circulares; el suelo estaba alfombrado con pieles suaves y brillantes; los pocos utensilios que podían verse eran de hierro, cobre y madera, de curiosas formas y algunos llevaban pintados o tallados los mismos dibujos que se veían en las paredes. El hogar en el centro del habitáculo estaba formado por piedras redondeadas en las que, una vez más, observó los extraños símbolos y se preguntó cómo se las apañarían para no mojarse las gentes de un país tan lluvioso al contemplar el agujero practicado en la techumbre de ramas y hierbas para dejar salir el humo. Luego recordó los consejos de uno de sus preceptores, el anciano Flavio Arcinio.

—No bastan solamente las armas para vencer y someter a un pueblo, también hay que conocerlo —le repetía a menudo—. Saber cómo piensa, cómo siente, en qué cree…, y adaptarse a él en la medida que ello sea posible. Si ellos adoran a un dios de nombre impronunciable, busca otro en nuestro Panteón y asimílalo al nativo, todos los dioses son poderosos, inclusos los del enemigo, y más vale tenerlos de tu parte que en tu contra. Si respetan los consejos de los ancianos, respétalos tú también y pide su opinión aunque luego no la sigas. Compra a los más poderosos y ofréceles mantener sus privilegios a cambio de su colaboración, éstos son los más vulnerables porque nada arriesga quien nadie tiene, y concede ciertas prerrogativas a los desheredados porque así te estarán agradecidos.

Sabía que el viejo Arcinio tenía razón y, de hecho, había puesto en práctica sus consejos en las zonas más rebeldes de la Lusitania, pero no estaba muy seguro de que los salvajes del norte se acomodaran con tanta facilidad. Lo más práctico era acabar con ellos, matar a los adultos y educar a los niños, enseñar a éstos la lengua y la religión del Imperio y transformarlos en fieles romanos.

—¡Homero!

El griego, que en ese momento discurría cómo colocar el ajuar de su amo en espacio tan menguado, se apresuró a su lado.

—Di al lusitano que venga.

El intérprete estaba en su presencia antes de que hubiera conseguido desatarse las sandalias.

—Tú que tanto sabes, ve explicándome el significado de esos signos que aparecen por todas partes.

Al decir esto, abarcó la choza con la mano mientras permitía que Homero acabara de desatarle las sandalias.

—Son signos solares —respondió el hombre completamente seguro de su afirmación—. El legado también los ha visto en las tierras del sur.

Tal vez los había visto, se dijo Carisio, pero, desde luego, no les había prestado la menor atención. Hizo un gesto al lusitano para que continuara con su explicación.

—Son símbolos protectores tan antiguos como la propia Tierra. Tan antiguos como el hombre. Estos de aquí —señaló varios tetrasqueles y trisqueles inscritos en círculos rodeados de «dientes de lobo»— representan al sol y su finalidad es la de ahuyentar los malos espíritus de las casas o de las cosechas. También se suelen tallar en los lugares en los que se guarda el ganado y los guerreros se los hacen pintar en los escudos para protegerse de la muerte. Esta rosa de siete pétalos que algunos llaman «flor del agua» —prosiguió señalando las piedras del hogar— es muy común y representa la transformación de una persona difunta.

—¿Transformación? ¿Qué transformación?

—Los astures creen que tras la muerte hay otra vida, una vida en la región mágica de los dioses y de los seres sobrenaturales, a la que llaman Letavia, cuyas Puertas se traspasan en las dos direcciones en determinadas épocas del año. En esos momentos los vivos pueden visitar el Mundo Mágico y los muertos pueden recorrer el de los mortales, de forma que podría decirse que ambos están muy unidos, que en realidad son uno.

El legado permaneció silencioso. Algunos romanos también imaginaban otra vida como continuación de la terrenal, pero mucho más monótona y aburrida. No era un mundo mágico y luminoso, sino uno situado bajo tierra gobernado por Plutón y Proserpina al que llamaban Inferi, lugares de abajo, o Averno, como el nombre del lago de la Campania que se comunicaba con él. Otros, sin embargo, no creían que hubiese nada después de la muerte. Él era de estos últimos a pesar de que, como comandante de la legión, le correspondía oficiar los servicios religiosos e invocar a los dioses. Recordó un pasaje de De natura rerum de Lucrecio: «Nada es la muerte para nosotros; no nos atañe, porque el alma es mortal». No había, por tanto, que preocuparse de lo que pudiera ocurrir después. Lo importante era vivir la vida de todos los días de la mejor manera posible. Sonreía escéptico cada vez que debía invocar a algunos de las decenas de dioses y diosas venerados por los romanos y, aún más, cuando tenía que elevar preces a Julio César, divinizado por Octavio. Su padre, Cayo Emilio Carisio, un republicano convencido que nunca había admitido la dictadura del general, aunque tampoco aprobó su asesinato, no pudo contener su indignación el día en que el Augusto hizo proclamar dios a su tío abuelo y padre adoptivo, la primera vez que un hombre de carne y hueso alcanzaba tan supremo honor.

—¡Lo hace para facilitar su propio camino hacia el trono! —exclamó tan excitado que su familia temió que le diera un síncope—. ¿Quién negará el derecho a una corona al hijo de un dios?

Por si esto no fuera suficiente, gentes próximas a Octavio habían propagado el rumor —ya difundido en vida de Julio César— de que el nuevo príncipe descendía directamente de la mismísima Venus porque sus antepasados, miembros de la familia Julia, procedían de Troya, de Julio Ascanio, el hijo de Eneas. Todo el mundo sabía que Venus era la madre del héroe legendario arribado a las costas del Lacio y el primero en establecerse en el lugar que ahora ocupaba Roma.

—¡Bien alto ha llegado el nieto de un usurero que hizo fortuna prestando dinero con enormes intereses! —prosiguió su padre en el mismo tono—. ¡No le basta con ser el hombre más poderoso de la Tierra, también quiere ser dios y, por mis muertos, lo conseguirá!

—¿Y qué significa esa serpiente? —inquirió de nuevo Carisio al lusitano señalando una talla sobre el dintel de la entrada y tratando de no perder más tiempo en temas teosóficos que le traían sin cuidado—. ¿Acaso es una representación de la divina Minerva, la poderosa protectora de Roma?

—No, legado. Pero también es un símbolo protector. Protege la cosecha y la matanza de los animales y también protege a las familias de la enfermedad.

Publio Carisio sonrió. El asunto de los dioses nativos iba a resultar más fácil de lo esperado. Si todo se limitaba a unos cuantos signos, nada había de malo en ello y ordenaría pintar algunos en los estandartes que enarbolaban sus tropas en el momento del ataque. Si los nativos creían que los protegían, también creerían que los protegerían a ellos, a sus conquistadores. Estaba incluso dispuesto a hacerse con uno de aquellos burdos escudos de madera pintados con un sol para que los rebeldes temblasen de pavor.

Olvidó su momentáneo interés por los símbolos encontrados en la casa que ocupaba cuando Homero le indicó por señas que Marco Catulo esperaba afuera y despidió al lusitano con un gesto de la mano.

Los rastreadores enviados como avanzadilla a inspeccionar el territorio varias jornadas antes habían regresado. Informaron que desde el lugar en el que se encontraba la columna hasta el mar había una jornada de marcha por un terreno bastante abrupto, mas no tanto como el que acababan de atravesar; que existían varios poblados, un par de ellos mayores que los demás, aunque no daban la impresión de disponer de defensas ni fuerzas para hacer frente a un ataque. Había, no obstante, uno sobre una colina, a orillas del mar, mayor que los demás y mejor fortificado. No habían podido acercarse, pero habían constatado un gran movimiento de gentes armadas dentro de él y en sus alrededores. Un indígena apresado les había informado sobre el nombre del lugar: Noega.