Tarissa musitó una esperanza en voz alta antes de alzar la vista al cielo.
—Por favor, haz que haya más luz que antes. Por favor.
Mientras sus labios se juntaban, levantó la mirada más allá de los pinos retorcidos por el viento y la cumbre de granito hendido por las heladas, en dirección a la posición del sol. Pero este no estaba allí. Nubes de tormenta recorrían el cielo, suprimiendo la luz solar, agrupándose y revolviéndose, impelidas por vientos que lanzaban dentelladas y giraban como una jauría de lobos. Tarissa realizó un leve gesto con la mano. La tormenta no se limitaba a pasar por lo alto, sino que había venido a la montaña a quedarse.
Bajando la mirada, aspiró con fuerza para tranquilizarse, pues no podía permitir que el pánico la dominara. Allá abajo se divisaba la ciudad, alzándose de la sombra de la montaña como un segundo pico de menor tamaño. Distinguía las torres del anillo con claridad, las cuatro; dos construidas muy pegadas a la muralla, la más alta perforando la tormenta con su poste de hierro. Era un largo descenso. Horas de marcha. Y tenía que ir con cuidado.
Posó la mano sobre su hinchado vientre y se obligó a sonreír. ¿Tormentas? No tenían importancia.
Se movía con rapidez, pero las piedrecillas sueltas, los esqueletos de aves y los tocones de árboles derribados por el viento le hacían dar traspiés. Resultaba difícil andar, y aún más difícil mantener el equilibrio en la cada vez más inclinada ladera, en la que abruptas elevaciones y repliegues la obligaban a avanzar lateralmente en lugar de hacia abajo. La temperatura descendía, y por primera vez en todo el día, Tarissa observó que el aliento que expulsaba era blanco. Hacía días que se había quedado sin el guante izquierdo perdido en algún lugar al otro lado de la montaña; se sacó el derecho, lo volvió del revés y se lo puso en la mano izquierda, ya que los dedos habían empezado a perder sensibilidad.
Árboles caídos le cerraron el paso. Algunos troncos eran tan lisos que parecía como si los hubieran pulido. Al alargar el brazo para apoyarse en una de las duras ramas negras, sintió un dolor agudo en la parte baja del abdomen, y algo se removió en su interior. Notó una humedad descendiendo por los muslos; luego, un suave escozor al final de la espalda. Finalmente una oleada de náuseas ascendió por la garganta y depositó un sabor a leche agria en la boca. La joven cerró los ojos. Esa vez se guardó sus esperanzas para sí.
Empezaban a caer copos de nieve cuando se apartó con ímpetu del árbol caído. El guante estaba pegajoso a causa de la savia, y llevaba pedazos de agujas de pino adheridas a los dedos. Bajo los pies, el saliente de granito era inestable; la grava llenaba profundas hendiduras, y los restos de arbolillos que no habían llegado a arraigar quedaban pulverizados en cuanto recibían el peso de su cuerpo. A pesar del frío, Tarissa comenzó a sudar. El dolor que sentía en la espalda se abrió paso hacia el interior, y aunque no quería admitirlo, ni siquiera quería reconocerlo, la parte baja de su vientre empezó a contraerse en rítmicas oleadas.
«No, no, no». Aún no era hora de que naciera su hijo. Faltaban dos semanas más; tenía que ser así, porque necesitaba llegar hasta la ciudad y hallar un lugar donde refugiarse. Incluso había ahorrado monedas suficientes para pagar a una comadrona y una habitación.
Localizó un paso entre las rocas y apresuró la marcha. Un cuervo solitario, con el plumaje negro y grasiento como un hígado quemado, la observó en silencio desde la retorcida rama superior de un pino negro. Al verlo, Tarissa se dio cuenta de lo ridícula que debía parecer: con el vientre hinchado, los cabellos desordenados y descendiendo a trompicones por una ladera en una carrera contra una tormenta. Con una mueca, apartó la vista del pájaro. No le gustaba cómo hacía que se sintiera.
Las contracciones eran más frecuentes entonces, y la muchacha descubrió que se sentía mejor si se movía, pues al detenerse el sufrimiento se prolongaba y le concedía segundos para contar y pensar.
Una neblina se elevó de las grietas. La nieve azotó el rostro de Tarissa, y el viento levantó la capa de su espalda, mientras, en lo alto, las nubes imitaban su descenso, persiguiéndola montaña abajo como si ella les mostrara el camino. La joven siguió andando con la mano enguantada sujetando el vientre. El fluido que había corrido entre sus piernas se había secado para convertirse en una película pegajosa que unía los muslos entre sí al moverse, y el calor corría por las arterias del cuello, enrojeciendo sus mejillas y el caballete de su nariz.
Más deprisa. Tenía que ir más deprisa.
Descubrió un paso despejado entre los peñascos y desvió la marcha más hacia la derecha. Las matas de espinos se enredaron en su falda y, perdiendo la paciencia, dio un fuerte tirón a la tela. Cuando se volvió para mirar el sendero, el cuervo alzó el vuelo y sus negras alas batieron contra las corrientes de la tormenta, chasqueando y desgarrando como dientes.
En cuanto Tarissa dio un paso al frente, los guijarros y las rocas empezaron a deslizarse bajo sus pies. Sintió que caía y alargó los brazos para agarrarse a algo, a cualquier cosa que la detuviera; pero la neblina lo ocultaba todo a nivel del suelo, y las manos de la mujer no hallaron más que piedras sueltas y ramas. Sintió un estallido de dolor en el hombro al verse lanzada contra una roca, y pinas y piedras rebotaron en lo alto mientras ella intentaba desesperadamente detener su caída. La mano desnuda sujetó una mata de hierba solitaria, pero su cuerpo siguió resbalando hacia abajo y las raíces se le escaparon de la mano. La cadera chocó contra una arista de granito, algo afilado se llevó piel de la parte inferior de la rodilla y, cuando abrió la boca para gritar, la nieve se le introdujo entre los labios y congeló el grito en su lengua.
Volvió en sí. No había dolor; sólo una niebla de luz deshilachada se extendía entre ella y el mundo exterior. En lo alto, hasta donde alcanzaban sus ojos, se veían muros de piedra caliza pulida a mano, reforzada con mampostería y lisa como huesos. Finalmente, había conseguido llegar a la ciudad de la Aguja de Hierro.
Vagamente, se daba cuenta de que algo empujaba en su parte inferior, pero transcurrieron unos minutos antes de que comprendiera que se trataba de su cuerpo, que intentaba expulsar a la criatura. Tragó saliva con fuerza. De improviso, echaba de menos a todas las personas de las que había huido. Abandonar su hogar había sido un error.
—¡Caá!
Tarissa intentó mover la cabeza en dirección al sonido, pero sintió un ardiente aguijonazo en las vértebras situadas en la base del cuello. Perdió el conocimiento y, cuando volvió en sí de nuevo, vio al cuervo sentado en una roca ante ella. Unos ojos negros y dorados la inmovilizaron con una mirada desprovista de compasión. Balanceando la cabeza al mismo tiempo que alzaba las escamosas garras amarillas, el ave danzó una breve giga condenatoria y, al finalizar, emitió un suave cloqueo, como una madre que reprendiera a una criatura, para a continuación alzar el vuelo a merced de la tormenta. Las heladas corrientes se la llevaron veloces.
Empujaba. Su cuerpo no dejaba de empujar.
Tarissa sintió como si fuera a la deriva… Estaba tan cansada…, tan sumamente cansada. Si al menos pudiera hallar un camino por entre la niebla…, si sus ojos pudieran mostrarle más.
Mientras los párpados se le cerraban y las costillas forzaban fuera de los pulmones un hálito sin utilizar, vio un par de pies cubiertos con botas que avanzaban hacia ella. El cuero ennegrecido con brea fundía los copos de nieve con su simple contacto.
• • •
Le aplicaron las sanguijuelas en círculos de seis. Tenía el cuerpo cubierto por una costra de sudor, polvo de roca y suciedad, y el primer hombre le limpió la piel con sebo de ciervo y una cuña de madera de cedro, en tanto el segundo trabajaba a su sombra con pinzas de metal, un cubo de pino tea y gruesos guantes de piel de ante.
El hombre que ya no sabía su nombre forcejeó con las ataduras, poniéndolas a prueba, pero gruesas vueltas de cuerda se le clavaron en el cuello, los antebrazos, las muñecas, los muslos y los tobillos. Podía estremecerse, respirar y parpadear. Nada más.
Apenas notaba las sanguijuelas. Una se instaló en los pliegues situados entre el muslo interior y la ingle, y el prisionero se quedó rígido un instante. Tenaza sacó una pizca de polvo blanco de una bolsa pequeña que colgaba de su cuello y la esparció sobre la sanguijuela. Era sal, y el animal se soltó; a continuación, le colocaron una nueva sanguijuela, pero en una zona más alta esa vez, para que no pudiera sujetarse a carne que no fuera la apropiada.
Hecho eso, Tenaza se sacó los guantes y pronunció una palabra dirigida a Cómplice, en el otro extremo de la celda. Al cabo de un instante, este regresó con una bandeja y una lámpara de esteatita. Una única llama roja ardía en el interior de la lámpara, calentando el contenido del crisol situado encima. Al ver la llama, el hombre sin nombre se encogió con tanta violencia que la cuerda que sujetaba sus muñecas le desgarró la carne. Llamas era todo lo que veía entonces. Recuerdos de llamas. Odiaba las llamas y las temía; sin embargo, las necesitaba, también. La familiaridad engendraba desprecio, decían; pero el hombre sin nombre sabía que aquello sólo era una parte de la verdad: la familiaridad también engendraba dependencia.
Con el pensamiento absorto en el baile de las llamas, no vio cómo Tenaza amasaba una bolita de estopa en su puño, consciente tan sólo de las manos de Cómplice: primero, sobre su mandíbula; después, colocando su cabeza de nuevo en posición; luego, apartando sus cabellos a un lado y, finalmente, presionando con fuerza su cráneo contra el banco. El hombre sin nombre sintió cómo le introducían la bola de cuerda deshilachada y cera de abeja en el oído izquierdo; era como si calafatearan un barco, como si apuntalaran un casco que ha padecido los embates de una tormenta. Introdujeron otra bola en su oído derecho y luego Cómplice mantuvo sus mandíbulas abiertas de par en par mientras Tenaza le introducía una tercera bola en la parte posterior de la garganta. El deseo de vomitar fue repentino e irresistible, pero Tenaza colocó una mano enorme sobre el pecho del hombre sin nombre y la otra sobre su vientre, y apretó con fuerza los músculos que se contraían, obligándolos a permanecer planos. Al cabo de un minuto, el impulso había desaparecido.
Con todo, Cómplice siguió sujetándole la mandíbula mientras su compañero prestaba atención a la bandeja; las manos proyectaban sombras de garras sobre la pared de la celda en tanto trabajaba. Transcurridos unos segundos, el hombre se dio la vuelta con un filamento de tendón animal tensado entre los pulgares. Al verlo, Cómplice movió la mano para abrir aún más las mandíbulas del hombre sin nombre, echando hacia atrás tejido labial junto con hueso, y el cautivo sintió unos dedos gruesos en su boca. Notó sabor a orina, sal y agua de sanguijuelas. Presionaron su lengua contra la base de la boca, y a continuación le pasaron el tendón en zigzag por los dientes inferiores, sujetando la lengua para que no se moviera.
El miedo cobró vida en el pecho del hombre sin nombre, pues tal vez las llamas no eran lo único que podía hacerle daño.
—Ya está listo —anunció Tenaza, retrocediendo.
—¿Y qué hay de la cera? —musitó una tercera voz desde las sombras de la puerta; se trataba de El que Daba las Órdenes—. Se supone que debéis sellarle los ojos.
—La cera está demasiado caliente. Podría cegarlo si la usamos ahora.
—Usadla.
La llama de la lámpara de esteatita vaciló cuando Cómplice se llevó el crisol, y el hombre sin nombre olió el humo que despedían las impurezas de la cera. Se sobresaltó al sentir la quemadura. Después de todo lo que había padecido, de todo el sufrimiento que había soportado, imaginaba que podía sobrevivir al dolor; pero se equivocaba. Y a medida que transcurrían las horas y Tenaza le iba rompiendo los huesos de un modo metódico con una maza acolchada con plumón de ganso —Cómplice se aseguraba luego de que los extremos astillados quedaban separados—, y a continuación manipulaba sus órganos internos con agujas tan largas y finas que podían perforar zonas específicas de los pulmones y el corazón al mismo tiempo que dejaban intacto el tejido circundante, empezó a darse cuenta de que el dolor —y la capacidad de sentirlo— era el último sentido que desaparecía.
Cuando El que Daba las Órdenes se aproximó y empezó a murmurar palabras vinculantes más antiguas que la ciudad en la que se encontraba entonces, al hombre sin nombre ya no le importaba nada. Su mente había regresado a las llamas. Allí, al menos, existía un dolor que conocía.