Vaylo Bludd escupió a su perro. Habría preferido escupir a su segundo hijo, pero no lo hizo. El perro, una mezcla de cazador y lobo, con un cuello tan ancho como una puerta, mostró los dientes y gruñó a su amo, y otros perros atraillados detrás de él profirieron sordos gruñidos desde el fondo de sus gargantas. La bola de cuajada negra que Vaylo Bludd había escupido fue a aterrizar en la pata delantera del primer perro, y este se mordió el pelaje y la piel para arrancarla. Vaylo no sonrió, pero se sintió satisfecho; aquel, desde luego, tenía más de lobo que de otra cosa.
—Así pues, hijo —manifestó mirando todavía al perro—, ¿qué deseas que haga a continuación, ya que parece que no te gustan nada los planes de tu padre?
El segundo hijo de Vaylo Bludd, Pengo Bludd, lanzó un gruñido. Se hallaba de pie demasiado cerca del fuego, y su rostro, ya de por sí colorado, relucía entonces como algo cocido en un horno. Arrastraba el mazo de púas por el suelo, a su espalda, como un perro sujeto a una traílla.
—Debemos atacar a los Granizo Negro mientras la victoria sigue de nuestra parte. Si nos quedamos sentados, perderemos nuestra oportunidad de hacernos con los territorios de los clanes de un solo golpe.
Recostándose en el enorme trono Dhoone de piedra, que constituía la parte central de la casa comunal más poderosa y mejor fortificada de todos los territorios de los clanes, Vaylo Bludd pensó en volver a escupir, y al carecer de más cuajada en la boca, consiguió obtener una dosis de saliva clavando la lengua contra los dientes. ¡Dioses de la Piedra! ¡Pero cómo le dolían los dientes! Uno de esos días tendría que encontrar a un hombre que se los arrancara; encontrar a un hombre y luego matarlo.
El caudillo se tragó el escupitajo y dedicó unos instantes a contemplar a su segundo hijo. Pengo Bludd no se había afeitado el nacimiento del pelo desde hacía días, y una erizada cinta de cabellos enmarcaba su rostro; también los cabellos más largos de la espalda, con sus trenzas y torsiones aparecían igualmente descuidados, con pedazos de plumón y paja enredados en los enmarañados mechones. De la garganta de Vaylo Bludd surgió un áspero sonido. La progenie legítima nacía en la autocomplacencia y la arrogancia. ¡Uno no encontraría tal haraganería en un bastardo!
—Hijo —declaró en voz tan baja como el gruñido de un perro—, he gobernado este clan durante treinta y cinco años, cinco de ellos antes de que tú nacieras. Ahora quizá pensarás que soy un jactancioso al mencionar lo lejos que los Bludd han llegado bajo mi mandato, pero te digo que no me importa. Soy jefe del clan. Yo, lord Perro. No tú, lord de nada, excepto de lo que yo decida darte.
Los ojos de Pengo se entrecerraron, y la mano que sostenía el lazo de cuero de su mazo crujió al cerrarse con fuerza.
—Tenemos Dhoone. Podemos tener también a los Granizo Negro. Los hombres del clan Granizo…
—Los hombres del clan Granizo Negro estarán esperando a que ataquemos. —Vaylo Bludd dio una patada al perro lobo, lo que hizo que este diera un salto atrás y aullara—. Sellarán esa casa comunal suya tan herméticamente como el trasero de una virgen en cuanto traspasemos sus límites. Esos hombres no son estúpidos. No los encontraremos holgazaneando como los Dhoone.
—Pero…
—¡Ya basta! —Lord Perro se incorporó, y todos los perros sujetos a los ganchos retrocedieron, veloces—. Las ventajas de que hemos disfrutado aquí no se obtendrán de nuevo con facilidad. Esas cosas tienen un precio. Y seré yo quién diga cuándo y si vamos a usar tales medios de nuevo. Tenemos al clan Dhoone. Haz uso de él. Marcha, toma a Huesoseco y a tantos de esos inútiles hermanos tuyos como puedas reunir antes del mediodía, y cabalga hacia la frontera del clan Estridor y asegúrala. Todos los hombres de Dhoone que huyeron están probablemente allí, y si va a tener lugar un ataque, entonces lo más seguro es que empiece por el lado del clan Estridor. —Vaylo sonrió, mostrando unos dientes negros y doloridos—. Mientras andas por ahí, tal vez puedas reclamar cualquier territorio que consideres adecuado para tu alquería. Oí una vez que un caudillo siempre debería alojar a sus hijos en sus fronteras.
Pengo Bludd lanzó un rugido y, tirando del lazo de su mazo, alzó el arma del suelo y sostuvo el mango de madera de tilo atravesado sobre el pecho. La cabeza llena de erizadas púas del mazo parecía un cesto de cuchillos. Ojos del mismo color que los de su padre ardieron con frialdad como la azulada lengua interior de las llamas, y sin decir una palabra giró sobre sus talones, con las trenzas y torsiones de sus cabellos meciéndose lejos de su cráneo mientras andaba.
Cuando llegó a la puerta de la estancia, Vaylo Bludd lo detuvo con una palabra.
—Hijo.
—¿Sí? —Pengo no se dio la vuelta.
—Envíame a los críos antes de partir.
Pengo Bludd sacudió con fuerza la cabeza, luego continuó su viaje desde la puerta, que cerró de un violento portazo a su espalda.
Lord Perro aspiró con fuerza cuando hubo salido. Los perros, los cinco, incluido el perro lobo, estaban silenciosos, y teas un momento, el hombre se inclinó sobre una rodilla y les hizo señas para que se acercaran todo lo que sus diferentes traíllas les permitieran. Les revolvió el pelaje y palmeó los vientres, y puso a prueba su rapidez agarrándolos por las colas. Ellos gruñeron y chasquearon los dientes y le mordisquearon, humedeciendo sus manos y muñecas con su espumosa saliva. Eran buenos perros todos ellos.
Al contrario que muchos cazadores y perros de trineo, cuyos colmillos eran mellados para impedir que masticaran las traíllas y destrozaran las pieles desgarrando la caza, los perros de Vaylo todavía conservaban toda la longitud y agudeza de sus colmillos, y podían desgarrar la garganta de un hombre a una orden suya. Ninguno de ellos tenía nombre, pues él hacía tiempo que había dejado de ocuparse de recordar todos los nombres de aquellos que lo rodeaban. Un hombre con siete hijos, que tenían todos esposas y parientes políticos e hijos propios, renunciaba pronto a llevar la cuenta de cómo se llamaba cada cual. Lo que eran acababa siendo lo único que contaba.
Sintiendo distintos aguijonazos de dolor en cada uno de los diecisiete dientes que le quedaban, lord Perro se puso en pie; los huesos de las rodillas crujieron al verse obligados a tener que sostener el peso del cuerpo. El trono Dhoone, tallado de una única losa de malaquita azul tan alta como un caballo, le llamó de vuelta a él; pero Vaylo se alejó, eligiendo un sencillo taburete de roble situado cerca del hogar. Era demasiado viejo para tronos de piedra y tenía buen cuidado de no acostumbrarse a ellos, pues un bastardo aprendía pronto que siempre había que estar preparado para ceder el puesto.
Dirigiendo una veloz mirada a la puerta que su segundo hijo había cerrado de un portazo momentos antes, el caudillo frunció el entrecejo. Aquel era el problema con todos sus hijos: ninguno de ellos sabía qué era ceder su puesto a otro; sólo conocían la política de tomar.
A su espalda, escuchó a los perros pelando entre ellos, oyó el característico gruñido sordo del perro lobo y comprendió sin volverse a mirar que al animal lo atacaban los otros debido al favor que su amo le había dispensado. Vaylo no hizo el menor movimiento para intervenir. La vida era así.
«Así que —pensó, estirando las piernas ante el fuego mientras paseaba la mirada por la habitación— esta es la gran casa comunal Dhoone». Hombres que se llamaban a sí mismos reyes habían vivido allí en una ocasión. Entonces sólo existían caudillos.
Una sonrisa se extendió por el rostro de Vaylo al recordar la última vez que había estado allí. Tampoco había sido invitado por aquel entonces. Hacía treinta y seis años ya, en plena noche, mientras Airy Dhoone, el jefe del clan en ese tiempo, y sus sesenta mejores hombres estaban fuera. El hombre se palmeó la pierna. ¡Había costado una barbaridad mover aquella maldita piedra-guía! ¡El viejo Ockish Buey había acabado con una hernia tan grande como un puño! Y de las otras cuatro docenas de hombres del clan que habían ayudado a sacarla de la casa-guía, sólo dos eran capaces de moverse al día siguiente, y ninguno pudo montar a caballo durante una semana.
Lanzó una risita. Toda la operación había sido, sin la menor duda, la cosa más descaminada, mal planeada y totalmente estúpida que cincuenta hombres adultos habían conspirado jamás para llevar a cabo. Nunca consiguieron llevar la piedra-guía más allá del lago Azul Dhoone, y seguía allí entonces, en el fondo del lago de tinte cobrizo, descansando entre el cieno y la piedra arenisca, hundida a trescientos pasos de la misma casa Dhoone.
Claro estaba que nadie, excepto aquellos cincuenta hombres, lo sabía. Cuando regresaron a la casa comunal Bludd, veinte días más tarde, todos juraron que la colección de rocas con la que llegaban, tirada por un tiro de mulas en una carreta de guerra, eran ni más ni menos que la piedra-guía hecha pedazos. Los cascotes adquiridos en una cantera y un balde lleno de cristal triturado se habían convertido, además, en un retrete excelente…
Vaylo Bludd se inclinó hacia el frente en el taburete. ¡Aquellos sí que fueron días felices! La osadía era todo lo que contaba, y la osadía lo había llevado a él, a un hijo bastardo con tan sólo medio nombre y enemigos por hermanos, al cargo de caudillo que ejercía entonces. Desde luego que lo había llevado. Pero no había sido una toma de posesión asumida porque uno hubiese nacido para llegar a eso; había sido una toma de posesión aprendida y obtenida con esfuerzo. No había ido a su padre para que le diera una limosna. Gullit Bludd no había dedicado más de un puñado de palabras a su hijo bastardo desde el momento en que lo reconoció como propio, y más de la mitad de ellas habían sido maldiciones.
Llamaron a la puerta.
Lord Perro miró hacia allí. Llevaba demasiado tiempo solo y su mente se había dedicado a pensar, y eso no formaba parte del modo de ser de los Bludd.
—Adelante.
Puesto que esperaba a los hijos de su segundo hijo, que habían llegado de la casa Bludd aquella mañana, Vaylo tenía la vista puesta a media altura de la puerta cuando esta se abrió. La cintura de un hombre apareció ante sus ojos, y al ver la larga túnica blanca y las suaves manos casi femeninas, lord Perro soltó un áspero suspiro. Si uno trataba con el demonio, sus ayudantes siempre aparecían demasiado pronto.
—Sarga Veys. ¿Cuándo llegaste?
Un hombre alto, de tez cetrina y ojos femeninos, penetró en la habitación. Aunque iba ataviado con la túnica blanca de un clérigo, Sarga Veys no era un religioso.
—A mi modesto modo, lord Bludd, he estado aquí todo el tiempo.
Vaylo odiaba la voz aguda del hombre y la forma excesivamente delicada de sus labios, y también odiaba que lo llamara lord Bludd. Él no era otra cosa que lord Perro, y tanto él como sus enemigos lo sabían.
—¡Cierra la puerta detrás de ti! —exclamó repentinamente enojado.
Sarga Veys cumplió las órdenes con rapidez, moviéndose con los desgarbados movimientos de quien no posee apenas fuerza física. Los perros gruñeron a su espalda, y como al hombre no le gustaban los perros, en cuanto terminó con la puerta, se apartó de ellos lo más rápidamente posible. Cuando habló, un temblor que podría haber sido miedo, aunque Vaylo Bludd sospechó que era cólera, se manifestó en su voz.
—Veo que empezáis a poneros cómodo, lord Bludd. El trono Dhoone os sienta bien.
Un leve cabeceo por parte de Sarga Veys dirigió la mirada de lord Perro al pie del trono Dhoone, donde una fina tira de cuero descansaba sobre la piedra. Los ojos del caudillo se entrecerraron; algo tan insignificante como un pedazo de cuero caído de sus trenzas, y sin embargo el ayudante del diablo lo había observado al instante. No por primera vez, Vaylo se recordó que debía ser cauro con ese hombre.
—Así pues —dijo palmeando con las manos su cinturón en busca de la bolsa de cuajada negra—, has estado en los territorios de los clanes todo el tiempo. Dime, ¿permaneciste en el seguro refugio de algún cobijo? ¿O tu amo te quería más cerca para que presenciaras el espectáculo?
—No creo —respondió el otro con las mejillas arreboladas— que el lugar dónde yo permanezca sea cosa vuestra.
Los perros encontraron mucho que detestar en el tono de voz de Sarga Veys, de modo que, entre gruñidos y dentelladas, pusieron a prueba las traíllas tirando en su dirección. El perro lobo empezó a roer el ronzal.
La boca del recién llegado se encogió, y sus ojos violeta se ensombrecieron.
—¡Perros! —chilló Vaylo Bludd—. ¡Silencio!
Los animales callaron al instante y bajaron las cabezas y las colas al mismo tiempo que se dejaban caer en el suelo de piedra tallada.
Lord Perro observó a su visitante con atención, y se preguntó, por un breve instante, si no había visto la garganta del hombre moviéndose al mismo tiempo que sus ojos color violeta. Esa era otra cosa que recordar respecto a los ayudantes del diablo: no importaba lo débiles que parecieran, pues raras veces se hallaban indefensos. Sarga Veys sabía usar la magia, Vaylo estaba seguro de ello.
—¿Cabalgaste hasta aquí solo o con un septeto?
—Encabezo un septeto, como siempre.
¿Encabezar? Vaylo lo dudaba. «Protegido por uno», se dijo, pues era lo más probable. Siete espadachines bien adiestrados y en plena forma no permitirían precisamente que alguien como Sarga Veys los mandara. Unos curtidos veteranos no podrían soportar a los de su clase.
—Cabalgaré al sur al encuentro de mi señor cuando marche de aquí. —Sarga Veys parecía más cómodo entonces que los perros estaban callados, y dedicó un instante a echarse hacia atrás los finos cabellos—. Le contaré, desde luego, vuestro gran éxito. Le aseguraré que todo salió perfectamente, e informaré de que ya estáis en camino de convertiros en señor de los Clanes. —Sonrió, mostrando unos dientes menudos y blancos, pero ligeramente inclinados hacia dentro—. Mi señor estará satisfecho. Él ha hecho su parte. Ahora es cosa vuestra hacer…
Vaylo Bludd escupió la bola de cuajada negra que había estado masticando, silenciando al otro con la misma eficacia que a sus canes.
—No fue tu señor quien planeó el ataque y corrió riesgos. No fue él quien se abrió paso por entre la oscuridad y el humo sin saber lo que cada nuevo paso podría traerle. Su espada no se manchó de sangre. Sus hijos no fueron puestos en peligro. No se le helaron las pelotas mientras aguardaba.
—Gracias a mi señor —indicó Sarga Veys con la voz descendiendo un tono—, vuestras espadas no quedaron tan ensangrentadas como podrían haber quedado.
¡Crac!
Lord Perro descargó el pie sobre el taburete del hogar, y las patas talladas se partieron como si fueran palillos. Del otro lado del foso del hogar, los perros se acurrucaron contra el muro, y Sarga Veys hizo una mueca de dolor. Un músculo de su garganta se estremeció.
—Intenta alguno de tus sucios trucos mágicos conmigo —rugió el caudillo— y pongo a los perros por testigo de que no abandonarás esta casa comunal con vida.
Al oír que pronunciaban su nombre, los animales agitaron violentamente los hocicos y gruñeron, salpicando las piedras circundantes de gotas de orina.
Incapaz de retroceder un paso más, puesto que sus talones estaban clavados ya contra la puerta, el hombre se pellizcó los labios.
—Sí. Ya veo ahora por qué os llaman lord Perro.
—Ese soy yo —asintió él, y con la parte lateral del pie apartó de un empujón el taburete roto.
—Bien, lord de los Perros, o comoquiera que prefiráis llamaros, aceptasteis la ayuda de mi señor sin demasiados reparos cuando os convino. No creo que vuestra cólera os hiciera romper ningún taburete entonces. Sin embargo, estáis ahora aquí, junto al mismo hogar que él os ayudó a obtener, pronunciando amenazas físicas contra su enviado igual que lo haría cualquier vulgar alborotador de cobijos. —Sarga Veys dio un paso al frente—. Pues bien, dejad que os diga…
—Dime lo que has venido a decir —le interrumpió Vaylo con un violento movimiento de cabeza—. Luego, márchate. Tu voz irrita a mis perros. Si tu amo ha traído un mensaje, comunícalo. Si ha puesto un precio, entonces dilo. —Mientras hablaba, observaba el rostro de su interlocutor; no era decente que un hombre tuviera los ojos de color violeta.
Sarga Veys se encogió ligeramente de hombros y puso bajo control sus rasgos faciales, aunque tardó un buen rato en conseguirlo. Cuando Habló, había aún un residuo de cólera en su voz.
—Muy bien. No os traigo ningún mensaje de mi señor. Cuando se acordó el trato, no pidió nada a cambio, y sigue igual ahora. Tal y como dijo entonces, desea ver a todos los clanes bajo un único mando firme, y cree que vos sois la persona capaz de hacerlo. No puedo decir cuándo ni si volverá a ofrecer su ayuda. Es un hombre con muchas demandas sobre su tiempo y recursos. Sin embargo, sé que observará vuestros progresos con interés, e imagino que se sentiría bastante contrariado, si tras todas las molestias que se ha tomado, encontrarais el trono Dhoone tan cómodo como una cama acolchada y decidierais quedaros a dormir en él. Hay muchos clanes que conquistar aún.
Lord Perro aspiró, y el aire pasó entre sus doloridos dientes; luego, paseando la mirada por la estancia del viejo caudillo Dhoone, con su enorme hogar de arenisca azul, sus cómodos tapices y alfombras de pieles de animales, y sus ahumadas ventanas de mica, meditó con detenimiento las palabras del visitante. No eran veraces, de eso estaba seguro; no obstante, había verdad en ellas.
—Tengo mis propios planes para los Granizo Negro y el resto —declaró—. Y caeré sobre ellos cuando así lo decida. Tengo que asegurar los territorios Dhoone primero.
Una veloz sonrisa iluminó fugazmente el rostro del otro.
—Desde luego. Mi señor valora en mucho vuestro juicio.
Frunciendo el entrecejo, lord Perro se encaminó hacia la puerta, y tuvo la satisfacción de ver como Sarga Veys se apartaba, asustado; pero el placer sólo fue efímero. En realidad, no le gustaba nada aquel hombre; Veys era peligroso, pues tenía un temperamento más apropiado para alguien con la energía necesaria para ponerlo en práctica.
—Te marcharás ahora —indicó Vaylo al llegar ante la puerta—. Asegúrate de decirle a tu amo que el mensaje que viniste expresamente a no entregar ha sido oído claro y alto.
El hombre inclinó la cabeza, y al hacerlo, el caudillo se dio cuenta de que la piel del rostro de Veys no era tan suave y lampiña como había pensado en un principio, sino que estaba afeitada con mano experta.
—Diré a mi señor que encontráis de vuestro agrado el trono de los Dhoone —respondió Veys—. Y que tenéis…, ¿cómo debería decirlo?…, planes a largo plazo para apoderaros también del territorio de los Granizo Negro.
Vaylo Bludd estuvo muy cerca de golpear a Sarga Veys entonces. Su rostro enrojeció, su puño se apretó y los huesos de su mandíbula y cuello chasquearon a la vez. Aplastando la parte inferior de la palma de la mano sobre la manilla de la puerta, quebró el dintel de roble que había debajo.
—¡Vete! —gritó—. Llévate tus maliciosas medias verdades y tus remilgadas posturas de Mediohombre, y saca tu huesudo y bien afeitado trasero de mis tierras.
Los ojos violeta de Sarga Veys se oscurecieron y adoptaron el color de la medianoche, y su rostro se contrajo y endureció.
—Vos —dijo, y su voz se alzó a medida que perdía el control sobre ella—, deberíais vigilar ese hocico de perro que tenéis por boca. Ahora no os dirigís a uno de vuestros hombres del clan cubiertos de pieles de animales. Vine aquí como un visitante y enviado, y como mínimo debería recibir el respeto debido. —Veys cruzó el umbral, y luego se volvió para mirar a Vaylo Bludd por última vez—. Yo, en vuestro lugar, no me apoltronaría demasiado en el trono de los Dhoone, lord Perro. Un día sencillamente os podéis dar la vuelta y descubrir que ya no está.
Dicho eso, Sarga Veys sujetó los costados de su túnica, levantó la tela por encima de los tobillos y se marchó de allí a grandes zancadas.
El caudillo lo contempló mientras se alejaba, y, tras un cierto espacio de tiempo, soltó un profundo suspiro y cerró la puerta. Lo último que había que recordar sobre los ayudantes del diablo era que, a menudo, resultan más molestos que el mismo diablo.
Yendo hacia sus perros, Vaylo se palmeó el muslo.
—¿Qué os parece, eh? —murmuró, inclinándose para acariciar gargantas y dar golpecitos en las orejas—. ¿Qué pensáis vosotros del Mediohombre Sarga Veys?
Los perros gañeron y gruñeron, peleando por sus caricias y mordisqueando sus dedos. Sólo el perro lobo se mantuvo alejado; sentado cerca de la pared, con el enorme lomo temblando ansioso, contemplaba la puerta con ojos anaranjados.
—Tienes razón, preciosidad —le dijo Vaylo—. El Mediohombre no me ha dicho nada que no supiera ya. Sólo los estúpidos y los niños no vigilan nunca sus espaldas.
—¡Abuelo! ¡Abuelo! —Unos pies diminutos sonaron ligeros y apresurados sobre la piedra, y entonces la puerta se abrió de golpe otra vez—. ¡Abuelo!
Dos niños aparecieron en el umbral, sonrientes e intercambiando sonoras risitas y gritos de alegría.
—Venid a dar a vuestro anciano abuelo un buen abrazo y a ayudarlo con estos engreídos perros —dijo lord Perro, que alargó los brazos hacia sus nietos.
Los canes se las arreglaron para emitir un gañido colectivo mientras los dos niños cruzaban corriendo la habitación hacia Vaylo Bludd. La mayor, una resplandeciente belleza con los ojos y la piel oscura de su madre, se echó a reír alocadamente mientras abrazaba a su abuelo con los dos brazos e importunaba a los enormes perros del tamaño de un poni con los pies.
Los animales sabían muy bien que no debían gruñir a los nietos de su amo, y se dejaron acariciar, atormentar y llamar cosas innobles. ¡Los niños llamaban al perro lobo Pelusa! ¡Y él respondía al nombre! Era la cosa más divertida que Vaylo Bludd había contemplado jamás, y nunca dejaba de hacerle prorrumpir en sonoras carcajadas; sólo amaba dos cosas en esa vida: a sus nietos y a sus perros, y cuando los tenía a ambos juntos en una misma habitación se sentía tan contento como podía estarlo un hombre. Transcurrido un mes, tendría a todos sus nietos allí, en la casa Dhoone, sanos y salvos, donde él y sus perros podían cuidar de ellos.
Mientras desgreñaba los cabellos de su nieto más pequeño, un hermoso niño de cabellos negros que Vaylo consideraba secretamente que se parecía mucho a él, las palabras de Sarga Veys reconcomieron su mente. «Un día sencillamente os podéis dar la vuelta y descubrir que ya no está».
El caudillo paseó la mirada por la estancia del jefe, apreciando los detalles defensivos: el centelleo del enrejado de pinchos que cerraba el acceso al conducto de la chimenea, las abrazaderas de hierro incrustadas en las piedras que rodeaban las ventanas y el contrapeso de piedra colocado plano contra la pared junto a la puerta, todo ello blasonado con el ensangrentado cardo azul de los Dhoone. ¿Estarían sus nietos seguros allí? Era la mejor casa comunal que se había construido jamás, diez veces más defendible que la casa Bludd; sin embargo, se trataba de la única cosa que lord Perro había tomado sin osadía en toda su vida, y había deshonra en ello, y Vaylo lo sabía. Los Dioses de la Piedra preferían que un hombre obtuviera un campo de avena con sangre y furia a un continente con tretas e intrigas.
Diecisiete dientes empezaron a dolerle de un modo insoportable y atroz cuando por primera vez en toda su vida Vaylo Bludd se encontró preguntándose si habría hecho lo correcto.