Cendra Lindero enrolló las sábanas a su alrededor mientras daba vueltas en sueños. Lino hilado tan finamente por las ancianas de la isla del Hacedor, que tenía un tacto fresco como el cristal, ascendió por entre sus muslos, se arrolló a su vientre y se enredó alrededor de las muñecas.

La muchacha soñaba que estaba encerrada dentro de un útero de hielo y que una luz blancoazulada brillaba sobre sus brazos y piernas haciéndolos relucir como metal pulido. La pared de hielo se tornaba resbaladiza donde ella la tocaba, y goteaba, calentada por la piel; el hielo chirriaba y crujía, y un vapor de escarcha inundaba su boca.

Si tan sólo pudiera empujar más, ahondar más.

Algo se movió. La enorme veta de hielo situada por encima de ella tembló, y unas astillas heladas le cayeron sobre el rostro y el pecho. Puntiagudas y duras como agujas, le perforaron la piel de los brazos y del pecho, que se llenaron de pequeñas gotas de sangre, y en el mismo instante en que la muchacha se sacudía los fragmentos, el techo de hielo se desplomó. Una ventisca de aire helado dio contra su rostro y, a continuación, el techo de hielo se estrelló contra su pecho. El hielo se hizo añicos sobre su piel con un relámpago de luz blanca, y una espuma de aguanieve y humo llenó el aire.

La muchacha chilló.

De repente, no había nada debajo de ella, y cayó, y cayó, y cayó.

Unas voces le murmuraron, dijeron zalamerías y suplicaron como hombres hambrientos: «Alarga la mano, señora. Hace tanto frío aquí. Alarga la mano».

Cendra sacudió la cabeza. Intentó moverse, pero su cuerpo estaba paralizado, congelado.

Ya no caía, y en ese momento se encontraba en el centro de una caverna de hielo negro, donde todo estaba oscuro, a excepción del tenue brillo de cosas heladas. Incluso el aliento que surgía de las paredes era oscuro y espeso, como humo de un fuego mal ventilado. El temor empezó a dejarse sentir en los márgenes de los pensamientos de Cendra, que, cada vez que respiraba, aspiraba el olor de cosas heladas. No estaba sola. Algo en el interior de la caverna se movió. No hizo el menor movimiento hacia ella, pero removió su peso de modo que su presencia se hiciera notar.

«Hemos esperando durante tanto tiempo, señora: mil años sujetos a nuestras cadenas de sangre. ¿Te atreves a hacernos esperar mil más?».

La muchacha sintió que sus rodillas se doblaban. La voz tiró de ella.

A lo lejos, más allá de donde podía ver, más allá incluso de los muros de la cueva, criaturas con hocicos aullaron, y unas sombras parpadearon sobre la superficie de hielo: figuras humanas y bestias, y caballos diabólicos. Y entonces, de repente, ya no había hielo, sólo oscuridad que se alargaba hacia un lugar donde Cendra, como sabía en lo más profundo de su alma, no quería estar.

«Alarga la mano, señora. Hermosa señora, alarga la mano».

Los huesos de las muñecas se le doblaron y los músculos del pecho y la espalda se le tensaron como preparándose para tirar de un peso. Los tendones se estiraron; los dedos se desenroscaron, obligando al puño a abrirse mientras los nudillos chasqueaban como varas húmedas.

«Alarga la mano, señora. Ven a buscarnos. ¡Alarga la mano!».

Los huesos se deslizaron en las cavidades a medida que los brazos de la muchacha se alzaban.

«¡Caá!». El chillido de un cuervo perforó la oscuridad y sacudió el cuerpo de Cendra como si fuera una aguja clavada en su columna vertebral.

Los ojos de la joven se abrieron de golpe, y la oscuridad se esfumó en un largo haz borroso. Se encontraba en su dormitorio. Los rescoldos del brasero brillaban con una tenue luz anaranjada, y las dos lámparas de ámbar estaban apagadas.

Sonaron unos golpes.

La cabeza de la joven giró en redondo en dirección al lugar del que provenía el sonido. No era la puerta, sino la diminuta ventana con postigos del otro extremo de la habitación. Aguardó. El ruido no volvió a dejarse oír, pero sí un sordo sonido desgarrador, como el ruido de alas al batir el aire, que se desvaneció en la distancia. Era un ave. Cendra se estremeció. Era un cuervo.

Dándose cuenta, de repente, de lo frías y sudadas que estaban las sábanas, las apartó violentamente del cuerpo. Tenía el camisón empapado, de modo que se lo pasó por la cabeza y lo arrojó a donde habían ido a parar las sábanas. Congelada y desnuda, corrió hasta el brasero de carbón y se arrodilló ante el cálido resplandor; luego, con la ayuda de las pequeñas tenazas de cobre que colgaban de la base, removió las ascuas del interior. El fieltro empapado en aceite se había consumido hacía ya tiempo, llevándose con él el aroma a almendras y a madera de sándalo, algo por lo que la joven se sintió agradecida. No estaba de humor para aspirar perfumes fuertes y empalagosos.

Las manos le temblaban cuando volvió a dejar las tenazas en su lugar. Una neblina de sudor frío cubría su piel, y sentía las rodillas tan débiles como si hubiera subido corriendo todas las escaleras del Tonel sin detenerse a descansar a mitad de camino. Con un pequeño suspiro, tiró de las esquinas de la alfombra de punto sobre la que estaba arrodillada, echándose la suave lana verde sobre los hombros al mismo tiempo que formaba un pequeño hueco para sí misma en el centro. Estaba tan cansada que todo lo que quería era dormir.

Sintiéndose algo mejor al estar tapada, dirigió una mirada a la puerta. Los agujeros vacíos del cerrojo estaban allí como un recordatorio de que tanto Marafice Ocelo como Penthero Iss podían entrar en su habitación cuando les viniera en gana. Aunque Marafice Ocelo no lo hubiera hecho jamás, Cendra sabía que se encontraba allí fuera, sentado en un banco medio oculto, con las enormes manos poniendo a prueba la elasticidad de los galones de cuero de su túnica o empujando contra los brazos del banco, haciendo recaer todo el peso del cuerpo sobre cualquier defecto que encontrara en la piedra. Siempre estaba poniendo a prueba cosas para ver qué hacía falta para romperlas.

Cendra se envolvió más en la alfombra. Había intentado evitar a Marafice Ocelo durante la semana anterior, desde la noche en que él le cortó el paso en las escaleras. Pero a Cuchillo no le gustaba que lo evitaran, y desde entonces se dedicaba a intimidarla siempre que le era posible hacerlo sin problemas. Si se encontraba a Cendra sola en un pasillo o en las escaleras, se colocaba directamente frente a ella y aguardaba, obligándola a rodearlo. Jamás la tocaba, nunca decía nada, pero sus pequeños labios se crispaban complacidos y sus ojillos miraban más allá de la joven, como si esta no se hallara allí. Al igual que los brazos del banco y el cuero de la túnica, la joven se había convertido en otra cosa más que presionar hasta romperla.

La muchacha arrastró una mano por sus cabellos; ella era una criatura abandonada, viva tan sólo porque Penthero Iss había decidido salvarla, y puesto que no era una aristócrata y tampoco una criada, ¿dónde encajaba? Marafice Ocelo no lo sabía; era por ese motivo por el que la ponía a prueba: para averiguar hasta dónde podía llegar antes de que Iss lo detuviera.

—Señorita —susurró una voz suave a través de la puerta—. ¿Puedo entrar, señorita?

—Vete —farfulló Cendra, que no deseaba ver a nadie; no entonces, no estando de ese modo. Disgustada por lo débil que sonaba su voz, volvió a intentarlo—: Estoy cansada, Katia. Déjame dormir.

—He traído leche caliente y pastelillos de rosas.

Así pues, Iss la había enviado. Cendra se puso en pie, dejando que la alfombra cayera plana al suelo.

—Aguarda un momento mientras me visto.

No servía de nada intentar que Katia se marchara, no si cumplía órdenes del surlord; la muchacha se pasaría toda la noche allí fuera, y se dedicaría a llamar cada pocos minutos, pidiendo permiso para entrar, hasta agotar a la joven. Penthero Iss jamás alzaba la voz, nunca amenazaba con usar la violencia, pero sabía cómo conseguir que la gente hiciera exactamente lo que deseaba.

Envolviéndose con una bata limpia de hilo, Cendra aspiró con fuerza unas cuantas veces e intentó recuperar la normalidad, aunque en los últimos tiempos cada vez le costaba más recordar qué era lo normal. Jamás se sentía como si fuera ella misma; se encontraba siempre cansada, sudorosa y helada, y luego estaba la cuestión de su cuerpo… Le dirigió una veloz mirada. Eso, desde luego, ya no era normal; en sólo dos meses le habían salido pechos de la nada.

—Ya puedes entrar. —Cendra se colocó en el rincón mientras lo decía, pues no quería que Marafice Ocelo la viera cuando Katia abriera la puerta.

La doncella era menuda y de piel aceitunada, con ojos negros, labios oscuros y rizos negros que escupían las horquillas, y la muchacha jamás podía mirar a la sirvienta sin sentir un aguijonazo de envidia. Katia hacía que se sintiera pálida, huesuda y rectilínea, ya que todo en la otra era curvo: los labios, las mejillas, las caderas, los cabellos. La melena de Cendra, por ejemplo, descendía fina como el agua hasta la altura de la cintura y era pálida y de un rubio plateado; la joven había probado tenacillas calientes, trapos húmedos y horquillas, y también a trenzarla cada noche, pero sus cabellos se negaban a hacer caso, y la desafiaban una y otra vez, volviendo a quedar totalmente lisos en cuanto los soltaba.

—Pon la bandeja en el velador, Katia.

—Vaya, ahí está, señorita. —La sirvienta dio un respingo al escuchar la voz de Cendra—. Qué susto me ha dado oculta ahí detrás de la puerta.

La joven hizo caso omiso de la declaración, pues la doncella siempre decía estar asustada de algo.

Tras depositar la bandeja de cobre sobre el velador, Katia se acercó a la repisa para volver a encender las lámparas, y por un momento, Cendra consideró la posibilidad de decirle que no lo hiciera, pero decidió no hacerlo. Sin duda, Penthero Iss le había dado órdenes de echar una buena mirada a su señora, y el modo más rápido de acabar con el asunto era dejar que lo hiciera directamente. Mientras Katia volvía a llenar la lámpara con los pequeños trozos de ámbar que guardaba en una bolsa de ropa colgada de su cintura, la muchacha aprovechó para alisarse los cabellos y frotarse el rostro. Deseó no sentirse tan temblorosa, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

—Una debería ser suficiente —indicó Cendra una vez que la mecha introducida en la mezcla de aceite y ámbar prendió—. Vamos, acabemos de una vez con esto.

—¿Acabar con qué, señorita?

Cendra sonrió; Katia mentía muy mal.

—Bien, mi padre adoptivo evidentemente te envía a inspeccionar, de modo que inspecciona. —Extendió los brazos, dejando que la bata se abriera alrededor de sus pechos—. ¿Quieres que me desnude, o es esto suficiente?

—¡Vaya, es usted muy traviesa, señorita! —La sirvienta sacudió la cabeza, balanceando sus negros rizos—. Pero que muy traviesa. En absoluto su señoría ha dicho tal cosa. ¡Vengo aquí a traerle una cena de última hora porque me lo dicta mi buen corazón, y es esto lo que obtengo en recompensa a mis esfuerzos! —Señaló con la cabeza en dirección al tocador con cantoneras de plata, donde un desordenado montón de libros y manuscritos doblados parecía a punto de venirse abajo—. Ha estado leyendo demasiado para su propio bien, si me lo pregunta. Una cena caliente no es otra cosa que una cena caliente, ya sabe. No viene con ningún otro añadido que no sea la crema de la leche.

Repentinamente contenta de que Katia estuviera allí, Cendra volvió a cerrar la bata. La sirvienta llevaba ya catorce meses con ella más que cualquier otra doncella que hubiera tenido y resultaba agradable conocer a alguien lo suficiente para tomarle el pelo.

—Lo siento, Katia. Pero los pastelillos de rosas siempre delatan a Iss. Apenas tienen sabor, huelen a rosas secas y cuesta una pequeña fortuna prepararlos.

—Bien, si no los quiere… —Katia profirió un sordo bufido.

—Llévatelos. En el futuro, si tienes que interrumpirme en mitad de la noche, trae pan recién hecho, mantequilla salada en grandes cantidades y cerveza en lugar de leche; pero una que sea oscura, una lo bastante espesa como para que flote una cuchara y que tenga que ser tamizada con una estopilla para eliminar el lúpulo.

Cendra intentó mantener el rostro serio mientras hablaba, pero la palabra estopilla resultó demasiado para ella, y prorrumpió en carcajadas.

—¡Oh, señorita! ¡Qué mala es!

La risa de Katia era un poco demasiado sonora para ser considerada femenina, y a Cendra le encantaba escucharla. Había veces en que resultaba difícil recordar que la sirvienta era un año menor que ella, porque la muchacha era tan adulta, tan…, bueno…, redondeada; sin embargo, cada vez que reía volvía a convertirse en una criatura.

—Katia. —La sonrisa desapareció bruscamente del rostro de Cendra.

—¿Sí, señorita?

La joven se esforzó por encontrar las palabras.

—¿Sigues siendo… —empezó y viendo que los grandes ojos oscuros de la otra la miraban con fijeza, vaciló, deseando no haber empezado a hablar—… amable con Marafice Ocelo?

—¿Y si es así? —La expresión de Katia cambió—. Eso no tiene nada que ver con usted.

Cendra aspiró con fuerza y decidió no decir nada más, aunque luego siguió adelante y lo dijo de todos modos.

—Es un hombre tan grande y fuerte. Es como un buey. Deberías tener cuidado, eso es todo.

—Lo que haga en mi tiempo libre es cosa mía —replicó ella con un vigoroso movimiento de cabeza—. A diferencia de algunas de por aquí, soy una mujer adulta, y aquellas que no lo son y ni siquiera han besado a un hombre deberían guardarse sus opiniones para sí.

La sangre hizo enrojecer las mejillas de Cendra, pero no dijo nada. De un modo estúpido, ridículo, sintió que le escocían los ojos.

Al cabo de un instante, la expresión de la sirvienta recuperó su anterior aspecto, y la muchacha cruzó la habitación para posar una mano sobre el brazo de Cendra.

—Lo siento, señorita. De veras, lo siento. Me ha hecho decir una serie de tonterías que sin duda no pensaba. Se convertirá en mujer de un momento a otro; estoy segura de ello. —Condujo a la joven hacia la cama mientras hablaba—. En cuanto eso suceda, tendrá vestidos hermosos y adecuados, una doncella que le arregle los cabellos y pretendientes haciendo cola desde la Puerta de la Escarcha a la Fragua Roja, y todos suplicarán por el privilegio de su mano.

Katia posó una mano sobre el hombro de la joven, forzándola con suavidad a sentarse. Una segunda mano revoloteó hasta su frente.

—Pero si está temblando, señorita. Y está caliente y fría a la vez.

—Estoy bien, Katia. Sigue contándome qué sucederá cuando aparezca mi menstruación.

A la joven no le interesaba demasiado la idea de tener pretendientes haciendo cola desde un extremo de la ciudad al otro, y sabía que cualquier doncella de una dama digna de su nombre acabaría por largarse contrariada en menos de una semana, maldiciendo en voz baja aquellos cabellos que se negaban a rizarse. De todos modos, le gustaba escuchar ese tipo de cosas, porque cuando Katia hablaba de ellas, la muchacha casi podía creer que todo era normal y seguiría siendo normal, y que la expresión extraña, casi ávida, que veía en los ojos de su padre adoptivo cuando la estudiaba esos últimos días no era otra cosa que una mala pasada que le gastaba la luz.

Katia alargó la mano para coger un cepillo y empezó a peinar los cabellos de la muchacha.

—Bien, señorita, veamos. Habrá zapatos nuevos, claro está, una docena de ellos: piel de oveja durante el día, y seda bordada y encaje almidonado para la noche. Necesitará un nuevo traje de montar, adornado con piel negra de zorro, no importa lo que diga su señoría, y le hará falta una yegua digna de una dama, no esa vieja jaca que maese Almiar le deja montar alrededor del patio. Su señoría podría incluso traer alguna vieja monja que le enseñará modales y comportamiento en la mesa. Aunque no es necesario que nadie le enseñe a leer y escribir porque su señoría ya lo hizo…

Cendra asintió, disfrutando de la sensación que le producían las hábiles manos de Katia cepillando sus cabellos, al mismo tiempo que dejaba que su mente se evadiera mientras la menuda doncella seguía con su parloteo.

Demasiadas cosas habían cambiado ese último año. Tiempo atrás su padre adoptivo había sido diferente: la enviaba a buscar cada día y se dedicaba a enseñarle a leer y escribir. Sacerdotes y escribas podrían haberlo hecho por él; sin embargo, Penthero Iss había preferido hacerlo en persona, no sólo porque le gustara mantenerla lejos de cualquiera que pudiera ofrecerle su amistad —si bien Cendra había reconocido ese carácter dominante en él desde un principio, cuando una y otra vez las sirvientas y criaturas de la fortaleza con las que había intimado eran enviadas lejos de un modo sistemático—, sino porque su padre adoptivo había disfrutado realmente instruyéndola. El saber era uno de sus placeres.

—… desde luego habrá un nuevo dormitorio, uno con ventanas de mica, como debe ser, y…

Cendra parpadeó volviendo a la realidad, repentinamente interesada por lo que Katia decía.

—¿Una nueva habitación?

—Pues claro, señorita. Eso es tan cierto como el hielo sobre la Astilla.

—No comprendo. ¿Por qué?

La sirvienta dejó el cepillo y movió los ojos velozmente por la habitación en rápidas ojeadas, como si sospechara que pudiera haber gente escondida y escuchando.

—¡Oh, sí! —respondió; bajando la voz—. Ya se ha hablado de ello. Justo el otro día cuando yo estaba…, ¡hum!…, de visita con Cuchillo en la fragua, su señoría apareció y le dijo que tiene que estar listo para trasladarla en cuanto lo ordene. Desde luego, cuando el viejo Pellejo de Ternera me vio, calló de golpe, me lanzó una de sus miradas, ya sabe cuáles, esas tan lívidas y espantosas como un cadáver congelado, y aquello sólo hizo que yo saliera de la habitación sin que él tuviera que decir una palabra siquiera.

Katia sonrió de oreja a oreja, pues le encantaba contar secretos.

—¿Trasladarme en cuanto lo ordenara? —dijo la muchacha, que tragó saliva y se alegró de hallarse sentada.

Asintiendo, la sirvienta se dirigió al tocador e introdujo uno de los pastelillos de rosas en su boca.

—Eso es lo que dijo —siguió diciendo mientras masticaba—. Si me pregunta, será a una de esas elegantes habitaciones superiores en la Traba, con todo ese mármol negro y cristales oscuros de sus suelos. Tal vez tenga incluso entrada privada y escalera propia. —Katia tomó un segundo pastelillo, lo contempló, y volvió a dejarlo—. Debe jurarme que me llevará con usted, señorita, dondequiera que vaya. No soportaría regresar a la cocina y volver a fregar platos. No soportaría que me hicieran…

—Calla, Katia —la interrumpió Cendra, pues el parloteo de la criada empezaba a irritarla.

La muchacha cerró la boca con un pequeño chirrido y, azotando el aire con las faldas, empezó a recorrer la habitación y a comprobar los postigos, para a continuación remover el brasero y prepararlo todo para la noche.

Cendra apenas si se dio cuenta. ¿Trasladarse fuera del Tonel? Era impensable. Ese aposento había sido su hogar desde que podía recordar, y de las cuatro torres de la Fortaleza de la Máscara, el Tonel era la única que conocía. Allí se había roto el brazo, trepando por las almenas exteriores cuando tenía seis años; a los ocho, la habían confinado en su habitación durante dos meses debido a una infección en la sangre, y su padre adoptivo había ido a visitarla cada día, trayendo miel escarchada y peras amarillas, y a los once años, su pájaro mascota había enfermado en esa misma habitación —se arrancaba las plumas remeras y se mordía las garras— y, para complacerla, Iss había realizado una sencilla ceremonia junto a la puerta antes de enviarlo a Caydis para que acabara con sus sufrimientos. Toda su vida estaba allí; toda ella.

Angustiada, la joven levantó los pies del suelo y oprimió las rodillas contra el pecho. Nadie le había mencionado un traslado. Nada se había planeado; ningún obrero o carpintero había ido a verla, y sin duda, alguien debería haberle dicho algo. Se frotó las desnudas espinillas. Las sábanas bajo sus pies estaban mojadas de sudor y heladas.

La joven meneó la cabeza. No, no pensaría en el sueño. No era nada, nada.

—¿Necesita alguna cosa más, señorita, antes de que me vaya? —preguntó Katia mientras dejaba caer los dos pastelillos de rosas restantes en su bolsa de ámbar.

—No. —Algo en la visión de la sirvienta encaminándose hacia la puerta hizo que Cendra cambiara de idea—. Quiero decir…, sí. Una cosa más.

—¿Qué? —Los gruesos labios de la doncella aparecieron mucho más gruesos debido a un exagerado puchero.

—Sé que vas a ir a ver a mi padre adoptivo ahora… —Al ver que la otra iba a protestar, la muchacha alzó una mano—. No, no lo niegues. No te culpo. Es lo que tienes que hacer para mantenerte lejos de las cocinas. Yo haría lo mismo en tu caso. —Katia mantuvo su expresión hosca, pero Cendra siguió hablando—. No me importa que le digas que no me encuentro bien y que no tengo buen aspecto, e incluso que la cama está revuelta. Pero por favor no le digas que sé que planea trasladarme; por favor.

Katia contempló a su señora. Esta sabía que la sirvienta la envidiaba y codiciaba todas las ropas y cosas hermosas de su habitación, como los cepillos de plata y los peines de carey; sin embargo, también era consciente de que la muchacha podía ser amable cuando le convenía. En una ocasión, había realizado todo el trayecto de ida y vuelta hasta la Puerta de la Caridad para adquirir un cerrojo para la puerta.

—Muy bien. —Suspirando con exagerada energía, Katia balanceó sus rizos—. Haré lo que pueda, pero sólo porque me interesa, téngalo en cuenta. Si el viejo Pellejo de Ternera descubre que he estado revelando cosas que escuché por casualidad y que se suponía que no debía oír, me enviará escaleras abajo al instante. Y no será a la cocina a fregar pucheros.

—Gracias, Katia.

—Sin embargo, tengo que decirle cómo está —siguió la sirvienta, que, tras un carraspeo, se dirigió de nuevo a la puerta—. No hay forma de evitarlo. Ya sabe cómo es.

Cendra asintió mientras apagaba la lámpara. Sabía exactamente cómo era Iss.

• • •

Las moscas caul zumbaban en el interior de la malla, y las negras alas transparentes se agitaban más deprisa de lo que el ojo podía captar. Poseedoras de cuatro alas, cuerpos delgados y largas patas de doble articulación, típicas de los seres que anidan en otros seres vivos, las criaturas volaban despacio a pesar de sus esfuerzos, balanceándose torpemente de un lado a otro. Se trataba de hembras, desde luego, y los relucientes sacos verdinegros que llevaban alrededor del abdomen estaban hinchados hasta reventar con cientos de huevos. Penthero Iss, surlord de Espira Vanis, lord comandante de la Guardia Rive, guardián de la Fortaleza de la Máscara y señor de las Cuatro Puertas, prefirió no sostener la malla demasiado cerca. Las moscas caul habían cumplido con creces el período de incubación y estaban desesperadas por iniciar la puesta, y sus aserradas y quitinosas regiones bucales eran muy capaces de romper la tela metálica, especialmente si las hembras olían sangre.

El hombre contempló, fascinado, cómo un hembra volaba hasta el punto donde su pálida mano sostenía la malla. La piel estaba limpia y sin desgarros, algo que en absoluto era lo que la criatura deseaba, pero había visto a algunas moscas caul producir las heridas que necesitaban. No obstante, esa no tendría la oportunidad. Con la mano libre, sacó una tela de fieltro azul de alrededor de su cintura y la colocó sobre la parte superior de la malla. Llegaría a su destino dentro de un cuarto de hora, y un corto período de oscuridad no provocaría somnolencia en las hembras, pues había estudiado sus puntos débiles, y era el frío, no la oscuridad, lo que las hacía moverse más despacio.

Mientras recorría la desierta galería en dirección a la Astilla, Iss contó los días. Seis. Guardaba anotaciones, claro está, pero confiaba en la minuciosidad de su propia mente más que en cualquier dato garabateado en una hoja. No deseaba arriesgarse a debilitar al Ser Sometido procediendo demasiado pronto en relación con la anterior extracción. Era necesario ser meticuloso en todas las cosas, y muy especialmente en la utilización del poder.

Seis eran suficientes, no obstante. Seis días estaban bien.

El invierno llegaba pronto a las montañas y a la ciudad de Espira Vanis, y la temperatura en la galería este se hallaba en esos momentos justo por debajo del punto de congelación. Iss contuvo el deseo de estremecerse. Había crecido odiando el frío. El frío significaba demasiada poca leña en el fuego y la carencia de mantas suficientes en la cama, y él sabía lo que era aquello. De niño había soñado con hogares en los que ardía un buen fuego de llamas chisporroteantes y con una capa tras otra de plumón de oca amontonadas sobre su pecho, y entonces, cuarenta años más tarde, poseía todo eso, aunque no podía decir que fuera suficiente.

Era surlord, no rey, y si bien podría gobernar durante veinte años o más, una muerte violenta sería su final. Así funcionaban las cosas en Espira Vanis. Los historiadores podían mencionar los nombres de Uron el Puro y Rhees Grifo, y de un puñado de otros hombres que habían gobernado la ciudad y habían muerto en la cama; pero Iss se había mantenido oculto en las sombras y había contemplado cómo cinco camaradas juramentados hacían pedazos a Boris Horgo. Este era un anciano reseco y arrugado, e Iss apenas podía creer lo mucho que llegó a sangrar; incluso a veces veía la sangre en sus sueños. En ocasiones, la sangre era suya.

Tantos surlores: Boris Horgo, Rannock Talas, Theric Talas, Connad Talas, Lewick Crieff —al que llamaban Semirrey—, Garath Lors, Stornoway el Osado…, y la lista seguía, remontándose más y más, hasta Theron Pengaron, que fue asesinado por los sicarios de su sobrino en el terreno donde entonces se alzaba la Astilla. Todos habían muerto como correspondía a un surlord: acuchillados por la espalda, de un disparo a distancia, envenenados, apaleados, traicionados. La única ley de sucesión en Espira Vanis era la ley del poder superior, y en cuanto un rival olía a debilidad, se rodeaba de sus conspiradores y tramaba la muerte del surlord. Iss conocía cuál era su posible destino, lo sabía y se negaba a aceptarlo.

No era suficiente ser surlord, tenía que convertirse en algo más.

Un aire helado se asentó en los pulmones de Iss cuando se acercó a la Astilla. La piedra caliza, tan blanquecina y lisa como el hielo de un lago, le arrebataba el calor de las suelas de los pies. Objetos pesados colgaban de su cinturón y se acurrucaban en la seda doble de sus vestiduras. La pequeña lámpara de piedra tan ingeniosamente construida por los bárbaros que vivían en el norte a lo largo de la costa, con sus protecciones de ballena y la tapa de asta desbarbada, despedía calor y luz con más seguridad que cualquier otra lámpara. Si caía al suelo, la llama seguía estando en la cámara central; incluso en ese momento, que golpeaba con suavidad contra su muslo, proporcionaba un calorcillo agradable y benigno. En cuanto a los otros dos paquetes que colgaban de su cinturón, habría sido mejor que la señora Wence los hubiera envuelto bien. La miel calentada al fuego y las judías amarillas machacadas y luego coladas podían rezumar líquidos muy desagradables para alguien vestido con ropas de seda.

Iss había descubierto que a las moscas caul les gustaba alimentarse después de poner sus huevos. Por lo general, se tenía la errónea idea de que las hembras adultas se alimentaban de sangre, pero él las había observado y sabía que no era así. La miel era lo que más les gustaba, a poder ser caliente. Las moscas habían sido criadas en la fortaleza en el frío clima de los Territorios del Norte, pero todavía retenían el recuerdo del lejano sur al que pertenecían. En cuanto a las judías amarillas, eran para alimentar al Ser Sometido, e Iss había pedido a la señora Wence que las enriqueciera con mantequilla y yemas de huevo, y les pusiera tan poca sal como le pondría a la comida de un niño.

Sosteniendo la malla parcialmente cubierta a cierta distancia por delante de él, el hombre se aproximó a la Astilla. Como siempre, la temperatura empezaba a descender a medida que uno se acercaba a la puerta y, por si eso fuera poco, en los últimos días el agua que rezumaba de la sillería se había convertido en una capa de hielo azul sobre la arcada. Iss sacó la llave. Bestias empaladas con múltiples cabezas y gruesas y poderosas colas de serpiente observaron cómo giraba el cerrojo desde su puesto en la base de la aguja. La lámpara de aceite parpadeó, lo que provocó que las figuras talladas danzaran sobre las estacas; pero Iss ajustó el candil, y la luz perdió intensidad, con lo que las criaturas regresaron a su pétrea inmovilidad.

La puerta se abrió con un leve siseo, y un vapor de escarcha se retorció por la abertura, como el tejido de un espectro que acaba de alzarse. En el interior de la malla, las moscas caul plegaron las alas y se dejaron caer hasta la base de la improvisada bolsa.

La primera helada era siempre la peor en la Astilla. La sillería exterior rezumaba humedad todo el año, y arcadas, repisas y piedras angulares dejaban entrar el agua. Los muros interiores exudaban agua, que descendía en finos hilillos, siguiendo las curvas de las piedras talladas al sesgo y los bordes de los escalones. Las goteras adquirían grosor en los aleros, se veían charcos en ranuras y zanjas, y paredes enteras relucían cubiertas de humedad. La primera helada lo convertía todo en una humeante neblina, y a medida que transcurrían las semanas y se acortaban los días, se iba formando una capa de hielo sobre los muros exteriores, pues el agua se enfriaba deprisa y a continuación se congelaba. Dilatándose según se solidificaba, el hielo resquebrajaba la roca igual que si se tratara de un albañil con un mazo, y de ese modo, cada período de clima templado y su consiguiente deshielo llevaban a la Astilla más cerca del derrumbe. Toda la estructura estaba agrietada, se desmoronaba, se hacía pedazos. Lo único que la mantenía en pie era la precisión del corte y colocación de cada piedra.

«Y los cimientos, desde luego», se dijo Iss con una rápida sonrisa desprovista de alegría. Ningún edificio de los Territorios del Norte tenía cimientos que pudieran compararse con los de la Astilla.

La luz de la lámpara de piedra apenas si hacia otra cosa que reflejarse en el rostro del hombre mientras este atravesaba el humo para penetrar en la rotonda inferior de la torre. Baldosas agrietadas se balancearon bajo sus pies al andar. Faltaban secciones enteras del suelo original, bien arrancadas por trabajadores codiciosos o destruidas por heladas y piedras caídas, pero a Iss no le importaba. La escalera de la Astilla ascendía en espiral por el centro de la torre, deteniéndose en treinta y nueve pisos sucesivos antes de alcanzar el ápice de la aguja que perforaba las tormentas; no obstante, Iss sentía sólo un pasajero interés por cualquiera de ellos. Por encima del nivel del suelo, la piedra de la Astilla estaba tan muerta y era tan inútil como un pie ennegrecido por la congelación; era bajo tierra, en la Aguja Invertida, donde la piedra se convertía en algo enérgico y lleno de vida.

El surlord cruzó hasta la base de la escalera de caracol, hacia las oscuras sombras y el irregular espacio situado bajo el primer tramo de escalones. Doblando la espalda todo lo necesario, siguió la curva de las escaleras, hasta que su cuerpo quedó pegado contra la pared del fondo.

Poniendo en tensión mandíbula y puños, pronunció una palabra. Esta lo debilitó mucho más de lo que esperaba, y gotas de orina salpicaron su muslo; pero, aunque agudo, el dolor fue efímero, y una poderosa contracción de la pared del estómago le inundó la boca con un sabor salino.

Incluso antes de que pudiera escupir, la caja de la escalera retumbó y empezó a balancearse hacia atrás, como si fuera un portón. El rechinar de ruedas y cadenas de hierro quedó ahogado por paredes de un metro de espesor y, por encima de la cabeza de Iss, la enorme escalera de piedra, cuyos bloques se movieron minuciosamente en los lechos de mortero deteriorado, se estremeció. Polvo de piedra caliza se le filtró hasta los hombros mientras la pared completaba su movimiento y descubría una cavidad no mucho mayor que el tamaño de un hombre agachado.

Esa era la parte que Iss odiaba. Estremecido aún por la invocación, con las articulaciones de las rodillas tan débiles como madera verde y los muslos húmedos de orina, el hombre penetró en la abertura con un gran esfuerzo. No hubo vapor de escarcha que se alzara del hueco para recibirlo porque allí la frialdad poseía una cualidad distinta y más permanente, y toda la neblina hacía tiempo que se había posado y congelado. Más abajo, en el ápice de la Aguja Invertida, el aire era diferente, más cálido, pero las costuras de hielo permanecían todo el año en el borde.

Al igual que el frío, la oscuridad estaba también más concentrada, por lo que Iss se vio obligado a desenganchar la lámpara de piedra de su cinturón y a ajustar las fibras de ballena para que entrara una mayor cantidad de aire. No le gustaba demasiado la oscuridad, si bien reconocía que tenía su utilidad; las cosas que se mantenían en ella, por lo general, acababan debilitándose con el tiempo.

Escupiendo para liberar su boca de los últimos restos de metal, avanzó con cautela mediante pequeños pasitos sobre sus dedos, hasta que los pies encontraron el borde del primer escalón. Contrariamente a la torre situada encima, la Aguja Invertida no presumía de escalera central; más bien los peldaños discurrían a lo largo de la pared exterior, descendiendo gradualmente en forma de gran arco en espiral, en cuyo centro se abría un enorme hueco de muchos pisos. Negra como la noche, más fría que el hielo compacto, alimentada por vientos que se engendraban a sí mismos y sujeta a cada movimiento y balanceo de la montaña que horadaba, la Aguja Invertida era una fuerza en sí misma. Tan profunda como alta era la Astilla, estrechándose hasta convertirse en una punta afilada como un clavo, perforaba el lecho de roca del monte Tundido como una estaca clavada en su corazón.

Los muros hendidos por la escarcha relucieron a la luz de la lámpara de Iss. Cuanto más descendía el surlord, más claro y duro se tornaba el hielo. Triturado hasta convertirse en cristales merced al peso y compresión del monte, el hielo encontraba colores en la luz de la lámpara que ningún ojo podía ver. No por vez primera, el hombre resistió el impulso de alargar la mano y tocarlo; en una ocasión, hacía casi ocho años ya, había perdido la piel del dedo anular de ese modo.

La montaña combatía a la Aguja Invertida, abriéndose paso a través de secciones enteras de revestimiento de granito como las raíces de un roble por entre la tierra; pero incluso taladradas por los blancos nudillos y huesos del monte Tundido, las paredes permanecían intactas. El revestimiento había sido extraído de la veta del torreón de Linn, y se decía que había conjuros de sangre y maldiciones de hechiceros colocados en lo más profundo de la piedra. Robb Zarpa, el bisnieto de Glamis Zarpa y constructor de la Fortaleza de la Máscara, había afirmado en una ocasión que sería necesaria una acción divina para quebrar la Aguja.

Temblando, Iss acercó la malla a su pecho. El frío había aletargado a las moscas caul, y ni una sola de las doce hembras se movía entonces. Unas pocas morirían; ya lo esperaba. En una ocasión, varios años atrás, en mitad de uno de los inviernos más fríos que Espira Vanis había conocido jamás, todas las hembras ponedoras habían muerto; pero él, aunque de un modo chapucero, había conseguido extraer los huevos. Por desgracia, no obstante, sólo una porción de larvas mucho menor de lo normal había conseguido salir y sobrevivir.

Al tener que sostener la lámpara con una mano y sujetar con fuerza la malla con la otra, el descenso le resultó lento y difícil, y si bien hacía tiempo que había dominado el arte de no mirar hacia abajo, sólo con saber que una profunda sima se abría a sus pies era suficiente para sentir como si un manto pegado a su cuerpo dificultara sus movimientos. Cada peldaño tenía casi un metro de ancho, una longitud considerable; sin embargo, empezaban en granito formado a presión y tan resbaladizo como el cristal, y finalizaban en el vacío, y había que tener sumo cuidado para escoger dónde se pisaba. Iss se mantuvo justo en el centro y dedicó sus pensamientos a cuestiones que hallaba agradables.

La sirvienta Katia, por ejemplo. Era una muchacha tan astuta y despierta que resultaba demasiado buena para que la penetrara Cuchillo. No era que Iss sintiera el menor interés por llevársela a la cama, pero podría resultar interesante averiguar cuán lejos llegaría la joven, qué sería capaz de hacer, con tal de librarse de la amenaza de las cocinas.

El surlord sonrió con toda la satisfacción de un joyero al engastar una gema. Ese era el punto débil de Katia: su temor a terminar en las cocinas, con las venas destrozadas y el rostro enrojecido; con los pechos, en el pasado erguidos, descansando como odres vacíos sobre el vientre, y con la brillante melena convertida en una mata de pelo gris. Nacida y criada en la fortaleza, Katia había crecido contemplando cómo le sucedía exactamente eso a toda mujer que trabajaba allí: la Fortaleza de la Máscara tomaba y tomaba, pero casi nunca daba. Y la ladina lagarta temía que eso mismo le sucediera a ella.

Una vez que Iss descubría cuáles eran los temores de una persona, esta se convertía en propiedad suya. Entonces, Katia le pertenecía. La muchacha amaba a Asarhia Lindero, la admiraba y la protegía; sin embargo, también sentía envidia de la joven, una profunda envidia. La envidia y el amor combatían en su corazón, aunque el miedo a regresar a las cocinas siempre salía triunfante. Por ejemplo, esa noche. Estaba claro que la muchacha no había querido contarle que la habitación de su señora, las sábanas y sus cabellos estaban en total desorden; que la piel de Asarhia ardía, pero que el sudor que la cubría era frío como agua surgida del hielo. No obstante, Katia le había contado aquello y más. Su señora no era la persona que podía salvarla de una vida entre fogones; Iss se había asegurado de que lo supiera.

En cuanto a la otra cuestión la posibilidad de que la joven hubiera contado a Asarhia lo que había oído accidentalmente el otro día en la Fragua Roja, bien, eso en realidad no importaba en absoluto. Cuchillo vigilaba a la muchacha día y noche, incluso cuando abandonaba sus aposentos y no se daba cuenta de que la observaban. Iss aminoró el paso por un instante. No disfrutaba tomando tales medidas contra su casi-hija. Esta era, por lo general, una muchacha dulce y confiada, pero empezaba a sentirse asustada, y él sabía por experiencia que la gente asustada hacía cosas estúpidas.

Sintiendo que una ráfaga de aire más caliente soplaba sobre sus mejillas, el surlord realizó los ajustes finales a la lámpara. La primera cámara no podía estar muy lejos ya. La Aguja Invertida sólo tenía tres habitaciones, todas dispuestas cerca o justo encima del ápice, y cuando se alcanzaba la primera, la aguja era ya tan estrecha como un toril. La segunda cámara era más pequeña aún, y la última apenas tenía el tamaño de un pozo de ventilación. Sujeta en el interior de una grieta de roca negra, la base finalizaba en una punta de aguja de acero.

No por primera vez, Penthero Iss se encontró deseando que la lámpara de piedra pudiera iluminar mejor el camino. La curva de las escaleras era más pronunciada cuanto más se descendía, y el declive, mayor, y pasar de un peldaño desgastado e inclinado a otro resultaba un peligro de la peor clase. Sabía que podía usar brujería para obtener luz, pero también sabía que aquello tenía un precio que no deseaba pagar. La partícula de orina congelada que en aquellos momentos se deshelaba sobre su muslo era un buen recordatorio de ello, y además él no era una persona poseedora de una gran habilidad, como algunos. Poseía la suficiente; sólo la suficiente. Su fuerza residía en otra parte…, como por ejemplo su habilidad para elegir hombres.

Marafice Ocelo era uno de sus elegidos. El protector general de la Guardia Rive era peligroso, pues podía inspirar lealtad en hombres combativos. Iss se había dado cuenta de ello muy pronto, en la época en que Marafice Ocelo era un humilde camarada de la guardia, con una espada recién forjada al cinto y el lodo de la Puerta de la Escarcha incrustado en sus botas. Iss era protector general por aquel entonces, siempre alerta por si aparecían rivales. Otro podría haberse propuesto destruir a Marafice Ocelo, matarlo antes de que se convirtiera en una amenaza, pero Penthero Iss había decidido atraerlo hacia sí, pues veía en él a un hombre que podía serle útil, uno que poseía cualidades de dominación y brutalidad que a él le faltaban. Cuando llegó el momento de asaltar la fortaleza y derrocar al envejecido Boris Horgo, había sido Marafice Ocelo quien había mandado la Guardia Rive, quien había asesinado a una docena de hacendados y apóstatas en los helados peldaños del Asta.

Habían sido diez días sangrientos. Los apóstatas habían sido expulsados de la ciudad, y sus amurallados alcázares, que ellos denominaban «fortalezas-santuario», habían sido tomados al asalto y destruidos. Cuando todo acabó, Penthero Iss, pariente del lord de las Haciendas Divididas, había tomado el título de surlord para sí, y Marafice Ocelo, Cuchillo, había permanecido a su lado como protector general.

Habían transcurrido quince años, y seguían siendo surlord y protector general, e Iss no tenía motivos para lamentar su elección. Con aquel hombre cubriendo sus espaldas, manteniendo a la Guardia Rive leal, tenía las manos libres para ocuparse de los señores de las haciendas.

Las grandes casas de Espira Vanis eran una espina clavada en su costado, pues protestaban constantemente en demanda de tierras y oro. Hacía trece años que se había llegado a un trato, y los hacendados jamás permitían a Iss que lo olvidara.

—Nos prometiste la oportunidad de ganar tierras y gloria —había dicho el Verraco Blanco hacía apenas seis días en los aposentos privados de Iss—. Esa es la única razón de que seas surlord hoy. Olvídalo, y nosotros podríamos olvidar que juramos protegerte en la Cripta Negra.

Penthero Iss casi había sonreído ante las palabras del otro. Las amenazas de muchachos de diecisiete años no le afectaban, pero, de todos modos, había visto suficiente para comprender que el joven y ambicioso hacendado de poca monta que tenía ante él, vestido con el blanco y oro de los Talas, y con un sable de metro y medio de longitud a la espalda, podría un día intentar hacerse con su puesto. El jovencito ya había empezado a hacerse llamar el Verraco Blanco en honor de su bisabuelo, que había conducido a la Guardia Rive a la victoria en Aspa Alta. No era necesario ser adivino para saber que atesoraba parecidos sueños de gloria para sí mismo.

«Bien —pensó Iss, atisbando en la oscuridad del fondo—, tal vez el Verraco Blanco tenga la oportunidad de conducir un ejército antes de lo que imagina. Puede ser que se encuentre con el hacha de un miembro de un clan clavada en su porcino corazón».

Al descubrir la parte superior del primer techo de piedra a sus pies, el hombre se permitió cierta relajación. Si caía entonces, no se partiría el cuello.

El techo se extendía por la Aguja Invertida como una gran válvula de piedra a través de una tubería. Con el paso de los siglos se habían ido amontonando escombros en la parte superior, caídos de lo alto de las paredes; fragmentos de roca, azulejos del revestimiento y curiosos pedazos de sillería descansaban en desordenados montones entre los huesos amarillentos de ratas, palomas y murciélagos que habían conseguido penetrar en la Aguja por medios que Iss no podía ni imaginar. También había huesos humanos allí, y se podían distinguir con claridad dos cajas torácicas sobresaliendo entre los montículos de polvo de roca como arañas que se ocultasen en la arena. Iss se había encargado de examinar aquello en una ocasión, pero no había conseguido encontrar más que un cráneo.

Pedazos de comida, tiras de malla y unas cuantas sobras habían caído de las manos del propio surlord. El verano anterior, durante la fiesta de los Mendigos, había traído una cesta de fresas maduras con él, luego se encontró con que habían resbalado de su mano a mitad del descenso. Seguían allí entonces, desperdigadas por la piedra como salpicaduras de sangre. Rojas, relucientes y oliendo como el perfume de una prostituta inmunda, hacía poco que habían empezado a pudrirse, pues en lo más profundo del corazón de la montaña, las cosas tardaban años en descomponerse.

Más adelante, la escalera se introducía bajo la plataforma de piedra y penetraba en la habitación situada debajo. Iss agachó la cabeza, y el aire se calmó de inmediato, pues ya no estaba sujeto a los vientos de la sima, y un aumento del calor acompañó a la calma. La llama del interior de la lámpara de piedra, que se estremeció y se movió velozmente, iluminó una cámara circular de paredes lisas. Había ganchos y argollas de metal clavados en la piedra, y unas cadenas corrían por una serie de lazos para luego finalizar bruscamente, cortadas en mitad de un eslabón. Si se examinaban con atención, se podían distinguir pedazos de tejido castaño enganchados en las cadenas, que muy bien podrían ser piel sin curtir; sin embargo, si Iss hubiera tenido que apostar dinero al respecto se habría inclinado por decir que se trataba de piel humana.

Descendiendo por una curva en declive a lo largo del perímetro de la habitación, apenas dedicó una fugaz mirada al contenido de la estancia. Pronto, muy pronto, haría que Caydis retirara la jaula de alambre, el contrapeso y la rueda agrietada y grasienta, y se colocarían cosas hermosas en su lugar: almohadones mullidos, arcones de suaves maderas y tapices tejidos con hilos azules y dorados, cosas que agradasen a una muchacha.

Al bajar hacia la sala del ápice, Iss dejó de lado todo pensamiento superfluo. El aire ahí abajo era rancio y espeso como aguas estancadas en el fondo de un lago, y no importaba cuántas veces se hubiese acercado a la última sala, el repentino cambio siempre lo cogía por sorpresa. Sus pulmones experimentaban dificultades para expeler el aire, y en el interior de sus oídos dos agudos aguijonazos de dolor se clavaron hacia dentro. El surlord tragó saliva con fuerza, y rezó para que sus oídos no eligieran ese momento para sangrar.

Allí el revestimiento de piedra era más grueso que en ninguna otra parte de la Aguja, pues se trataba de granito formado a presión, lleno de espirales y nudos como la corteza de un árbol, que resistía cualquier rotura que no fuera la provocada por las convulsiones más violentas del monte Tundido. Motas de falso oro relucían en el interior de la piedra.

Tras descolgar de su cinturón los paquetes que contenían la miel y las judías amarillas, Iss descendió los últimos diecisiete peldaños y llegó a la habitación del ápice. El Ser Sometido aguardaba allí: hambriento, destrozado, desesperado por obtener algo de luz, y perfectamente aislado del mundo exterior por la estructura y especiales características de la Aguja Invertida.

Iss sacó sus pinzas de plata y destapó la malla de las moscas caul. Esa noche obtendría poder más allá de sus posibilidades.