Angus Lok se dedicaba a recibir besos. Catorce en total, para ser exactos, uno por cada medio céntimo que Beth y Pequeña Moo le iban a costar. Era idea de Beth, desde luego; quería nuevas cintas para su cabello y estaba preparada a hacer cualquier cosa besos incluidos para conseguirlas. Pequeña Moo era demasiado joven para haberse formado cualquier tipo de opinión sobre cintas que no fuera que resultaban agradables de masticar; no obstante, besaba a su padre igualmente, riendo con nerviosismo y humedeciendo el rostro de Angus con pegajosos, y cada vez más animados, besos que sabían a tortas de avena.
—Por favor, padre. Por favor —decía Beth—. Lo prometiste.
—Pod favod —repitió Pequeña Moo.
Angus Lok profirió un gemido. Sabía cuándo lo habían vencido, de modo que se dio una palmada en el pecho.
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —exclamó—. ¡Habéis desgarrado el corazón de vuestro padre junto con su bolsa! ¡Serán cintas! ¿Supongo que debería preguntar qué colores querréis?
—Rosa —respondió Beth.
—Sul —indicó Pequeña Moo.
Angus Lok levantó a su hija pequeña, la apartó de su regazo y la dejó con suavidad en la alfombra de pellejo de zorro que tenía a los pies.
—Entonces, serán rosa y sul.
Beth lanzó una risita divertida al mismo tiempo que posaba un último beso en la mejilla de su padre y se ponía en pie.
—Azul, padre. Pequeña Moo las quiere de color azul.
—Sul, sul —repitió esa alegremente.
—Angus.
El hombre alzó la mirada al oír la voz de su esposa. Fueron dos sílabas, sin embargo supo de inmediato que algo no iba bien.
—¿Qué sucede, cariño?
Darra Lok vaciló un instante en el umbral, como reacia a avanzar; luego, aspiró levemente y con resignación, y entró en la cocina de la granja. Al reunirse con su esposo junto a la lumbre, se detuvo para apartar un mechón de pelo rebelde del rostro de Beth y privar a la Pequeña Moo de un pedazo de torta de avena lleno de pelos que la niña había recogido de las profundidades de la alfombra de piel de zorro.
Tras sentarse en el banco de madera de roble que el senescal de su padre había tallado para ella como regalo de boda dieciocho años atrás, Darra Lok tomó la mano de su esposo entre las suyas y, después de comprobar que de sus tres hijas las dos más jóvenes estaban enfrascadas en su propio mundo de cintas y tortas de avena, se inclinó sobre Angus.
—Ha llegado un cuervo —dijo.
Angus Lok aspiró con fuerza y retuvo el aire. Cerrando los ojos, envió una silenciosa plegaria a cualquiera y a todos los dioses que pudieran estar escuchando. «Por favor, que no sea un cuervo. Por favor, que Darra se haya equivocado y sea un grajo, una chova o una corneja cenicienta». Pero al mismo tiempo que formulaba su deseo, sabía que se equivocaba. Darra Lok reconocía un cuervo cuando lo veía.
Acercó la mano de su esposa a sus labios y la besó. Sabía que a los dioses no les gustaba que un hombre efectuara un deseo justo después de otro, de modo que no solicitó que su miedo no se reflejara en su rostro, sino que simplemente lo ocultó lo mejor que pudo.
Los ojos azul oscuro de Darra se clavaron en los suyos. Su rostro, por lo general hermoso, aparecía pálido, y pequeñas arrugas que Angus apenas había advertido antes estaban profundamente dibujadas en su frente.
—Cassy lo divisó esta mañana; describía círculos sobre la casa. No se ha posado hasta ahora.
—Llévame hasta donde esté.
La mujer soltó la mano de su esposo y asintió; se puso en pie despacio, de mala gana, sacudiéndose un polvo imaginario del delantal.
—Beth, vigila a tu hermana. Encárgate de que no se acerque demasiado al fuego. Regresaré dentro de un minuto.
La niña asintió con un gesto que era tan parecido al que Darra acababa de efectuar que puso a Angus el corazón en un puño. Un cuervo había llegado a su casa, y aunque las enormes aves de color negro azulado, con sus largas alas afiladas, poderosas mandíbulas y voces humanas, significaban muchas cosas distintas para mucha gente distinta, para Angus Lok significaban sólo una: abandonar el hogar.
Darra lo precedió fuera de la cocina, y el hombre se detuvo un instante para acariciar la mejilla de Beth.
—Rosas y azules —articuló mientras salía, de modo que ella supiera que no se olvidaría de las cintas.
En el exterior, llovía; era una llovizna uniforme, que se había iniciado justo antes del amanecer, y los terrenos que rodeaban la granja de Lok empezaban a embarrarse. Darra había pasado la mayor parte de la mañana recolectando lo que quedaba en su huerto de verduras en previsión a la llegada de la primera helada, y la pequeña parcela situada justo debajo de la ventana de la cocina estaba totalmente pelada. A un lado del huerto de verduras, las gallinas cloqueaban, nerviosas, en el gallinero, construido en un cobertizo alzado, apoyado en la pared de la chimenea de la cocina. Ellas lo sabían todo respecto a los cuervos.
—¡Padre!
Angus Lok se volvió hacia la voz de su hija mayor. Cassy Lok llevaba el rostro manchado de mugre, los cabellos aplastados contra los lados de la cabeza a modo de dos húmedas cortinas, y se cubría con una vieja esclavina de hule que había recibido con la granja, junto con una mantequera y dos arados oxidados. Sin embargo, para Angus aparecía totalmente hermosa, con las mejillas arreboladas y los ojos color avellana tan brillantes como si fueran gotas de lluvia reluciendo sobre ámbar. Tenía dieciséis años, edad suficiente para estar casada y tener ya dos hijos. El hombre frunció el entrecejo. ¿Cómo iba encontrar jamás a un joven escondida allí, en la granja y los bosques, a dos días de viaje en dirección nordeste de Ile Espadón? No lo haría, y esa era una de las razones por las que Angus Lok no dormía bien por la noche.
—¿Has venido a echar un vistazo al cuervo? —inquirió la joven, cuya voz sonó llena de excitación, mientras corría a reunirse con su padre—. Es un mensajero, como los grajos que a veces vienen, sólo que mayor. Lleva algo atado a la pata.
Darra y Angus Lok intercambiaron una mirada.
—Cassy, ve adentro y caliéntate. Tu padre y yo nos ocuparemos del pájaro.
—Pero…
—Adentro, Casilyn.
La joven apretó los labios y profirió un leve resoplido de enojo; luego, se dio la vuelta y se marchó en dirección a la casa. Darra casi nunca utilizaba su nombre completo.
Angus se pasó una mano por el rostro para quitarse las gotas de lluvia de las cejas y la barba al mismo tiempo que contemplaba cómo Cassy cerraba la puerta de la cocina a su espalda. Era una buena chica. Ya hablaría con ella más tarde y le explicaría lo que pudiera.
—Por aquí. Al ave no le gusta la grajera como al resto. Se ha posado en el viejo olmo de la parte trasera.
Sin aguardar a que su esposo respondiera a sus palabras, Darra atravesó el patio y siguió por un lado de la casa; pero Angus había vivido demasiado tiempo con su esposa como para no comprender que su vivacidad era una tapadera. La mujer estaba nerviosa e intentaba no demostrarlo.
En la parte posterior de la granja de los Lok se extendía un terreno boscoso, en el que enormes y viejos robles, olmos y tilos crecían y se desparramaban sobre una fértil y húmeda maleza de líquenes, hojas muertas, mantillo y helechos. En primavera, Cassy y Beth buscaban allí huevos de ganso azul, ranas arbóreas y hierbabuena silvestre, y en verano se pasaban días enteros en los bosques, recogiendo frambuesas, moras, grosellas y ciruelas negras, para regresar a casa al atardecer con rostros pegajosos y cestos repletos de oscuras frutas maduras, que tendrían que ser puestas en remojo para ahogar los gusanos. En otoño iban en busca de setas y sombreretes, y en invierno, durante las épocas en que el trabajo de Angus lo enviaba lejos, Darra colocaba trampas para cazar pequeños animales salvajes.
—¡Caá! ¡Caá!
El cuervo anunció su presencia con dos cortas y enojadas notas, atrayendo la mirada de Angus Lok hacia el cielo, que ascendió por las ramas del enorme olmo blanco que en verano proporcionaba sombra a toda la casa. Incluso rodeada por ramas del grosor de un brazo, la figura del pájaro resultaba inconfundible, posada en el árbol con toda la arrogancia de una pantera que descansa tras una cacería fácil. Negro e inmóvil, contempló al hombre con ojos de color oro líquido.
La mirada de Angus se desvió de los ojos de la criatura a sus patas. Una marcada zona más gruesa, justo por encima de la garra izquierda, resultaba claramente visible: piel de lucio, sujeta con tendón, y luego cubierta con un precinto de resina.
—¡Caá! ¡Caá!
«Eh, te desafío».
El hombre escuchó el grito del cuervo como un reto. Sólo dos personas en los Territorios del Norte usaban cuervos para transportar sus mensajes, y Angus sabía en lo más profundo de su ser que no quería tener noticia de ninguna de las dos. El pasado descansaba en el interior de aquella bolsa de piel de lucio, y él y el cuervo lo sabían.
—Haz que baje. —La voz de Darra sonó baja, y sus manos retorcieron la tela del dental.
Asintiendo con suavidad, Angus silbó como le habían enseñado hacía casi veinte años: dos chirridos seguidos por una única nota.
El cuervo meneó la cabeza y sacudió las alas, y los dorados ojos estudiaron al hombre. Transcurrieron unos segundos, y entonces, emitiendo un graznido que sonó igual que una risa humana, descendió de la rama.
Darra retrocedió cuando la enorme ave se posó, y Angus tuvo que combatir el impulso de retroceder también él. El pico del cuervo era tan grande como una punta de lanza, afilado y ganchudo como la desmenuzadora de un arado. Encantado, al parecer, por el temor de la mujer, el pájaro danzó hacia ella, balanceando la cabeza y profiriendo apagados grititos.
—No, querido animalito.
Angus agarró el cuervo y le rodeó el vientre con una mano, mientras con la otra le cerraba con fuerza el pico; luego, levantó el ave del suelo y la apretó contra su pecho. El animal agitó las alas y movió las garras, pero el hombre lo sujetó con energía, aumentando la presión sobre el pico.
—Darra, coge el cuchillo de mi cinto y corta el mensaje.
La mujer hizo lo que le decían, aunque la mano que empuñaba el cuchillo temblaba tanto mientras cortaba el precinto que casi hirió al pájaro. Con el tendón y las ataduras de resina rotas, el paquetito, no mayor que el dedo meñique de un niño, cayó sobre la palma izquierda de Darra.
Angus se apartó de su esposa y arrojó al cuervo lejos de él. El ave desplegó las alas y se elevó por los aires, riendo y riendo, al mismo tiempo que desaparecía en el cielo color acero.
—Ten, cógelo —dijo la mujer, y le tendió el paquete.
La envoltura de piel de lucio estaba muy manchada por la lluvia, la resina y la liga de pájaro, pero todavía resultaban visibles pequeñas zonas de un verde plateado. Aquella clase de piel era ligera, fuerte e impermeable, y se le podía dar forma estando húmeda. Resultaba un material útil, pero Angus ni recordaba la última vez que había recibido un mensaje envuelto de ese modo. En cuanto los dedos del hombre se cerraron sobre el blando y mojado paquete, su esposa retrocedió un paso. Angus le dedicó una veloz mirada. «Quédate».
—No, esposo mío. —Darra negó con la cabeza—. Llevo casada contigo dieciocho años, y ni una sola vez he mirado ninguno de los mensajes que ellos han enviado. No creo que sea este un buen momento para interrumpir la cuenta.
Dicho aquello, la mujer acarició la mejilla derecha de su esposo, se dio la vuelta y se alejó.
Angus se llevó la mano al rostro allí donde su esposa lo había tocado, aferrándose a su calor mientras observaba cómo ella desaparecía tras la esquina de la casa. No se la merecía. Ella era una Ross de la colina Embozada, y su padre, un hacendado, y diecinueve años atrás, cuando se conocieron por vez primera, ella podría haber tenido cualquier hombre que hubiera deseado. Angus Lok jamás lo había olvidado, y le pasó por la mente mientras deshacía el rollo de piel de lucio y extraía el pedazo de corteza de abeto blanco ablandado con saliva.
Rebanada tan finamente que el hombre distinguía su dedo a través de las fibras, la blanda tira de corteza interior llevaba un reborde de focas persiguiendo lunas en cuarto creciente grabadas a fuego en la madera. El mensaje también estaba grabado a fuego, concienzudamente transcrito con la punta de una aguja al rojo vivo:
El Ser de Brazos Extendidos llama.
Días más oscuros que la noche nos aguardan.
Sadaluk.
Angus fue hacia el enorme y viejo olmo y se apoyó pesadamente en su tronco. Las gotas de lluvia formaban una cortina de luz burbujeante a su alrededor. Estaba preparado para muchas cosas, algunas terribles, pero eso… Una amarga sonrisa cruzó el rostro del hombre. Eso era algo que creía haber dejado bien atrás. Todos lo creían.
«Es tu elección, Angus Lok. Haz de ella lo que desees». El pasado dio un tirón como un músculo desgastado en el pecho del hombre y le acortó la respiración, impidiéndole respirar con facilidad. Tendría que marcharse esa noche; encaminarse a Ile Espadón y reunirse con aquellos que debían ser informados. Ni por un momento se le ocurrió poner en duda el mensaje, ya que Sadaluk, de la tribu de los tramperos de los hielos, no era la clase de persona dada a comunicados precipitados. Veinte años, y esa era la primera vez que Angus tenía noticias suyas.
Bajo los pies del hombre, el pelado terreno que rodeaba el olmo se convirtió en lodo. La risa del cuervo resonó en las últimas hojas que permanecían aún en el árbol. Angus dirigió una veloz mirada a su casa. En el interior, Cassy estaría ayudando a Darra a avivar el fuego antes de la cena, en tanto Beth arrollaría masa para confeccionar los dulces y pegajosos pasteles innominables que a ella y a Pequeña Moo les encantaba comer. En cuanto a la Pequeña Moo… Bien, probablemente se habría desplomado sobre la alfombra y estaría profundamente dormida en esos momentos; aquella niña podía dormir en cualquier parte.
Un dolor, que jamás había abandonado por completo el pecho de Angus, volvió a reafirmarse con una única y suave cuchillada. ¿Hasta qué punto estaban seguras sus hijas esa noche?
Tras guardar el mensaje en una banda del interior de su chaleco, Angus se apartó del olmo con un esfuerzo y se dirigió al calor de su hogar. No, no abandonaría su hogar; no, en la oscuridad. Aquellos que enviaban mensajes podían irse al infierno más profundo. Había prometido cintas a Beth y a Pequeña Moo, y por todos los dioses, que iban a tenerlas. Pero al mismo tiempo que hallaba una cierta satisfacción en el desafío, el temor se instaló como polvo en sus huesos. Había llegado un cuervo y se había recibido un mensaje, y el pasado era entonces un puño apretado que golpeaba a su puerta.
• • •
«Tan silenciosa como el polvo que se posa», se dijo Cendra Lindero mientras se escabullía por la puerta de su habitación. El fresco aire del pasillo le rozó el camisón, y la muchacha tuvo que morderse el interior de los labios para no estremecerse de frío. ¿Por qué tenía que hacer tanto frío? Volvió la cabeza en dirección a la puerta. ¿Tal vez debería haber cogido algo de más abrigo? De improviso, la idea de deambular por la Fortaleza de la Máscara sin cubrirse con otra cosa que un camisón y una túnica de lana no le pareció tan inteligente como un momento antes; aunque, de ese modo, si la pescaban, podría por lo menos alegar sonambulismo y tener una posibilidad de que la creyeran. Llevar una capa habría empeorado las cosas. ¿Se vestían los sonámbulos antes de salir al exterior? No lo sabía.
Mirando al frente, a lo que podía distinguir del pasillo que discurría en suave espiral de piedra tallada y dispuesta en diagonal, la joven se mantuvo atenta para captar el sonido de Marafice Ocelo. Cuchillo había abandonado su puesto ante la puerta de Cendra hacía unos cuantos minutos, sin duda dando por seguro que la joven que custodiaba estaba profundamente dormida. La muchacha no sabía adónde habría ido, ni tenía idea de cuándo regresaría o si lo haría; sólo sabía que el otro estaba harto de pasarse las noches acampado ante su puerta. No lo culpaba. Hacía frío más que suficiente para transformar el aliento en hielo, y dejando aparte la observación de cómo caía polvo y de cómo se apagaban, de una en una, las antorchas de madera verde, no había nada que hacer.
Risas. Cendra se quedó rígida. El sonido volvió a escucharse corredor abajo y hacia la derecha. Era la habitación de Katia, aunque no era ella quien reía; no, a menos que se hubiera pasado la noche tomando tragos de brea caliente y masticando grava.
—Dije que apagaras la luz.
Cendra reconoció de inmediato el tono frío y perentorio de Marafice Ocelo. El hombre se hallaba en la habitación de Katia…, con Katia. La muchacha se estremeció; no le gustaba nada aquello, pues Katia era tan menuda, morena y diminuta como una muñeca, y el otro era un hombretón enorme, con brazos que necesitaban las mangas de cuatro hombres para cubrirlos y muñecas como barras de hierro. Deslizándose hacia las sombras de la pared opuesta, Cendra avanzó a toda prisa.
La piedra caliza de los muros estaba totalmente helada, y ella evitaba tocarlos mientras se movía. Tanto sus aposentos como los de Katia estaban situados en la más baja y gruesa de las cuatro torres de la Fortaleza de la Máscara: el Tonel. El Tonel era la principal estructura fortificada de Espira Vanis, y sus muros tenían seis pasos de grosor. Una serie de pasillos en espiral y escaleras de caracol ascendían desde la base como una senda zigzagueando por una colina; de vez en cuando, se interrumpían para dar paso a baluartes defensivos, nidos de arqueros, estancias, escondrijos amurallados y nichos abiertos en las paredes, en los que había bancos de piedra tallada conocidos como «confabulaciones».
El dormitorio de Cendra constituía el corazón del Tonel. Justo debajo del piso que ocupaba, el muro de la torre estaba guarnecido con un anillo de fortificaciones tan grueso que desde el exterior parecían como un enorme nido de piedra caliza apiñado alrededor de un árbol. El Tonel no era una visión hermosa; pese a ser una de las tres torres habitables dentro de la fortaleza, era la menos atractiva. Carecía de los adornos de hierro forjado y revestimientos de plomo del Asta, o de los aguilones de pata de cuervo y los ojetes de mármol negro de la Traba.
En cuanto a la Astilla, la torre más alta de la Fortaleza de la Máscara, coronada por la Aguja de Hierro, donde en el pasado se empalaba a los traidores de importancia a una altura de ciento ochenta metros, de modo que todo el mundo dentro de la ciudad pudiera verlos y conocer el miedo… Cendra sacudió la cabeza. Nadie había estado allí desde hacía años. La Astilla era inestable, inhabitable, un lugar glacial, húmedo y destrozado, y suponía un milagro que todo el edificio no se hubiera desplomado. Se decía que un extremo estaba incrustado tan profundamente en el helado lecho de roca del monte Tundido que la torre se estremecía junto con la montaña. Por su parte, el otro extremo se elevaba tanto entre las nubes que la humedad corría continuamente en forma de riachuelos por sus muros, tanto si llovía como si no. En invierno, toda la construcción quedaba encerrada bajo una capa de escarcha helada, de un dedo de espesor. Pálida, estrecha y sinuosa, la torre cercada por el hielo había recibido muchos nombres: la Aguja Invernal, la Espina Blanca, el Aguijón Inerte de Penthero Iss. Cendra frunció el entrecejo; Katia siempre propagaba tonterías por el estilo.
Al llegar al primer tramo de escalones, la joven arriesgó una mirada a su espalda. Katia debía haber apagado la luz como Marafice Ocelo había ordenado, pues la rendija bajo la puerta de la menuda criada aparecía entonces oscura. «Eso está bien», se dijo Cendra, desviando su mente del tema. No quería pensar en lo que podía estar sucediendo en el interior.
Los macizos peldaños de caliza ahogaron sus pisadas mientras descendía las escaleras. Ganchos de hierro, moteados de marrón y naranja por la podredumbre y la corrosión, sobresalían de la pared de la escalera como zarpas de ave, lo que la obligaba a andar por el centro mismo. En una ocasión habían sido usados para suspender enormes cadenas ennegrecidas por el fuego que unían todos los rastrillos del Tonel a una única palanca en la cámara acorazada situada abajo, pero entonces se habían convertido en un peligro más que esquivar, como criados, camaradas de la guardia y el gélido aire de la montaña.
Cendra se frotó los brazos. Tenía tanto frío. Estaba helada. Sin embargo, en previsión, se había vestido con su camisón más grueso y llevaba los pies calzados con piel de topo. En realidad, ni siquiera era invierno aún, así que ¿por qué no conseguía entrar nunca en calor?
«No te encuentras bien, casi-hija. Me siento preocupado».
La joven se sacudió la voz de su padre adoptivo de la mente. No se encontraba enferma en el sentido que él pretendía. Katia se lo había contado todo respecto a lo que les sucedía a las muchachas cuando se hacían mujeres, y las pesadillas y los sudores fríos no formaban parte de ello.
—Tienes retortijones —había dicho la sirvienta con un aire de enorme superioridad animando su voz—. Y empiezas a pensar en hombres.
Cendra lanzó un resoplido por la nariz. Hombres; no, eso, desde luego, no le estaba sucediendo a ella.
Era algo distinto. Durante diez noches seguidas había soñado con hielo, y siempre, al despertar, encontraba las sábanas húmedas de sudor enrolladas en sus brazos como una soga. Los sueños eran muy reales, y las voces de las criaturas que le hablaban no se parecían a nada que hubiera escuchado antes. «Señora —murmuraban de una forma tan nauseabundamente agradable como bollos cubiertos de miel y mermelada—, venid a buscarnos. Alargad la mano hacia nosotros. Alargad…».
La muchacha aspiró con fuerza para detener los escalofríos. La idea de regresar a su dormitorio había aparecido de repente en su cabeza, y resultaba difícil seguir avanzando. Su padre adoptivo sabía qué era lo que le pasaba, estaba segura, y también estaba segura de que jamás le diría la verdad.
La vigilaba constantemente; se introducía a hurtadillas en su habitación mientras dormía, examinaba sus pechos, sus cabellos, sus dientes, interrogaba a Katia sobre los detalles más insignificantes de su vida. Nada era demasiado trivial para él: el contenido de su orinal, la cantidad de manteca de ganso que quedaba en el plato tras la cena, las cambiantes dimensiones de la faja y la ropa interior. ¿Qué quería de ella? ¿No era suficiente con ser su casi-hija?
Cendra apartó de sí el dolor antes de que la alcanzara. Él no era su auténtico padre; debía recordarlo. Y jamás la llamaba «hija» sin pronunciar la palabra casi primero.
Las escaleras llegaron a un brusco final entre pisos para permitir el acceso a las almenas; luego, tras una corta rampa, continuaban, y ella aumentó la velocidad. El nivel de luz iba creciendo, y el gritar de órdenes y el tintineo de acero sobre acero empezaron a filtrarse procedentes de la Fragua Roja situada abajo.
Penthero Iss sabía algo, algo sobre ella, sus padres o las circunstancias de su nacimiento; algo que provocaba que la custodiara estrechamente a todas horas, que instalara a Cuchillo ante su puerta y la visitara día y noche sin avisar, esperando encontrarla… haciendo ¿qué? La muchacha meneó la cabeza; quizás encontrara la respuesta a eso esa noche.
Cada día, en la hora anterior a la medianoche, Iss abandonaba sus aposentos privados en la base del Tonel e iba a alguna parte. Cendra le había visto partir y regresar en incontables ocasiones a través de los años; sin embargo, no sabía adónde iba. Según Katia, su padre adoptivo casi nunca cerraba con llave la puerta de la habitación al marchar. Era tarde, y el Tonel estaba bien custodiado, y sólo a Cendra, a Katia y a un puñado de sirvientes de confianza se les permitía el acceso durante la noche; la guarnición de la Guardia Rive, emplazada en la enorme Fragua Roja, donde los camaradas de la guardia batían y enfriaban sus espadas rojas como la sangre, estaba situada contigua al Tonel, y nadie podía penetrar en la torre sin ser detenido. La habitación de Iss se encontraba a salvo de intrusos, pero no de alguien que estuviera ya dentro del edificio.
Todos los documentos privados de su padre adoptivo estaban guardados en sus aposentos. Si existía un acta del día en que la había encontrado y reclamado, estaría enterrada en alguna parte bajo los libros y registros de pizarra, los atlas de papel cebolla y los manifiestos y listas.
Cendra empezó el descenso del segundo tramo de peldaños, pasando la mano de gancho en gancho a lo largo de la pared de la escalera. La voz de Iss la siguió como el humo de las antorchas de madera verde.
«¿Es así cómo me pagas, casi-hija? Te visto y te alimento, y luego, en cuanto te doy la espalda, me traicionas. Me decepcionas, Asarhia. Creía que amabas más a tu padre».
«Asarhia». Cendra se enfureció. Ella era Cendra, sólo Cendra, no obstante, nadie dentro de la Fortaleza de la Máscara lo reconocía. Todo el mundo la llamaba Asarhia, o lady Asarhia, o señora; era otra cosa más que debía a Penthero Iss. La había encontrado y luego le había dado un nombre: Asarhia, porque era un nombre de buen tono que se daba a las damas de alcurnia, y Lindero, por el lugar donde fue hallada, en el linde mismo de la ciudad. «Cinco pasos más al sur de la Puerta de la Vanidad, casi-hija, y no podría haberme quedado contigo. El patrimonio del protector finaliza allí donde termina la sombra proyectada por la puerta».
Cendra aspiró aire frío de las sombras cuando se detuvo en el último rellano para escuchar los sonidos de los camaradas de la guardia.
La Puerta de la Vanidad. ¿Por qué la Puerta de la Vanidad? Espira Vanis tenía cuatro puertas, cada una vuelta hacia uno de los puntos cardinales, y la Puerta de la Vanidad miraba al sur. Al sur. No partían calzadas de ella, ni camaradas de la guardia la patrullaban, ni tampoco carretas cargadas de mercancías rodaban bajo sus pilares. ¡La Puerta de la Vanidad daba a la cara norte del monte Tundido! La habían construido simplemente para impresionar, para cumplir con algún antiguo código masónico que exigía que una ciudad amurallada tuviera cuatro puertas. ¿Quién abandonaría a un bebé frente a una puerta que no se usaba nunca?
La respuesta le llegó con el mismo nauseabundo aguijonazo de siempre: alguien que quería ver muerto a su bebé.
Escuchó voces a poca distancia.
Cendra se detuvo. Pasaba horas cada día observando a los gatos de la fortaleza cazando ratones y pájaros en el patio, y si algo sabía con seguridad era que un gato jamás salta a menos que vea moverse algo. El truco estaba en mantener la sangre fría. Los ratones no lo hacían, los pájaros tampoco, pero algunas liebres viejas sí. Cendra las había visto sentadas, totalmente inmóviles, en el bloque de los arqueros con todo el descaro del mundo. Las sombras de la escalera eran profundas e inclinadas, y la joven se recostó en ellas, apretando los hombros contra la pared de piedra caliza. Las voces aumentaron de volumen, y unas pisadas sonaron ligeramente sobre las baldosas: «Clic, clic, clic».
—No sostengas el cuenco a esa distancia como si fuera un orinal lleno, cérvido estúpido. Se enfriará en un instante así. Sostenlo contra el pecho. No podemos permitir que Su Frigidez se queje porque las judías están tibias…, no cuando además ya llegan con retraso.
—¿Y por qué no? Desde luego no es él quien se las come. Las judías son una comida vulgar, y todos saben lo importante y poderoso que es el matapodencos. No se comería una salchicha de cerdo ni que su vida dependiera de ello.
—Yo no sé nada sobre eso. Judías hechas con mantequilla es lo que ha pedido, y judías va a tener. Ahora entrégalas rápidamente… Ya hace rato que deberían haberse entregado. Y asegúrate de decirle que no es culpa de nadie de la cocina. ¡Fogoneros! ¡Bah! Cuando descubra cuál de esos diablos con cara de perro apagó mi cocina, juro que lo…
Las voces se apagaron a medida que las dos figuras desaparecían por el pasillo, y Cendra se apartó de la pared. Eran simplemente la señora Wence y un criado. Ni siquiera habían alzado los ojos al pasar, y por lo que había escuchado, iban con retraso para entregar la comida a su padre adoptivo, lo que significaba que Iss seguía en su habitación. Molesta, la joven se limpió el polvo calizo de los hombros. ¿Qué iba a hacer entonces?
La cuestión la decidió por ella el sonido de unas botas que descendían por las escaleras. Era un camarada de la guardia, a juzgar por el leve tintineo de metal que acompañaba cada paso, de modo que no había posibilidad de retroceder. Abandonando la seguridad de las sombras, Cendra descendió los últimos peldaños y se introdujo en el pasillo situado al pie. La entrada de la Fragua Roja se encontraba en el lado sur de la torre; así pues, ella se dirigió al norte, siguiendo a la señora Wence y al criado hacia los aposentos de Iss.
A nivel del suelo la curvatura de los pasillos del Tonel era tan leve que era fácil olvidar que describían un círculo alrededor de la base de la torre. Sólo una cuarta parte de la rotonda la ocupaban las estancias privadas de su padre adoptivo, y el resto del espacio lo usaban las salas oficiales: la Sala de Juicios, la Cripta Negra y las entradas principales al patio y a la Fragua Roja. A lo largo de todo el circuito, estaban dispuestas una serie de estatuas de tamaño natural, talladas en mármol color humo: los lores intendentes fundadores y las bestias empaladas de Espira Vanis.
Cendra se estremeció violentamente al oír cómo el camarada de la guardia abría la puerta de la rotonda principal detrás de ella. Una bocanada de aire frío le golpeó las piernas, y la joven empezó a desear no haber salido de su habitación. Pero de todos modos esos días hacer algo era preferible a dormir.
Los sueños la despertaban cada noche. Su mente voló sin rumbo… Vio la cueva de hielo, sintió el terrible aliento gélido que brotaba de sus relucientes paredes…
Otra puerta golpeó con fuerza, lo que hizo regresar a la muchacha a la realidad. Se escuchaban voces otra vez. Eran la señora Wence y el criado, que regresaban de la habitación de Iss, y estarían allí en cualquier momento.
Presa del pánico, Cendra giró en redondo. Muros lisos, una puerta chapada en hierro que conducía a la no utilizada galería este y permanecía cerrada con llave en todo momento, una antorcha encendida de madera verde y un hueco que alojaba una estatua del lord bastardo Torny Fyfe, espadachín y glotón, y el menos considerado de los lores intendentes fundadores, eran las únicas cosas que tenía a la vista.
Los tacones de la señora Wence tabaleaban una marcha sobre el suelo de piedra caliza, y su fina voz nasal chirriaba disgustada.
La joven corrió hacia la antorcha de madera verde, la arrancó de su abrazadera de estaño y aplastó el extremo ardiente contra la pared. Las llamas se apagaron al instante, la luz se extinguió y una espesa humareda procedente del extremo quemado se elevó en forma de volutas hacia el techo mientras Cendra volvía a colocar la antorcha en el soporte. El olor a resina quemada la ayudó a despejar su mente y, girando en redondo, corrió en dirección a la estatua de Torny Fyfe. Se introdujo como pudo tras los enormes muslos de mármol al mismo tiempo que daba gracias al Hacedor por cada comida de ocho platos que el lord intendente había consumido durante su vida. La sombra proyectada por su protuberante vientre era suficiente para proporcionar sombra a un tiro de perros.
—¡Desde luego! Si tengo que escoger entre tú y los fogoneros, no sé quién es más tonto. Se suponía que debías decir a Iss que no era culpa del personal de la cocina; no quedarte ahí farfullando toda una serie de estupideces sobre la madera y el fuego.
Doblando el recodo, la señora Wence y el criado se detuvieron en seco varios pasos antes de llegar a la efigie de Torny Fyfe. Si bien la luz del pasillo resultaba limitada entonces, no estaba ni mucho menos a oscuras, y Cendra pudo distinguir con claridad cómo la afilada nariz de la mujer se estremecía.
—La antorcha se ha apagado. Utiliza tu pedernal para encenderla, Grice. No queremos que Su Frigidez tenga ningún otro motivo de crítica.
Mientras Grice se palpaba la túnica en busca del pedernal, Cendra sintió cómo un hilillo de sudor frío le corría por la oreja. Sueño o no sueño, pensaba regresar a su habitación en cuanto ese par hubiera desaparecido. Jamás debería haber ido allí. Toda la idea había sido un error desde el principio, y prefería estar en su cama soñando con hielo a estar allí incrustada tras un trasero de mármol, ocultándose del personal de la fortaleza.
Al darse cuenta de que el criado no llevaba pedernal, la señora Wence aspiró con fuerza, llena de veneno.
—¡Vaya! ¿Cómo puedes llamarte a ti mismo hombre y no llevar contigo un pedernal?
—Puedo volver a encenderla con una de las antorchas, señora.
Con gran alivio por parte de Cendra, la mujer sacudió la cabeza, los hombros y el pecho.
—No harás tal cosa, enorme zoquete. ¿Y si Iss saliera de su habitación y te viera paseándote por ahí con una antorcha humeante en la mano a estas horas de la noche? —Siguieron tres fuertes aspiraciones en veloz sucesión—. Creería que eras un infiltrado que había venido a acabar con él; eso es lo que sucedería. Y tan seguro como que las manzanas podridas atraen las moscas que te haría pagar por ello. Te vienes a la cocina conmigo y recogerás un pedernal inmediatamente. ¡Muévete deprisa, ahora! —dijo, y la señora Wence y el criado reanudaron su viaje por el pasillo.
Dejándose caer contra el hombro de Torny Fyfe, la muchacha soltó aire despacio. Una mota de polvo de mármol descendió por su cuello, fría y granular como nieve en polvo, y Cendra se la sacudió. Estaba entumecida, medio helada, y llevaba el camisón pegado a la espalda por culpa de un sudor frío. Contrayendo el pecho y el estómago, la muchacha consiguió salir de detrás de los hombros de la estatua y arrastró los tobillos lejos de los gruesos pies de piedra. Mientras penetraba en el pasillo, su cabeza dio una fuerte sacudida hacia atrás que le causó un agudo dolor y, al volverse, vio que un mechón de sus cabellos había quedado enredado en la vaina profusamente tallada del lord intendente. Maldiciendo a todos los nombres gordos con espadas, la joven retrocedió con cautela para soltarlo.
Además de armar a Torny Fyfe con una espada lo bastante larga como para empalar a un caballo, el escultor también había concebido un viento enérgico que hiciera ondear su capa, y agudos pliegues de mármol arañaron las espinillas de Cendra cuando esta se movió. Profiriendo un sonido entre chillido y sollozo, la muchacha juró regresar a sus aposentos y nunca, nunca jamás, aventurarse fuera de ellos.
«Sss». Una puerta rechinó levemente a lo lejos. La joven alzó los ojos. El sonido provenía del lugar donde estaban las habitaciones privadas de Penthero Iss, y antes de que pudiera decidir qué hacer, escuchó unos pies calzados con suelas blandas golpeando sobre la piedra. Iss venía hacia allí.
Tras liberar sus cabellos con un fuerte tirón, la joven se introdujo en la zona más oscura del nicho, sabiendo que su padre adoptivo se enfurecería si la encontraba en ese lugar; se enfurecería de verdad. La ira de la vez que había colocado el cerrojo en su puerta no sería nada en comparación con aquello.
Antes de tener la oportunidad de adoptar una posición que le permitiera estar cómoda, su padre adoptivo dobló la esquina. Delgado, pálido y sin un pelo, a excepción del cuero cabelludo que se rapaba minuciosamente, Penthero Iss tenía el aspecto de algo que se ha ahogado y ha sido extraído del lago al cabo de una semana. Todo en él era pálido, liso y exangüe: sus ojos querían ser verdes, pero apenas lo conseguían; los labios y las mejillas poseían el color y la textura de la ternera cocida, y la piel de los lóbulos de sus orejas dejaba pasar la luz.
Con un bulto envuelto en el brazo izquierdo, el hombre andaba más deprisa de lo que acostumbraba. Seda azul, profusamente bordada con cadenas de metal y ágatas, golpeaba contra sus muslos mientras avanzaba.
Cendra contuvo la respiración, y toda ella se encogió para apartarse aún más de su padre adoptivo al mismo tiempo que cerraba los ojos mientras él pasaba.
Pero no pasó; al menos, no por completo. Fue hasta un punto, y luego se detuvo. Todo estaba en silencio. Comprendiendo que había sido descubierta, la muchacha abrió los ojos; la excusa del sonambulismo no serviría de nada en ese momento.
La muchacha parpadeó. Estaba totalmente segura de que iba a encontrarse con los pálidos ojos verdes de su padre adoptivo fijos en ella, pero le sorprendió descubrir que ni siquiera miraba en su dirección. Estaba de espaldas a ella y parado frente a la puerta de hierro. Cendra vio cómo los tendones de la muñeca se le crispaban, y luego sonó un ahogado chasquido al girar la llave en la cerradura.
En todos los años que llevaba viviendo en la Fortaleza de la Máscara, no había visto abrir jamás la puerta de hierro que conducía, primero, a la abandonada galena este y, después, a la Astilla situada más allá. Nadie visitaba jamás la Astilla; estaba prohibido por la ley. Habían muerto obreros allí, decía la gente, precipitándose al vacío a través de aberturas en maderos podridos, aplastados por la caída de pedazos de mampostería y empalados en la balaustrada de estacas que zigzagueaba alrededor de la escalera principal como una barandilla hacia el infierno.
Cendra se adelantó con cautela, posando la mano en el trasero finamente cincelado de Torny Fyfe.
La puerta se abrió hacia atrás cuando Penthero Iss empujó las chapas de metal, y un aire viciado penetró en el pasillo como una fina neblina. La joven notó el olor seco y picante de piedra vieja y cosas marchitas. Era, en parte, el mismo olor que percibía en Iss en ocasiones, cuando visitaba sus aposentos en mitad de la noche. La muchacha tembló, no muy segura de si estaba excitada o asustada. ¡La cerradura se había abierto sin apenas un sonido! Los goznes de la puerta resbalaron con la misma suavidad que una porción de mantequilla sobre un asado. Todo había sido engrasado, y recientemente, pues no había ni oxido ni podredumbre.
Iss se deslizó al interior de la oscuridad del otro lado, y olvidando todos los juramentos anteriores de regresar a su habitación, Cendra deseó que su padre adoptivo no cerrara con llave la puerta a su espalda. Tenía prisa, lo sabía. ¿Se detendría a cerrar la puerta?
La puerta de hierro se cerró con la misma facilidad que algo que tuviera una cuarta parte de su tamaño. El movimiento del aire hizo moverse una de las placas de hierro del armazón, y la joven escuchó con atención por si oía cómo el otro insertaba la llave; se oyó algo, un clic o un golpecito, y luego todo quedó en silencio.
Cendra aguardó. El corazón le latía velozmente y con fuerza, y estaba lista para echar a correr hacia la puerta, aunque se forzó a contar los segundos. Su padre adoptivo había ido a la Astilla, ¡a la Astilla!
Transcurrieron unos minutos y, bajo la mano de la joven, el trasero de Torny Fyfe se calentó hasta alcanzar un fulgor tostado. Cendra dio unas palmaditas al mármol; empezaba a tomarle un cierto cariño al viejo lord intendente.
Esa vez se deslizó con suavidad fuera del hueco; se recogió los cabellos bajo el camisón y levantó bastante los tobillos para evitar los bordes afilados. Se dirigió a la puerta al mismo tiempo que intentaba liberarse del entumecimiento de las piernas y la espalda. Vistas de cerca, las placas de metal estaban incrustadas y luego cementadas para formar una rígida piel de metal; la marca del matapodencos se había colocado en lo alto de la Aguja de Hierro estampada en cada una.
Indecisa, la muchacha presionó la puerta, y el frío metal cedió, balanceándose hacia atrás bajo su palma. Sombras y aire rancio se escabulleron por entre los dedos de Cendra y ascendieron por su brazo. Iss no había cerrado la puerta con llave, y parecía tal insensatez, algo tan imposible, que la duda se clavó en su estómago como un furioso calambre. De todos modos, siguió empujando, obligando a la puerta a abrirse hacia el pasillo situado al otro lado, pues estaba segura de que se ocultaban secretos más adelante, y debía averiguar si aquellos secretos tenían que ver con ella.
Penetró en las sombras y dejó que la puerta se cerrara a su espalda. Una frialdad distinta de la que había en la rotonda se aferró a su pecho: seca, penetrante y cargada, como si el aire estuviera lleno de partículas de polvo gélido. La muchacha permaneció inmóvil un instante para permitir que sus ojos se adaptaran a la oscuridad.
La galería este era una larga sucesión de arcos de piedra caliza techada con pizarra lo sabía porque la construcción formaba el enorme muro este del patio; sin embargo, las sombras que la envolvían revelaban muy poco de ello. Oscuras zonas alargadas de espacio abierto, pálidos bordes relucientes y cubiertas de apelmazada piedra era todo lo que conseguía distinguir. Unos apagados gorjeos descendían de algún punto en las alturas, y la muchacha imaginó que las palomas habían conseguido entrar para anidar.
Esperando que se tratara de los únicos seres vivos que fuera a encontrar, empezó a andar en la dirección que imaginó era hacia adelante. El polvo de la piedra crujía bajo sus zapatillas con cada paso, y gélidos dedos de escarcha le tiraban de los brazos y los tobillos. El olor a podredumbre seca se agudizó, y, sintiéndose repentinamente nerviosa, apresuró el paso para introducirse a grandes zancadas en el túnel de oscuridad. «Puedo dar media vuelta en cualquier momento», se dijo, intentando parecer valiente.
La galería se extendía sin fin, ya excepción de algún que otro resquicio en las ventanas tapadas con tablas por donde se filtraban solitarios haces de luz de luna, la iluminación no aumentó. ¿Qué podía ver un hombre en medio de esa oscuridad? Aminoró el paso ¿Qué podía hacer?
Se detuvo y atisbó a lo lejos. Una pared curva al otro extremo, negra pero, no obstante, lo suficientemente lisa como para reflejar un poco de luz, le cerraba el paso más adelante, y justo en la oscura sillería se adivinaba el contorno de una puerta profusamente tallada. Cendra la reconoció al instante. Otra puerta idéntica, cerrada con llave, atrancada y cubierta con tablas se alzaba en el exterior del muro de la fortaleza. La madera había sido trabajada de tal modo que engañara la vista e hiciera pensar que la puerta estaba ya abierta y que Robb Zarpa, bisnieto del lord bastardo Glamis Zarpa, la estaba cruzando.
Era la segunda entrada a la Astilla.
En el mismo instante en que Cendra tensaba los músculos para ir hacia la puerta, el suelo bajo sus pies se estremeció, y las vigas crujieron en lo alto y soltaron un polvillo que regó el suelo como fina lluvia. Los diminutos cabellos de sus brazos se erizaron. Todo se aquietó, pero algo en el interior del aire y las sombras siguió cambiando, y al frente, la pared que cerraba el paso pareció tornarse más oscura, más negra, más profunda, como si absorbiera sustancia de la noche. La temperatura del aire descendió tan deprisa que a la joven le pareció como un líquido sobre su piel. Las sombras sangraban. El sentido de la orientación se alteró; todo menguó.
Y entonces, Cendra lo percibió.
Algo maligno, necesitado y destrozado; algo atrapado en la oscuridad, que se secaba despacio hasta convertirse en un pellejo escamoso; algo sin nombre y lleno de odio, impulsado por la soledad y el terror, y por un salvaje, cegador e inenarrable dolor. La malicia lo inundaba, el miedo lo consumía, la necesidad bombeaba como si fuera sangre por su siniestro y desocupado corazón. Aquello quería, quería. Apenas sabía qué, pero quería. Y odiaba. Y estaba totalmente solo.
El pavor se apoderó de la joven como un frío intenso, y todo el aliento abandonó su cuerpo, dejando los pulmones fláccidos en el pecho. Un instante flotó en el aire como polvo demasiado fino para posarse, y Cendra sintió como si se hundiera en agua helada. No podía respirar, ni moverse, ni pensar.
Despacio, muy despacio, y a un terrible coste, la cosa necesitada sin nombre volvió su mente en dirección a Cendra Lindero. La muchacha sintió cómo la gran rueda de molino de aquella conciencia pasaba sobre ella, y durante unos segundos conoció toda la carga que para aquella cosa significaba la propia existencia. La sensación hizo que su boca se secara.
La criatura intentó establecer contacto.
No estaba allí, no estaba a su lado, ni encima, ni debajo de ella, pero intentó ir hacia ella.
Cendra se encogió sobre sí misma. Aspiró con fuerza, giró sobre sus talones y huyó.
Corrió por la galería este, golpeando el aire con los puños, desmelenada, y con las zapatillas de piel de topo chasqueando sobre la piedra, de vuelta a la puerta de hierro. Paredes, arcos y aberturas se convirtieron en una continua mancha borrosa. La joven sentía un nudo en la garganta, y cuando llegó a la puerta chapada en hierro, salió disparada por ella como un oso a través de una lámina de hielo. El pasillo de la rotonda estaba caliente y lleno de luz, pues la antorcha que había apagado había sido encendida de nuevo y ardía con una crepitante llama amarilla. Una parte de ella deseó arrancarla del muro y arrojarla a la oscuridad situada al otro lado de la puerta para quemar lo que fuera que habitara allí.
El deseo de huir fue mayor, y sin detenerse a observar cómo la puerta se cerraba tras ella, o comprobar si venía alguien, Cendra corrió por la rotonda en dirección a las escaleras. Las paredes de piedra caliza que antes le habían parecido tan frías como lápidas le resultaron entonces tan calientes como la arcilla secada al sol.
La muchacha sacudió la cabeza mientras ascendía los peldaños de dos en dos y de tres en tres. Había sido una imbécil. Todo el mundo sabía que no existían cosas tales como los buenos secretos, y debería haberse mantenido apartada, no haber mirado, no haberse atrevido. Incluso aunque hubiera ido a los aposentos privados de su padre adoptivo en lugar de encaminarse a la Astilla, la historia habría sido la misma. No iba a encontrar algún mágico pedazo de papel que contara que ella era algo más que una simple expósita, que Penthero Iss la había robado y que había engañado a sus auténticos padres para que renunciaran a ella. No existían buenos secretos, y era una estúpida por creer lo contrario.
Profirió un sollozo histérico.
Ella era Cendra Lindero, expósita, abandonada frente a la Puerta de la Vanidad para que muriera.
Las lágrimas le escocieron en los ojos mientras ascendía los últimos peldaños en dirección a su dormitorio. No deseaba pensar en la criatura sin nombre de la Astilla, no deseaba saber qué era.
—¿Qué tenemos aquí?
Cendra dobló el último recodo de las escaleras y se encontró cara a cara con Marafice Ocelo. Cuchillo se colocó frente a ella, impidiendo que diera un paso más, y la acusada curva de su pecho obligó a la muchacha a retroceder con cautela. Aquel hombre tenía los ojos y la boca pequeños y las manos grandes como canes; a ella le asustaban sus manos, pues incluso le había visto romper cadenas de hierro con ellas.
—¿Dónde has estado? ¿Te hartaste de mear en un orinal? ¿Te dijiste que podrías levantarte y hacer otra cosa para variar?
Cendra no respondió. Sabía que a su interlocutor le gustaba usar obscenidades cuando había mujeres cerca; era algo que le producía placer.
Manteniendo los ojos bajos, negándose a devolverle la mirada, la joven se hizo a un lado con la intención de pasar junto a Cuchillo; no deseaba que se diera cuenta de que se sentía trastornada.
Marafice Ocelo avanzó con ella, volviendo a impedirle el paso. El bloque de carne purpúrea que formaba el puño izquierdo del hombre se balanceó en dirección a la barbilla de Cendra. El puño apenas tocó la carne, arañando la parte inferior de su mandíbula con un nudillo del tamaño de una cabeza de ave, pero, no obstante, fue suficiente para hacer que ella alzara los ojos.
—¿Qué ha trastornado a nuestra muchachita, pues? —Los labios de Cuchillo se crisparon en una sonrisa—. ¿Vio algo que se suponía no debía ver, o es que realmente el frío es intenso?
—¡Déjame en paz! —estalló ella, avanzando, y empujó el pecho del hombre con todas las fuerzas de que era capaz.
El otro apenas se balanceó, y su túnica de cuero color rojo oscuro crujió cuando se inclinó hacia el frente para amortiguar el golpe. Cendra retrocedió sobre los talones, estremecida, y perdió el equilibrio como si se hubiera dado de bruces contra una puerta.
Forzando la sonrisa hasta el límite, Cuchillo volvió a colocar el puño bajo la barbilla de Cendra, oprimiendo con los nudillos el interior del hueco donde el cuello y la mandíbula se unen.
—He matado a mujeres por menos —indicó con ojillos centelleantes—. ¿Qué te hace sentir tan segura de que no te mataré?
La joven notaba las piernas como si fueran palillos de paja y percibía la presencia de la criatura sin nombre como un residuo grasiento sobre su piel. Su pecho temblaba por el agotamiento, y a pesar de haber corrido por la fortaleza a toda velocidad, se sentía tan helada como si hubiera permanecido totalmente inmóvil.
Levantó la cabeza para apartarla del puño del hombre y aspiró con fuerza.
—Iss te colocó para que me vigilaras, no para que me tocaras —dijo—. Ahora, apártate y déjame en paz, y tal vez, sólo tal vez, cuando sea de día, no le contaré lo fácil que resulta escabullirse a través de tu guardia.
Los ojos de Cuchillo se entrecerraron hasta convertirse en negras rendijas, y las láminas de carne de su rostro se agarrotaron. Miró a Cendra, le lanzó el aliento, y luego, cuando le pareció bien, se hizo a un lado para dejar que pasara.
La joven percibió malicia a su espalda por segunda vez aquella noche mientras ascendía los últimos tres peldaños y emprendía la corta caminata hasta su habitación. Marafice Ocelo la observó todo el tiempo.
—Empújame otra vez, Asarhia Lindero, y acabarás muerta —dijo cuando la muchacha alargó la mano hacia la puerta del dormitorio.
Cendra cerró los ojos a modo de refugio contra aquellas palabras. Las rodillas se le doblaban y tuvo que apoyarse en la puerta para no caer. A pesar de que no volvió la cabeza, sabía que el otro la había visto derrumbarse, y lo odió por ello.
Con todas las energías que pudo reunir, empujó la puerta. La hoja se abrió, y ella medio se tambaleó medio cayó hacia el interior del dormitorio; pero incluso aunque apenas podía tenerse en pie, lo primero que hizo fue tomar la silla del tocador y atrancar con ella la puerta. No era suficiente, y la joven recorrió con mirada frenética la habitación. Decidiéndose por el cofre de madera de cedro donde guardaba sus ropas, lo arrastró desde su cálido y seco puesto junto al brasero de carbón y lo colocó al lado de la silla. Hecho eso, tomó el taburete de tres patas y lo añadió a la pila. No satisfecha aún, se puso a trabajar con el tocador; lo empujó con los hombros y luego, pateando la madera, consiguió que se deslizara por el suelo. Trabajando despacio, de forma metódica, aturdida por el cansancio, fue amontonando cosas contra la puerta de madera fósil.