Penthero Iss estaba de pie en la Sala Rive, en el corazón de la Fragua Roja, observando cómo Marafice Ocelo partía una espada sobre su rodilla, cuando la noche se llenó de magia. La coraza de cuero de Cuchillo estaba tiesa por culpa del lodo y la sangre, su rostro manchado de hollín, y las uñas de los dedos sobresalían de las yemas por la presión del barro incrustado debajo. El hombre estaba furioso, aunque no temblaba ni bufaba de cólera; se limitaba a tomar cosas en sus manos y a romperlas.
—Seis de mis hombres muertos. Otros tres heridos durante la persecución. Y consiguieron huir… los tres. —Marafice Ocelo alzó las dos piezas en que había convertido la espada—. Y eso es todo lo que conseguí de Angus Lok. ¡Esto!
Fue entonces cuando Iss la percibió: fuerte, metálica, reverberando con el nítido tañido de una campana. Hechicería, y corrió por toda la habitación como fuego de asedio. La lengua del surlord se humedeció, y el brillo de sus córneas se secó en un instante, dejando una telilla de sal y polvo que hirió sus ojos. El miedo relajó los músculos de la parte baja de su abdomen y tuvo que actuar deprisa para impedir que la orina empezara a gotear por el muslo; sin embargo, incluso mientras el terror se apoderaba de él y su piel absorbía las secuelas como un trapo empapado en aceite, sondeó la naturaleza de la extracción con pequeñas punciones mentales.
Iss respiró por la nariz, dejando que partículas diminutas de metal transportado por el aire fueran a posarse en su lengua. Averiguó cosas inmediatamente. La extracción carecía de orientación, obra de un principiante, y provenía de algún punto cercano y situado en dirección este. De haber sido un hechicero más poderoso, podría haber abandonado el cuerpo y haber seguido la pista hasta el punto de origen, pero en realidad apenas lo necesitaba. Sabía quién la había atraído, y dónde podría hallarse probablemente la muchacha.
Asarhia. El aire tenía sabor a ella. Una tenue emoción cosquilleó en la garganta y las ingles del hombre. Su casi-hija se hallaba cerca, con toda probabilidad en la calzada este o viajando justo por encima de ella, haciendo aquello para lo que había nacido: intentar llegar desde ese mundo hasta el que se hallaba más allá.
El flujo mágico se interrumpió bruscamente; se detuvo con tal rapidez que Iss se quedó mordiéndose la lengua. El hombre se sintió desorientado por un instante, como si hubiera estado atravesando un umbral que de improviso y de un modo inesperado se hubiera cerrado. Dándose cuenta de que los duros ojos azules de Marafice Ocelo estaban puestos en él, se esforzó por recuperar el control del cuerpo y la mente, pues sólo quienes eran capaces de utilizar magia podían percibirla.
—¿Gases? —inquirió Cuchillo, arrojando los pedazos rotos de la espada sobre la delicadamente tejida alfombra que cubría toda la longitud de la Sala Rive—. ¿Demasiados huevos de codorniz durante la cena? Deberíais intentar comer auténtica carne en lugar de eso.
Iss no respondió. La ordinariez de su subalterno no le importaba; había tenido más de quince años para acostumbrarse a ella.
Tomándose unos instantes para recuperar la calma, el surlord contempló la enorme estancia de techo de piedra que era la Sala Rive. Una hilera tras otra de espadas rojas equipaban las paredes, colgadas de sus guardamanos y apuntando al suelo. Acero de sangre, forjado en el inmenso horno de la habitación contigua, enfriado en aceite extraído de los pozos de brea de la Confluencia. Sólo dos personas en la fortaleza conocían el secreto de la fabricación: el señor del Hierro y el escriba Rive. El escriba guardaba un registro escrito sobre la soldadura, y se rumoreaba que el texto llenaba tres hojas de pergamino y que estaba escrito hacia atrás, a la manera de los conjuros de los hechiceros.
—Asarhia ya no se encuentra en la ciudad —anunció Iss, volviéndose para mirar a Cuchillo—. Está al este de aquí, o bien en la calzada, o justo más arriba de ella.
—Saldré en un cuarto de hora —manifestó Marafice Ocelo, torciendo la boca con expresión desagradable al mismo tiempo que se daba la vuelta para marcharse.
—No. —Iss se sentía extrañamente agitado por la absorción de magia de Asarhia, y sus secuelas seguían aún en su interior, corriendo como fiebre por su sangre. Obligó a su mente a concentrarse por encima del rugir de la forja—. Aún no. Debo averiguar más cosas sobre con quién tratamos. Ese desconocido…, el de las flechas…
—El muy bastardo disparó contra cuatro de mis hombres, los derribó allí mismo.
Volvía a aparecer aquel atisbo de posesión: «mis hombres, míos». El surlord no estaba muy seguro de que le gustara ese nuevo Cuchillo protector.
—¿Qué aspecto tenía?
—Cabellos oscuros. Iba vestido de modo tosco, como uno de esos diablos de los clanes. Llevaba un trozo de plata en los cabellos.
—Uno de los Granizo Negro entonces. —Se sintió mejor al saber aquel pequeño detalle—. ¿Y disparó a los camaradas a través del enrejado?
Marafice Ocelo descargó una de sus botas sobre una sección de la espada rota y la hundió en la alfombra.
—Un espacio no mayor que un agujero para mear.
Iss pasó una mano por la hábilmente lastrada seda de su túnica. Había sentido cuatro sacudidas de poder ya antes: toscas, duras y apestando a los Vieja Sangre. Había supuesto que se trataba de Angus Lok, un perro viejo, que había aprendido nuevos trucos; pero, según parecía entonces, se trataba de otra persona.
—Cuando perseguisteis a Lok por la ciudad, ¿distinguisteis de nuevo a Asarhia o al hombre del clan?
—No.
Así pues, era probable que estuvieran juntos los dos. La idea de que Asarhia se encontrara en compañía de algún hombre de los clanes de piel áspera que podía usar artes de los Vieja Sangre lo dejaba helado. Y luego estaba Angus Lok… Los dedos del surlord se cerraron con fuerza sobre la seda. Asarhia le pertenecía. Ella había encontrado. Ella había criado. Ella no llamaba padre a nadie más que él. Los hombres armados ya no eran suficiente.
—Debes llevar a Sarga Veys con vosotros cuando marchéis. Hay que traer de vuelta a Asarhia.
—¿El Mediohombre? —Marafice Ocelo escupió la palabra.
—Sí; el Mediohombre. El podrá seguir la pista de la muchacha de un modo que tú no puedes.
—No pienso incluirlo en ningún septeto que yo elija.
—No seas estúpido. Si ese hombre de los clanes es un demonio, como tú dices, entonces, ¿quién mejor para ocuparse de él que otro demonio?
Marafice Ocelo lanzó un gruñido.
—¿Y los quieres tener de vuelta, verdad?
—A los tres. Asarhia debe ser traída ante mí con vida e ilesa, pero los hombres…
—Mataron a los míos.
—Precisamente. Mata al hombre de los clanes donde lo encuentres. Angus Lok deber ser conducido al Tonel y torturado. Está tan lleno de secretos que su piel seguramente estallará en cuanto lo atemos a la rueda. —Dirigió una veloz mirada a Cuchillo, y luego, añadió—: Podrás tenerlo cuando Caydis haya acabado con él.
—No queráis tomarme el pelo, surlord. Yo no soy uno de vuestros hacendados.
—No, pero quieres a Lok y al otro, y me parece que Sarga Veys es tú mejor posibilidad de conseguirlos.
El malhumor de Iss aumentó mientras hablaba. La idea de tener a Veys yendo tras Asarhia le producía escalofríos; sin embargo, el tiempo se agotaba y nuevos peligros habían entrado en juego, y había que localizar a la joven. Un septeto simple podría perderla fácilmente, en especial entonces que tenía la protección de un hombre que podría matar de un disparo al corazón a siete camaradas con siete flechas si decidía hacerlo. Un septeto totalmente equipado era la respuesta: seis hombres armados y uno que utilizaba magia. Tales pequeñas y veloces fuerzas habían sido en una ocasión el azote del norte.
—Muy bien. —Marafice Ocelo le dedicó una mirada furiosa—. Lo llevaré conmigo, aunque no puedo responder de su buena salud a mi regreso.
—Como desees. —Iss se obligó a sonreír; tal vez, las cosas no irían tan mal, después de todo. Cuchillo mantendría los ojos bien fijos en Sarga Veys…, eso y también uno de sus puños del tamaño de un perro—. Envíamelo antes de que os marchéis.
—¿Aquí?
El hombre hizo girar la cabeza violentamente en círculo, indicando las paredes cubiertas de rojo acero, los escudos con grabados en relieve y los yelmos de hierro en forma de pájaro dispuestos en anaqueles, la estatua de tamaño natural del matapodencos erguido a los pies de la enorme chimenea, tallado en un mármol tan negro que mirarlo hacía daño a la vista, y los tapices clavados en el techo por falta de mejor lugar donde colgarlos, tapices que representaban a Tomás Estragar, a Theron y Rangor Pengaron, al Verraco Blanco, y a una docena de otros hombres armados hasta los dientes y bañados en sangre.
—No… —Iss comprendió lo que quería decir Cuchillo—, dile que me reuniré con él en la sala de la guardia.
Sus palabras hicieron sonreír a Marafice Ocelo.
—Hay un gran número de camaradas enojados allí esta noche —dijo.
—En ese caso, no se sentirá solo si yo me retraso un poco —repuso el otro, encogiéndose de hombros con expresión inocente.
• • •
—Mantén el trapo en su boca hasta que despierte.
Angus se incorporó, haciendo una mueca cuando sus músculos se tensaron y torcieron. Apoyó un puño sobre el agujero del tamaño de un gorrión de su pecho, contó doce segundos para sí y luego volvió a hablar.
—Será mejor que tomes otro trago de comida fantasma. Tenemos una larga noche por delante.
Raif estaba arrodillado junto al cuerpo inerte de Cendra. Angus los había encontrado una hora antes, atraído por el grito del muchacho. Temblando de agotamiento, con los dedos amarillos a causa de los primeros signos de congelación, y el rostro ennegrecido por la sangre, apenas le había dedicado una mirada a su sobrino antes de ponerse a trabajar con Cendra. Tras hacer una bola con un paño de caballo, la había introducido en la boca de la joven; luego, había mantenido su boca cerrada con fuerza, hasta que nada, ni siquiera el aliento, pudo salir al exterior.
Raif sintió cómo la magia se detenía con la misma rapidez que una vela apagada con la mano. Incluso antes de que el hedor metálico se hubiera disipado, su tío empezó a trabajar en otra cosa. Encendió un fuego alimentado con alcohol, calentó nieve derretida en una taza de hojalata y más tarde añadió hierbas secas y raíces al líquido después de que este hubo hervido. El brebaje no tardó en volverse de un verde amarillento y desprendía un olor que recordó a Raif el Bosque Viejo en primavera.
—Una raíz para detener la hemorragia, valeriana para calmar su mente —explicó Angus.
Mientras se volvía para atender a Cendra, el muchacho se dio cuenta de que la espada de su tío había desaparecido; la vaina de piel de cordero colgaba fláccida y deformada, llena de cortes de espada y manchada de sangre.
Tras un momento, el muchacho desvió la mirada. Resultaba duro pensar en lo que Angus debía haber tenido que pasar para conseguir llegar hasta allí.
Cuando el brebaje verde estuvo listo, el hombre se acercó y se arrodilló junto a Raif. Extrajo con cuidado el trapo de la boca de la joven y dejó gotear humeante líquido al interior de la garganta. Dijo cosas, susurros demasiado apagados para que el joven los comprendiera, sin dejar de acunarla a un lado y a otro contra su pecho. Cuando estuvo seguro de que había tragado suficiente líquido, dirigió una mirada a su sobrino.
—Date la vuelta. —Lo dijo con ferocidad, y el muchacho obedeció al instante; a continuación, se escuchó el sonido de tela al ser alzada y desgarrada, y también el ruido del agua al verterse y el de trapos que se escurrían—. Dame la camisa limpia de mi morral.
Raif lo hizo sin mirar ni una sola vez a Cendra, mientras que se preguntaba cómo podía Angus continuar trabajando con la herida del pecho aún abierta y sangrando. El agujero necesitaba limpiarse y coserse; sin embargo, el joven sabía que su tío no le agradecería ningún recordatorio de ello.
El ruido de la tela al ser anudada no tardó en ser seguido por una serie de órdenes.
—Necesito grasa. Cera calentada. El frasquito de plata de mi morral. Cualquier prenda sobrante que tengas hay que cortarla de modo que le vaya bien a ella. Golpea mis mitones de piel de ante para quitar el hielo, luego ponlos sobre el fuego para calentarlos. Deprisa; no tenemos mucho tiempo.
Raif no supo cuánto tiempo tardó en reunir todas las cosas que Angus necesitaba; sin embargo, el continuo descenso de la temperatura le hizo tomar conciencia del paso del tiempo. La noche se había tornado tan negra y silenciosa como el interior de un túmulo sellado. Las fuertes llamas del fuego de alcohol desprendían más calor que luz, y el muchacho se preguntó cómo podía ver lo suficiente su tío para trabajar. Cuando Angus acabó de ocuparse de Cendra, volvió a colocar el trapo en su boca e indicó a su sobrino que la vigilase mientras él se ocupaba de sus heridas.
Fue mucho más duro consigo mismo que con la muchacha. Tomando frecuentes tragos del frasco con la funda de piel de conejo, se limpió y cosió la carne. Había mucha sangre, y el hombre se mostraba alternativamente angustiado o impaciente, jurando como los guerreros de los mazos. Cuando terminó tenía una fea masa de puntos de sutura negros sobre el pecho; Raif pensó que recordaban a un montón de arañas muertas, aunque no dijo nada. Angus apagó el fuego a patadas.
—Prepara los caballos. Despertaré a la chica. ¿Has tomado ya la comida fantasma?
Raif negó con la cabeza. La comida fantasma era tan falsa como los paisajes gemelos que flotaban sobre el suelo en los páramos en los días fríos y soleados. Engañaba los sentidos, nada más, y el joven prefería estar agotado y saber que lo estaba.
Sacudiéndose la nieve de los pantalones de piel de perro, se puso en pie y fue hacia los caballos. Alce saludó su llegada resoplando con suavidad y golpeando ligeramente con la cabeza el pecho del jinete. El gris era un buen caballo, muy apropiado para largos trayectos por gruesas capas de nieve. Raif lo cepilló, limpiando el hielo de pestañas y ollares.
—Ha sido un largo día para ti, también —dijo pensando en Orwin Shank y en todos los magníficos caballos que había criado—. No iremos mucho más lejos esta noche.
Se escuchó un tenue gemido, y el muchacho miró por encima del lomo de la montura hacia donde Angus estaba agachado junto a Cendra.
—Despierta ahora, jovencita. Estás a salvo, a salvo y entre amigos.
La joven abrió los ojos, y una expresión animal de desconfianza apareció en su rostro al mismo tiempo que se apartaba del hombre. Este la soltó, aunque Raif percibió que no deseaba hacerlo.
—Está bien —dijo en voz baja—. Me llamo Angus, y ese es Raif, y vamos a llevarte a un lugar seguro.
—¿Cuánto tiempo estuve… dormida? —Cendra frunció el entrecejo mientas hablaba, torciendo la boca como si hubiera probado algo desagradable.
—Un poquitín, nada más.
Angus se puso en pie y le tendió la mano. Una vez que estuvo levantada paseó la mirada en derredor, para mirar a Raif, a los caballos, a lo que los rodeaba. Por último, echó una ojeada a sus ropas.
—Tu vestido estaba tieso como una tabla cuando llegué, de modo que no tuve más remedio que quitártelo.
Los ojos del hombre se encontraron con los de ella, y tras un momento, la muchacha miró al suelo, encontrando repentinamente una tira de cuero que tenía que volverse a atar bajo la barbilla. Angus no compartía su turbación, así que dio una palmada.
—Bien, pues —anunció—. Será mejor que nos pongamos en marcha. Raif, enrolla las mantas. Yo llevaré a Cendra en el bayo conmigo.
No obstante el tono indiferente con que Angus lo dijo, levantaron el campamento con rapidez, enterraron los restos de la fogata y llenaron los odres vacíos con nieve. Cuando Raif daba la vuelta a Alce, listo para conducirlo de nuevo a la calzada, Angus lo detuvo con un cabeceo casi imperceptible en dirección a Espira Vanis.
—Creo que tomaremos el sendero de arriba —indicó.
Eso significaba que no iban a tomar ningún sendero. Angus abrió su propio camino por entre las aulagas y los pinos deformes que había por encima de la calzada, con Cendra pálida y silenciosa a su espalda. Raif cerró la marcha. Por la velocidad que su tío imponía y el pequeño gesto realizado en dirección a la ciudad, el joven comprendió que había muchas posibilidades de que los persiguieran.
La idea no ayudó a que fuera una marcha tranquila, y Raif se encontró deseando haber recuperado las flechas de los cuerpos sin vida de la Puerta de la Vanidad. La espada de Angus había desaparecido, el arco era inútil sin proyectiles que disparar, y entre los dos entonces no tenían nada más mortífero que un par de puñales y una espada corta. Ninguno estaba en condiciones óptimas para luchar si llegaba la ocasión, y huir precipitadamente ya no era práctico, pues el bayo de Angus iba muy cargado.
Frunciendo el entrecejo, Raif volvió su atención a Cendra, que entonces iba vestida con una camisa azul de lana donada por Angus y un abrigo y pantalones de piel curtida que habían pertenecido a Drey. El muchacho tuvo que admitir que le sentaban bastante bien. Mechones de pelo que sobresalían de la capucha de piel de zorro de la joven centelleaban plateados a la luz de la nieve. ¿Por qué lo había arriesgado todo su tío para protegerla? ¿Y qué habría sucedido si no hubiera llegado a tiempo de detener su magia? Tras decidir que no daría con las respuestas por mucho que lo pensara, Raif concentró su mente en seguir el sendero.
La pendiente situada por encima de la calzada este era muy inclinada, y estaba sembrada de agujeros cenagosos y obstáculos. La nieve dificultaba poder ver las irregularidades del terreno, y el frío glacial provocaba que respirar, moverse, incluso mirar, resultara una terrible prueba. Nadie hablaba. Angus parecía tener un destino en mente, mientras elegía cada paso con una deliberación que Raif encontraba vagamente tranquilizadora. Su tío siempre conocía un camino trasero, un sendero oculto, una abertura entre las rocas.
Mientras pasaban por un bosquecillo de flexibles pinos, Raif percibió ruidos procedentes de la calzada situaba abajo; el retumbar de cascos, el apenas perceptible tintineo de los arreos y el áspero ladrido de alguien que tosía ascendieron por la ladera junto con una creciente oleada de neblina. Angus no dijo nada, simplemente se limitó a incrementar la velocidad. Casi todas las piezas de metal de Alce y el bayo estaban cubiertas con piel de cordero para evitar lesiones por congelación a causa de las temperaturas más bajas del norte, de modo que los caballos apenas producían el menor sonido mientras trotaban.
Por fin, el terreno empezó a nivelarse, y una especie de sendero apareció ante ellos, estrecho y lleno de excrementos de ciervo. La marcha se tornó más fácil, y Raif tardó un poco en darse cuenta de que, en realidad, se hallaban de vuelta sobre alguna lejana ladera oriental del monte Tundido. La marcha uniforme de los caballos adormeció a Cendra, y su cabeza fue a posarse sobre el hombro de Angus. El muchacho no se sintió preocupado por ello; la joven no estaba ausente, como había sucedido antes, sino que simplemente estaba agotada y dormida.
—¿Adónde nos dirigimos? —inquirió Raif al cabo de un rato, arriesgándose a hablar con su tío.
—Ya, eso querrías saber tú. —La voz del hombre era más baja que la bruma a sus talones—. Si a tu tío la memoria no le juega una mala pasada, hay un trozo de túnel en algún punto del sendero que desciende por la montaña y pasa por debajo de la calzada este.
—¿No tomarán también el túnel los que nos siguen? —preguntó el joven, que no estaba muy seguro de lo que sentía respecto a los pasos subterráneos.
—No, muchacho. Lo más probable es que el septeto permanezca en la calzada y espere a que bajemos. Saben que no podemos continuar aquí eternamente, pues esto no conduce a ninguna parte.
—¿Saben que estamos aquí arriba?
—Si usan un septeto totalmente constituido, lo sabrán.
—¿Un septeto totalmente constituido?
—Seis espadas y alguien que sepa usar la magia. Es el modo como se ha perseguido a los hechiceros durante siglos. Irgar el Liberado, el sacerdote rojo Syracies, Maormor de Trance Vor y Asanna, la Reina de la Montaña, todos los utilizaron, porque hace falta alguien que sepa usar la magia para encontrar a uno. La fuerza no es suficiente. Alguien que posea las viejas artes puede remover el aire y la tierra; puede partir el hielo sobre el que anda un escuadrón, alimentar las tormentas a través de las que cabalgan y hacer temblar la tierra sobre la que duermen en la oscuridad de la noche. Pueden hacer enloquecer a perros de caza y obligarlos a atacar a sus propios hermanos de jauría, y encender pequeñas chispas de hechicería en el corazón de un garañón. —Angus dedicó una veloz mirada a Raif.
El muchacho sintió que sus mejillas enrojecían, y tiró con fuerza de las riendas, tratando con rudeza a Alce.
—Un hechicero bien adiestrado es capaz de demostrar una gran astucia. Pueden hacer más con menos. Se les enseña cómo desviar y contener poderes mayores que los suyos, cómo proteger a los que los rodean colocando salvaguardas de sangre, y a enganchar sus zarpas en otros como ellos, y chuparles el poder poco a poco. Pueden confundir y desorientar al enemigo, tejiendo una fina malla de magia llamada «calado». —Angus dedicó a la bruma una expresión torva—. Y persiguen a los que se sirven de la magia como si fueran perros.
Raif se estremeció. La neblina resultaba densa y húmeda, como un mar en movimiento a su alrededor, y de repente resultó imposible ver más allá de diez pasos de distancia.
—¿Cómo persiguen a la gente?
—Persiguen la hechicería, no a la gente, Raif. —Angus miró por encima del hombro, inmovilizando a su sobrino con sus ojos color cobre—. Toda hechicería deja unas secuelas cuyo rastro se puede seguir. Los que usan magia pueden notar en la boca el sabor de la sangre de una persona que pone en acción las viejas artes, oler el metal que suministra al aire. Incluso al cabo de semanas los residuos pueden seguir pegados a los cabellos y las ropas de quien ha hecho uso de la magia; deja un rastro tan claro como un ciervo marcando con almizcle en los pinos de un bosque.
—De modo que lo que Cendra hizo…
—Sí, muchacho. Es muy probable que un septeto esté rastreando los vestigios mientras hablamos.
—Entonces, ¿qué posibilidad tenemos de escapar? Incluso aunque encontremos un modo de descender de la montaña, ellos lo sabrán.
Angus permaneció en silencio un instante mientras conducía el bayo por un afloramiento de rocas oleosas, y la joven, sobresaltada por el cambio en el movimiento, dejó escapar un suave sonido nasal y volvió a acomodarse contra la espalda del hombre. Cuando Angus volvió a hablar, Raif tuvo que esforzarse por escucharlo.
—Rastrear a alguien con magia es un riesgo en sí mismo. En ocasiones, un hechicero debe tomar drogas y abandonar el cuerpo mientras busca. Tales habilidades nunca se obtienen de balde, pues agotan a la persona por completo, y la dejan tan débil como un caballo que ha pasado toda la noche cabalgando. A veces, aquellos que abandonan sus cuerpos no regresan jamás. El firmamento los llama con su centelleo, tentándolos a dirigirse a su frío y duro borde. Allí se ocultan secretos, dicen. Todo es revelado en el momento de la muerte, y los hombres que no pueden resistir la tentación simplemente dejan atrás sus cuerpos. Sus mentes mueren en el instante en que su espíritu toca el techo del mundo, pero sus cuerpos se consumen lentamente durante semanas.
Frío; el joven sentía tanto frío que le dolían los pulmones. Se encontró mirando en dirección al negro arco que era el cielo, y pensando: «Sí, puedo comprender que un hombre se sienta tentado».
Angus vio dónde había posado su mirada.
—No puedo decir que nos vayan a rastrear de ese modo esta noche —indicó—, no, estando nosotros tan cerca de la ciudad. El coste es demasiado alto para hacerlo a la ligera. Cada vez que un hombre o una mujer hace uso de las viejas artes, tal acción les arrebata algo. El cuerpo paga un precio. Gentes distintas se debilitan de modos distintos. He visto a hombres sangrando por la nariz, y a otros temblar como si padecieran unas fiebres. Algunos pierden parte de sus recuerdos y de sus mentes. Conocí a un hombre en una ocasión, uno de los perros de las tormentas que habitan en las elevadas faldas de la Confluencia, cuyo cuerpo se consumía en pequeñas porciones cada vez que hacía estallar una tormenta. La primera vez que lo vi pensé que se había quemado, pues sus brazos y piernas estaban negros y secos, muertos.
Raif volvió la cabeza. Odiaba la hechicería. Las gentes de los clanes no querían saber nada de ella, ya que era la fortaleza y la fuerza de la mente y del cuerpo lo que contaba en los clanes. La magia era el arma de los débiles y los condenados. Raif recordaba haber visto cómo Dagro Granizo Negro y Gat Murdock dejaban sin sentido de un garrotazo a una muchacha de cabellos negros una fría mañana de invierno en el patio. El joven no recordaba quién era la chica, tal vez una hermana de Craw Bannering o una hija de Meth Ganlow, pero sí sabía que la habían encontrado haciendo que los animales acudieran a ella sin pronunciar una palabra. La muchacha había muerto una semana más tarde, y nadie, ni siquiera su familia, había llorado la pérdida. Y luego estaba Binny la Loca, que vivía en su vieja choza sobre el lago Yerto, exiliada de la casa comunal desde hacía treinta años. La gente decía que podía hacer que las ovejas parieran antes a sus crías, y saber qué inviernos serían los más duros y cosecharían más muertes.
—La mayoría de los que saben usar magia necesitan descansar después de extraerla —siguió Angus, atrayendo de nuevo la atención de Raif—, necesitan dormir. Algunos toman drogas para que les proporcionen fuerzas.
—¿Cómo la comida fantasma?
—Sí, como la comida fantasma.
El joven volvió la mirada y se encontró con que su tío lo observaba con atención, y de repente comprendió el propósito de todo lo que este había dicho. «Acepta lo que eres —parecía decir—. Posees las viejas artes, ya te lo he demostrado. Te he hablado de sus peligros y te he advertido de sus limitaciones. Ahora debes aprender a aceptarlo y a tragarte tu aversión».
La bruma entraba y salía de la boca de Angus mientras este respiraba.
—No todo el mundo condena las viejas artes. Existen lugares que dejarían de existir sin ellas, donde se hallan tan fuertemente entretejidas con los hilos de la historia que no puedes separar a la gente de su magia. Tal vez tú y yo viajemos a esas tierras algún día.
Raif no respondió, y tampoco quería oír nada más. Anhelaba estar con su clan, y se imaginaba cabalgando por la espesa y blanca nieve del pastizal, disparando a blancos con Drey en el patio y sentándose tan cerca de la Gran Lumbre que sus ardientes llamas amarillas le quemaban las mejillas.
—La muchacha se está despertando —dijo al cabo de un rato.
Los ojos de Angus se entrecerraron, y una fracción de segundo después, Cendra se removió sobre su espalda. Antes de dedicar su atención a la pasajera, Angus escudriñó el rostro de su sobrino, y este adivinó que había revelado algo, pues había sabido que Cendra despertaba antes incluso de que su tío hubiera notado nada. Tiró bruscamente de las riendas de Alce, y se quedó atrás.
Angus y Cendra conversaron en voz baja durante un tiempo. La muchacha se giró en una ocasión para sacar un paquete de carne curada y un odre de agua del morral del hombre. Raif se dijo que no tenía demasiado mejor aspecto después de haber dormido, pero siguiendo su ejemplo, bebió también él un poco de agua. El líquido estaba espeso y helado, y entumeció algo en su interior durante un rato.
El paisaje cambiaba a medida que se deslizaban por la zona superior de la línea de árboles, volviéndose cada vez más abrupto e inhóspito para las plantas. Rocas desnudas se alzaban a ambos lados del sendero, totalmente limpias de nieve debido a los persistentes vientos. Los pinos se inclinaban cerca del suelo, con troncos lisos como huesos, y las agujas secas y grises. El aire olía a resina, y la neblina resultaba pegajosa, como si se hubiera deslizado al interior del duramen y hubiera robado la savia a los pinos.
Angus hizo trotar al bayo a través de una serie de curvas pronunciadas y luego sorprendió a Raif al mandar hacer alto y desmontar.
—Esperad aquí —indicó, entregando las riendas a su sobrino.
Desapareció en la neblina antes de que Raif hubiera acabado de desmontar. Cendra lo siguió con la mirada.
Sobrevino un silencio. Raif no tenía deseos de hablar, y sentía un sordo resentimiento contra la muchacha; era casi como si ella se hubiera acercado furtivamente a él mientras dormía, le hubiera hendido la piel de la muñeca y hubiera realizado un hermanamiento de sangre con él. No le habían dado la menor elección en el asunto; sin embargo, de algún modo, se sentía atado a ella. Y la muchacha era tan joven y estaba tan delgada; tenía el rostro enrojecido por las quemaduras provocadas por el reflejo de la nieve, y los cabellos apelmazados por distintas clases de mugre. Tan sólo sus ojos retenían su interés: enormes ojos grises que brillaban como metal bruñido, plateados un instante, como hierro al siguiente.
—Bien. Los dos habéis desmontado. Seguiremos a pie a partir de ahora. —La voz de Angus emergió de la neblina antes de que lo hiciera su cuerpo—. Raif, corta una antorcha de esa cicuta. Descortézala hasta que corran los jugos.
El joven agradeció tener algo que hacer. Cortó tres palos, acuchillando las ramas hasta que sus mitones de piel de perro quedaron empapados de savia. Tras pelar los bastones con el puñal, creó una serie de finos zarcillos de madera para que capturaran las chispas de su pedernal y las mantuvieran hasta que la madera prendiera. La técnica de encender fuegos en la nieve y el hielo era algo que conocía bien, y producía una sensación agradable hacer algo sencillo y honesto con las manos.
La primera antorcha estaba ya encendida cuando Angus terminó de sacudir los caballos. Cendra se había hecho cargo de Alce y le decía tonterías cariñosas al mismo tiempo que le rascaba tras las orejas; el animal parecía estúpidamente satisfecho, resoplando y haciendo ruiditos como si fuera una gallina clueca. Raif le dirigió una mirada colérica: caballo traidor.
Angus los condujo hasta una profunda hondonada entre las rocas. Las pálidas y heladas orillas se fueron elevando a medida que descendían, y la senda empezó a estrecharse y a tornarse más empinada; muy pronto las paredes se curvaron sobre sus cabezas, y Raif tuvo la sensación de que se introducían en el interior de la montaña. La misma clase de roca oleosa junto a la que habían pasado antes atrapaba y reflejaba la luz, y cuando las llamas de la antorcha del muchacho lamían la humedad, esta siseaba. La neblina se enroscaba a los espolones de los caballos como espuma marina, pasando del gris al verde con cada cambio de la luz. El aire se tornó sensiblemente más frío.
Luego, de improviso, la hondonada desapareció. Las rocas se fusionaron en lo alto, y lo que podría haber sido un canal de agua durante el deshielo primaveral se convirtió en un túnel.
Raif sintió que los puntos de las heridas le escocían. El amuleto de cuervo estaba tan helado como un fósil sobre su pecho.
—Con cuidado ahora —advirtió Angus—. Permaneced pegados. Hay caminos por aquí que nosotros no debemos tomar. Raif, pasa delante con la antorcha. Cendra, vigila a Alce. No te olvides de romper un trozo de hoja de ruda de vez en cuando y masticarla.
Mientras se colocaba a la cabeza del grupo, el muchacho se dio cuenta de que el terreno cambiaba bajo sus pies. Lo que minutos antes había sido roca escarpada y tosca tenía entonces el suave brillo de la piedra que en una ocasión ha sentido el contacto del cincel; las paredes, por su parte, habían sido menos tratadas, talladas sólo para eliminar los bordes cortantes. Algo —aceite mineral o agua— tamborileaba a lo lejos como un techo con goteras, y todas las superficies acumulaban sombras con la misma facilidad que zanjas llenándose de agua de lluvia.
Lo primero que pensó Raif fue que a Effie le habría encantado eso, pues nadie conocía las cuevas del clan como la niña, que sólo abandonaba la casa comunal en verano para explorar las cavernas de arenisca que rodeaban la Cuña. El muchacho sonrió. Recordaba haberla sacado de paseo una mañana de verano y haber tenido que esperar durante horas mientras ella exploraba alguna extraña especie de cueva no mucho más ancha que su propia cabeza. Él no estaba dispuesto a entrar tras ella, y Tem le habría dado una buena tunda si la hubiera dejado para que regresara sola a casa.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Cendra.
A Raif le costó abandonar sus recuerdos, y por ninguna otra razón que no fuera que ella no era Effie, sintió una oleada de malos sentimientos hacia la muchacha. Desde luego, no era lo que quería aparentar; su voz era clara e insistente, y no sonaba como la de ninguna de las mendigas que aparecían en los relatos que Turby Flapp o Gat Murdock habían contado.
—Es sólo un túnel diminuto, nada más. —Angus tomó un trago del frasco de la funda de piel de conejo—. Fue excavado hace miles de años, antes de que se construyera siquiera Espira Vanis.
—¿Quién lo construyó? —La muchacha alargó una mano y tocó la pared.
—Los sull.
Raif aspiró con fuerza y retuvo el aire en los pulmones. Esa era la tercera vez que su tío mencionaba a los sull; sin embargo, la palabra no parecía sonar mejor a base de repetirla. Los sull eran enemigos de todos. Odiaban las Ciudades de las Montañas y a los clanes, y a pesar de que protegían a los habitantes del País de las Zanjas con sus vidas, también los odiaban. Ocultos en sus inmensos bosques, rodeados de sus ciudades de piedras azules y plateadas, se negaban a comerciar o a firmar tratados. Se rumoreaba que salían de las Tierras Atormentadas sólo para defender sus fronteras y recuperar a sus muertos.
—¿De qué sirve un túnel aquí, en el oeste, a los sull?
—¿Crees, Raif Sevrance, que esta tierra ha sido ocupada siempre por las Ciudades de las Montañas? —El tono de voz de Angus hizo que Raif deseara no haber hecho la pregunta—. Antes de que existieran ciudades, antes incluso de que existieran clanes, existían los sull. El clan Granizo Negro puede llamarse a sí mismo el primero de los clanes; sin embargo, es una pobre afirmación si la comparamos con la de los sull. Ellos se llaman a sí mismos «los primogénitos», y no se refieren únicamente a los Territorios del Norte.
—¿Los sull fueron los primeros hombres de las Tierras Conocidas? —quiso saber Cendra tras un momento de silencio.
—Eso dicen las leyendas, las mismas leyendas que cuentan cómo fueron expulsados primero del lejano sur, luego de las Tierras Templadas de la zona central, para finalmente establecerse en el norte; en todo él, no tan sólo en los Dominios Boreales, la costa de la Gran Serpiente y los Glaciares Rojos que reivindican hoy en día; desde los terrenos del extremo norte hasta el paso de la Vieja Cabra, en estas cordilleras. —La voz de Angus era severa; su mirada, dura—. Así pues, este pequeño túnel, abierto para que los sull pudieran cruzar las montañas y bajar por el monte Tundido sin que los olfatearan las tribus de la Reina de la Montaña ni los capas mojadas y sus podencos, puede ser que no les sea de mucha utilidad ahora; pero lo fue en una ocasión, y hay una veintena de otros como este en las cordilleras.
—¿Quién es la Reina de la Montaña? —inquirió Cendra—. ¿Y los capas mojadas? Jamás oí hablar de ellos.
—Gentes y fuerzas de otra época —repuso Angus, meneando la cabeza—, antes de que nacieran el sacerdote rojo Syracies y los lores intendentes fundadores, antes de que la religión se adueñara de las Tierras Templadas en el sur, cuando el mundo estaba gobernado por emperadores y reyes, y la hechicería era su arma de control.
Raif apartó la antorcha del cuerpo, pues el aire húmedo la hacía chisporrotear.
—Dijiste que los sull podían usar magia. ¿Por qué, pues, no se construyeron su propio imperio?
—Lo hicieron en una ocasión —respondió él en voz baja—. Lo hicieron en una ocasión. Ahora… —dijo, y sacudió la cabeza—, ahora sólo buscan sobrevivir.
Frunciendo el entrecejo, Raif se adentró más en el corredor. Lo que su tío acababa de decir no encajaba con las creencias del clan respecto a los sull.
—Pero los sull son los más feroces…
—Claro —dijo Angus, interrumpiéndole—. Los sull son los guerreros más feroces que jamás hayan alzado sus estandartes en el norte. Tienen que serlo. Son un pueblo en sí mismos, profundamente reservados y autosuficientes, y cada rey, emperador y señor de la guerra de las Tierras Conocidas de los últimos trece mil años los ha temido. Los sull han sido empujados hacia el norte y el este a través de tres continentes, y ahora todo lo que les queda son las Tierras Atormentadas. —La voz del hombre se sosegó y tornó extrañamente fría—. Y siento lástima por cualquiera que quiera arrebatárselas…, pues no tienen ningún otro sitio al que ir.
Raif y Cendra intercambiaron una mirada, ambos afectados por las palabras de Angus. Los ojos de la muchacha parecían casi azules bajo la luz de la cueva.
—Debemos dejar algo en pago por el trayecto —manifestó Angus, intentando recuperar su buen humor—. Es una vieja costumbre y sin duda parecerá estúpido hacerlo cuando probablemente nadie, a excepción de murciélagos de negras alas, lo recogerá. Pero Darra me cortaría los lóbulos para usarlos como platos para la sal si no pagara lo que corresponde.
—¿Darra? —preguntó Cendra.
—Mi querida esposa.
La joven no respondió, y el silencio los rodeó.
Alargando la mano tras el cuello, Raif palpó en busca de la cinta de plata que sujetaba sus cabellos, y la soltó con un veloz movimiento.
—Toma —indicó, ofreciéndosela a Angus—. Coge esto por el viaje.
—No, muchacho. —El hombre cerró la enorme y roja mano sobre la del muchacho—. Eso es un recuerdo del clan. Guárdalo. Yo pago este viaje.
—Tómala.
Debió haber algo en su voz, pues su tío lo miró con atención unos instantes, y luego asintió.
—Como desees.
Nadie habló durante un rato después de aquello. Angus introdujo la tira de plata en el puño y empezó a moldear el metal mientras andaba. El túnel se tornó más estrecho y el techo de roca descendió, de modo que Angus y Cendra tuvieron que tener cuidado de por dónde conducían a los caballos. La humedad rezumaba por las grietas de las rocas, formando charcos oleosos que todos evitaban.
Raif encendió la segunda antorcha, y la luz más brillante y potente iluminó marcas sobre la piedra. «No, no sobre la piedra —se corrigió—, sino en ella». Dibujos de la luna y las estrellas, pintados con tintas azul oscuro y líquidas tonalidades plateadas, brillaban a través de una capa de roca tan fina como la membrana del ojo de un pez, pues de algún modo, el artista había insertado el pigmento debajo de la superficie, como un tatuaje. Raif recordó el arco de Angus; aquel tenía también una incrustación bajo la madera. «Angus tenía un arco sull». Raif retuvo la pregunta mientras penetraban en una sección de túnel parcialmente desplomada por los efectos de inundaciones, intentando decidir qué significaba.
Alguna que otra vez, aparecían desvíos: negros agujeros en la superficie de la roca que siempre conducían hacia abajo. Angus insistía en que todos permanecieran bien pegados a él cuando pasaban junto a uno. El mayor era tan negro y empinado como el pozo de una mina, tallado con un millar de estrechos peldaños que parecían conducir directamente al infierno. Raif sintió cómo un aire helado besaba sus mejillas al pasar junto a él, y Cendra pareció como si hubiera sentido algo más. Cuando Angus alargó la mano para sujetar su brazo, ella no hizo ningún esfuerzo por apartarse.
—Toma un poco de hoja de ruda y mastícala —aconsejó él—. ¿Recuerdas lo que dije?
—Dijiste que los escribas la usan cuando trabajan toda la noche. Dijiste que me despejaría la cabeza.
—Eso es. Sí, mastica, no la tragues. ¿A qué sabe? Casi lo he olvidado.
Raif escuchó mientras ella respondía, muy consciente de que el principal objetivo de su tío era mantenerla hablando. Tras un rato, Raif se unió a la tarea, y juntos cuidaron de la muchacha a través de las secciones más profundas del túnel. En algún punto durante el trayecto, cuando la conversación había derivado ya a tratar de los largos inviernos —uno de los pocos temas que podían compartir sin fisgar en el pasado de nadie—, el muchacho empezó a sentir algo también. En un principio era sólo un nudo de tensión en sus omóplatos, una presión que achacó a la falta de sueño, pero la sensación se extendió a su pecho, donde empezó a aplastar su corazón y pulmones como una misteriosa caja torácica interna que fuera creciendo despacio bajo la suya propia.
Sucedió tan despacio, durante horas, que Raif no lo reconoció inmediatamente como miedo.
Incluso cuando el final del túnel apareció ante ellos y Angus detuvo al grupo mientras realizaba un sencillo ritual alrededor de la tira de plata de los cabellos de Raif, el joven seguía sin haber descubierto a qué temía. Luego, por encima de la espalda inclinada de Angus, sus ojos se encontraron con los de Cendra.
Ella lo sabía. Ella sabía lo que era. «El monte Tundido es muy profundo», fue todo lo que dijo, aunque fue suficiente para que Raif empezara a comprender. Algo estaba en el interior de la montaña con ellos; algo sabía que ellos estaban allí.
—Ehl halis Mithbann rass ga’rhal.
Las palabras de Angus parecieron provenir de muy lejos, y Raif no reconoció el idioma. Tras depositar la tira de plata sobre un afilado trozo de roca, el hombre los roció con las últimas gotas de alcohol del frasco de la funda de piel de conejo, luego lo encendió. Las llamas azules se alzaron por un breve instante, y después se apagaron, dejando la plata con una mancha oscura, que tenía la forma del moho que crece en los árboles.
—Ya está —anunció—. Eso debería complacer a los dioses de los sull. Las ofrendas que más les gustan son las de sangre y fuego.
Irguiéndose, Angus alargó la mano para coger las riendas del bayo y empezó a andar en dirección a la salida del túnel.
Tras un momento, la muchacha lo siguió, y Raif se quedó solo junto a la roca. El deseo de alargar la mano y tocar la tira de plata por última vez era muy fuerte, pero lo resistió, y en su lugar, se pasó las manos por la suelta melena que le llegaba hasta la cintura. A partir de entonces, cuando la gente lo viera, no reconocerían de inmediato su clan. «Eso es lo mejor», se dijo, soltando el cuchillo que llevaba al cinto y cortando una cuerda del cuello de su impermeable. No lo creía, pero a lo mejor podría llegar a creerlo más adelante.
Atándose los cabellos a la espalda con la tira de cuero, siguió a los otros fuera del túnel. Una pareja de cuervos dibujados para custodiar la entrada apenas atrajo su atención.