Existían doce usos secretos para la grasa de ballena, y esa noche Eloko, viuda de Kulahuk y madre de Nolo y Avranna, había prometido enseñar a Sadaluk uno de ellos. Eloko era una mujer hermosa, con dientes diminutos como los de un bebé y el vientre de un rechoncho oso de las nieves. No era joven, pero Sadaluk no era quisquilloso al respecto. Cuando una mujer de la tribu ofrecía consuelo a un anciano, era algo que debía celebrarse, no diseccionarlo como la carcasa de una ballena tras la caza. Eloko llevaba diez meses viuda, y era apropiado que hubiera decidido romper el luto con un anciano de la tribu. Demostraba respeto, y el Dios de los Hielos no podía criticarla por ello.

El oyente se permitió pensar en Eloko y su abundante provisión de grasa de ballena durante sólo un corto espacio de tiempo más. La mujer había aguardado diez meses, pero Sadaluk había esperado eso y más. No les haría mucho daño permanecer en extremos opuestos del poblado, uno en una casa construida con maderas flotantes y arcilla, y el otro en un agujero excavado en la dura tierra y apuntalado con barbas de ballena, y contemplar las Luces de los Dioses unas cuantas horas más.

El cielo estaba despejado esa noche, oscuro y brillante como un agujero en el centro del ojo de un hombre, y las Luces de los Dioses rugían en el norte como llamas de un fuego griego ardiendo más allá del horizonte. Rosas y verdes, las luces centelleaban con los colores de todas las cosas vivas. Cada invierno las Luces de los Dioses se desplegaban como estandartes en el despejado cielo nocturno, y sus lentos y lánguidos movimientos recordaban al anciano algas marinas flotando en aguas profundas, cuyas ramas se desenrollaban con la gracia de las cosas ingrávidas. Si se escuchaba con mucha atención, se las podía oír, y el ruido parecía el chasquear y rasgar del viento sobre las velas de un navío. Algunos decían que era el mismo sonido que uno escuchaba antes de morir, pero Sadaluk no sabía de esas cosas.

Lo que sí sabía era que las luces eran un mensaje de los dioses. «Miradnos —proclamaban—. Ved lo hermosos y terribles que somos. Ved cómo venimos a vosotros en pleno invierno, cuando vuestros hijos e hijas nos necesitan más».

Era imposible contemplar las luces septentrionales y negar la presencia de los dioses. Lootavek, el que había escuchado antes que él, decía que los tramperos de los hielos sabrían cuando se acercaba el fin del mundo porque las luces arderían rojas.

—Los dioses nos enviarán un aviso —dijo una noche mientras estaban acampados en el hielo marino, masacrando focas—. Nos enviarán un cielo inundado de sangre.

Sadaluk recordaba haber bajado la mirada hacia las manos ensangrentadas.

—¿Cómo lo sabes? —había preguntado.

—Haces la pregunta equivocada, Sadaluk —había replicado Lootavek, dedicándole una de sus miradas—. El cómo no es importante, es el porqué lo que cuenta.

—¿Por qué, pues?

—Para que seamos los primeros en saberlo.

Sadaluk había finalizado la tarea en silencio, sin comprender en realidad lo que el oyente había querido decir, pero reacio a hacer más preguntas. Era joven por aquel entonces, y tenía un miedo pavoroso al oyente, tal y como era correcto y justo que fuera en un joven cazador de la tribu. En cambio, esa noche, contemplando las Luces de los Dioses bailando en los cielos septentrionales, deseó haber preguntado más cosas. Las luces parecían más oscuras de lo que recordaba, los rosas más intensos, los verdes parpadeantes y extrañamente distorsionados, y en ocasiones creía ver destellos rojos en los extremos más alejados de la corona. «No es nada —se decía—. Siempre ha habido haces rojos en las luces».

Pero, sin duda, esa noche había más.

Frunciendo el entrecejo ante la extravagancia de sus propias ideas, volvió la espalda a las luces y penetró en la morada. Eloko se estaría impacientando y podría, incluso, cerrarle la puerta en las narices. El orgullo de una mujer era algo feroz, y hacerla esperar era una cosa, pero hacerla esperar demasiado era otra muy distinta, y resultaría agradable sentir unos brazos cálidos rodeando su espalda y el contacto de las manos de otro en su rostro.

¿Por qué, pues, no conseguía sacarse de la cabeza la voz de Lootavek? «Para que seamos los primeros en saberlo». Había habido orgullo en aquella declaración, Sadaluk se daba cuenta entonces. Los tramperos de los hielos eran siempre los primeros en saber.

—Vivimos en el borde del mundo —había dicho Lootavek en otra ocasión, durante el verano, cuando enjambres de moscas negras formaban nubes en el cielo e incluso los perros permanecían dentro de las casas—. Pagamos un gran precio en hambre y muertes, y por eso somos destinatarios de los mensajes de los dioses. Somos lo más cercano a ellos, Sadaluk. Nunca lo olvides. Cuando yo me haya ido, debes escuchar tus sueños y aguardar a que lleguen los mensajes.

El anciano chasqueó la lengua. Si fuera un hombre sensato, estaría ya alargando la mano hacia el abrigo y los guantes de piel de oso; atravesaría el poblado y se presentaría sin perder un instante ante la puerta de Eloko. Se había hecho una oferta, y un corto paseo la garantizaría, y sería un idiota comehielos si dejaba pasar la oportunidad. Pero él no era alguien sensato, y las Luces de los Dioses le preocupaban, y habían transcurrido treinta días y treinta noches, y Zarpas Negras no había vuelto aún a casa. El oyente no creía que el cuervo regresara, y la idea lo apenaba, pues Zarpas Negras había sido el cuervo que más había querido, y la idea de que el ave yaciera muerta en alguna depresión helada o en algún lago congelado resultaba perturbadora de un modo nuevo y extraño. ¿Había sido atacada por otros pájaros o por la mano del hombre? ¿Había entregado su mensaje antes de caer, o había caído en manos inconvenientes la pequeña tira de corteza de pícea? El oyente se sacudió la inquietud de encima. «No es más que un cuervo —se dijo—. Un pájaro menos para el que encontrar sobras de comida durante la larga noche invernal».

Alargando las endurecidas y viejas manos sobre el marco de la puerta, se preparó para pasar al interior. Ya era hora de que se enviara otro mensaje. Había que decir a los Vieja Sangre que se había iniciado la danza de las sombras, y debían enviarle Jinetes de la Lejanía, apostar por el futuro y pararse sobre el hielo del mar para ver las Luces de los Dioses por sí mismos.

Arrancando un pedazo de corteza de abedul de un gancho situado cerca de la puerta, Sadaluk echó una última mirada al cielo. Rojo; vio un mundo rojo que parpadeaba.

• • •

Repiquetearon unas cadenas de hierro, se escuchó el gemido del metal y unos pies golpearon nieve compacta.

—¡Bebe! ¡Bebe!

Raif se apartó instintivamente de los vapores fríos y picantes que se elevaban de una boquilla que empujaban contra su rostro. No quería beber.

Unos dedos, que no estaban ni limpios ni olían bien, se le introdujeron en la boca; le abrieron la mandíbula a la fuerza y, a continuación, vertieron un líquido. Transcurrió un momento mientras la abierta cavidad de su boca se llenaba, y después el líquido corrió garganta abajo. El joven jadeó y farfulló, y levantó la cabeza. Escupiendo, eliminó aquella asquerosidad de su boca.

—Tienes que bebértelo todo, muchacho. Ya sé que sabe igual que combustible para faroles, pero te juro que te hará bien.

Raif miró a su alrededor. El sol se habían hundido tras la montaña, y el cielo se había vuelto oscuro y plateado a medida que se transformaba en noche. Él estaba tendido sobre la nieve blanda junto a la puerta. Habían alzado la reja, y seis cuerpos yacían en el roturado campo de sangre, barro y nieve derretida del otro lado. Su mano se levantó para palpar el amuleto de cuervo. El asta estaba lisa como un diente arrancado, y más caliente que su piel. Bebió más líquido, y empezó a sentir que su cuerpo se ponía en funcionamiento, hormigueante, como si lo hubieran azotado con ramas secas de abedul. La mente se le agudizó, y de repente se dio cuenta de que Angus estaba herido; goteaba sangre por un agujero abierto en la ropa de piel de ante. El muchacho empezó a levantarse.

—Tranquilo, chico. —Su tío le apoyó una mano sobre el hombro y lo obligó a volver a acostarse—. Da a la comida fantasma la oportunidad de actuar.

—¿Comida fantasma?

—Medicina para ti. —Angus miró por encima de su hombro, haciendo una mueca de dolor cuando los músculos del pecho se estiraron—. Ven, por favor. No te haremos daño.

Raif tardó un instante en comprender que su tío hablaba con otra persona: la muchacha. Girando con cuidado, vio que la joven estaba de pie junto al pilar más lejano, observándolos, con los deshilachados restos de su vestido ondeando al viento y la pálida melena centelleando cubierta de hielo. La sangre seca había formado una línea negra alrededor de la mandíbula. La desconocida no dijo nada.

Angus se incorporó pesadamente y con un gran esfuerzo, y presionó una mano contra el pecho.

—Debes venir con nosotros, con Raif. Regresarán pronto. Ya no estás a salvo aquí.

—¿Quiénes sois? ¿Por qué me ayudasteis?

Raif se sorprendió ante la tranquilidad de la voz de la joven. Sus ojos grises eran fríos, y había un aire de seguridad en ella que no había esperado en una mendiga.

—Me llamo Angus Lok, de Ile Espadón, y este es mi pariente, Raif Sevrance. —La mirada del hombre se movió con rapidez en dirección a la ciudad situada tras la joven—. Te ayudamos porque lo necesitabas. Te ayudaremos de nuevo si nos lo permites. Necesitas comida, ropas y protección. Ven con nosotros y te llevaremos a un lugar seguro.

—¿Dónde?

Raif casi sonrió. La muchacha no pensaba dejarse convencer por las respuestas típicamente vagas de Angus Lok.

Curiosamente, el hombre también sonrió, y todo su cuerpo se estiró en dirección a la joven.

—Nos dirigimos a Ile Espadón —respondió.

La desconocida asintió despacio, y miró a Raif. Sonaron gritos y el retumbar de caballos en el interior de la ciudad, y el rostro de la joven se endureció mientras escuchaba.

—Por favor —murmuró Angus—. Juro por todo lo que me es querido que no te haré daño.

Raif no había escuchado jamás a su tío hablar con tanta suavidad, y aquello lo inquietó. ¿Por qué había arriesgado su vida para salvar a esa escuálida criatura?

—¿Marcharemos a través de la Puerta de la Vanidad?

El calmado comportamiento de la joven se empezó a esfumar a medida que el retumbo y el tintineo de hombres armados aumentaba de volumen, y sus hombros se crisparon cuando escuchó el rugido de una voz.

—¡A la puerta!

—Tú y Raif lo haréis. Dejaré caer la reja a vuestra espalda para que parezca que seguís aún dentro de la ciudad conmigo. Luego, haré que la Guardia Rive inicie mi persecución y me reuniré con vosotros en la calzada este pasada la medianoche.

—No, no te puedes quedar en la ciudad solo. —Raif se incorporó con un esfuerzo, batallando contra el dolor y las náuseas con los puños apretados—. Vengo contigo.

—No; tienes que quedarte con la chica. Un grupo fuera de las puertas de la ciudad se localiza con demasiada facilidad. Alguien tiene que alejar a la Guardia Rive. —Todo el rubor campechano desapareció del rostro de Angus mientras hablaba, y de pronto, a Raif le pareció un desconocido—. Debes marcharte ahora. Como tú tío te lo ordeno.

Sin esperar una respuesta, se dio la vuelta y avanzó hacia la puerta. El joven pensó que tocaría a la muchacha al pasar, pues su mano se movió espasmódicamente hacia ella, pero no lo hizo. Girándose, se encaminó hacia la torre de la puerta.

Las poleas crujieron un instante cuando liberó el freno del cigüeñal de una patada, y a continuación la reja descendió con un fuerte golpe. Las puntas traquetearon en sus huecos como huesos en una jarra, y placas de hielo que se habían formado sobre el arco de piedra caliza de lo alto se partieron y cayeron, dejando al descubierto la talla de una enorme bestia alada. La joven empezó a andar en dirección a Raif. Sus ojos eran brillantes y duros, y agitaron un recuerdo en su interior… Sin embargo, aunque lo intentó, no consiguió identificarlo. Encogiéndose de hombros, introdujo el frasco que contenía los restos de comida fantasma en el interior de su abrigo. Se sentía mareado pero lleno de una falsa energía. «En nombre de todos los dioses, ¿qué es ese mejunje?», pensó.

Angus salió de la caseta de guardia segundos más tarde. La mancha de sangre de la ropa se había extendido, y la enorme masa que era su cuerpo se inclinaba de un modo irregular de un paso a otro.

—Cabalgad, no andéis —indicó a Raif—. La comida fantasma sólo sirve hasta cierto punto; te sentirás peor por haberla bebido cuando oscurezca. Dirigíos al sudeste. Dentro de una hora aproximadamente, cruzaréis un sendero de caza por encima de un bosquecillo de cicutas. Seguidlo. Debería manteneros fuera de la vista de la muralla. Cuando lleguéis a la Puerta de la Ira, dirigíos al este. Me reuniré con vosotros en la calzada.

«Déjame ir en tu lugar», le quiso decir Raif, pero adivinó el razonamiento que usaría su tío antes incluso de que lo dijera: Angus conocía Espira Vanis; él, no. Alguien sin un conocimiento de la ciudad no tenía ninguna esperanza de esquivar a los espadas rojas, y al mirar a los ojos color cobre del hombre, el joven supo que no podía hacer otra cosa que asentir.

—Hasta medianoche —dijo, pues cualquier otra cosa le habría costado demasiado tiempo a Angus.

El chacoloteo del hierro de cascos aumentó, y se gritaron una serie de órdenes al mismo tiempo que el rascar del metal contra cuero indicaba que se desenvainaban armas.

—Cuida de la chica —advirtió Angus y, antes de que su sobrino tuviera la oportunidad de responder, desapareció.

Raif dio la espalda a la puerta. Cuatro cadáveres llevaban flechas en los corazones: no era una visión sobre la que quisiera insistir.

La muchacha ya no se encontraba a su lado, sino que se había alejado de la plataforma y deambulaba entonces por la granulada nieve y las rocas sueltas de la ladera. El joven corrió en busca de los caballos. Atrapó a la desconocida en el extremo más alejado de la puerta y la obligó a retroceder para pegarse al muro. Empezaba a anochecer por el este, proyectando sombras sobre la nieve que recordaban negro aceite, y Raif sintió la piedra caliza fría contra la espalda, y más suave de lo que debía ser toda piedra. Mientras tiraba de los caballos hacia él, el suelo se estremeció al descender todo un ejército en dirección a la puerta, y el aliento le dolió en la garganta en tanto escuchaba cómo los espadas rojas detenían las monturas. Sería tan fácil que alguien levantara la puerta.

Durante el instante más largo de toda su vida, todo permaneció quieto y silencioso, y el joven imaginó a los soldados de pie en silencio, junto a los cuerpos, con las miradas moviéndose de corazón a corazón. Alce resolló, y el muchacho dirigió al caballo de Orwin Shank una mirada capaz de silenciar a un muerto. Unas botas trituraron la nieve, y la reja de la puerta tintineó con suavidad, movida por manos o por el viento. «Que den media vuelta —pensó Raif—. Dioses, haced que den media vuelta».

Sonó una llamada desde el interior de la ciudad, agudo como el aullido de un lobo. «Angus», Raif lo supo al instante. Se escuchó un grito. Los arneses de cuero chasquearon como látigos, y entonces el suelo volvió a estremecerse mientras los espadas rojas se alejaban al galope de la puerta. Partían a la caza.

Raif aspiró con fuerza, y una cólera dirigida contra la muchacha se apoderó de él. Ella era el motivo de que su tío corriera solo por la ciudad. Se volvió para mirarla… y vio que estaba arrodillada en la nieve; tenía la barbilla apoyada en el pecho y el rostro aparecía curiosamente inmóvil, con los músculos relajados como si durmiera. Raif tiró de los caballos. ¿Qué le sucedía a esa chica? ¿Era tonta?

La muchacha no alzó la cabeza al acercarse él, y por vez primera se dio cuenta de lo pálida que estaba, como una estatua tallada en hielo. Mientras abría la boca para hablar, los brazos de ella empezaron a elevarse, deslizándose por el aire como cosas ingrávidas y carentes de huesos, alargándose hacia algo que él no podía ver. Raif sintió cómo un latido de temor palpitaba pegado a su corazón. Los ojos de la joven estaban cerrados.

No supo que lo hizo actuar; tan sólo supo que algo no iba bien y que tenía que pararlo, y alargó la mano que tenía la ampolla para agarrar el brazo de la desconocida.

Alargad la mano hacia nosotros, hermosa señora. Romped nuestras cadenas de sangre. Estáis tan cerca ahora…, tan cerca. Alargad la mano.

Unas voces se apiñaron en la mente de Raif. Eran voces terribles, inhumanas, locas de necesidad; jadeaban con el frío siseo de los gases que escapan de la carne putrefacta. Un paisaje de hielo negro apareció ante él; una tierra yerma, de picos escarpados, relucientes bordes y zanjas oscuras, muy oscuras. El amuleto del joven llameó contra su pecho. Su primer impulso fue marcharse, cortar cualquier conexión que lo retuviera allí: ese no era lugar para él; sin embargo, la presencia de la muchacha lo inmovilizaba. El corazón de la joven latía de un modo que reconoció al instante, y dejó de ser una extraña para convertirse en alguien que conocía.

De pronto, su amuleto de cuervo se tornó como acero al rojo vivo, y el calor le atravesó la carne, hasta llegar al músculo situado debajo. Raif jadeó en busca de aire. Era como si la muchacha penetrara en el interior, como si se abriera paso a través del pecho junto con su amuleto. La desconocida abrió los ojos. Eran ojos grises. Y supo entonces que la había visto antes; la piedra-guía se la había mostrado.

El recuerdo fue como agua fría sobre la piel, y usando toda la falsa energía proporcionada por la comida fantasma, arrancó su mano del brazo de la joven. El aire chasqueó cuando se separaron, y gotas de la sangre de Raif formaron un rojo arco entre ambos. La muchacha se tambaleó, y alargó su espalda hacia la nieve para mantener el equilibrio, mientras que Raif dio un traspié al frente, llevándose la mano herida al pecho; parecía como si esta hubiera estado sumergida en la sustancia de otro mundo.

La muchacha gimió, pero él no le prestó atención. Dándole la espalda, se abrió el impermeable, y la mano ilesa forcejeó con las ropas, desesperada por llegar a la carne. El amuleto de cuervo estaba como siempre, oscuro y frío: un trozo de asta sin vida procedente de un ave que llevaba mucho tiempo muerta. Incluso su piel parecía intacta. Había una rojez, una leve marca a causa de la presión, pero ninguna gran herida abierta, no torturada carne morada. Raif frunció el entrecejo. ¡Sin embargo, él la había sentido! La sentía entonces, fuera lo que fuera; una quemadura, una presencia, una mácula. Era como si hubieran insertado un atizador al rojo vivo bajo su piel.

El miedo hizo regresar la rabia, y giró en redondo para mirar a la muchacha.

—Ponte en pie. Debemos marcharnos.

Ella lo miró con ojos que era imposible interpretar y, con la mano derecha, cubrió la parte del brazo que él había tocado.

—¿Cuánto tiempo?

Raif no entendió la pregunta, y no respondió.

—He dicho: ¿cuánto tiempo? Cuánto tiempo estuve arrodillada aquí antes de que vinieras… —se esforzó por encontrar las palabras—… y me despertaras.

«¿Despertar?». El joven pensó que no era precisamente la palabra adecuada.

—Sólo minutos —respondió.

Ella asintió.

Al cabo de un rato, comprendió que la joven no tenía intención alguna de decir nada más ni de levantarse.

—Debemos marcharnos ahora. Los espadas rojas regresarán —indicó.

—¿Estará él bien? —La muchacha indicó con un leve gesto la puerta.

Quería responder que no, decirle que Angus corría un grave peligro y que todo era por culpa de ella, pero se encontró diciendo otra cosa distinta.

—Angus no es ningún estúpido. Puede cuidar de sí mismo. Si existe un modo seguro de abandonar la ciudad, lo encontrará. —Las palabras no eran gran cosa, pero se sintió mejor tras decirlas, y casi creyó en su veracidad.

El rostro de la muchacha se relajó un poco. Tras sacudirse la nieve de la destrozada falda, se puso en pie pesadamente. Raif se adelantó para ayudarla, pero luego se detuvo en el último instante, no muy seguro de que quisiera volver a tocarla.

—Por favor, ¿podrías dejarme sola por un momento? Vendré a reunirme contigo junto a los caballos en cuanto haya…, haya terminado.

—No tardes. —Raif dirigió una elocuente mirada a la reja.

El joven le dio la espalda deliberadamente mientras se llevaba a los caballos. Sentía curiosidad ante su petición —y no creía que tuviera intención de hacer sus necesidades en la nieve—, pero no pensaba interrogarla ni espiar lo que hiciera, de modo que se dedicó a sacar cosas de la alforja de Angus: mantas, un par de guantes de repuesto, un chorlito asado del día anterior envuelto en tela engrasada, un pastel de sangre de cordero y suero de leche, un odre de nieve derretida que se mantenía líquida por la cercanía a la grupa de Alce, un pequeño tarro de la cera de abeja de Angus; cosas para la muchacha.

Cuando ya lo tenía todo fuera y listo, la quemazón de su pecho había amainado hasta convertirse en un leve dolorcillo; sentía punzadas en la mano, pero eso podía deberse a la ampolla. Estremeciéndose ligeramente, apartó la mente de lo que había visto y oído; aquello eran asuntos de la joven, no suyos.

—Estoy lista para marchar ahora. —La joven se colocó a su lado.

No la había oído acercarse, y disimuló su sorpresa preguntándole si sabía montar. Cuando ella asintió, juntó las manos y las ahuecó para tomar su pie y la izó sobre el lomo del bayo. Las botas de la muchacha eran gruesas, pero cuando las suelas de cuero presionaron contra las palmas de las manos no notó ni siquiera el roce, lo que parecía algo por lo que debía sentirse agradecido.

Le entregó las mantas y la cera de abeja primero, y ella aceptó el tarro de cera de un modo que hizo pensar a Raif que estaba acostumbrada a que le dieran cosas. Su tranquilidad se alteró cuando tomó posesión del chorlito asado, y desgarró al ave con fruición, comiendo la piel, royendo los huesos y lamiéndose los dedos para chupar la grasa.

Raif sonrió mientras montaba a Alce. Entonces, le caía mejor la joven.

—¿Cómo te llamas?

—Cendra.

—Yo soy Raif.

—Lo sé, el otro hombre…, Angus…, lo dijo.

Raif sintió que lo habían puesto en su sitio, y buscó alguna otra cosa que decir, aunque los únicos temas que le vinieron a la mente parecían demasiado peligrosos para mencionarlos allí y en aquel momento.

—Raif, tienes que prometerme que me despertarás otra vez si…, si me duermo. —Los grises ojos se clavaron en los suyos; se produjo una transmisión de información, y de algún modo ella supo todo lo que él había visto y oído, y le tocó el brazo—. Me llaman —dijo—. Las voces.

El joven asintió. Eso al menos lo entendía. Sabiendo que no tenía derecho a interrogarla, le entregó el pastel de suero y el odre de agua. Sus dedos se rozaron sobre la cremosa superficie del pastel, pero él no sintió nada, sólo la delgadez de su piel.

—Yo te vigilaré.

• • •

Las cumbres del monte Tundido se desvanecieron en la oscuridad mientras cabalgaban, reclamadas por un firmamento sin luna y sin estrellas. Las llamas de las torres vigía de la ciudad proyectaban una aureola de luz roja sobre las espaldas y hacían oscilar las sombras. No nevaba, pero el viento era blanco, y movía montones de nieve desde las laderas altas a las bajas en veloces y brutales ráfagas.

La senda de los venados fue fácil de encontrar y seguir, y Raif tuvo la sensación de que el bayo de Angus había viajado por ese camino con anterioridad, pues el animal anticipaba cada curva y recodo del sendero. El joven se alegró de poder dejar que los caballos dirigieran la marcha. La acelerada y quebradiza energía que lo había embargado anteriormente había desaparecido, agotada tan por completo que parecía no haber existido jamás. Comida fantasma: parecía importante recordar que lo que daba no era real. Raif sentía como si su cuerpo hubiera sido pisoteado por una carreta, y lo único que lo mantenía despierto era el familiar tormento de los puntos de sus heridas. Eso, y su promesa a la muchacha.

Le dirigió una mirada. Estaba sentada, encorvada sobre el bayo, con la figura tapada por las mantas, la cabeza erguida, la barbilla agitándose con los movimientos del caballo. No habían hablado desde que iniciaron la marcha. La sombra de Espira Vanis era una presencia demasiado poderosa y se interponía entre ambos, y era impensable para Raif hablar de insignificancias para pasar el tiempo mientras su tío se hallaba atrapado dentro de la ciudad. La muchacha tenía sus sufrimientos, y él, los suyos, y se podía hallar compañerismo en el silencio compartido.

Raif la observaba mientras serpenteaban por entre los pinos. Era imposible no hacerlo. Había embrujado a Angus con una única mirada, y con tan sólo un contacto había… «¿Qué?». El joven giró la mano de modo que quedara a la vista la ampolla, gruesa y morada como una garrapata atiborrándose de su sangre. ¿Qué había sucedido entre ellos mientras la muchacha estaba arrodillada en la nieve?

Jamás olvidaría las voces; habían quedado dentro de su cabeza de por vida.

«Drey». La añoranza de su hermano lo dominó de repente, haciendo que se sintiera agotado hasta extremos insospechados. Si Drey estuviera entonces allí, habría sabido qué hacer y qué decir, y además no habría dejado que Angus se marchara solo. Los labios de Raif formaron una leve sonrisa. Incluso aunque lo hubiera hecho, Drey se habría plantado al otro lado de la puerta y habría esperado hasta que Angus regresara. Drey siempre esperaba, y de todos los rasgos que un hermano podía tener, ese parecía de pronto el mejor de todos.

—La Puerta de la Ira.

La voz de la muchacha hizo regresar a su compañero. Este la miró, y ella señaló con la cabeza en dirección a la reluciente masa de oscuridad que era Espira Vanis por la noche. Un anillo de fuego azul enmarcaba un portal situado a unos noventa metros por debajo del sendero de caza.

—Mantienen los faroles encendidos día y noche. Es la puerta más utilizada.

—¿Sale la calzada este directamente de ella?

—No estoy segura.

Raif contempló el rostro de la muchacha, «el rostro de Cendra», se recordó. ¿Ella había vivido en esa ciudad y no conocía las calzadas? ¿Quién era? ¿En qué clase de problemas estaba metida? Encogiéndose de hombros se dijo que aquello no significaba nada para él.

—Nos dirigiremos al este durante un tiempo; luego, empezaremos a descender.

La joven, como avergonzada por la falta de información, no respondió.

Raif devolvió su atención a abrir un camino a través de la movediza nieve y las piedras sueltas de la falda nordeste del monte Tundido. En su inquietud por encontrar la calzada este y reunirse con Angus, se adelantó a la joven.

Cuanto más lejos viajaban de las murallas de la ciudad, más oscura se tornaba la noche, mientras que Espira Vanis parecía un enemigo situado a su espalda. No había puesto siquiera los pies en la ciudad, y sin embargo, había matado hombres allí; otros cuatro que añadir a su cuenta. La amargura goteó por su boca, escociendo como alcohol puro, y desvió sus pensamientos de lo que había hecho y quién era. Llegar junto a Angus era todo lo que contaba.

Aparecieron luces en el paisaje a sus pies, desperdigadas por la ondulante oscuridad como granos que aguardaran la germinación. Algo se movía. «Carros», comprendió Raif con un leve estremecimiento, y las luces eran las antorchas que ardían en las barandillas de los carromatos. Calzada este. Tras echar una veloz mirada por encima del hombro para comprobar que Cendra seguía detrás de él, empezó a descender en dirección a las luces en movimiento.

Todo lo que crecía en el monte Tundido era deforme y áspero, y Alce se abría paso con cuidado, vacilando cada vez que la montaña temblaba o retorcidos pedazos de árboles secos hacían sobresalir las podridas ramas de la nieve. Raif estaba tan cansado que los ojos le dolían. «Angus tiene que estar aquí; tiene que estar bien», se decía.

Cuando, por fin, alcanzaron el camino, los iluminados carros hacía rato que habían desaparecido, y las aglomeraciones de ciudades y poblados habían disminuido considerablemente, dando paso a campos arados, pastos cercados, granjas y gruesos muros sin iluminación, construidos con piedras toscamente talladas. Un hombre solitario montaba a caballo a lo lejos, pero Raif supo que no se trataba de su tío: era demasiado delgado, demasiado oscuro, estaba demasiado erguido para estar herido. La calzada misma era amplia y con una suave inclinación; la nieve de la superficie era compacta, hasta tener la dureza del hielo. Al norte, se encontraba el valle de las Espiras, terreno de labranza y de pastos de primera calidad, que se inclinaba con suavidad durante treinta leguas, y del que Angus decía que en su centro había una extraña formación de espiras de granito que la mayoría de la gente creía que eran obra de la naturaleza, talladas por un centenar de miles de años de viento y granizo. Unos cuantos afirmaban que las agujas eran obra del hombre, erigidas en la Época de las Sombras por albañiles hechiceros que se pasaban la vida trabajando la piedra; sólo unos pocos musitaban sobre siniestros jinetes y misteriosas bestias y criaturas empaladas en las espiras de granito. Raif no sabía qué pensar al respecto, y en ocasiones juraba que su tío le contaba tales cosas sólo para comprobar cómo reaccionaba.

Según Angus, eran las agujas de granito las que daban a la ciudad y al valle su nombre: Espira Vanis, el valle de las Espiras.

El muchacho aguardó a que Cendra se reuniera con él antes de dirigirse a la calzada y marchar hacia el oeste. El descanso de cabalgar sobre terreno despejado casi eliminaba el temor a estar en campo abierto. Hacía un frío terrible, y sentía cómo el helado aire endurecía los hilos que sujetaban lo puntos de sus heridas; pero haciendo caso omiso del dolor, empezó a sacar comida y bebida de la alforja más próxima. No era que estuviera especialmente hambriento, pero comer le daba algo que hacer. El cordero secado al viento que Angus había adquirido diez días atrás tenía el sabor y la textura de un cordel viejo, y resultaba más fácil chuparlo que masticarlo. Poco dispuesto a confiar su cuerpo al alcohol, engulló la comida con agua fresca.

Mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano, se dio cuenta de una sensación de pérdida, casi como si se fuera sumiendo en el sueño. El músculo situado justo debajo de su amuleto de cuervo se retorció con suavidad, como si algo hubiera tirado de él.

Sin pensar, se volvió para mirar a Cendra.

Esta tenía los ojos cerrados, y la cabeza, caída, con la frente sobre el pecho.

Raif tiró de las riendas, saltando al suelo antes de que Alce tuviera oportunidad de detenerse. Tranquilizó al bayo con una palabra, y luego alzó los brazos y bajó a la muchacha de la silla. Apenas pesaba. Mientras su brazo izquierdo se deslizaba bajo el cuerpo para sostener las piernas de la joven, sintió que algo húmedo corría por su mano. «Que no sea sangre», pensó mientras la alzaba con fuerza contra su pecho.

Eligiendo un lugar a unos cincuenta pasos del borde de la calzada, protegido de miradas por una arboleda de alargados y finos abedules, Raif la depositó en el suelo sobre las mantas que la joven había estado usando como capa; luego, regresó corriendo en busca de los caballos. Mientras guiaba a Alce y al bayo por entre los matorrales, introdujo la mano bajo las pieles en busca de su amuleto. El asta tenía un tacto más frío, y era más pesado de lo que tenía derecho a ser.

Cendra seguía tumbada donde él la había dejado, totalmente inmóvil, y respiraba con aspiraciones superficiales y rápidas. Una mancha oscura fue creciendo en su falda a medida que él la contemplaba, extendiéndose hacia fuera como tinte vertido en agua. Los caballos olieron la sangre, y Raif se subió las mangas y se arrodilló en la nieve. Vaciló antes de tocarla otra vez. No había sentido nada al bajarla del bayo, pero ¿y si las voces habían regresado? Tragando saliva con fuerza, alargó la mano y le apartó los cabellos del rostro.

Alargad los brazos hacia nosotros. No podemos aguardar mucho más, tenemos frío, tanto frío. Nuestras cadenas nos lastiman; no sabéis cómo nos lastiman. Queremos, necesitamos. Alargad los brazos.

El primer impulso del joven fue apartarse. «Huye —dijo algo en su interior—. Huye y no mires nunca atrás». Pero no huyó, aunque no podía decir por qué. En lugar de ello, sujetó a Cendra por los hombros y la zarandeó.

—¡Despierta! —gritó—. ¡Despierta!

Ni un solo músculo del rostro o del cuerpo de ella se movió. Era una masa inerte bajo sus manos, una muñeca de trapo. Pero él siguió sacudiéndola; no sabía qué otra cosa hacer.

Poco a poco, durante el transcurso de muchos segundos, los hombros de la muchacha se fueron quedando rígidos bajo las manos. Imaginando que empezaba a volver en sí, apartó las manos de ella y se sentó hacia atrás en la nieve, aunque se preguntó por qué no sentía ningún alivio. Pasó un largo rato, en el que el viento cesó y la nieve fue depositándose, y entonces los brazos de Cendra empezaron a levantarse, despacio, de un modo mecánico, como máquinas accionadas por fantasmas.

Los brazos de Raif se pusieron de carne de gallina, y apenas consciente de lo que hacía, estrelló los puños contra los hombros de la joven, obligando a los músculos a recobrar la flaccidez. Ella no alargaría los brazos hacia ellos. Él no se lo permitiría. Era una locura, y no lo comprendía, pero había oído cómo las voces la llamaban y sabía que no la amaban.

El cuerpo de la muchacha se debatió contra él, pero no de un modo contundente, más bien con un implacable empuje. Más sangre afloró brillante por encima de su falda, calando en la nieve que tenía debajo, pero Raif no quería arriesgarse a dejar que fuera a ocuparse de ella. Había demasiada para ser sangre femenina; eso lo sabía.

Entonces, de repente, Cendra dejó de forcejear con él. Su cuerpo se quedó inmóvil. Raif sintió cómo una gota de sudor helado corría por los puntos de sutura de sus heridas. Todo permaneció tranquilo por un instante mientras la noche penetraba en una nueva fase de oscuridad; luego, la boca de la muchacha se abrió.

El hedor metálico de la sangre fluyó al exterior. Se trataba del mismo olor que Raif había olido el día en que murió su padre.

Era hechicería, y ella la estaba absorbiendo.

Raif aulló el nombre de Angus en la noche.