Cendra se rascó la cabeza. «Los ácaros», se dijo mientras observaba el lejano arco de la Puerta de la Vanidad; se metían en todas partes, y ni el viento ni el frío conseguían acabar con ellos. Supuso que debería sentirse horrorizada ante la idea de que hubiera cosas viviendo en su cuerpo, pero no había comido nada en más de tres días y empezaba a considerar en serio la posibilidad de usarlas como alimento.

La idea hizo que sonriera de un modo lúgubre, y eso provocó que la llaga producida por el hielo en su labio se abriera. Segundos más tarde, paladeó su propia sangre, caliente y salobre como agua salada. Comer nieve no era una buena idea, y deseó que alguien se lo hubiera dicho antes de que su boca se llenara de llagas. La muchacha no imaginaba cómo nadie podría reconocerla entonces, ni siquiera Penthero Iss, ya que sus cabellos se veían oscuros y grasientos, las ropas estaban endurecidas por el barro y la piel parecía algo que un carpintero usaría para lijar una silla. Sólo el cielo sabía qué aspecto tenía, pues no había visto su reflejo desde hacía días y había llegado a un punto en el que estaba más que segura de que no deseaba hacerlo.

Su estómago retumbó ruidosamente, lo que devolvió sus pensamientos a la Puerta de la Vanidad. Era por la mañana temprano y el sol naciente había convertido el arco de tres pisos de la puerta en un puente de luz dorada. Sólo contemplar cómo la luz solar se desparramaba sobre la piedra caliza cortada en diagonal llenó a Cendra de tal anhelo que eliminó en seco su sensación de hambre.

Alargad la mano, señora. Hace tanto frío aquí. Alargad la mano.

Las voces la sobresaltaron al golpear su mente como una bandada de oscuros pájaros, Cendra luchó, como siempre había hecho, sin embargo, esos días cada vez tenía menos con lo que luchar. Un delgado filo de oscuridad hendía sus pensamientos, partiendo y volviendo a partir, hasta que no quedaba más que una fina línea.

• • •

Despertó con un pestañeo. La luz de sol penetró a raudales en sus ojos, deslumbrante y haciendo que se sintiera mareada, y el dolor se abrió paso por su frente mientras rodaba a un lado y vomitaba sobre la nieve. Limpiándose la boca, olvidó la llaga provocada por el hielo e hizo una mueca de dolor cuando el borde de su mano golpeó la costra. Cuando hubo terminado, volvió a mirar el cielo. El sol ya estaba alto en el sur, de modo que era mediodía, y ella había perdido cuatro horas; cuatro.

Asustada, se sentó muy erguida. «Todo va bien —se dijo—, nadie puede haberme descubierto aquí arriba».

Estaba sentada en el tejado plano de una curtiduría destrozada y abandonada. Desde el momento en que descubrió el edificio una semana atrás, este se había convertido en su lugar favorito de toda la ciudad. La zona que rodeaba la Puerta de la Vanidad estaba atestada de edificios en desuso, pero todos se hallaban cuidadosamente cerrados con cadenas y tablones de madera para impedir que nadie en busca de refugio pudiera forzar el acceso al interior. Las ventanas de la curtiduría estaban bien clavadas, y tenía cadenas suficientes alrededor de las puertas como para contener una prisión llena de ladrones; no obstante, en algún momento, el peso de la nieve sobre el tejado había provocado que una parte del suelo del piso superior se desplomara, y toda una temporada de inundaciones, heladas y deshielos habían conseguido destrozar las paredes, por lo que no había resultado nada difícil encontrar un modo de entrar.

A diferencia de la mayoría de otros edificios de la ciudad que estaban construidos con tejados inclinados para desviar la nieve, el tejado de la curtiduría era en su mayor parte plano. Cendra suponía que las secciones planas habían sido usadas para tender pieles curtidas a secar, y de hecho aún podía distinguir algunas de las clavijas que sobresalían del tejado como hierbajos de piedra.

No era un edificio muy alto, pero su posición a un cuarto de legua al norte de la muralla de la ciudad proporcionaba una buena visión de la Puerta de la Vanidad, y a la muchacha le sosegaba ir allí y mirar. No obstante, entonces, al echar una ojeada a los edificios tapiados de enfrente y a las calles sin vida del suelo, supo que no podía arriesgarse a regresar de nuevo. No era esa la primera vez que las voces le habían hecho perder el conocimiento, y no sería la última. Eran cada vez más poderosas… y habían averiguado modos de llegar hasta ella mientras se hallaba despierta.

Cendra se estremeció. ¡Cuatro horas! ¿Y si no hubiera despertado? ¿Y si se hubiera quedado allí tumbada, inadvertida y sin que la descubrieran durante todo el día? Una noche pasada a la intemperie la habría matado. La noche anterior había sido tan fría que había notado cómo la saliva se congelaba sobre sus dientes.

Un sonido a medio camino entre un gruñido y un sollozo surgió jadeante de sus labios. Necesitaba desesperadamente beber, pero la idea de comer más nieve provocó una crispación en su boca. Se incorporó despacio, e intentó no mirar su cuerpo mientras se sacudía la nieve de la capa; pero los bordes huesudos no dejaban de atraer su mirada. Estúpidamente, de un modo ridículo, eran sus pechos lo que le preocupaban más, pues justo dos semanas atrás habían sido pesados y redondeados, y crecían a tanta velocidad que le dolían. Entonces volvían a ser pequeños, apenas visibles. Era como si su cuerpo hubiera regresado a la infancia, dejando sólo las manos y el rostro para que envejecieran.

Irguiendo la espalda, se volvió de cara al viento y aspiró los olores de la ciudad por la nariz. La saliva se acumuló en su boca al paladear los aromas de la madera quemada y la carne asada. Estaba ferozmente hambrienta; pero el dinero se le había terminado hacía cinco días, y a menos que vendiera la capa y las botas no tenía ninguna posibilidad de conseguir más. La idea de robar trozos de comida de los quemadores de carbón que había en las esquinas día y noche, asando salchichas de tocino y pato sobre las oscuras brasas, empezaba a resultar cada vez más tentadora para la muchacha, si bien sabía por haber visto hacerlo a niños más veloces y listos que ella que resultar atrapado era otro horror, igual de espantoso que la inanición. Cada vez que un encargado de un brasero pescaba a un niño robando, sostenía las manos de este sobre la parrilla y las abrasaba como si fueran un pedazo de carne. En un principio, al contemplar aquello, la joven se había preguntado por qué los niños corrían aquel riesgo, pero entonces lo sabía. El olor a carne y cebollas asadas era suficiente para volver loca a una criatura hambrienta.

Andando un poco para poner a prueba la fuerza de sus piernas, notó cómo su mirada regresaba a la Puerta de la Vanidad. La torre de la entrada parecía muy tranquila sólo un camarada de la guardia que pudiera ver, e incluso el mismo rastrillo estaba levantado. Resultaría tan fácil andar hasta allí y escabullirse al otro lado. Nadie la reconocería; eso era seguro. Y sabía, por haber estado observando la puerta esos últimos días, que no se habían instalado medidas especiales: sólo había uno de los camaradas jurados, y de vez en cuando, dos, en el cambio de la guardia. Ni siquiera los mendigos y los vendedores ambulantes cambiaban jamás. Sin duda, resultaría seguro.

El estómago de la joven retumbó mientras alcanzaba la pared del tejado. Se habían iniciado unos débiles calambres en la parte baja de su abdomen, y se preguntó si habría llegado el momento de su segunda menstruación. Tenía que llegar a la puerta. Las voces podían regresar en cualquier momento, y no sabía durante cuánto tiempo más podría combatirlas, ni tampoco sabía si podría sobrevivir a un nuevo desvanecimiento: dos horas el día anterior, cuatro ese.

Sacudió la cabeza. Era ahora o nunca.

Tomada la decisión, se sintió embargada por una especie de astillosa energía de último recurso. Una vez que hubiera cruzado la puerta y visto el lugar donde la habían encontrado, todo cambiaría, pues sería libre de abandonar la ciudad e ir a donde quisiera. Sabía leer y escribir; aquellos conocimientos tenían su utilidad. A lo mejor podría encontrar un empleo como doncella de una dama o compañera de viaje, o incluso como doncella escribiente. A lo mejor podría viajar al este, a la Torre de las Enclaustradas en la cuenca de la Lechuza, y pedir asilo a las monjas de verdes hábitos. Pero era invierno… y hacía tanto frío que el viento convertía el aliento en hielo.

Cendra se envolvió con fuerza en la capa mientras descendía por el traicionero paisaje de la curtiduría. Ella era Cendra Lindero, expósita, y había sido abandonada en el exterior de la Puerta de la Vanidad para que muriera.

• • •

—¡Hummm!… No, chico; creo que usaremos la puerta trasera. —Angus sonrió a Raif del modo que siempre hacía cuando estaba a punto de emprender algo que carecía de sentido—. Una excursioncita por la parte trasera de la ciudad les hará un gran bien a los caballos. Eliminará el cólico de sus vientres.

El joven sabía que no debía discutir. El y Angus llevaban viajando juntos dos semanas ya, y Raif podía distinguir una de las evasivas de su tío a una legua de distancia. Su compañero casi nunca tomaba una ruta directa para ir a ninguna parte. «Como vuela el cuervo ciego», «Como se arrastra el cuervo herido» y «Como se pudre el cuervo muerto» eran sus expresiones favoritas, y las usaba para justificar sus métodos excéntricos para ir de un lugar a otro. Si había una calzada, Angus no la tomaba. Si había un puente, Angus no lo cruzaba. Si había la puerta de acceso a una ciudad, Angus la examinaba desde lejos y luego sacudía la cabeza.

—Vamos, joven Sevrance. Sigue mirando con fijeza la Puerta de la Escarcha durante más tiempo y los guardas nos catalogarán como un mentecato y su bufón.

Raif siguió contemplando con asombro el arco negro y helado de la puerta occidental de Espira Vanis. Era enorme, tallado de un único árbol de sangre tan grande como una iglesia, al que se había retirado la corteza para dejar al descubierto la médula que mostraba el suave destello de la obsidiana. Las tallas cinceladas por todo el arco estaban cubiertas de escarcha; no obstante, todas las cosas que el oeste representaba —la puesta de sol, los bosques de secuoyas, la ribera de las Tormentas, el mar de los Naufragios y las ballenas que lo habitaban— se podían distinguir con claridad dibujadas bajo el hielo, y Raif no había visto en toda su vida algo así. Nada en los territorios de los clanes igualaba eso.

Desde el momento en que había divisado las murallas de la ciudad dos días atrás, Raif había sentido cómo un escalofrío de excitación se iba acelerando en sus tripas. Las piedras de un blanco cremoso de Espira Vanis relucían bajo cualquier clase de luz que brillara sobre ellas. El amanecer, el atardecer, la luz de la luna, la luz de las estrellas: la ciudad tomaba algo distinto de cada uno de esos instantes, y entonces, bajo la brillante luz solar de la mañana, las elevadas torres brillaban como acero forjado. Toda la ciudad parecía latir y respirar como un ser vivo. El humo que se alzaba de la masa de piedra era como aliento exhalado, y bajo sus pies, el joven sentía cómo la tierra se estremecía y retumbaba como si un dragón durmiera en una cámara en las profundidades.

—Eso es el monte Tundido —explicó Angus, agarrando el brazo de su sobrino sin la menor suavidad y guiándolo lejos de la puerta—. Se mueve todo el año. Ya te acostumbrarás al cabo de un tiempo.

El joven asintió distraídamente. Era Espira Vanis, y él apenas podía creer que se hallara allí.

El viaje alrededor del Rebosadero Negro había durado una semana. Las colinas de la Amargura, al norte del lago, señalaban la frontera meridional de los territorios de los clanes, y a Raif le daba la impresión de que cada día que pasaba los clanes retrocedían más en la niebla. No había visto ni a un hombre ni a una mujer de ningún clan durante días, y los cobijos en los que se habían detenido eran grandes y deprimentes, y en realidad tampoco se trataba de auténticos cobijos, sino, más bien, de lugares que vendían cerveza, en los que si carecías de dinero para pagar la comida y la bebida, el patrón te arrojaba fuera, a pesar del frío. Cuando estallaban peleas, no se hablaba de leyes de los cobijos ni del respeto debido, sino tan sólo del coste de las mesas y las sillas rotas. Raif había estado en esos nuevos cobijos que no eran para clanes y había visto cómo sucedían tales cosas, dejando que la verdad sobre ellas se asentara en su piel. Los cobijos no eran sagrados allí. Las viejas leyes no obligaban. La Deidad Única, el auténtico dios de la fe ciega y el aire libre, no sentía ningún amor por aquellos que veneraban piedra.

Angus estaba tan en su elemento allí como en los territorios de los clanes, pues conocía a mucha gente y tenía modos distintos de asociarse con ella. Con algunos hombres reía y charlaba abiertamente a la vista de todos; con otros se limitaba a un saludo con la cabeza, o los encontraba casualmente cerca de los asaderos o el ahumadero, e intercambiaba unas pocas palabras con ellos mientras se ponía los guantes y se subía la capucha. A algunos fingía no conocerlos en absoluto. Raif, por su parte, tuvo pocas cosas que hacer durante las últimas semanas, aparte de observar a su tío, y había visto cosas que un observador casual no habría visto. Angus saludaba a la gente sin siquiera mirar en su dirección, pues podía transmitir un pensamiento con el más leve encogimiento de hombros, u organizar un encuentro con un apenas perceptible estrechamiento de ojos.

Cuatro noches atrás, cuando estaban acomodándose ante el fuego en un sucio cobijo en la orilla occidental del Rebosadero Negro, el joven había descubierto que se había dejado la navaja en la alforja, y al correr a los establos a recuperarla, se había encontrado con un hombre que deslizaba un trozo de pergamino doblado bajo la manta del bayo. Raif había fingido no darse cuenta. Si un desconocido quería pasar una nota a su tío, eso a él no le importaba. El hombre, un desdentado devorador de corteza de abedul cubierto con un abrigo de alce, formaba parte de un grupo de cinco boyeros que conducían a su ganado a la meseta en busca de pastos, y Angus no le había dirigido ni una mirada en toda la noche.

Aunque a su tío le gustaba visitar los cobijos, pocas veces decidía pasar la noche allí, y lo más corriente era que Raif y él acamparan bajo las estrellas. Las temperaturas más cálidas en los territorios de las ciudades lo hacían soportable; sin embargo, las tierras de labrantío, con sus terrenos al descubierto y las laderas bien definidas de las colinas, hacían que cada vez resultase más difícil encontrar dónde resguardarse. El joven había observado que a Angus le gustaba encontrar refugios, y a menudo viajaban varias horas después del anochecer en busca de un bosquecillo espeso de tilos, un terraplén cortado en la parte baja de la colina o un grupo de rocas favorable.

Angus marcaba un paso rápido, y Raif se sentía agradecido por ello. Había mucho que decir a favor de sumirse en un agotado sueño cada noche, pues los largos días sobre la silla, combatiendo el viento, las tormentas de hielo, y los dolores y padecimientos de un cuerpo que iba cicatrizando, dejaban al muchacho demasiado cansado para pensar. Cabalgaba, comía, descortezaba troncos para la fogata de la mañana, derretía hielo, desollaba liebres, desplumaba pájaros y se ocupaba de Alce; pero no cazaba, ya que la ampolla de su mano derecha estaba amoratada e hinchada de sangre.

El dolor era algo con lo que vivía. Los puntos del pecho le escocían y ardían mientras la carne se iba cerrando. El impulso de arrancarse las ropas y arañar la carne que cicatrizaba resultaba irresistible, y se habría rascado el pecho hasta dejarlo en carne viva de no haber sido por el enorme número de capas que había entre los dedos y la piel. Aquello lo enloquecía, y maldecía sus mitones, sus ropas de hule, sus blandas pieles, su abrigo de alce y su camisa de lana. Para empeorar aún más las cosas, Angus había insistido en que las heridas se cubrieran con mantequilla depurada y entonces el joven apestaba como algo que ha permanecido un día de más al sol. En comparación, los cortes y las magulladuras del rostro resultaban soportables. Una costra del tamaño de una sanguijuela estaba pegada a la mejilla justo debajo del ojo izquierdo, y un delgado desgarrón en el labio hacía que sonreír resultara más molesto que agradable.

—Por aquí. Iremos más deprisa cuanto más lejos de las murallas viajemos.

Raif siguió la dirección tomada por el otro, conduciendo a Alce por el terreno yermo y lleno de agujeros que rodeaba la pared oeste. Un fuerte viento soplaba desde la montaña, siseaba en sus oídos y le clavaba cristales de hielo en el rostro. Enfrente, la cara norte del monte Tundido se elevaba por encima de la ciudad como un dios helado, con sus riscos y altas planicies azules debido a la apretada nieve, y las faldas oscurecidas por los abetos. El aire olía a algo que el muchacho no conseguía identificar; a algún mineral ligeramente azufrado que se hallaba en las profundidades de la tierra. Bajo los pies, la nieve del suelo era dura e implacable, y no abrigaba sombra alguna que pudiera revelar su grosor. La ciudad misma seducía a Raif con breves atisbos de sus agujas de hierro, llameantes torres de vigía y arcos de piedra tan lisos y tan pálidos como los huesos de una criatura que lleva mucho tiempo muerta.

Angus se mantuvo en silencio mientras se encaminaban al sur bordeando la muralla. No se había aplicado ninguna cera ni aceite protector esa mañana, aunque su rostro aparecía tan pálido como si lo hubiera hecho. Encabezando la marcha a paso rápido, se tornaba impaciente cada vez que los ventisqueros les hacían ir más despacio.

—¿Vienes a menudo a esta ciudad? —inquirió Raif, echando una ojeada al cielo; era mediodía.

—No me gusta este lugar —repuso él, lanzando una penetrante mirada a su sobrino.

Allí se ponía punto final al tema en lo que se refería a él, pues devolvió su atención a hacer que el bayo trotara por entre la maraña de maleza y barro helado que cubría el desaguadero para las tormentas que tenían delante. Raif sabía que su tío esperaba que no dijera nada más, pero el pecho le escocía y llevaba el diablo en el cuerpo, y empezaba a cansarse de Angus y sus evasivas.

—¿Por qué hemos venido aquí, entonces?

Los hombros de su compañero se irguieron muy tiesos ante la pregunta, y tiró con fuerza de las riendas, lo que provocó que su montura vacilara y sacudiera la cabeza. Raif pensó que su tío no iba a contestar, sin embargo cuando llegaron al primero de una serie de contrafuertes que sostenían el muro principal, el hombre se volvió de cara a él.

—Vengo aquí porque hay gente a la que debo ver y otros a quienes debo prestar atención. No creas, Raif Sevrance, que eres el único en este mundo que está preocupado y le han ido mal las cosas. Los clanes no son más que el principio. Hay gentes que no tienen bastante con que sólo el clan Bludd y el clan Granizo Negro peleen como fieras. Unas están en esta ciudad, algunas intrigan desde la cama cada noche y se llaman a sí mismas miembros de clanes cuando despiertan por la mañana, y otras se ocultan en criptas tan profundas que ni siquiera el sol las consigue localizar. Aquí existe peligro para mí, y eso significa que también hay peligro para ti. No tardarás en atraer enemigos por derecho propio. Por ahora, conténtate con que las cargas de los peligros y la protección recaigan sobre mí.

Angus sujetó a su sobrino por los hombros y lo sostuvo a cierta distancia de él. Su expresión era severa.

—Soy pariente tuyo, y debes confiar en mí. Guarda tus preguntas para un lugar que esté muy alejado de estas paredes. Aquí no hay nada aparte de malos recuerdos para mí.

Raif observó a su tío con atención. Podía verlo temblar, sentir el calar de su cuerpo a través de los guantes de piel de foca mientras aguardaba a que el muchacho hablara. Raif quería saber más. ¿Cómo era que Angus conocía tantas cosas sobre las guerras de los clanes? ¿Era Maza Granizo Negro uno de esos miembros a los que había mencionado? ¿Quiénes eran los hombres a los que no llegaba la luz del sol? Frunció el entrecejo y contestó en contra de lo que deseaba realmente.

—Guardaré mis preguntas por el momento.

—Eso es favor suficiente para mí repuso él, dedicándole un gesto de asentimiento.

El cielo se oscureció mientras conducían los caballos alrededor de los contrafuertes de las murallas y en dirección a la montaña. Nubes cargadas de nieve se movían hacia el sur, y el sol no tardó en quedar oculto. Dos elevadas construcciones se recortaban en el cielo por encima del muro oeste de la ciudad; una oscura y envuelta en un revestimiento exterior de metal, la otra tan pálida como el hielo y tan alta que Raif no consiguió distinguir la punta.

—El Asta y la Astilla —indicó Angus, palpándose el abrigo en busca de la botella—. Eso que está al otro lado del muro es la Fortaleza de la Máscara, hogar de los sudores de Espira Vanis.

Raif no podía apartar los ojos de la torre llamada la Astilla, pues esta no era simplemente del color del hielo; era de hielo. Una capa helada cubría toda la obra como grasa alrededor de un animal desollado, primero brillaba en tonos amarillos y luego azules bajo la luz. Raif se estremeció. Estaba frío y famélico, y necesitaba un trago.

Angus le pasó el frasco de la funda de piel de conejo. Al alcohol se le había añadido corteza de abedul, y tenía un sabor dulce y terroso como suelo recién removido. Un trago fue suficiente, e introdujo con fuerza el corcho en su lugar.

—¿Vive alguien en esa cosa? —preguntó Raif.

—¿En la Astilla? No, muchacho. Ha sido inhabitable desde el mismo día en que se construyó. Demasiado alta, como puedes ver. Succiona las nubes de tormenta. Al decir de todos es poca cosa más que un cascarón roto por dentro. Nadie excepto Robb Zarpa ha vivido jamás allí, si vivir es la palabra adecuada para ello. Se escondió en su interior un invierno, y jamás salió. Encontraron su cadáver diez años más tarde, y se necesitaron cinco hombres para sacarlo a la luz del día, ya que se había vuelto pesado como la piedra. —Angus aspiró por la nariz—. Eso es lo que cuentan, al menos.

Raif desvió la mirada. Sabía pocas cosas sobre las Ciudades de las Montañas y su historia. Algunos de los clanes de la frontera mantenían tratos con Ile Espadón, pero pocas gentes tenían algo que decir, bueno o malo, respecto a las ciudades y sus bien protegidas fortificaciones.

—¿Quién era Robb Zarpa?

Angus aminoró el paso cuando llegaron a la piedra angular sudoeste de la ciudad y el bayo se vio obligado a avanzar por entre rocas, raíces muertas y guijarros sueltos que habían rodado desde la montaña. El sendero se tornó más empinado y estrecho, y luego ya no hubo ni sendero. Raif sintió cómo el sudor corría por sus heridas suturadas.

—Robb Zarpa era el bisnieto de Glamis Zarpa, uno de los lores intendentes fundadores de Espira Vanis.

—¿Era un rey?

—No, muchacho. Ningún rey ha gobernado jamás en Espira Vanis, aunque no ha sido porque no lo hayan intentado. Los lores intendentes fundadores eran hijos bastardos de reyes; sus padres gobernaban territorios más al sur, y cada rey tenía hijos legítimos suficientes para asegurarse de que ni tierras ni títulos serían transferidos jamás a los bastardos. Eso no agradó en absoluto a los lores intendentes, y se libraron muchas batallas y se hundieron muchos cuchillos en carne principesca. Dos de los cuatro eran los hermanos Theron y Rangor Pengaron, y se unieron a Glamis Zarpa y a Torny Fyfe para reunir un ejército y conducirlo al norte a través de las cordilleras. Theron era su caudillo, e incluso se habría coronado a sí mismo rey de no haber sido por los otros tres lores que lo acompañaban. Fuera como fuese, él encabezó el ejército lanzado contra los sull, fundó la ciudad y construyó la primera muralla de piedra y troncos donde la Fortaleza de la Máscara se encuentra actualmente —dijo Angus meneando la cabeza en dirección a la Astilla—, aunque fue Robb Zarpa quien construyó las cuatro torres.

Mientras Raif seguía la dirección de la mirada de su tío, la montaña se estremeció bajo sus pies, enviando pequeños guijarros ladera abajo. El hielo de la torre lanzó algo parecido a un débil chasquido de nudillos al mismo tiempo que una finísima grieta descendía por la capa de hielo que la recubría.

—¿Y por qué sencillamente no la echan abajo? —se escuchó decir el joven.

—Por orgullo, muchacho. Se dice que el matapodencos de Espira Vanis anida en la Aguja de Hierro que la remata. Hace quinientos años izaban a los traidores hasta allí mediante un enorme artilugio de metal y sogas, y los empalaban en la aguja. Se decía que aquellas bestias aladas los engullían como desayuno. —Angus miró en dirección a las nubes que se arrollaban a la torre, entrecerrando los ojos—. ¿O era como cena? No lo recuerdo ahora.

Apartaron los caballos de allí. Raif empezó a sentirse cada vez más acalorado e incómodo mientras cruzaban por una estribación de agujereada piedra caliza y descendían, a continuación, a un barranco. Tuvieron que cruzar con sumo cuidado enormes conductos de piedra construidos para desviar los desprendimientos de terreno alrededor de la ciudad, pues el hielo era inestable y húmedo. Alce se desgarró el corvejón izquierdo con un borde serrado, pero Angus se negó a detenerse para vendarlo, y dejaron un rastro de sangre de caballo detrás.

Una hora más tarde, cuando la puerta apareció por fin ante ellos, Raif no sintió otra cosa que alivio. Los puntos le picaban como demonios, y había rezumado tanto líquido de la ampolla de la mano al guante que la piel se había endurecido como una armadura y había adoptado una curva permanente alrededor de las riendas. El joven deseaba ir a algún oscuro cobijo y dormir, pues estaba tan agotado que ni soñaría, o si lo hacía, no lo recordaría después.

Angus dio un nombre a la puerta y tomó un sendero descendente desde la ladera de la montaña en dirección a la muralla. Era más pequeña que la Puerta de la Escarcha. La piedra sin decorar con la que había sido construida se arqueaba con la misma elegancia que un arco tensado. No había ninguna calzada que partiera de ella. Nadie aguardaba para ser admitido; a decir verdad, no había ningún lugar donde se pudiera estar, ya que la entrada daba directamente a una pendiente cubierta de maleza. Cuando se hallaban a la altura de la primera torre de la puerta, un grito ronco hendió el aire.

—¡Cogedla!

Una criatura atravesó la puerta. Era una chica. Al escuchar el grito, la muchacha vaciló, echó una ojeada atrás y empezó a correr. Dos hombres vestidos como mendigos, pero empuñando espadas de acero rojo como la sangre, surgieron por la entrada y corrieron tras ella. La muchacha estaba débil y muy delgada, y la atraparon en menos de diez segundos; pero ella se debatió de un modo silencioso, casi animal, sin emitir un sonido, pero pateando y forcejeando con furia, por lo que a los hombres les resultaba difícil sujetarla. Le arrancaron la capucha y luego los guantes. La melena que le llegaba hasta los hombros estaba cubierta de mugre, y una llaga producida por el frío proyectaba sombras sobre el labio.

Aparecieron más hombres. Uno era un tipo fornido, con manos que se balanceaban a sus costados como plomos, y cuyos ojos centelleaban como limaduras de hierro. Raif observó con creciente cólera cómo el hombretón se aproximaba a la muchacha y le asestaba una bofetada en pleno rostro. El cuello de la jovencita se inclinó violentamente atrás, y esta dejó de forcejear, mientras un hilillo de sangre descendía desde la nariz hasta llegar a los labios. El grandullón dijo algo a los otros, que rieron de un modo excitado y nervioso, más relacionado con el temor que con la diversión, y volvió a golpear a la joven, como sin darle importancia, con el puño entrecerrado.

Raif sintió arder su sangre, y se adelantó.

Angus le posó una mano sobre el brazo, impidiéndole dar otro paso.

—Aquí hay un altercado en el que no debemos tomar parte. Ese es Marafice Ocelo, protector general de la Guardia Rive. Si decide atormentar a una mendiga fuera de una de sus puertas, no hay nada que podamos hacer al respecto.

Raif siguió intentando adelantarse. El hombre llamado Marafice Ocelo arrancó la capa de la muchacha, y la tela se desgarró al mismo tiempo que una ahogada exclamación de temor surgía de los labios de la joven.

—Tranquilo, muchacho —les advirtió su tío, clavándole los dedos con fuerza—. No podemos permitirnos atraer la atención en este lugar. Más que tu vida y la mía dependen de ello.

El joven lo miró. El rostro del hombre estaba serio, y las arrugas que rodeaban su boca, marcadas como cicatrices.

—Si sólo estuviéramos tú y yo en esto, la salvaría. Créelo. No mentiría respecto a la vida de otro.

Raif le creyó. Vio lo que había en los ojos de su tío. Angus Lok temía mucho a alguien o a algo en esa ciudad…, y no era una persona que temiera sin razón. Raif dejó de hacer fuerza, y Angus lo soltó.

Un grupo de seis hombres armados rodeaba entonces a la chica. Todos excepto dos iban vestidos con capas mugrientas y pantalones harapientos, sin embargo, el joven comprendió que ninguno era un mendigo. Las armas relucían abrillantadas con aceite de linaza y las barbas estaban bien recortadas y limpias, y los brazos y cuellos estaban perlados con la clase de dura musculatura que se forja durante duras sesiones de adiestramiento en un patio de armas. El llamado Marafice Ocelo iba ataviado con una tosca túnica marrón, como un clérigo o monje, y no obstante su estatura llevaba tan sólo un puñal. Todos los hombres se remitían a él.

La muchacha había perdido las mangas y el cuello del vestido, y la sujetaban tres hombres; de ellos, sólo uno iba vestido con la engrasada y flexible coraza de cuero que llevaban los guardas de la Puerta de la Escarcha. El cuerpo de la joven estaba torcido, de modo que la falda estaba arremangada alrededor de los muslos y la cabeza le colgaba, sin sostén.

—Dejadla caer.

Raif escuchó las palabras de Marafice Ocelo con toda claridad. De inmediato, los tres hombres soltaron a su presa, y la muchacha se desplomó sobre el suelo, donde permaneció en silencio mientras el hombretón hurgaba en su cuerpo con la punta de la bota.

—Creíste que podrías huir, ¿verdad? ¿Pensaste que te burlarías de Cuchillo? —La golpeó dos veces en las costillas—. Pensaste que escaparías impunemente tras conseguir que uno de mis hombres muriera.

Colocando el tacón de la bota sobre la mano de la joven, le hundió los dedos en la nieve; algo se partió con el suave chasquido de la madera podrida, pero ella siguió sin gritar.

Raif sintió que la rabia lo embargaba, y se imaginó matando a los seis hombres de un modo terrible y lento. Las gentes de los clanes jamás harían cosas así a una mujer. Una vocecita le musitó: «¿Y lo sucedido en la calzada de Bludd?», pero él lo eliminó de la mente.

—Vamos, corre. Veamos hasta dónde consigues llegar. —Marafice Ocelo introdujo el pie bajo la espalda de la joven para levantar el torso del suelo—. Corre, he dicho. A Grod, aquí presente, le encanta ir de caza. ¿Recuerdas a Grod, verdad? Le dejaste un mechón de tus cabellos.

La muchacha intentó incorporarse. Estaba tan delgada que Raif se preguntó de dónde sacaría las fuerzas. Cometiendo el error de apoyar su peso en la mano herida, la joven aspiró con fuerza y volvió a desplomarse en la nieve.

Fue entonces cuando los divisó.

Los seis hombres se habían separado, dejándole sitio para incorporarse, y el espacio entre ella y Angus y Raif había quedado despejado. El muchacho consiguió entonces su primera visión real de la joven libre de sombras y de cuerpos en movimiento, y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No era tan joven como había pensado en un principio.

Las nubes de tormenta se abrieron y la luz del sol descendió sobre el rostro de la prisionera, iluminando la cara con una luz plateada. Raif sintió que su cuerpo se enfriaba, y uno a uno los cabellos de la espalda se erizaron, y la piel bajo ellos se tensó como si unos dedos espectrales la presionaran. Justo mientras se sacudía la gélida sensación de encima, algo apenas importante y sin embargo vital encajó dentro de su cabeza.

Ella no lo miraba a él.

Miraba a Angus Lok.

Los ojos grises atrajeron los ojos color cobrizo del hombre hacia ella con la misma firmeza que si estuvieran conectados por un hilo, y un segundo flotó inmóvil como polvo en el aire caliente mientras sus miradas se encontraban, todo se detuvo. Viento, frío y luz solar murieron. Raif se sintió como una sombra, como si no fuera nada. Angus y la muchacha eran todo lo que contaba.

Entonces, escuchó cómo su tío tomaba aliento y pronunciaba una palabra; Raif la escuchó con claridad, pero no comprendió su significado: «Hera», dijo su compañero.

Angus Lok desenvainó la espada, que carecía de adornos y tenía el acero gris como el aguanieve. Dio un paso al frente y, al hacerlo, algo se desprendió de él como una piel vieja, y se tornó más fornido, más alto y más terrible. Sus ojos dejaron de ser cobrizos y se volvieron dorados.

—Sujeta los caballos —murmuró sin mirar ni una sola vez a su sobrino—. Sujétalos y aguarda.

Raif tomó las riendas del bayo de modo instintivo. El miedo ocupaba los espacios huecos de su pecho. No lo comprendía. ¿Pensaba su tío que podría enfrentarse a seis hombres armados? ¿Qué estaba sucediendo?

Angus avanzó, con el puño cerrado sobre la empuñadura de cuero de su espada. Se estremecía con fuerza; vibraba casi. La muchacha seguía en el suelo, y Marafice Ocelo la golpeaba con la bota, como lo hace un cazador que no está muy seguro de si la pieza que acaba de abatir está muerta. El guarda vestido de cuero negro fue el primero en advertir la presencia de Angus y, alzando la roja arma, golpeó con el codo a Cuchillo.

El hombre levantó los ojos. Angus se hallaba a unos treinta pasos de él. Marafice Ocelo se limpió despacio la saliva de los labios, y sus ojos relucieron.

—Baja la reja —gritó a un guarda invisible de la torre de la puerta—. Creo que me ocuparé de esta pelea en el interior.

Sin apartar ni por un momento los ojos del forastero que se aproximaba, hizo una seña a sus hombres para que levantaran a la muchacha y la condujeran al interior de la ciudad. Tres hombres se ocuparon de la joven, mientras que los otros dos fueron a colocarse a ambos lados del jefe. Este mantuvo su posición, observando cómo su adversario se acercaba. Por encima de su cabeza, mecanismos metálicos gimieron; luego, la reja cobró vida con una sacudida.

Raif tiró de los caballos hacia un abedul seco y los ató allí. Sus ojos estaban fijos en la puerta, vigilando cómo el afilado enrejado negro de lodo empezaba a descender con un movimiento de vaivén. En cuanto sus manos quedaron libres de las riendas, echó a correr.

Angus penetró en la plataforma de la puerta, y Marafice Ocelo mostró una tirante sonrisa y retrocedió, permitiendo que los dos hombres que lo flanqueaban iniciaran el ataque. Espadas, rojas como si ya estuvieran cubiertas de sangre, se alzaron en diagonal en dirección a la luz. Las poleas chirriaron en lo alto, girando sin control, y la puerta empezó a caer en picado. Angus dio un salto al frente, esquivando las púas de hierro por unos milímetros. Raif corrió y corrió y corrió. Tenía que llegar junto a su tío.

Demasiado tarde. La reja se estrelló contra el suelo en el momento en el que penetraba en la plataforma, y pedazos de nieve sucia cayeron sobre su cabeza y hombros cuando agarró violentamente los barrotes y los zarandeó con todas sus fuerzas.

—¡Angus!

Unos pasos más allá, en el otro lado, cinco hombres armados formaron un círculo azuzante alrededor de su tío, cuyo rostro estaba sombrío e inmóvil. El filo del arma se había cubierto ya con la sangre de un adversario, y mientras describía un círculo defensivo alrededor de su posición, hirió a dos más.

Tres hombres vestidos de cuero negro surgieron apresuradamente de la torre de la puerta y se ocuparon de la muchacha, a la que arrastraron lejos de la pelea. Raif contó nueve espadas rojas en total. Marafice Ocelo se mantenía a un lado, observando, y sus diminutos labios se crisparon maliciosos cuando Angus recibió un corte en la oreja.

El corazón del joven martilleaba en su pecho. Tenía que hacer algo. Vio a Alce y al bayo olfateando en la nieve para llegar hasta las matas de cardos enterradas bajo ella. Un trozo de cuero en forma de ala que sobresalía del lomo del bayo llamó su atención: la funda del arco de Angus.

El muchacho corrió a por ella. Un grito sordo sonó a su espalda: Angus había recibido una segunda herida. Raif aspiró un instante. No podía arriesgarse a pensar en eso entonces; sólo conseguiría volverse más lento. Mientras luchaba con la hebilla de latón de la funda, sus manos jamás habían parecido tan enormes ni tan torpes. La grasa de la reja lo tornaba todo resbaladizo, y sus dedos no conseguían doblarse.

Le pareció que tardaba horas en tensar el arco. La cuerda encerada estaba helada y tiesa; no hacía más que soltarse del nudo, y finalmente tuvo que usar los dientes, tirando del hilo con un violento chasquido de mandíbulas. Pasando los temblorosos dedos por el vientre del arma, intentó tranquilizarse. El arco estaba exquisitamente tallado, con incrustaciones de plata y asta azul medianoche, y tocarlo lo ayudó. Lo había disparado antes; conocía sus medidas y el grado de tensión necesario.

Dándose la vuelta, deslizó la aljaba de Angus alrededor de la cintura y corrió de vuelta a la reja. La reja de hierro estaba espesamente entretejida, con barras tan gruesas como la muñeca de un hombre que se cruzaban formando ángulos rectos, sin dejar más que unos cuadrados de cinco centímetros entre ellas. Raif sacó una flecha de la aljaba. La punta de plomo era más pesada de lo que estaba acostumbrado, y en una zona recóndita e instintiva de su cerebro supo que necesitaría más tensión y altura para apuntar.

Al otro lado de la puerta, un hombre había caído, derribado por una gran herida en el hombro, y otros dos sangraban por pequeños cortes en brazos y piernas. Sólo un guarda se ocupaba de la muchacha entonces, y le retorcía el brazo tras la espalda para mantenerla pegada a él. Los siete espadas rojas restantes estaban todos concentrados en contener a Angus Lok, que se sentía claramente frustrado por sus tácticas de hostigamiento. Si uno o dos de los espadachines se hubieran adelantado para presentar batalla, los habría vencido. Raif observó con qué velocidad se movía su tío, qué seguridad demostraba con su sencilla espada de viajero. Pero los espadas rojas preferían llevar a cabo un juego de espera y cansancio del adversario. Sabían que su oponente era peligroso, y resultaba más fácil y seguro esperar a que cometiera un error.

Marafice Ocelo vigilaba desde su posición en la periferia, acuchillando sólo de vez en cuando con un cuchillo de empuñadura en forma de cangrejo. Al contrario que los hombres bajo su mando, elegía el momento con cuidado, y su arma siempre se retiraba manchada. Una cinta de sangre, oscura y lenta como melaza, descendía por la mejilla derecha de Angus hasta la mandíbula. El hombre seguía intentando llegar hasta la muchacha, pero los otros espadachines lo mantenían a raya.

Raif tragó saliva. ¿Qué había empujado a Angus a atacar? Era una locura. Apartándose de la reja, sujetó la aplomada punta de flecha y alzó el arco hasta su pecho. Los puntos de la caja torácica ardieron como nuevas heridas cuando tensó la cuerda, pero, luchando con el dolor y las ardientes y salobres lágrimas que le provocaba, se concentró en escoger un blanco. Había contado cinco flechas en la aljaba de su tío. Cinco. Ninguna podía errar el tiro.

Fijando la mirada más allá del ojete ribeteado de acero, el joven eligió al hombre que representaba la amenaza más inmediata para Angus: una comadreja delgada, de cabellos negros, vestida con arpillera y cuero cocido, que se había cansado de azuzar y se iba abriendo paso bajo el brazo de su tío. Era veloz y resabiado, y al muchacho le recordaba a un hombre del clan Scarpe.

Apuntó a la parte superior del pecho a través de la muesca del alza. No quería disparos al corazón, nada que le hiciera sentir mal o lo corrompiera, pues aquella era una locura que no deseaba llevar a esa pelea. Mientras buscaba la línea fija que conduciría su flecha al lugar de destino, la ampolla de la mano reventó, y un hilillo de líquido amarillo descendió por la muñeca.

Soltó la cuerda, y la flecha salió disparada al frente. El arco retrocedió, golpeando su mano como un pájaro. ¡Chas! El metal golpeó contra metal, y chispas anaranjadas saltaron por la reja. Raif lanzó una exclamación de desaliento al contemplar cómo su flecha se clavaba en la nieve, al otro lado de la puerta. La punta del proyectil había golpeado la reja de hierro, y una de las plumas del asta estaba incrustada en la rejilla como un mechón de pelo de alce en una valla.

—¡Aaah!

El muchacho fijó la mirada en la pelea que se disputaba más allá de la reja. En aquellos momentos, la comadreja liberaba de un tirón el arma del hombro de Angus, y la sangre chorreó de un oscuro agujero en el abrigo de piel de ante de su tío. El rostro del hombre estaba ceniciento y crispado por el dolor, y las rojas espadas no dejaban de pincharlo, arrancando gotas de sangre. Angus rugió, y blandiendo el arma en un violento giro circular, seccionó la mano de un adversario y abrió una profunda herida en la cadera de otro.

Raif bajó la mirada hacia la aljaba. Quedaban cuatro flechas y siete hombres. «Que los dioses me ayuden, no puedo fallar otro disparo», se dijo, y maldiciendo sus manos temblorosas, la ampolla supurante y el terrible dolor abrasador del pecho, sacó la segunda flecha. Angus empezaba a perder velocidad; su brazo izquierdo colgaba inerte, respiraba de modo entrecortado y sacaba espumarajos por la boca. Al observarlo, al contemplar los músculos de las mejillas palpitando con rabia y también otra incognoscible emoción que se encontraba entre la pena y el temor, Raif supo lo que debía hacer. No se trataba de una cuestión de elección, sino de una cuestión de sangre compartida.

La flecha quedó preparada en menos de un instante, y el joven la sujetó con fuerza sobre la placa mientras tensaba el arco. El hombre comadreja se tornó mayor en su punto de mira, grande como un gigante, y el joven lo invocó más cerca. El espacio entre ambos se contrajo, y luego, de improviso, ya no mediaba espacio alguno. Raif olió a sudor y al secreto hedor a sangre y deterioro que se hallaban atrapados bajo la piel. Luego, nada importó, excepto el corazón.

Congestionado por la sangre, lleno de fuerza vital, impulsado por aquella única cosa sobre la que los dioses no tienen poder alguno, el corazón inundó el punto de mira del muchacho como una ojeada al sol. Averiguó cosas, cosas sin importancia respecto al cuerpo que rodeaba aquel bombeante núcleo vital. La sangre del hombre comadreja corría demasiado veloz, recorriendo su cuerpo como un río ardiente en busca de liberación, y el hígado estaba endurecido y lleno de depresiones, ennegrecido por la enfermedad, y un único testículo colgaba de su ingle.

Esto y más cosas las supo Raif en menos tiempo del necesario para que el aire usado abandonara sus pulmones. No significaba nada; nada. El corazón era suyo.

Besó la cuerda y soltó la flecha, y para cuando sus hombros hubieron frenado el retroceso, el hombre comadreja ya estaba muerto de un disparo en el corazón. Las piernas se le doblaron, la vejiga se soltó, y expiró.

Un sabor metálico inundó la boca del joven. Un dolor, como el nauseabundo tirón de un hueso al ser arrancado de su cavidad, le recorrió el pecho. «¿Es esto lo que soy? ¿Un asesino a sangre fría de hombres?».

Era una pregunta para la que no tenía tiempo. Ya sostenía otra flecha en su mano, aunque no recordaba haberla tomado, y la colocó en su sitio y volvió a tensar el arco. Sus poderes de discriminación habían desaparecido destrozados por el dolor y la locura, y puso su punto de mira en el primer espada roja que pasó ante su arma.

El corazón vino a él, más veloz que un ojo concentrándose en un objeto lejano. Joven y fuerte, ese corazón pertenecía a un cuerpo que sólo había sido visitado recientemente por la enfermedad. Algo oscuro se desarrollaba en el nivel inferior más profundo de los pulmones, un lóbulo de carne inerte; pero él ni pensó en ello mientras soltaba la cuerda. El zumbido de la flecha se mezcló con el borboteo sordo de un aliento interrumpido, y a continuación otro cuerpo sin rostro cayó al suelo.

Raif sacó la tercera flecha. El dolor le nublaba la vista, la saliva corroía las encías y, en el otro lado de la puerta, Angus aprovechaba el temor que se extendía entre los hombres que seguían en pie. Mientras el joven preparaba el arco, su tío hundió el acero en la carne de un riñón, y un espada roja cayó al suelo, chillando y abrazándose el vientre. Detrás del círculo de hombres armados, el guarda de la capa negra a cargo de la muchacha empezaba a ser víctima del pánico. El hombre arrojó a la joven al suelo y le colocó la punta de la espada sobre el cuello. El pecho de la prisionera ascendía y descendía, ascendía y descendía, y sus dedos empezaron a arañar la nieve.

Incluso antes de ser consciente de lo que hacía, el joven llamó a él el corazón del guarda, y todo sucedió tan deprisa que apenas obtuvo una impresión del hombre antes de disparar. La punta de flecha se abrió paso por una brecha en la lucha y penetró en el corazón del hombre por detrás, clavándole la capa a la espalda.

Raif se tambaleó. La cabeza le zumbaba de dolor al mismo tiempo que se daba cuenta vagamente de que unos objetos golpeaban la reja de metal; eran cuchillos y proyectiles arrojados contra él. Ninguno atravesó la reja. Apenas podía ver nada entonces, sólo bordes afilados y destellos de luz. Distinguió una mancha borrosa en movimiento, que reconoció como a su tío, y a tres o tal vez cuatro figuras que lo rodeaban. Sus pensamientos llegaban despacio, de un modo torpe, flotando por su mente como pedazos de madera a la deriva. Una flecha, eso era todo lo que sabía. Una flecha. Un disparo. Tenía que hacerlo.

No podía ver, pero podía sentir. Mientras tensaba el arco, algo en su interior se fijó en el corazón más próximo, y sucedió con la velocidad y la certidumbre de una piedra cayendo en un pozo… Raif tuvo ganas de vomitar. Sus brazos ajustaron posiciones y la mano que empuñaba el arco dejó de temblar, y supo con total seguridad el momento justo en que debía soltar la cuerda. «Muerto —pensó torpemente—, desaparecido en cuanto encuentre su corazón».

Tras aquello, alguien más cayó: uno de los espadas rojas vestido con un harapiento tejido a rayas. Angus asestó un mandoble que hizo chillar a otro hombre como un cerdo. Raif se balanceó, y dando un traspié al frente, se sujetó al enrejado para no caer. Sus ojos se aclararon un instante, vio a Marafice Ocelo que lo miraba directamente a la cara y aspiró con fuerza. Cuchillo se encontraba separado de los hombres que le quedaban, a la sombra de la torre este de la puerta, con los ojos pálidos como un cartílago en un trozo de carne. Mientras Raif lo observaba, el hombre volvió la mirada primero a la muchacha, luego a Angus Lok, decidiendo qué hacer. La joven se encontraba a treinta pasos de distancia, y en el mismo instante en que Marafice Ocelo dio un paso hacia ella, Angus se movió para impedirle el paso.

Raif sintió que se desmayaba, y con los últimos restos de energía que le quedaban clavó la mirada fijamente en Marafice Ocelo, manteniendo al hombre en su punto de mira, deseando que se volviera y lo mirara. Cuando Cuchillo desvió la vista y los ojos de ambos se encontraron, Raif soltó la mano de la reja y la bajó en dirección a la aljaba de la cintura. En ese instante, el hombre supo que iban a matarlo de un disparo en el corazón como a cuatro de sus hombres. Raif vio aquella comprensión en los ojos del adversario, vio cómo el otro se daba cuenta de que no conseguiría llegar hasta la muchacha antes de que un flecha lo alcanzara y que era mejor retirarse que morir. Y mientras la mano del joven se cerraba en el vacío, Marafice Ocelo ladró una orden y huyó.

Las piernas del muchacho se doblaron bajo su cuerpo, y se deslizó a un lugar donde las paredes estaban hechas de oscuridad, y los bordes, fileteados de dolor.