El dolor cabalgaba con él como una segunda piel. Cardenales con forma de bota marcaban su carne; órganos y tejidos blandos supuraban sangre por debajo, y las heridas cosidas con hilo negro reventaban con sordos siseos, derramando pus. Las heridas infestaban su cuerpo como procesionarias en un bosque, y el labio partido le producía punzadas; por si eso fuera poco, el ojo amoratado convertía cada parpadeo en una agonía de carne llorosa y dolor. Una sustancia amarillenta formaba una costra en su inflamada oreja, y la ampolla de su mano derecha era fuego sobre las riendas.

Sintiéndose desgraciado, helado y bien arrebujado en un lugar totalmente protegido de los pensamientos, Raif Sevrance cabalgaba al lado de Angus Lok. Una apagada luz grisácea brillaba sobre un paisaje que relucía debido a la escarcha, y un viento rapaz permanecía pegado al suelo, satisfecho de dejar que el terrible frío debilitara a sus víctimas antes de entrar a matar. Bosquecillos de cicuta, con los troncos deslustrados por la capa de escarcha, se elevaban como un ejército fantasma para cerrar el paso a la noche que avanzaba.

Angus cabalgaba en silencio, con la espalda doblada y la cabeza profundamente hundida en el interior de la capucha, y aunque Raif no podía ver el rostro de su tío, conocía la existencia de los cardenales y heridas que allí había. El joven se estremeció al recordarlas. Incluso había la marca de un mordisco.

Cuántos días habían transcurrido desde la noche pasada en el cobijo de Duff resultaba difícil decirlo. Tal vez una semana; podía ser que más. Todos los días y las noches eran idénticos en la taiga. Raif no recordaba gran cosa de la noche de la pelea; recordaba vagamente a su tío apartándolo de los pedazos de carne descuartizada a machetazos que anteriormente habían constituido los cuerpos de los hombres de Bludd, y recordaba las expresiones de temor y horror en los rostros de los miembros del clan Dhoone, y luego la reunión de los Scarpe, Dhoone, Ganmiddich y Estridor para dibujar un círculo-guía alrededor de los seis cuerpos caídos en la nieve.

No podían esperar a deshacerse de él. Angus y Duff lo habían conducido a los establos y se habían ocupado de sus heridas allí, y en cuanto Duff acabó de coserlo, su tío le obligó a tragar todo un frasco de licor de malta y lo levantó sobre el lomo de Alce. Lo último en que pensó Raif fue en que al dueño del cobijo le faltaba entonces uno de sus famosos dientes, y que nunca volvería a arrastrar un trineo con ellos.

Sólo más tarde, mucho más tarde, se dio cuenta de que él había sido el causante de que a Duff le faltara el diente y de que Angus luciera la huella de un mordisco en la mejilla. No soportaba pensar en ello.

Su tío le había contado lo poco que había considerado necesario que supiera, y aunque el muchacho sabía que le ocultaba cosas, se sentía agradecido por la omisión. No quería escuchar los detalles de la pelea. El mismo Angus se había mostrado extrañamente callado esos últimos días, guardando silencio junto a la estufa por la noche, para hablar de poca cosa más que no fuera el tiempo y el viaje durante el día. Echando una mirada a la figura encorvada y recubierta de escarcha de su tío, Raif sintió un doloroso nudo en la garganta.

«No eres bueno para este clan, Raif Sevrance».

Ahora, Angus también conocía la verdad.

—Angus —llamó el joven, sorprendiéndose a sí mismo por romper el silencio.

El hombre volvió la cabeza, de modo que Raif pudo ver su rostro. Todos los golpes y las magulladuras estaban profusamente cubiertos de cera; la piel desgarrada y dañada era una invitación a la congelación.

—¿Sí?

El muchacho sintió que le fallaba el valor, de forma que se lanzó a hablar antes de que tuviera oportunidad de pensar.

—¿Por qué me soltasteis? Tú y Duff forcejeasteis conmigo hasta llegar a la puerta, pero entonces dijiste algo, y los dos os apartasteis.

Un sordo gruñido surgió de los labios del otro, que volvió su atención al camino que tenían delante.

—Sí, tenías que preguntarlo. Y también querrás saber la verdad —dijo.

Permaneció en silencio un rato, conduciendo a su bayo alrededor de un matorral de congelados espinos, y justo cuando Raif ya había abandonado toda esperanza de recibir una respuesta, volvió a hablar, con la voz más baja que el viento.

—Llegó un momento en que supe que no se te podría detener, simplemente lo supe en mis viejos huesos Lok. Seguir luchando sólo nos habría acarreado a Duff y a mí más daño. Sin embargo, fue más que eso. —Angus suspiró pesadamente, y pedazos de hielo de su abrigo de montar le cayeron sobre el regazo—. Llevo en mi interior vestigios de las viejas artes, Raif. Sólo un poquitín, que es suficiente para detectar cuándo otros a mí alrededor utilizan hechicería, y cosas por el estilo. Yo no soy un mago; no me interpretes mal. No podría desplazar el aire y la luz ni que mi vida dependiera de ello…, y si nos encontramos jamás en una situación en la que tal cosa sea necesaria, recuerda entonces que Angus Lok no es tu hombre. No obstante, como dije, puedo percibir cosas cuando quiero hacerlo. Y esa noche, cuando no dejabas de forcejear y forcejear, golpeando al viejo Duff en los dientes y asestándome golpes de rodilla en los bajos, sentí algo…

—¿Hechicería?

—No. El destino. —Mantuvo la palabra un buen rato; luego, se encogió de hombros—. Llámalo fantasías de un viejo soldado si quieres. Llámalo puñetero delirio provocado por el hecho de tener las pelotas en desbandada. Todo lo que sé es que llegó un momento en que me dije: «No obstante lo terrible que esto es, tiene que suceder».

Raif aspiró con fuerza. El dolor ocasionado por los puntos y la mano cubierta de ampollas le hizo crispar el rostro. El destino. No quería nada de él; sin embargo, incluso mientras sus pensamientos saltaban, dispuesto a atacar la idea, fragmentos de recuerdos se introdujeron en su mente. Un lago rojo y helado, un bosque de árboles de color azul plateado, y una ciudad sin luz y sin gente: los lugares que la piedra-guía le había mostrado.

—El destino presiona —indicó Angus, abriéndose paso por los pensamientos del muchacho—. En ocasiones, si te tumbas bajo las estrellas por la noche, puedes percibirlo. Los niños lo perciben; es por eso por lo que se excitan tanto ante la idea de acampar fuera. Lo saben, pero jamás pueden expresarlo con palabras. En cuanto a mí, he sentido el destino sólo unos pocos minutos de mi vida, y siempre me ha hecho cambiar de rumbo. El cobijo fue uno de tales empujones.

—Sin embargo, yo podría haber muerto.

—Sí. Y no puedo decir si habría intervenido para salvarte. —Angus se volvió y miró a Raif con los ojos color cobre moteados de verde—. Sabes que la noticia de lo que hiciste llegará a todos los rincones de los territorios de los clanes. Matar a tres hombres de Bludd sin ayuda es una hazaña que no se olvida con facilidad.

Su sobrino sacudió la cabeza. Odiaba aquello en lo que se había convertido al atravesar la puerta del cobijo. No era motivo de orgullo matar a hombres de ese modo; se había comportado casi como un lobo desgarrando gargantas, y le enfermaba sólo pensarlo. Tenía un recuerdo de la nieve en el exterior del establecimiento de Duff empapada de sangre.

—Los Granizo Negro no entonarán cantos a mi memoria.

—Tal vez, no. Pero treinta pares de ojos vieron lo que hiciste, y las canciones no siempre necesitan ser cantadas para ser escuchadas.

El hombre miró fijamente a Raif durante un momento; luego, espoleó el bayo al frente por un terreno que en una ocasión había sido pantanoso y húmedo, y entonces estaba recubierto de hielo.

El joven lo siguió. No tardaron en llegar a un arroyo helado y tomaron el sendero despejado y congelado que discurría a través de las colinas y barrancos de los lindes de la taiga. Cuando, por fin, abandonaron el hielo para acampar durante la noche, los árboles que los rodeaban habían dejado de ser un bosque para convertirse en una dispersa colección de zonas boscosas. Una luna en cuarto creciente discurría baja por el horizonte, lo que hacía que el hielo del arroyo brillara como fuego azul.

—¿Qué sucederá ahora entre los Granizo Negro y los Bludd? —quiso saber Raif.

El joven amontonaba nieve en la base de la tienda para lastrarla contra los embates del viento; las manos le dolían mientras trabajaba, .pero el dolor era poca cosa. Esa era la primera noche en la que no había habido un cobijo en el que detenerse… Los territorios de los clanes empezaban a quedar atrás.

Angus se había despojado de sus guantes y estaba ocupado descortezando madera. Su cuchillo no paró de danzar ni un momento mientras hablaba.

—Ya sabes lo que sucederá, Raif: guerra. Guerrear forma parte de la naturaleza de los clanes. Fíjate en la divisa de tu clan: «No nos ocultamos y no nos acobardamos. Y nos vengaremos». Y en la de los Dhoone: «Somos Dhoone, el clan de reyes y de guerreros a la vez. La guerra es nuestra madre. El acero nuestro padre. Y la paz no es más que una espina en nuestro costado». Los Bludd afirman que la muerte es su compañera, los Cuajomurado juran que estarán luchando el día en que los Dioses de la Piedra hagan pedazos el mundo, e incluso el maldito clan Gris mantiene que la pérdida de vidas es algo que conocen y a lo que no temen. —El hombre sorbió por la nariz—. Casi hace que las lágrimas afloren a los ojos de cualquiera.

Raif lo miró con expresión ceñuda, pero él no pareció darse cuenta mientras dejaba a un lado el amia.

—La cuestión es —siguió— que los clanes han andado a la greña durante tres mil años, probablemente más si cuentas el tiempo anterior al momento en que Irgar los condujo al norte a través de la cadenas montañosas. El clan Withy y el clan Haddo conservan las crónicas, y, créeme, esas historias son realmente terribles. Habéis combatido entre vosotros, contra los sull, contra los hombres de la ciudad, contra los apóstatas, contra los habitantes del País de las Zanjas…, contra cualquier cosa que pudierais ver y contra la que pudierais blandir un palo, e incluso contra unas cuantas que no cumplían tales requisitos. Los últimos cuarenta años han sido distintos, y tenéis que dar las gracias por ello al viejo jefe Dhoone, Airy Dhoone, y al padre de Dagro Granizo Negro, Ewan. Ambos crecieron durante las guerras del Río, los dos perdieron a familiares en las orillas del Lobo y el Torrente Oriental. Airy perdió a su hermana Anne, a quien amaba por encima de todos los demás, y Ewan, a dos de sus tres hijos. Tales pérdidas moldean a los hombres. Airy cabalgó las treinta leguas que separan el torrente de la casa Dhoone con el cuerpo de Anne echado sobre el lomo de su yegua. La muerte de la mujer fue un duro golpe para él, tanto que hay quien dice que lo volvió loco, y que guardó el cuerpo momificado de ella junto a su lecho, en una silla hecha de madera de sauce.

»Con los caudillos, ¿quién puede saber nunca la verdad? —El hombre sonrió con suavidad y alargó la mano para tomar otro tronco que descortezar—. Pero tanto Airy Dhoone como Ewan Granizo Negro se retiraron a sus respectivas casas comunales, ordenaron a sus hombres que abandonaran, dieron la espalda a sus ganancias y dejaron que los clanes aliados pelearan entre sí. Gullit Bludd se portó bien con ellos, al igual que hicieron Roy Ganmiddich y Adalyn Croser. Todos obtuvieron las tierras y el agua que querían.

»Transcurrieron cinco temporadas en las que Ewan Granizo Negro y Airy Dhoone contemplaron cómo los clanes aliados se adentraban hacia el norte en dirección a sus fronteras. Para entonces Dagro era ya un adulto y había efectuado su primer juramento de mesnadero, y Vaylo Bludd había clavado una daga en el corazón de su padre y había tomado el mando del clan. Fue entonces cuando Ewan y Airy empezaron a ver un futuro en el que los clanes estarían gobernados por el clan Bludd. Sabían qué clase de persona era Vaylo Bludd, y lo supieron pronto, incluso antes de que empezara a llamarse a sí mismo lord Perro y a trenzar sus cabellos al estilo de los reyes Dhoone.

»Vaylo Bludd arrancó a Airy Dhoone y a Ewan Granizo Negro de su luto, y ambos caudillos tomaron el mando de los clanes aliados. Se reunieron en la casa que hay sobre el torrente, con el río marrón como el lodo corriendo por debajo de ellos, y pusieron fin a la guerra mediante la formulación de un acuerdo. Sólo se reunieron aquella vez; no obstante, los dos pasaron el resto de su jefatura creando vínculos de tutelaje entre ambos clanes, que se han mantenido hasta hoy.

Raif asintió. Lo sabía perfectamente. Sólo dos inviernos atrás, Drey había sido destinado a pasar un año bajo la tutela de los Dhoone, y Mannie Dhoone, sobrino del caudillo de aquel clan, Maggis Dhoone, debía incorporarse a los Granizo Negro para ocupar el puesto de Drey. Pero Mannie se había caído del caballo mientras cazaba en los pastizales de espino azul situados en la zona sur de los territorios Dhoone, y se había roto las dos piernas, por lo que el intercambio nunca se realizó.

Raif se puso en pie al mismo tiempo que se sacudía el hielo de sus ropas de hule.

—¿Los Dhoone se unirán a los Granizo Negro para derrotar al clan Bludd, verdad? —inquirió.

Su tío dejó que el último de los troncos cayera sobre la nieve; luego, introdujo la mano en el interior del abrigo para sacar el frasco guardado en la funda de piel de conejo. Sin prisas para beber, se limitó a darle vueltas al frasco en la mano.

—No puedo decirlo, Raif. Los Dhoone están desperdigados y deshechos. Maggis y sus hijos están muertos, y nadie sabe cuándo se nombrará un nuevo caudillo. Perdieron trescientos hombres y mesnaderos del clan en ese ataque. Perdieron su forja, su reserva de hierro colado, su ganado. —Meneó la cabeza—. Dhoone está tan cerca de desaparecer como lo estaba el clan Alborada en la víspera de la boda de Burnie Dhoone.

Raif acarició su provisión de piedra-guía pulverizada, como lo hacían todos los miembros de los clanes cuando se mencionaba el nombre del clan Desaparecido. El clan Alborada había estado situado en el pasado al este de los territorios Dhoone, rivalizando con Bludd y Granizó Negro en tamaño. El Rey Oscuro, Burnie Dhoone, pasó treinta años destruyendo el clan después de que su joven esposa, Maida, lo abandonara por Shann Alborada, el hijo mayor del caudillo de aquel clan. Tan sólo forasteros como Angus llamaban a ese clan por su nombre, pues para los miembros de los clanes era siempre el clan Desaparecido. Raif recordó que Tem le había contado en una ocasión cómo él y Dagro Granizo Negro habían tropezado con el terreno donde había estado en una ocasión la casa Alborada: «No queda nada, Raif, ni siquiera una piedra de un túmulo, y no brota allí ninguna planta que no sea el brezo blanco».

Angus tomó un trago de su botella y luego, otro más.

—Los Granizo Negro lucharán solos. Dhoone tiene batallas y demonios propios a los que enfrentarse. Tal vez los clanes aliados ayuden; sin embargo, tengo la sensación de que también ellos están muy ocupados salvando sus respectivos pellejos para preocuparse por los Granizo Negro y los Dhoone.

Raif dirigió una penetrante mirada a su tío. El viento había amainado, y la fuerte helada convertía cada aliento del hombre en un chorro de hielo y luz.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, excepto que en todas las guerras es sálvese quien pueda. —Introduciendo el frasco bajo el abrigo, Angus se inclinó para recoger los troncos descortezados—. Será mejor que encienda una fogata, o tendremos que comer riñones fríos esta noche. Y no sé tú, pero tengo la impresión de que una vez que se ha dejado que un riñón se enfríe toda una noche, resulta mejor arma que comida. —Sonrió de oreja a oreja—. Pon uno en una honda y estoy seguro de que podrás derribar un ave, y una grande; puede ser que incluso un ganso.

Raif observó mientras su tío encendía el fuego cerca de la entrada de la tienda. No valía la pena volver a hacer la pregunta, pues Angus Lok no había dicho nada que no quisiera decir. Sabía más cosas sobre la guerra que se aproximaba, eso era seguro, pero no hablaría de ello hasta que no lo considerara apropiado. Acercándose las manos a la cara, el joven sopló sobre sus helados y doloridos dedos. Había oscurecido por completo hacía ya varias horas, pero seguía teniendo buen cuidado de no volver la mirada al norte. El clan había quedado atrás, y así era como debía ser.

Al cabo de un rato, se dirigió a la tienda. Mientras se arrastraba hacia el interior a través del faldón, sintió cómo los puntos de su pecho tiraban de la piel, y necesitó unos instantes para sobreponerse al dolor. Se quitó las ropas de hule y se instaló con cuidado entre las mantas y pieles de alce. No sentía deseos de comer, ni tampoco calor o frío, y acomodó el cuerpo en la posición que le provocaba menos dolor y aguardó a que llegara el sueño.

«Los Granizo Negro lucharán solos».

No descansó de un modo placentero, pero durmió.

A la mañana siguiente, cuando despertó y gateó fuera de la tienda para atender sus necesidades, vislumbró un nuevo paisaje más abajo de la elevación meridional. Un enorme y en parte congelado lago se extendía en la distancia hasta donde alcanzaba la vista. La orilla aparecía gris debido al hielo sucio; sin embargo, el centro era negro, oleoso y humeaba por el vapor desprendido por la escarcha.

—El Rebosadero Negro —murmuró Angus, yendo a colocarse junto a Raif—, el lago más profundo de los territorios. Ile Espadón reclama como suya la orilla este. Bordearemos la orilla oeste, en dirección a las cordilleras.

Raif asintió, repentinamente muy consciente de lo lejos que se hallaba de su hogar. Jamás había estado tan al sur; nunca antes había pisado una tierra que no perteneciera a un clan.

«Effie. Drey».

Bruscamente, se dio la vuelta y se marchó a dar comida y agua a Alce. Levantaron el campamento poco después, encaminándose al sudoeste, y luego al sur, en dirección a los imponentes picos de Espira Vanis. El clima se tornó más cálido, los vientos se aceleraron y nubes de tormenta empezaron a reunirse en el norte.