Penthero Iss permaneció inmóvil en las alturas, envuelto por la fría oscuridad marmórea de la Traba, y contempló cómo Sarga Veys entraba en la Fortaleza de la Máscara. Con Veys no valía la sencillez de la puerta del establo utilizada por los soldados ni la vulgar miseria de la puerta del norte; no. Veys tomó la puerta este, cuyas elegantes columnas de mármol y rejas de hierro forjado se reservaban por lo general a los lores, las damas y aquellos que ostentaban altos cargos, no a enviados de segunda fila que tenían conocimientos de las viejas artes. Iss suspiró suavemente en las sombras. Sarga Veys era un interesante pedazo de carne.

Mientras cruzaba el patio, Veys no hacía más que volver la cabeza en dirección a la Astilla y, al cabo de un momento, se detuvo, giró sobre los talones y pasó todo un minuto contemplando la torre envuelta en una capa de hielo. A Iss no le gustó aquello. No le gustó en absoluto. Una tenue exploración por su parte, como un largo olfateo o un dedo húmedo alzado al aire para comprobar la velocidad del viento, sirvieron para asegurarle que el otro estudiaba la Astilla simplemente con los ojos, sin sondearla mediante hechicería como temía.

Abstrayéndose de nuevo, se dio cuenta de la presencia del sabor metálico en su boca y de que una gota de orina le descendía por el muslo. Resultaba repugnante sentir la humedad allí. Despreciaba sus propias debilidades, y mientras formaba un grumo con la saliva contaminada para escupirla, volvió a contemplar la figura vestida de blanco de Sarga Veys.

Este dirigía la mirada hacia él.

Trastornado, Iss retrocedió un paso. «Estoy en la oscuridad —se dijo—, y cinco pisos por encima de él. ¿Cómo sabe que estoy aquí?». ¡El flujo mágico! Sarga Veys había percibido la utilización de los poderes. El rostro de Iss se ensombreció. El poder que había succionado para averiguar si se estaba usando magia había sido tan leve, una pequeña polilla en pleno vuelo, que no debería haber sido perceptible. Sin embargo, allí estaba aquel hombre, sonriente entonces, alzando el brazo en señal de saludo. Iss dio media vuelta y abandonó la estancia. Veys sabría ya, con total certeza, que se albergaba algo en la Astilla que su surlord no deseaba que viera.

Descendiendo las heladas escaleras de la Traba, se preparó para el encuentro con el recién llegado. Aunque el sol acababa de alzarse por encima del monte Tundido, el día no le estaba gustando demasiado al surlord, pues sólo una hora antes, bajo el oscuro techo inclinado de la Sala de Juicios, la señora de las Haciendas Orientales y su hijo, el Verraco Blanco, habían puesto en duda su derecho a asignar tierra en la zona situada al norte de la ciudad.

—El hermano de mi abuelo poseía derechos de caza sobre las Haciendas Septentrionales —había dicho Lisereth Talas, señora de las Haciendas Orientales, cuya voz se había tornado rápidamente maliciosa—. Y yo las reclamo aquí y ahora para mi hijo.

Era una reclamación ridículamente inventada, desde luego, pero Lisereth Talas resultaba una mujer peligrosa, y el blanco y dorado de los Talas le sentaba tan bien a ella como a cualquier hombre. Crearía problemas respecto a eso. Cuatro de los últimos diez surlords habían provenido de la casa Talas, y la buena señora intrigaba para convertir a su hijo en el quinto. La cuestión de las Haciendas Septentrionales, que había sido objeto de litigio hacía poco debido a la muerte del lord, Allock Mure, le había proporcionado una excusa muy conveniente para mostrar los dientes.

Iss dejó al descubierto sus propios incisivos. Lisereth Talas era una estúpida si creía que podía competir con él, pues no estaba dispuesto a permanecer sentado y envejecer a la espera de que llegaran los asesinos en su busca. Las grandes y antiguas casas de Talas, Crieff, Stornoway, Grifo, Pengaron y Estragar no tardarían en encontrarse con muchas batallas que librar.

Una vez que estuvo en el interior de sus aposentos privados, el surlord se ocupó en cambiarse de ropa. La mancha de orina de su túnica era minúscula, pero Sarga Veys poseía ojos muy agudos, y él no iba a permitirle la satisfacción de juntar dos y dos, y comprender que el surlord no era tan poderoso como parecía. Aquel hombre resultaba un hechicero hábil y astuto, y eso significaba que era peligroso a la vez que útil.

Iss se vistió sin prisas, dejando tranquilamente que Caydis Zerbina abrochara la docena de botones de perla de cada puño y atara los lazos de su abrigo de seda de modo que formaran un complicado dibujo de espiga sobre su pecho. La ropa no significaba nada para él, pero conocía muy bien sus muchos usos y siempre se preocupaba de vestir con sedas caras, bien cargadas y de corte exquisito.

Cuando se convenció de que había hecho esperar a su visitante el tiempo suficiente, indicó que se hiciera pasar a la habitación al Mediohombre, y Caydis fue hacia la puerta sin hacer ruido.

—Milord. —Sarga Veys penetró en la estancia y luego hizo una reverencia, aguardando a que el surlord hablara.

Iss estudió la curva del cuello de su visitante, la textura y el pigmento de su piel. A pesar de que el hombre acababa de regresar de un viaje de varias semanas de duración, no llevaba pegada ni una mota de polvo del camino, lo que indicaba que debía de haberse detenido en la ciudad y haber tomado un baño antes de presentarse en la fortaleza. No gustándole nada la fría indiferencia que tal acto denotaba, el sur-lord tomó nota de hacer que siguieran a Veys durante su estancia en la ciudad; ya sabía muchas cosas sobre el Mediohombre, pero nunca perjudicaba saber más.

—Sarga Veys. Confío en que estés bien de salud. —El otro abrió la boca para replicar, pero Iss lo atajó—: No vi al septeto contigo cuando regresaste. Espero que a los camaradas de la guardia no les haya sucedido nada.

—Preguntaron si podían adelantarse cuando avistamos la ciudad. No vi ninguna razón para rechazar su deseo.

Mentía. Ningún miembro de la Guardia Rive pediría jamás nada a Sarga Veys; probablemente lo habían abandonado tan pronto como habían juzgado que era seguro hacerlo.

—Comprendo —dijo asintiendo con la cabeza.

Sospechando que habían detectado su mentira, el otro irguió los hombros.

—La próxima vez que viaje en vuestro nombre, milord, preferiría escoger yo mismo el septeto.

—Como desees.

A Iss tanto le daba. No le importaba dejar que Veys intentara elegir él un septeto, pues resultaría interesante ver hasta dónde conseguía llegar antes de que Marafice Ocelo interviniera para dar su opinión.

—¿Tienes alguna petición más antes de que empecemos? ¿Tal vez un nuevo caballo, o un nuevo título, o una nueva colección de túnicas con ribete de oro?

Los ojos color violeta del otro se oscurecieron. Los músculos de su garganta se contrajeron, y por un momento su anfitrión no supo si iba a hacer uso de la hechicería o a hablar. El mismo Veys tampoco parecía saberlo, y tras unos instantes, recuperó la calma, tragándose aquel conjuro o parrafada que hubiera ido a concentrarse en su lengua.

—Mis disculpas, milord. Estoy cansado y sin fuerzas. No me gustan nada los fríos territorios desnudos del norte.

—Desde luego, amigo mío. —Iss se mostró inmediatamente conciliador—. Desde luego. —Rozó el brazo del hombre—. Ven, siéntate. Vino. Hemos de beber vino. Y comida. Caydis, tráenos algo que sea apetitoso y, sobre todo, que esté caliente. Sí, por supuesto ocúpate primero de la chimenea. Cuánta razón tienes al pensar en el bienestar de nuestro visitante además de en su estómago.

Resultó divertido contemplar el efecto que la pequeña demostración de condescendencia tenía sobre Sarga Veys, pues a este le gustaba ser cortejado. Aquella era una de sus debilidades: creía que tenía derecho a cosas mejores de las que obtenía.

Cuando Caydis abandonó la habitación, cerrando la puerta con tanta suavidad como sólo él podía hacerlo, Iss se volvió hacia Veys.

—Bien —dijo—, ¿ha salido todo según lo planeado en los territorios de los clanes?

La tersa piel de Veys brilló como lino sumergido en aceite cuando respondió.

—Pelean como perros en una trampa.

El surlord asintió, y permaneció sin decir nada por un instante, deseando instalar la información en su mente y reclamarla como propia. Distraídamente se pasó una mano por la boca.

—¿De modo que Maza Granizo Negro actuó según la información que le facilitaste?

—De inmediato. Fue una masacre. Más de treinta mujeres y niños asesinados a sangre fría, la mayoría emparentados con el gran lord Perro en persona. Ahora Bludd le ha saltado al cuello a los Granizo Negro; los Dhoone y los Granizo Negro quieren acabar con los Bludd, y todos los otros clanes intentan tomar partido. —Veys se alisó las mangas perfectamente blancas de su túnica—. Lord Perro no tardará en darse cuenta de que al trono Dhoone le han salido espinos.

—Tal vez.

Iss poseía una mejor opinión de Vaylo Bludd que Sarga Veys, pues este sólo veía la tosquedad, los escupitajos, las maldiciones y los perros, mientras que el surlord veía la implacable determinación de un hombre que había sido señor del clan Bludd durante treinta años y era amado como un rey por sus hombres. Además, Sarga Veys no captaba la cuestión primordial. Lord Perro era tan sólo un caudillo entre muchos. Era necesario conseguir que tomaran parte en la guerra el clan Croser, el clan Bannen, el clan Otler, el clan Scarpe, el clan Ganmiddich y todos los demás. No era suficiente con que los Granizo Negro, los Bludd y los Dhoone pelearan; todos los clanes que les habían jurado lealtad también debían hacerlo. Cuando llegara el momento de enviar una hueste al norte para guerrear, sería la promesa de un territorio y una riqueza fácil lo que movería a los señores de las haciendas y sus ejércitos. Los bien cebados clanes de la frontera serían los primeros en ser derrotados, y los fríos gigantes del lejano norte, con sus enormes casas comunales, sus forjas de metal y sus guerreros nacidos en los hielos, vendrían después…, una vez que se hubieran desangrando unos a otros a través de los años.

Iss se pasó una pálida mano por el rostro. ¿Podía hacerlo? ¿Tenía elección? El mundo cambiaba, y los sull no tardarían en abandonar las Hogueras Interiores. Si alguna vez había existido una posibilidad de obtener grandeza y poder era esa. Si Espira Vanis no daba un paso para reclamar un continente, entonces Trance Vor, Lucero del Alba e Ile Espadón lo harían. Se crearía un imperio, y él, Penthero Iss, hijo de un cultivador de cebollas de Trance Vor y pariente del lord de las Haciendas Divididas, no pensaba quedarse sin hacer nada y contemplar cómo otros cogían lo que debería ser suyo.

—Recogí una o dos informaciones mientras estuve en el norte —manifestó Veys, cuya voz rebanaba los pensamientos del otro como un alambre de cortar queso—. Creo que os pueden parecer interesantes.

Supuso un esfuerzo devolver su mente al tema que trataban.

—Adelante.

—Nuestro viejo amigo Angus Lok vuelve a estar en movimiento. Se encaminaba al norte, a los territorios de los clanes, la última vez que oí hablar de él.

Eso era una noticia. Angus Lok había permanecido bajo tierra durante seis meses, y ninguno de sus espías había conseguido localizarlo. «Él y su familia viven a pocos días de viaje de Ile Espadón», fue todo lo que pudieron contarle.

—Si Angus Lok está en movimiento también lo están los phages.

—Me preguntó por qué. —Los ojos de Sarga Veys se encontraron con los del surlord.

«Apuesto a que sí», pensó Iss. Y no por vez primera consideró la posibilidad de deshacerse de Veys. El Mediohombre era demasiado inteligente, demasiado perspicaz, y ya había traicionado a un superior. ¿Cuánto más fácil no resultaría una segunda traición?

—Parece ser que fuiste uno de ellos en una ocasión, dime tú qué traman los phages.

—Con los phages… —el hombre se encogió de hombros—, ¿quién puede saberlo con seguridad? Se mantienen tan pegados entre sí como murciélagos en la pared de una cueva. En toda Espira Vanis probablemente sólo existan cinco personas que hayan oído hablar de ellos, y dos de ellas están sentadas en esta habitación. —Veys se inclinó hacia el frente en su asiento, e Iss supo que podía esperar una segunda confidencia—. Desde luego, estaba aquel cuervo que el encargado del cobijo de Gloon abatió.

—¿Qué cuervo?

—Bien, al parecer el buen hombre vive con el temor de que los cuervos sobrevuelen su chimenea; ya sabéis lo supersticiosos que los encargados de los cobijos pueden llegar a ser respecto a sus malditas estufas. —Aguardó a que el surlord asintiera—. Así pues, cada vez que Gloon se sube al tejado a limpiar el cañón de la chimenea siempre lleva consigo un arco preparado por si descubre un cuervo volando por encima. Le gusta hacer prácticas de tiro con ellos. Los cuelga de los maderos como trofeos. Sea como sea, siete días antes de mi llegada, Gloon abatió el cuervo de mayor tamaño que haya visto nunca. No paraba de alardear de ello. El hombre exageraba, claro está…, los hombres pequeños siempre lo hacen…, pero cuando cortó la cuerda para bajar el ave y mostrármela, observé una tira de tendón atada alrededor de la pata.

—Un pájaro mensajero.

—Sí. Y se dirigía al norte en dirección al hielo.

—No había ningún mensaje.

—No.

Entonces, el ave regresaba a casa con la tribu de los tramperos de los hielos, pues nadie más, aparte de estos y los sull, usaba cuervos. Vello invisible se erizó en el brazo de Iss.

—¿De qué dirección venía?

—Del sur; simplemente del sur.

La expresión del rostro del Mediohombre indicó al otro que este ya había establecido una conexión entre el pájaro y Angus Lok. Era listo, muy listo.

Pero la información resultaba seductora. Ese era el problema: Veys tenía el modo de descubrir exactamente la clase de información que Iss quería conocer. Y era tan útil, tan experto con la magia.

El surlord sirvió la bandeja de comida que Caydis había deslizado con discreción en la mesa con el sobre de mármol. En ella había toda clase de cosas aromáticas: vino calentado con clavo y luego vertido en copas frotadas con limón, yemas de huevos estremeciéndose como ostras bajo el peso de la cúrcuma y las semillas de sésamo, higos fritos partidos y humeantes, y lenguas de cordero untadas con mermelada de rosa, almizcle y ámbar. Nadie preparaba la comida como Caydis Zerbina. Nadie podía encontrar las cosas que él encontraba.

Ofreciendo una copa de plata llena de vino a su visitante, Iss meditó sobre todo lo que había averiguado. ¿De modo que el oyente de la tribu de los tramperos de los hielos había enviado un cuervo? Eso significaba que el norte se preparaba para la danza de las sombras que se avecinaban. El surlord se recostó en su asiento, tranquilizándose mediante profundas inhalaciones de aire que retenía un buen rato en los pulmones. «Que bailen —se dijo—. Que los sull bailen con sombras y los clanes con espadas, y que aquellos lo bastante audaces para moverse mientras la música suena les roben un mundo de debajo de los pies».

Sarga Veys introdujo un rechoncho higo en su boca. Parecía más que satisfecho de sí mismo.

—He oído que vuestra pupila ha desaparecido, la dulce y encantadora Asarhia. Podría ayudaros a localizarla si queréis.

—No.

Iss dejó que la palabra permaneciera allí solitaria. No pensaba dar explicaciones a un enviado de segunda clase que ni siquiera poseía tierras o vasallaje familiar que pudiera llamar suyo. La idea de que Sarga Veys pudiera tocar jamás a Asarhia llenaba el pecho de Iss de gélida inquietud. La muchacha era tan joven, tan ignorante…

Dejó la copa intacta en la mesa. La joven tenía que ser encontrada. La ciudad no era lugar para ella; podían herirla, violarla. Podía perder los dedos de la noche a la mañana por culpa del frío, morir de hambre en alguna sórdida tienda de campaña de la Ciudad de los Mendigos o enroscarse en los ventisqueros del tamaño de un túmulo que se apilaban a lo largo de la muralla norte de la ciudad y quedarse dormida hasta morir. Iss había visto casos así. Cada primavera, durante el primer deshielo, más de cien cadáveres eran arrastrados a través de las puertas de los canales de desagüe junto con la nieve derretida. Los pobres diablos habían muerto todos con una sonrisa en el rostro, pensando que las azuladas lenguas de escarcha que acababan con ellos eran tan cálidas y acogedoras como llamas.

El surlord respiró pesadamente. Tenía que llamar a Cuchillo. Había que ampliar la búsqueda, doblar la recompensa, arrasar por completo la Ciudad de los Mendigos y todas sus chabolas. Había que llevar a Asarhia a casa; no había pasado dieciséis años criándola para dejar que cayera en manos de otro.

Al sorprender a Veys mirándolo con ojos que sabían y adivinaban demasiado, el surlord se puso en pie y fue hacia la puerta. Caydis Zerbina esperaba al otro lado, y sólo hizo falta una palabra para darle un destino.

—¿Necesitaréis que me dirija de nuevo al norte, milord? —inquirió su visitante.

—No. —El otro negó con la cabeza—. Es un juego delicado este de originar guerras. Si empujamos demasiado a menudo, nos arriesgamos a dar a conocer nuestras intenciones. Es mucho mejor observar, aguardar y ver. Los Granizo Negro han perdido a su jefe, Bludd ha perdido mujeres y niños, y Dhoone ha perdido el territorio de su clan: que el orgullo de los clanes y sus dioses hagan el resto.

—Pero ¿y qué hay de los clanes que les han jurado lealtad? ¿Qué sucede con Ganmiddich, Bannen, Orrl…?

—Todo a su tiempo, Sarga Veys. Si el juego pierde velocidad o las reglas cambian, serás el primero en saberlo.

—Como deseéis —dijo el Mediohombre, e inclinó la cabeza.

Iss aguardó la segunda pregunta, sabiendo muy bien cuál sería.

—¿Y cuál va a ser mi siguiente cometido?

—He pensado mucho en ello, amigo mío. No hay nada apremiante. Evidentemente, agradecería cualquier noticia que pudieras traer respecto a Angus Lok y su familia, pero, aparte de eso, sugiero que descanses tras tu largo viaje. Tómate tiempo para disfrutar de los entretenimientos que ofrece la ciudad.

Iss abrió de un golpe rápido la tapa de una caja de plata recubierta de esmeraldas que en el pasado había pertenecido al surlord Rannock Talas, al que Boris Horgo había asesinado en el negro lodo de la ciénaga del Podenco cuarenta años atrás mientras cinco apóstatas lo inmovilizaban en el suelo con los tacones de sus botas. Sacando algo de la caja, Iss sonrió indulgente a Veys.

—Toma —indicó introduciendo el objeto en la mano del hombre—. Gástalo prudentemente.

El rostro de su visitante fue algo digno de ver mientras contemplaba con asombro la pieza de oro que el surlord le había entregado. La idea de que no se le necesitaba, de que se le podía despachar con la misma facilidad que a una prostituta que ya no se precisa, era algo que nunca antes le había ocurrido. Él era el joven y brillante Sarga Veys, el mayor descubrimiento de los phages en más de una década, ¿quién no lo querría o necesitaría? En cualquier otro momento, Iss se habría sentido tentado de sonreír ante las partículas de orgullo herido que relucían como huevas de salmón en los ojos del hombre; sin embargo, por algún motivo no lo hizo. Veys era peligroso. Y aunque había sido necesario darle una lección, era exactamente la clase de persona que recogía y cultivaba los desaires recibidos.

La llegada de Marafice Ocelo, que Caydis Zerbina trajo enseguida, ahorró a Iss tener que pensar más en aquel tema. Cuchillo ni llamó a la puerta ni aguardó, sino que penetró en la habitación, reivindicó espacio, y luego posó los pequeños ojos azules en su pieza: Sarga Veys.

El surlord lamentó al instante haberlo hecho venir. Su intención había sido intimidar al Mediohombre y ponerlo en su lugar; pero el asunto de la moneda de oro ya había conseguido una parte de aquello, e Iss sabía que corría el peligro de ir demasiado lejos.

Sarga Veys, que todavía no se había recuperado del golpe de ser considerado innecesario para los planes inmediatos del surlord, enrojeció ligeramente bajo el poder de la mirada de Cuchillo, y sin darse cuenta de lo que hacía, se encogió en su asiento.

El otro no hizo otra cosa que permanecer de pie; no necesitaba hacer nada más.

Iss paseó la mirada de un hombre al otro. Se imponía un cambio de planes. Con una ligera aspiración, se dirigió a Cuchillo.

—El septeto que enviaste al norte con Sarga Veys necesita un castigo. Ocúpate de ello.

Marafice Ocelo hizo una mueca de desagrado, pero Iss le dio la espalda, lo que indicaba que podía marcharse.

Unas pisadas sacudieron la estancia, y luego la puerta se cerró de un portazo lo bastante fuerte como para partir el marco.

—No te mantendré ocioso mucho tiempo —dijo el surlord, volviéndose hacia Sarga Veys.

Las mejillas del otro enrojecieron animadamente, llenas de rencor; había disfrutado una barbaridad con el rapapolvo recibido por Marafice Ocelo.

—Aguardaré vuestra llamada, milord. —Poniéndose en pie, introdujo la moneda de oro en un pliegue de la túnica—. Confío en que milord se sienta complacido con las tareas que realicé en el norte.

«Todo eso, ¿y elogios, además?». La antipatía que Iss sentía por el Mediohombre aumentó. Sonriendo, fue hacia la puerta y la abrió. Una serie de astillas cayeron en grandes pedazos al suelo.

—Has demostrado tu valía con creces.

Sarga Veys siguió resplandeciendo mientras salía por la puerta.

En cuanto estuvo fuera del alcance del oído, Iss indicó a Caydis que hiciera regresar a Cuchillo.