Cendra contuvo la respiración, contrajo el rostro todo lo que pudo y empezó a cortarse los cabellos a golpes de cuchillo. No podía mirar, no soportaba verlos caer sobre la nieve. «Eres una estúpida —se dijo—; vanidosa, sin carácter y estúpida». Ya volvería a crecer. De todos modos, no consiguió resignarse a dejarlo tan corto como había pensado; lo intentó, pero sus manos no dejaban de desafiarla. El arma resbalaba continuamente hacia abajo, y la muchacha no tenía valor para luchar contra ella.

En un principio, había planeado cortarlo tan corto como un muchacho, pero aquella decisión la había tomado a plena luz del día, cuando las decisiones son más fáciles de tomar y mantener. En aquel momento, a medianoche, sentada en un banco de hierro al que había quitado la nieve en la calle de los Cinco Traidores, en la Ciudad de los Mendigos, circundada de sombras, aleros que sobresalían y montículos de negra nieve, medio derretida, que habían apartado a paletadas, no sentía demasiadas ganas de hacer nada. Y le tenía mucho apego a su cabello, incluso aunque no fuera rizado y brillante como el de Katia.

«Vanidosa, sin carácter y estúpida», se reprendió Cendra de nuevo mientras pasaba la hoja a través de los últimos mechones. Se acabó; ya lo había hecho. Se pasó una mano por la desigual melena que le llegaba hasta los hombros y comprobó su nuevo tacto y peso. Notaba la cabeza particularmente ligera, como si hubiera bebido demasiado vino tinto durante la cena. Mechones de un pálido tono plateado, largos como serpientes, se enroscaban sobre la nieve a sus pies, y los apartó a un lado con la punta de la bota, diciéndose que no eran nada en realidad, sólo un montón de paja seca.

Escuchando pasos y finas carcajadas agudas, la joven se inclinó al frente y recogió los cabellos, que introdujo en la bolsa de tela que llevaba atada a la cintura; sin duda, conseguiría un buen dinero por ellos en la calle de la Oveja Esquilada, pero ya no estaba segura de que fuera una buena idea. Había oído lo que se decía en la ciudad. Todo aquel que era alguien buscaba a una muchacha alta y delgada de larga melena pálida y sin pechos. Cendra bajó los ojos hacia su pecho. Poco a poco, aquel aspecto particular de su descripción empezaba a quedarse obsoleto, y lo cierto era que resultaba bastante asombroso lo rápido que un cuerpo podía desarrollarse cuando decidía hacerlo. Incluso cuando el cuerpo en cuestión no se alimentaba de otra cosa que de grasa de pato y avena.

La muchacha se concentró en permanecer todo lo inmóvil y silenciosa que pudo, hasta que los pasos y las risas se desvanecieron. La áspera capa de lana le picaba, y las cosas que vivían en su interior se arrastraban tan despacio como las cosas que viven en capas se arrastran en las frías noches de principios de invierno. Al menos no picaban, y supuso que debería dar las gracias por ello.

Había vendido sus viejas ropas el mismo día en que había escapado de la fortaleza, antes de que la noticia de su huida hubiera tenido la oportunidad de trascender a toda la ciudad, y todos supieran que debían estar al acecho por si veían a una muchacha que coincidiera con la descripción de la pupila de Penthero Iss. Su vestido había sido sencillo pero de excelente calidad, y las botas de piel de becerro eran las mejores que podían comprarse en la ciudad; la vieja trapera que las había adquirido no había tenido ningún inconveniente en entregarle todo un vestuario a cambio, incluida una capa forrada y con capucha, gruesas polainas y mitones de lana, un vestido teñido de una olvidable tonalidad marrón y un recio par de «botas de prostituta». Según la mujer, las botas recibían este nombre porque tenían unas suelas tan gruesas que una chica podía recorrer las calles todo el día sin sentir el aguijonazo de los adoquines.

Aquello dio que pensar a la joven, pues en ocasiones descubría a hombres que le miraban los pies. Las puntas de los zapatos estaban rematadas con un brillante refuerzo de cobre que se distinguía desde el otro extremo de una calle de buen tamaño. Esa misma tarde había pasado carbón y estiércol de caballo sobre el metal, con la esperanza de evitar las miradas cavilosas de los hombres y las evaluaciones malhumoradas de otras muchachas.

También había sido vendido el cinturón de cuero con una hebilla de plata que llevaba puesto al huir, y las tres piezas de plata que había conseguido obtener de la trapera habían sido suficientes para comprar una hogaza de pan de avena y una piel de salchicha rellena de grasa de ganso cada mañana durante los últimos cinco días. Le quedaba una moneda de plata.

Por la noche, dormía junto a mendigos y prostitutas. Resultaba fácil, realmente, observar a la gente, ver adónde iban y lo que hacían; ya a primeras horas de la tarde, incluso los más pobres y enfermos desaparecían en dirección a madrigueras que conocían para dormir. Espacios en forma de cuña bajo escaleras, alcantarillas obstruidas por el hielo, torres de vigilancia derrumbadas con improvisados techos de piel de alce, fosos de asar en desuso, retretes abandonados y pozos secos, escondrijos cavados en el interior de enormes montones de nieve que se alzaban a lo largo de la muralla sur de la ciudad, y grietas en la misma ciudad, que descendían hasta criptas de piedras talladas con precisión y laberintos de espacios tan angostos que sólo cabía una persona, lugares subterráneos y pozos negros. Cendra había visto gente durmiendo en todos ellos.

La primera noche había sido la peor, después de que abandonara el puesto de la trapera con dinero en la mano y ningún sitio al que ir. No le gustaban los lugares que estaban oscuros y desiertos, y había decidido permanecer en las calles ruidosas, repletas de gente. Durante el transcurso de la noche, había recorrido toda la ciudad: había cruzado el gran patio de piedra conocido como la plaza de los Pesares, donde Garath Lors se había declarado a sí mismo rey antes de ser asesinado por los asesinos a sueldo de su hermano; había seguido por el camino de la Aguja, con su desmoronada sillería y escarpias podridas; y había descendido a las oscuras y fangosas calles de la Ciudad de los Mendigos, donde el hollín procedente de un millar de fuegos de carbón vegetal pintaba de negro cada pared, techo y corredor. Incluso la nieve que caía era negra, pues capturaba las diminutas motas de materia quemada en su viaje hasta el suelo.

Cendra consideraba que la Ciudad de los Mendigos era una especie de infierno. Katia siempre había hablado de ella con un aire de melancólico afecto. Le había contado que se podían comprar lonjas enteras de tocino, humeantes y listas para comer; calentar las manos con jarras de cerveza tan calientes que dejándolas en el suelo se fundía la nieve, y bajar por cualquier calle y ver mujeres de piel oscura cubiertas con caperuzas de tisú de oro y asesinos de finos labios cubiertos de relucientes cuchillos. La joven lo intentaba, pero ella sólo veía la porquería y el humo, y las llagas abiertas en los rostros de la gente; además carecía de dinero para comprar tocino o cerveza, y a las únicas personas que veía era a prostitutas peleando con proxenetas, mozos apartando el lodo a paletadas, carboneros atendiendo humeantes fogatas y ancianos cansados emborrachándose.

Nadie confiaba en nadie, y Cendra había aprendido rápidamente a mantener las manos y los ojos escondidos, pues no se podía mirar durante demasiado tiempo a una persona o permanecer cerca de alguien que vendiera comida caliente o cerveza fría.

«Aun así —se dijo la muchacha, alzándose del banco y penetrando en la calle—, la Ciudad de los Mendigos es un buen lugar en el que desaparecer». A nadie le importaba encontrar a la pupila del surlord. Había dinero en juego —Iss había ofrecido el peso de un cuervo en oro a cambio de información que condujera a su captura—, pero los habitantes de la zona no creían ni por un momento que una dama elegante de la Fortaleza de la Máscara fuera a parar jamás allí.

Cendra había oído comentarios al respecto. Las mujeres bromeaban diciendo que se teñirían los cabellos con lejía, vendarían sus pechos e irían a reclamar la recompensa ofrecida, mientras que los hombres hablaban con voces quedas, murmurando sobre la Guardia Rive, registros forzosos, incendios provocados y cómo Marafice Ocelo había dejado ciego a un despojo del arroyo por afirmar, erróneamente, que había visto a Asarhia Lindero entrar en el Templo del Hueso y pedir asilo a los altos y silenciosos sacerdotes.

La muchacha se estremeció. En ocasiones se preguntaba si Marafice Ocelo no habría hecho tal cosa sólo para que la noticia llegara hasta ella y la asustara.

Decidida a no tener miedo, se encaminó al sur por el mercado de los carniceros y pasó a las pavimentadas calles situadas al otro lado. Cuando las formas pálidas y rectas como una flecha del Asta y la Astilla atrajeron su mirada, no desvió los ojos. A esa distancia eran las únicas construcciones del interior de la Fortaleza de la Máscara que resultaban visibles, y la joven sabía que todo lo que tenía que hacer era dirigirse al norte durante unas pocas calles para perder de vista el Asta, pero aún tenía que encontrar un rincón de un calle, un callejón o un foso dentro de toda la ciudad de Espira Vanis desde el que no se viera la Astilla. En cierto modo, era algo bueno, ya que todo lo que tenía que hacer era mirar hacia el cielo meridional para ver el motivo de su huida.

Antes de dirigir la mirada al suelo, no pudo evitar mantenerla unos instantes en los tejados inclinados, las parpadeantes torres de vigía y las cúpulas de hierro batido del horizonte meridional. En el extremo más lejano se hallaba la Puerta de la Vanidad.

La Puerta de la Vanidad. Había sido la última en construirse y la menos utilizada de las cuatro puertas de la ciudad. Cendra no sabía cuántas horas había dedicado a imaginar cómo sería atravesar el arco de piedra caliza y pasar a la montaña situada al otro lado. La Puerta de la Vanidad era la única conexión con su madre, la única cosa que compartían. Ambas habían atravesado aquella puerta.

La joven tomó aliento y lo retuvo. Todos sus sueños de infancia se habían iniciado con ella de pie en el exterior de aquella puerta. Se imaginaba localizando el lugar donde la habían abandonado y que, al pasar las manos por entre los guijarros sueltos y los matorrales secos, encontraba aquello que nadie había encontrado antes: un pedazo de pergamino, un guardapelo oxidado, un fragmento de tela, cualquier cosa que pudiera sostener y de la que pudiera decir: «Esto perteneció a mi madre». En sus sueños más detallados, hallaba algo que le decía quién era en realidad su madre, y registraba la ciudad y la localizaba, y su madre resultaba ser cariñosa y radiante, y terriblemente buena… Sin embargo, jamás tenía un rostro. La muchacha sonrió con amargura, entonces veía que aquellos sueños no eran más que sueños.

No había ninguna señal oculta en el monte Tundido. Su madre la había depositado allí para que muriera; por lo tanto, no habría dejado nada que pudiera delatarla, ya que era un pecado contra el Hacedor abandonar a una criatura sana. E incluso aunque hubiera dejado caer algo —una horquilla, o una cinta o un trozo de encaje de su vestido—, dieciséis años de nieve e inundaciones lo habrían hecho desaparecer ya.

Cendra siguió mirando hacia el sur. Aunque fuera allí y encontrara algo, no había forma de saber a quién había pertenecido en el pasado, y además, no era seguro ir a aquel lugar. La Puerta de la Vanidad estaba demasiado cerca de la Fortaleza de la Máscara, y nadie, a excepción de conductores de ovejas, grupos de caza, hombres santos que viajaban al Santuario de las Nubes y sanadores en busca de plantas silvestres la atravesaba jamás, por lo que la descubrirían en cuanto se acercara a la puerta.

Sin saber por qué, a pesar de todo, la joven empezó a dirigirse hacia el sur. Habían transcurrido cinco días desde que se había escapado, y eso era tiempo suficiente para que la Guardia Rive se aburriera y aflojara la persecución. Tenían toda una ciudad que registrar. ¿Cómo era posible que pudieran vigilar cada esquina y mercado? «Me acercaré sólo lo suficiente para mirar», se dijo. Era medianoche, y podía atravesar la ciudad y llegar a la puerta antes del amanecer. Mientras se mantuviera lejos de la Fortaleza de la Máscara y de las torres vigía, estaría a salvo.

Poco a poco fue apresurando el paso. Andando con la cabeza baja y la mano sobre la capucha, evitó todo contacto con desconocidos. Cuando llegó cerca de la enorme barriada miserable de pieles de animales, huesos de alce y maderos podridos por el hielo que había crecido a lo largo del muro oeste de la ciudad, alteró su ruta para evitarla. El olor a grasa de venado, a vapores producidos por los excrementos y a miles de cuerpos sin lavar fue suficiente para mantenerla alejada. Incluso desde una distancia segura, podía ver aún el inmenso círculo de nieve derretida que creaba el calor y la inmundicia.

Cuanto más al sur viajaba, más limpia aparecía la ciudad. Las calles estrechas dieron paso a amplias calzadas y a plazas bien enlosadas, y las tabernas y lupanares brillantemente iluminados quedaron reemplazados por casas de piedra caliza y mansiones de bien cerrados postigos, con puertas de bronce. Había menos prostitutas calentándose junto a los braseros de carbón, y menos borrachos orinaban en las paredes, incluso la nieve que pisaba resultaba más clara; no era blanca desde luego, pero sí gris.

Cendra tardó cinco minutos completos en pasar junto a la fachada sin iluminar del Tribunal de Intendencia, donde los hacendados juzgaban todos los crímenes, excepto el de traición. Lo había construido el décimo surlord, Lewick Crieff, lord de las Haciendas Superiores, a quien todos llamaban el Semirrey, y su insignia de una media luna brillando por encima del afilado pico del monte Tundido aparecía tallada en cada capitel, repisa y ménsula de caliza. Tras comprobar que nadie mirara, la joven se detuvo y apoyó la espalda contra la piedra ennegrecida por una capa de hollín. Empezaba a estar cansada, y diminutos clavos de sus botas de prostituta le herían los pies. Cendra maldijo a la trapera que se las había vendido, aunque lo meditó un instante, y luego maldijo a todas las prostitutas también. Empezaba a preguntarse si dirigirse a la Puerta de la Vanidad había sido una buena idea.

Delante se extendía un amplio espacio al descubierto, rodeado por un círculo de estatuas verticales, conocido como el Círculo del Temor. Seis horcas se alzaban en el centro del anillo, los enormes maderos en forma de T formaban un siniestro patíbulo recortándose contra el cielo. La justicia era veloz en Espira Vanis, y en cuanto un hombre o una mujer eran declarados culpables de un crimen, él o ella eran sacados directamente del Tribunal de Intendencia y castigados en el círculo de piedra a la vista de toda la ciudad. No se colgaba jamás a nadie —los verdugos del señor de la hacienda eran elegidos por su habilidad con los cuchillos, no con la soga—, pero los cuerpos eran izados después para alimentar a los cuervos.

Todas las horcas, excepto una, estaban vacías. El pequeño cuerpo atado allí colgaba como un saco vacío, y una violenta ráfaga de viento hizo crujir la soga y que se columpiara el cadáver.

Cendra retrocedió con cautela a lo largo de la pared, repentinamente poco segura de sí misma. Escapar había sido un error. No tenía adónde ir, a nadie que la ayudara, ningún plan aparte de la necesidad de sobrevivir, y muy pronto se quedaría sin dinero…, y entonces, ¿qué? No tenía ningún oficio, y su descripción había sido distribuida por toda la ciudad. Muchos de los camaradas de la guardia la conocían de vista. Echándose la capucha hacia atrás, dirigió una larga y atenta mirada a las horcas. Sentía el cuero cabelludo ardiendo, y las afiladas puntas de los cabellos recién cortados le aguijoneaban la piel. Echó terriblemente de menos el seguro espacio cerrado de su habitación, la interminable cháchara de Katia, los baños calientes, la deliciosa comida y las ropas sin bordes ásperos. Deseó recuperar su antigua vida.

Bruscamente se apartó de la pared. Había hecho su elección cinco días atrás, y rendirse sólo porque estaba cansada, los pies le dolían y no le gustaba el aspecto de lo que la esperaba era estúpido. Estúpido. Seguiría andando; iría a la Puerta de la Vanidad y vería el lugar donde fue abandonada y más tarde hallada.

—¡Caá! ¡Caá!

La muchacha dio un brinco cuando la sombra de un cuervo se deslizó sobre su rostro, y al mirar a lo alto vio cómo la enorme ave descendía en picado desde el tejado del Tribunal de Intendencia y planeaba en dirección a los cadalsos. Al penetrar en el círculo de viejas piedras, giró las alas, atrapando una corriente ascendente que la levantó casi en vertical junto a la horca ocupada. Flotando durante un buen rato, el pájaro hundió el pico en el rostro del cadáver y arrancó de un picotazo un pedazo de tendón que chasqueó como una serpiente al soltarse. Con el bocado bien sujeto en el pico, el cuervo batió las alas y se elevó hasta lo alto de la horca; una vez instalado allí, arrojó el pedazo de tendón al aire, lo atrapó y lo engulló.

Con los músculos del cuello moviéndose aún para empujar hacia abajo la comida, el ave giró el cuello y contempló a Cendra. Balanceando la cabeza arriba y abajo, cloqueó y cacareó como una gallina clueca.

«Ven. Únete a mí. Es carne apetitosa».

La joven se estremeció y, si bien no quería realmente hacerlo, dio un paso al frente y luego otro. La nieve era gruesa bajo sus pies, manchada de brea y de sangre derramada, y la luz de la luna caía sobre el círculo de piedra, corriendo como plata líquida por las vigas transversales de los patíbulos. El viento amainó mientras se acercaba al centro, y por vez primera en toda la noche la muchacha sintió el frío. El ave, negra como los ladrillos del fondo de un hogar, se removió y arrulló, hasta que por fin se quedó quieta sobre la horca ocupada.

El cuerpo estaba colgado con un cordaje tan grueso como la muñeca de un hombre. Sogas alquitranadas estaban arrolladas a las piernas, el cuello y pasaban por debajo de los brazos, y Cendra tardó un instante en darse cuenta de que el cuerpo estaba desnudo, pues la carne se veía manchada de negro por lo que podrían haber sido excrementos o barro. Los cuervos lo habían estado picoteando durante días, por lo que la blanda carne del vientre había sido desgarrada y las tripas colgaban al aire. Los ojos eran agujeros oscuros totalmente vacíos, y las raíces de los dientes quedaban al descubierto allí donde el tejido de labios y encías había sido arrancado. La cabeza estaba afeitada.

Cendra tragó saliva en silencio. Se trataba de una mujer, aunque apenas lo parecía, pues los pechos habían desaparecido y los genitales quedaban ocultos por un nudo de soga y sangre coagulada, pero lo que restaba de la cintura y las caderas formaba una floja bolsa curva. Asustada, la joven contempló el rostro una vez más.

Fue entonces cuando vio, un rizo de cabellos enganchado en la cuerda; cabello oscuro y rizado.

«Prométame que me llevará con usted cuando se marche».

Cendra retrocedió un paso. No…

La luz de la luna cambió, y las sombras sobre el rostro del cadáver cayeron sobre los lugares adecuados. Cendra distinguió la suave curva de una mejilla y el hoyuelo de la barbilla.

«Vaya, es usted muy traviesa, señorita. ¡Pero que muy traviesa!».

La muchacha empezó a agitar la cabeza, y el estómago se le empezó a revolver y revolver hasta que pensó que iba a vomitar. El cadáver, la cosa que era y no era Katia, la observó con ojos sin vida mientras se balanceaba suspendida de la soga.

«¡Katia! ¡Katia! ¡Katia!». El cuervo se elevó por los aires, agitando las afiladas alas, chillando triunfalmente mientras se desvanecía en el cielo nocturno.

Cendra no supo cuánto tiempo permaneció en el círculo de piedra mirando el cadáver de Katia. «No el suficiente —le dijo una vocecita—. Aunque permanecieras aquí para siempre, no sería suficiente». Cuando un sol grisáceo comenzó a alzarse por el este y la ciudad empezó a despertar entre crujidos, la joven se dio la vuelta y huyó hacia el norte…, abandonando a la menuda doncella por última vez.