Effie y Raina vinieron a despedirlos, y mientras Raif abrazaba a su hermana y apretaba las mejillas contra su suave y hermoso pelo, se dio cuenta de que algo se movía en el oscuro pasillo detrás de la puerta de la casa comunal. Las tablas de madera crujieron, y una figura menuda se introdujo con rapidez en la gruta de sombras que existía debajo de las escaleras.
—No es más que Nellie Verdín —dijo Effie sin mirar atrás—. Siempre anda siguiendo a Raina. Un día acabará muerta en la nieve.
Raif se apartó de la pequeña para mirar su rostro. Enormes ojos azules, del color del cielo al mediodía, lo contemplaron con una mirada penetrante.
—¿Qué quieres decir, Effie? ¿Por qué acabará muerta Nellie Verdín?
La chiquilla se encogió de hombros. El vestido de color rojizo que llevaba estaba tejido con gruesa lana de cabra y le daba el aspecto de una muñeca vestida con las ropas de un adulto.
—No lo sé. Sólo sé que morirá; eso es todo.
¡Oh, dioses! El joven meció a su hermana contra el pecho. Era tan poca cosa; demasiado pequeña para su edad. ¿Cuándo había aprendido a hablar de la muerte con tanta tranquilidad?
La volvió a depositar de pie sobre el suelo con suavidad. Unos pocos mechones de pelo habían caído sobre sus ojos, y dedicó un instante a apartarlos. Tenía que creer que ella estaría mejor sin él; era necesario que lo hiciera.
—Effie estará segura con Anwyn y conmigo —declaró Raina, que tomó a la pequeña y la apartó de Raif—. Y Drey regresará hoy o mañana, y ya sabes lo mucho que la quiere.
Raif no dijo nada.
—Vamos. —Angus le rozó el brazo—. Empieza a amanecer. Será mejor que nos pongamos en camino.
Dicho eso, el hombre condujo a Alce y a su caballo, un fornido bayo de mirada inteligente, a través del patio. Caía una ligera nevada, y Angus llevaba la capucha subida. La piel que rodeaba la capucha era oscura y lustrosa, y Raif no pudo identificar el animal del que procedía.
El muchacho se volvió para mirar a Effie y a Raina Granizo Negro por última vez. La mujer había trabajado toda la noche para juntar provisiones para el viaje al sur, y no le había preguntado en ningún momento por qué se iba, pero sabía lo sucedido a la piedra-guía y había adivinado que algo más, aparte de una batalla bien librada, había tenido lugar en la calzada de Bludd. Al igual que Inigar Corcovado, se había negado a escuchar detalles, y Raif no sabía por qué se tomaba la molestia de ayudarlo, aunque tal vez Inigar le había contado que él era malo para el clan. Sin embargo, sin saber el motivo, el joven lo dudaba. Raina Granizo Negro no era la clase de mujer que actuara según dictaran otros.
No obstante, se había casado con Maza Granizo Negro el mismo día en que este había sido nombrado jefe, menos de cuarenta días después de la muerte de Dagro. Según Anwyn, la ceremonia había sido corta y triste, y ningún miembro juramentado del clan se había adelantado para bailar encima de las espadas; la misma Raina se había retirado a la casa-guía justo después, y nadie, ni siquiera Inigar, había conseguido persuadirla de que saliera y participara en el banquete de esponsales. Anwyn también dijo que Maza se había puesto furioso, y habría echado abajo la puerta si el temor a perderse la emboscada no lo hubiera apartado de allí.
Raif fue en busca de la acostumbrada ira, pero no estaba allí. Aquel hombre había vencido, y lo tenía todo: el clan, la mujer del jefe del clan y una emboscada, que había tenido éxito, de la que jactarse cuando regresara. Todos los que habían puesto en duda su liderazgo estaban o bien muertos o amordazados o habían desaparecido.
—Hablaré a Drey en tu favor —indicó Raina, abriéndose paso por entre sus pensamientos—. La voz de mi esposo no será la única que tenga en cuenta. —Sus ojos se encontraron con los de Raif, y en ese instante, él comprendió el auténtico motivo de que se hubiera casado con Maza Granizo Negro.
Curiosamente, aquello le hacía más fácil la marcha. Si ella podía casarse con un hombre al que odiaba sólo para velar por el clan, entonces, sin duda, él podía hacer eso por Drey. Sosegadamente le dedicó unas últimas palabras a Effie y luego recorrió la corta distancia que lo separaba de donde Angus se hallaba esperando con su caballo.
Cuando estuvo montado y listo sobre la silla, con las riendas recogidas en la división de sus gruesos guantes de piel de perro, hizo girar la montura en dirección sur, y no volvió a mirar a su hermana ni a la casa comunal.
«No eres bueno para este clan, Raif Sevrance».
Sin decir una palabra más, el joven espoleó con energía el caballo y se marchó. Angus Lok lo atrapó una hora más tarde, mientras Alce se abría camino por entre nieve apelmazada en las afueras del pastizal, y el muchacho adivinó que el hombre se había retrasado para hablar en privado con Raina, aunque no malgastó tiempo pensando en qué asuntos habrían discutido los dos y se concentró sólo en el camino que tenía delante.
El amanecer fue un proceso lento. La luz apareció, pero carecía de dirección o de origen visible. La nieve del suelo despojaba de profundidad a las sombras, y la distancia hasta la loma de arenisca y la taiga situada más allá resultaba difícil de calcular. Raif había cazado en el enorme bosque de pinos más veces de las que podía contar, y de niño imaginaba que el bosque continuaba indefinidamente, pues en todas las salidas que había hecho, ni una sola vez había conseguido llegar al otro extremo.
Angus cabalgaba en silencio, y tras una hora más o menos de marcha, dijo una palabra al bayo y se puso en cabeza. Haciendo descender a ambos animales hacia el pie de la loma, siguió un sendero de caza que el muchacho apenas conocía y le importaba aún menos. Los hombres del clan casi nunca seguían la loma en dirección este, pues preferían hacer que sus caballos subieran por las pendientes más suaves del lado oeste. La nieve era más fina allí, y Alce pisaba tierra firme por primera vez en todo el día. Cicutas y pinos jóvenes relucían cubiertos de escarcha como cuerpos emergiendo del agua, e incluso con la corteza exterior totalmente congelada, su agudo aroma a resina seguía impregnando el aire.
Raif mantenía un control férreo sobre sus pensamientos, cerrando el paso a todo, excepto a lo poco que necesitaba para seguir adelante.
Transcurrieron las horas, y la temperatura aumentó junto con la luz. Una perdiz blanca chilló desde el refugio que le ofrecía un abeto bajo cubierto de nieve y, a lo lejos, un venado de cola negra rebuznó como una mula.
—Es un buen caballo ese que tienes.
La mente del joven estaba tan firmemente inmovilizada en los innumerables pequeños ajustes necesarios para ascender a caballo por una ladera escarpada que Raif tardó un buen rato en darse cuenta de que Angus había hablado. Al alzar la mirada, vio que su compañero se había retrasado, de modo que el bayo se encontraba casi junto a Alce. Era evidente que el hombre estaba muy acostumbrado a viajar: cada parte de su cuerpo había sido engrasada, envuelta, encerada, tapada y aislada del frío. Sólo en el rostro mostraba zonas diferenciadas cubiertas con cera de abeja, grasa de alce y aceite de pata de vaca.
Al comprobar dónde se había detenido la mirada de Raif, el hombre sonrió de oreja a oreja.
—Mi esposa me asaría en una sartén sin aceite y luego me haría pisotear por asnos si permitiera que le sucediera algo a mi apuesto rostro.
El muchacho esbozó una sonrisa. No deseaba hablar.
—Desde luego, cuando te vea, cuento con que hará la vista gorda a una que otra venita roja. Creo que me dejara vivir…, siempre y cuando no pierda la mitad de la nariz por culpa de la congelación.
Incluso aunque se daba cuenta de que la intención de Angus era conseguir que hablara como fuera, Raif fue incapaz de no sentirse interesado por lo que el otro decía. No sabía casi nada sobre la familia de su tío, pues este mantenía todos los detalles en la mayor reserva.
—¿Vamos a tu casa? —preguntó, y se sintió como un traidor al hablar.
Si Angus Lok se sentía complacido porque su sobrino hubiera hablado, no lo demostró, y se concentró simplemente en mantener los bolillos del bayo lejos de las rocas.
—Tal vez cuando haya concluido lo que me lleva al sur. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que mi esposa os vio a ti y a Drey, y jamás ha puesto los ojos en Effie. Me ensartaría las orejas si supiera que he estado contigo y no te he llevado a casa. Es toda una fiera, en especial en los meses fríos.
Drey. ¿Cuánto tiempo tardaría Drey en triturar la piedra de jura de su hermano hasta convertirla en polvo?
—No recuerdo que tu esposa visitara nunca la casa comunal —se oyó decir Raif.
—Claro, chico, claro que no puedes. Eras una criatura minúscula. Drey todavía iba envuelto en pieles. Tenía las pantorrillas más carnosas que he visto nunca en un niño de su edad. Aunque también sabía cómo lanzar patadas con ellas, al igual que su padre.
Angus Lok alzó los ojos. Trozos de barba incipiente asomaban ya entre la manteca que se había untado en la barbilla, lo que daba a su rostro el feroz aspecto de un pez urticante. Sus ojos eran una cuestión distinta, pues cambiaban de color, entre el cobre y el ámbar oscuro, con la misma rapidez con que lo harían si se hubiera vertido pigmento en los iris.
—Ya verás cómo todo irá bien. Effie y Drey se las arreglarán sin ti. Hay buena gente cuidando de ellos, no lo olvides. Maza Granizo Negro es simplemente un hombre. Puede ser que gobierne el clan, pero no es el clan. Hombres y mujeres como Corbie Méese, Anwyn Ave y Orwin Shank son el clan. Seguirán a Maza sólo hasta cierto punto.
Raif quería creer lo que el otro decía, pero Angus no había tomado parte en la emboscada de la calzada de Bludd. No sabía lo que la gente buena era capaz de hacer cuando un hombre como Maza Granizo Negro estaba detrás. Durante el corto espacio de tiempo que su tío había pasado con el clan, este había descubierto muchas de las cosas que ocurrían a partir de las conversaciones privadas que había mantenido con Raina, Orwin Shank y otros, pero no conocía a Maza. Raif apretó los labios en una fina línea, saboreando la escarcha que se había formado en ellos. Nadie más que él conocía al Lobo.
Angus no volvió a mencionar el tema, sino que se concentró en guiar a los caballos cuesta arriba, pues los riscos de arenisca resultaban resbaladizos por culpa del hielo. Los ríos subterráneos forzaban el agua por entre la blanda roca porosa, creando un terreno quebradizo de gravilla suelta y piedras partidas. Helechos y hierbas altas azotaban los cañones de los caballos mientras estos ascendían, y grandes lechos de musgo helado hacían difícil, incluso para el bayo, mantener el equilibrio. El hombre desmontó y condujo el caballo tirando de las riendas, y al cabo de un minuto, Raif lo imitó.
En las tres horas que llevaban viajando, Raif no había visto ni rastro del sendero de entrada usado por su tío. Las nevadas habían sido ligeras durante el día anterior, y arriba, en el interior de los pliegues protegidos de la pared de la cadena, no había demasiado terreno, por lo que el joven había esperado ver alguna indicación —hierba aplastada, hielo roto, huellas de caballo— de que su tío había pasado por allí hacía menos de dos días. Miraba y miraba, pero no había nada. Cuando coronaron la elevación y Raif no vio otra cosa que nieve lisa extendiéndose hacia la enorme región negra de la taiga, el muchacho fue a colocarse a la altura de Angus.
—¿Por qué no utilizamos la misma ruta para salir del territorio del clan que la que tomaste para entrar? —dijo.
Los ojos de su compañero cambiaron de color por segunda vez aquel día, y Raif vio diminutas motas verdes en los iris que no había observado antes.
—Tienes muy buen ojo, muchacho —respondió él, echándose la capucha hacia atrás.
Raif sacó una gamuza y empezó a limpiar hielo y mucosidad del hocico de Alce mientras aguardaba a que su tío dijera algo más. Angus dio la vuelta a su capucha para airearla; luego, sacó el frasco de la funda de conejo de su morral y tomó un buen trago. Cuando terminó, no ofreció la bebida a su compañero.
Viajar por ahí es mi trabajo. He recorrido estos territorios durante veinte años, y tengo por costumbre no tomar nunca dos veces la misma ruta en una estación. —Sonrió, y al hacerlo mostró unos dientes sanos y rectos—. Claro que, siendo como soy, tomé el camino fácil para entrar, de manera que ahora nos vemos obligados a salir por una ruta infernal. Siempre hago estas cosas, muchacho. Ya te acostumbrarás.
Raif sintió cómo el poder del atractivo y la buena voluntad de su tío empezaban a tranquilizar su mente, y antes de que tuviera la oportunidad de formular una respuesta, Angus habló para cambiar de tema.
—Y digo yo: ¿no podríamos sacar algunos de esos hígados de ternera que Anwyn desangró hasta dejarlos secos como huesos, y que luego hirvió hasta convertirlos en suela de zapatos, y comérnoslos mientras montamos? Me gustaría llegar a los pinos antes de la próxima nevada. —Entrecerró los ojos para contemplar la lívida palidez del cielo—. Parece como si fuéramos a tener un poco de mal tiempo antes de que oscurezca. ¿A ti qué te parece?
Raif se encogió de hombros, poniendo fin a la cuestión. Las evasivas de su tío eran más reveladoras que cualquier respuesta directa. Sólo un par de frases, y Angus Lok había enterrado tranquilamente el viejo tema al mismo tiempo que introducía como con despreocupación al menos otros dos para cerrar el camino de vuelta. Era una hazaña muy hábil, y Raif tomó buena nota.
Mientras colocaba la bota en el estribo para montar a Alce, el animal se dio la vuelta, y el muchacho se vio forzado a girar para mantener el equilibrio, con lo que se encontró de pronto mirando por encima de las lomas en dirección a la casa comunal. No estaba preparado para ello. En todo el día no había mirado atrás ni una sola vez. Los músculos de su pecho se tensaron.
El tejado redondo y cubierto de nieve de la casa comunal resultaba claramente identificable, flotando en el interior del foso de terreno despejado que era el patio. Las chimeneas aparecían en forma de negros anillos sobre el blanco tejado, y el vapor y el hollín que escupían recordaban los humos expulsados por una falla subterránea. Puntos oscuros que se movían por el pastizal señalaban una partida de caza que marchaba en busca de jabalíes, perdices blancas y venados, y Raif aguzó el oído por si podía percibir los ladridos de los perdigueros. Cuando captó, por fin, los agudos y familiares gritos, deseó repentinamente no haberlos oído, y se dio la vuelta.
Efectuó gran cantidad de ruido mientras se acomodaba en la silla de montar y espoleaba al animal hacia el frente; pero cuando todo aquello resultó insuficiente, dijo lo primero que le vino a la mente.
—¿Cómo está tu hija? ¿Se ha casado ya?
Angus también había montado y estaba entonces sobre la silla, masticando un trozo de hígado. Pareció contento de tener una excusa para escupirlo.
—Cassy no se ha casado, no. —Permaneció en silencio un instante, con el rostro pensativo, y tras introducir el bayo con suavidad en nieve que le llegaba hasta las rodillas, siguió—: Claro que tú no sabes nada de las otras dos, ¿verdad? Ahora está Beth, mi segunda chica, y la pequeña, Maribel. Aunque si la llamas así no sabrá que hablas con ella. Ni siquiera sabe su propio nombre. Es Pequeña Moo, y Pequeña Moo será siempre. —Angus sonrió suavemente para sí—. No sé cómo se lo tomarán los muchachos cuando llegue el momento de cortejarla.
—Tem dijo que vivíais cerca de Ile Espadón —comentó Raif, temiendo que volviera el silencio.
—Sí, eso es; a un par de días de viaje nada más. —Se giró sobre la silla y soltó la funda del arco de la correa sujeta al costado del lomo del bayo—. Toma —dijo, tendiéndosela a Raif para que la cogiera—. Llévala durante un rato. Veo que tú no llevas una, y sería una vergüenza malgastar el único arco del grupo con quien es menos capaz de usarlo.
Raif tomó el arma de modo automático, aun sabiendo que su tío estaba siendo modesto. A Tem le gustaba contar la historia de cómo Angus había matado en una ocasión a un jabalí por entre hierbas altas a doscientos pasos de distancia.
—Anochecía —había dicho Tem—, e incluso las sombras tenían sombras.
Sólo cuando el joven se hubo quitado los guantes exteriores y estaba atareado con los ganchos, sujetando la funda del arco a los arreos de su montura, se dio cuenta de que su compañero había vuelto a cambiar de tema.
—Orwin Shank dijo que la mañana en que se formó el grupo para tender la emboscada regresaste a la casa comunal con una docena de animales muertos de un disparo en el corazón; todo un botín para una noche de trabajo. Tem debió de ser un buen maestro.
—Lo fue.
Haciendo caso omiso del tono hostil de la voz de Raif, el otro continuó.
—En una ocasión, conocí a un hombre que podía matar de un disparo en el corazón a cualquier animal al que apuntara; incluso podía hacerlo en la oscuridad. Pasamos toda una estación cazando juntos, hace ya muchos años. Cada vez que acampábamos, yo me sentaba ante la fogata mirando al interior, y él se sentaba mirando al exterior, con el arco en el regazo, la anilla en el dedo, vigilando la oscuridad en busca de alguna pieza. Más tarde o más temprano alguna pobre zarigüeya o un jabato decidía aproximarse para investigar el fuego y el olor. Era entonces cuando Mors acababa con ellas, igual que si fuera de día.
Angus se llevó una mano al pecho.
—Yo jamás vi ni una pezuña ni un ojo rojo, y me sentaba junto a aquel fuego pensando que el hombre con el que había elegido acampar estaba más loco que un perro con un palo en el ojo. Sin embargo, él se marchaba, perdiéndose en la oscuridad, y efectivamente al cabo de cinco minutos ya teníamos carne fresca para asar. Tarde un poco en acostumbrarme, te lo aseguro. Y entre tú y yo, la zarigüeya muerta de un disparo en el corazón sabe a demonios.
Raif sonrió, y Angus rio de oreja a oreja al mismo tiempo que sus ojos se tornaban de color cobrizo otra vez.
—Yo acostumbraba a decirle: «Mors, ¿es que no puedes darles en la cabeza o en otra parte?». Y él respondía: «No, sólo en el corazón».
La rápida mirada estimativa que Angus le dedicó mientras hablaba calmó al joven por completo.
—¿Quién era ese Mors?
—¡Oh!, Mors sigue vivo, aunque es un poco distinto ahora de como era hace veinte años. Quién sabe, un día puede ser que lo conozcas. —Permaneció en silencio mientras conducía el bayo por un ventisquero de nieve que llegaba hasta el pecho del animal, y cuando abandonaron la pendiente, dijo—: Pregunté una vez a Mors si mataría hombres del mismo modo que mataba animales.
—¿Y?
—Dijo que no era lo mismo. Lo había intentado, pero no había sido capaz de hacerlo.
En el interior de la capucha de zorro, el cuello y las mejillas del muchacho enrojecieron. Volvió a ver al lancero Bludd desgarrando la carne del muslo de Rory Cleet, recordó cómo había encontrado el corazón del guerrero en su punto de mira…, cómo luego había acabado con él de un flechazo. Un disparo al corazón. Sintiendo de improviso como si no pudiera respirar, Raif se echó hacia atrás la capucha. Toda la sensación de náusea y la debilidad que lo acometieron tras aquella muerte regresaron a él con tal claridad que fue como si lo sintiera todo otra vez, allí, en los límites de la taiga.
—Toma. Bebe esto.
Raif levantó la mirada. Angus Lok le tendía la botella, pero él negó con la cabeza. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que se había echado hacia atrás la capucha? Sin duda, sólo un instante. Sin embargo, su tío había tenido tiempo suficiente para encontrar y destapar el frasco.
Encogiéndose de hombros ante la negativa del otro, Angus tomó un trago de la botella. Luego, sonrió con afecto al recipiente mientras volvía a colocar el tapón.
—Descansaremos un poco cuando estemos a cubierto bajo los árboles —dijo—. Daremos de comer a los caballos. La nieve en el bosque debería ser lo bastante ligera como para que avancemos deprisa antes de que oscurezca.
Esa vez Raif sí agradeció el cambio de tema. El corazón le latía precipitadamente, y el sabor metálico se escurría por su boca como sangre de una encía herida. A pesar de no tener muchas ganas de hacerlo, se obligó a hablar.
—¿Viajaremos hacia el norte por la taiga hasta alcanzar el Rebosadero Negro?
—No —respondió el otro, negando con la cabeza—. Nos dirigiremos un poco al norte, y luego al este. Hay unos cuantos lugares que quiero visitar durante el trayecto.
—¿Cobijos?
—Sí. Tengo la mala costumbre de quedarme sin buen licor en los lugares más inconvenientes, de modo que nunca dejo pasar la oportunidad de rellenar mi provisión. Además, la esposa del dueño del cobijo de Duff sabe manejar bien la aguja y el hilo. Y Darra usaría mis ojos como si fueran cuajada para masticar si pasara tan cerca y no le trajera a la vuelta una pieza de tela.
Raif asintió, pero no a la ligera. Los cobijos eran la columna vertebral de los territorios de los clanes, y cualquier montículo hecho a base de barro y pieles, refugio subterráneo cubierto con fieltro, cabaña de leños o viejo granero podía recibir ese nombre. Todo lo que un cobijo precisaba era una estufa. Algunos de los de mayor tamaño, como el de Duff, eran más parecidos a posadas, con un encargado del lugar que mantenía la estufa encendida día y noche, catres en los que dormir, comida caliente, cerveza tibia y caballerizas donde guardar a los caballos. Otros eran apenas poco más que chozas abandonadas, con las paredes tapadas con cera para protegerlas del viento, las estufas apagadas, una cuerda de troncos apilados en una esquina y comida seca envuelta y colocada en lo alto de las vigas, fuera del alcance de los osos. Todos los miembros de los clanes que viajaban de un territorio a otro los utilizaban, pues era una necesidad básica en un país donde las tormentas podían trasladarse desde la Gran Penuria en menos tiempo del que se tardaba en desollar un alce.
Los cobijos eran tierra de nadie, y todo hombre o mujer que perteneciera a un clan tenía derecho de asilo en cualquier cobijo de los territorios de los clanes. Guerras, disputas fronterizas, feudos entre clanes y rivalidades por cuestiones de caza quedaban a un lado en cuanto un miembro de un clan penetraba en la sombra proyectada por uno de esos lugares.
Las leyes de aquellos centros eran sagradas en los territorios de los clanes, y a pesar de que se hubieran librado muchas batallas y combates legendarios en los bosques y eriales que rodeaban directamente los grandes cobijos, nadie jamás había sacado un arma en su interior, pues haberlo hecho habría significado buscarse la vergüenza y la condena para uno mismo y para el clan al que se perteneciera.
Mientras cabalgaba por la espesa y pulverizada nieve, Raif se preguntó a quién podría encontrarse en el cobijo de Duff, y su ánimo se ensombreció. Allí podía haber una cantidad variable de miembros de diferentes clanes. Durante el día, capturaban piezas en las zonas de caza invernales, al este de la taiga; luego, por la noche, se calentaban alrededor de la enorme estufa de cobre en forma de cuba de cervecero.
Y desde luego, habría hombres de Bludd.
Raif buscó con la mano su amuleto de cuervo por vez primera aquel día y le dio vueltas como si fuera una ficha de juego. No quería pensar en lo que sucedería entre los hombres de Bludd y los Granizo Negro una vez trascendiera la noticia de la matanza de la calzada de Bludd; entonces sí que se pondrían realmente a prueba las leyes que gobernaban los cobijos.
—¿Tienes ese arco mío tensado y cargado? —gritó Angus, que se había adelantado bastante—. Espero obtener un par de liebres de los hielos en pago por el préstamo. Y además que estén bien cebadas; nada de flacuchas ratas albinas.
Raif miró por encima del hombro del hombre a la negra cuña de bosque en la que estaban a punto de penetrar. Alternativamente dispersa, espesa, arrasada por el fuego y atrofiada por los vientos, la taiga se extendía durante cientos de leguas al sur y el oeste del territorio del clan. Un bosque de viejas píceas negras, perfectamente rectas, formaba el muro norte de la espesura, y el joven se dio cuenta de que la luz y el viento perdían intensidad a medida que se acercaba. Era como entrar en un edificio. La nieve del suelo se tornó más firme y poco profunda a cada paso. Los ruidos se desvanecieron, y en lo alto, las ramas de las píceas creaban un techo de nieve que se mecía.
Raif tragó saliva mientras extraía el arco del estuche. No conseguía sacarse el regusto metálico de la boca.
Angus aminoró el paso, y al cabo de unos pocos minutos miró por encima del hombro.
—¿Qué te parece si nos detenemos y les colocamos los morrales a los caballos?
El otro negó con la cabeza. No quería detenerse, y buscaba ya piezas que cazar. Era una acción refleja de todos los miembros de los clanes al penetrar en la taiga, pero en nadie era tan marcada como en aquellos que elegían el arco como su arma principal. Incluso al mismo tiempo que se odiaba a sí mismo por ello, una parte de su ser agradecía aquel descanso, pues cazar significaba no tener que pensar.
Transcurrió el tiempo, y Angus permaneció en silencio, con la capucha bien echada sobre el rostro. La taiga se tornó más profunda y mostraba estrechos corredores que conducían a estanques helados, piedras verticales rodeadas de bayas y claros plantados con hierbas de Santa Catalina y pastos invernales. El olor a resina se posó en las ropas de Raif como si fuera polvo mientras este vigilaba el suelo en busca de caza.
Una perdiz blanca, gorda como una hogaza de pan, alzó el vuelo por entre las píceas, desalojando nieve a medida que sus alas tocaban las agujas de pino. Raif tensó el arco, apuntó al ave y luego la llamó. La tibieza de la sangre inundó su boca, y el veloz latido del corazón de la perdiz blanca palpitó como una vena en su mejilla. El ave era joven y fuerte, y tenía el estómago repleto de bayas y de blandas hojas de sauce. El muchacho soltó una única bocanada de aliento sobre la cuerda para calentarla y después dejó volar la flecha.
Se escuchó un golpe sordo y, a continuación, el proyectil alcanzó a la perdiz con tal fuerza que la derribó del cielo. Raif no tuvo que ver el cuerpo para saber que la punta de la flecha había dado de lleno en el corazón.
—Un buen tiro —observó Angus.
El joven bajó la mirada, y vio que su tío lo observaba con fijeza, con los ojos del color de la madera vieja.
—Espera aquí —indicó el hombre al cabo de un instante mientras hacía girar la montura—. Iré a buscar el pájaro.
Escupiendo para limpiarse la boca, Raif contempló cómo su tío se introducía entre los árboles. Acarició el arco distraídamente. Hecho con una combinación de madera y asta, y trabajado hasta darle una suavidad semejante al cristal, el arco no se parecía a ningún otro que hubiera sostenido antes. En el alzador se habían estampado unas profundas marcas plateadas y azul noche, aunque Raif no consiguió averiguar cómo.
Cuando Angus regresó con la perdiz blanca, el joven ya había abatido dos liebres. A la primera la distinguió claramente mientras se apartaba veloz del camino del bayo de Angus, mientras que la segunda estaba agazapada en un matorral de artemisa, y el joven se dijo que no la había visto antes de soltar la cuerda.
—Comeremos bien esta noche —manifestó su tío, sacando las astas de las liebres y metiéndolas en un saco junto con el ave—. Ya veo que me será útil tenerte conmigo, Raif Sevrance.
El muchacho esperó a que su compañero comentara el hecho de que las tres criaturas hubieran muerto de un disparo en el corazón, sin embargo, Angus no dijo nada, sino que se limitó a ocuparse de limpiar las astas de flecha antes de que la sangre se congelara.
Sujetaron morrales de comida a los caballos y cabalgaron hasta que oscureció.
Llegaron a un cobijo abandonado, y Raif pensó que sólo debía ser conocido por los clanes. Excavado en piedra arenisca y arcilla, el refugio era, en realidad, un agujero en el suelo, oculto en el centro de una isla de pinos. La entrada estaba cubierta por una losa de pizarra tan grande como una rueda de carreta. Mientras Raif se dedicó a eliminar el musgo y la madera podrida de los bordes, su tío se llevó el zapapico a un estanque de freza helado y rompió un poco de hielo para obtener agua dulce.
El muchacho trabajó duro, y apartó a un lado la losa de la entrada sin esperar a que su tío le echara una mano. Cuando lo hubo conseguido, le dolían todos los músculos, y las ropas interiores de lana estaban empapadas de sudor. No era suficiente, de modo que sacó su hacha de mano y se marchó a cortar leña.
Angus lo encontró al cabo de una hora, con los guantes y el abrigo de hule llenos de resina, con agujas de pino pegadas a las mangas, las venas de la mano que empuñaba el hacha abiertas y sangrando, y los cardenales amarillentos, producto de una congelación inminente, coloreando la piel. Llevaba un montón de troncos, que había cortado hasta casi convertirlos en astillas, a la espalda.
—Ya has hecho suficiente, muchacho —le dijo quitándole el hacha y tirando de él—. Ven con tu viejo tío. La estufa arde como un corazón apasionado, y hay buena comida sobre ella. Y tal vez no tengas a tu clan esta noche, pero tú y yo somos parientes.
Raif se dejó conducir hasta el cobijo.
Angus había hecho un buen trabajo transformando el agujero de paredes de arcilla en un lugar lleno de calor y luz. Un paño húmedo humeaba contra el vientre de la estufa de cobre, y el hombre lo tomó y envolvió cuidadosamente las manos del muchacho para evitar que se formaran sabañones. A continuación, arrancó con los dientes el corcho del frasco de la funda de piel de conejo que se había estado enfriando en un cazo de nieve.
—Bebe —le indicó. El alcohol estaba tan frío que quemaba.
El cobijo era pequeño y de techo bajo, y raíces de pino se habían abierto paso a través de las paredes en algunas partes, sobresaliendo como huesos de un sepultura erosionada por la lluvia. Raif se sentó en el suelo frente a la estufa, y comió y bebió lo que su compañero le daba. La piel de las liebres asadas estaba negra, y al romperse crujía, soltando jugos calientes y vapor. La carne de la perdiz blanca era suculenta y blanda, y Angus la había rellenado con salvia silvestre y la había asado con las plumas.
Había gran cantidad de humo. El agujero para el respiradero estaba abierto, pero la estufa era vieja, y los vapores y el hollín se escapaban por el cañón.
Raif se sentía entumecido, y no recordaba la última vez que había descansado o dormido.
—Ese pájaro era una preciosidad —dijo Angus, chupando un hueso de ala—. Me atrevería a decir que hubiera quedado mejor desplumada, pero lo cierto es que odio arrancar plumas. —Contempló al joven a través del humo, con el largo y afilado rostro limpio entonces de aceites protectores, y dejando a un lado el plato lleno de huesos, siguió—: Cuando disparaste al pájaro, ¿notaste algún regusto u oliste algo?
El otro negó con la cabeza.
—¿Nada con sabor a cobre, como sangre o metal?
—No —mintió Raif—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque eso es lo que sucede cuando uno echa mano de las viejas artes —respondió él, encogiéndose de hombros.
—¿Viejas artes?
—Hechicería, lo llamarían algunos. A mí nunca me ha gustado la palabra. Asusta a la gente. —Lanzó una veloz mirada a Raif—. Es mejor usar la palabra sull: rhaer’san, las viejas artes.
El vello de los brazos del muchacho se erizó ante la mención de los sull. A los sull casi nunca se los nombraba en voz alta. Las gentes del País de las Zanjas, que vivían en territorio sull, y eran en parte sull, y comerciaban con pieles y madera con los clanes, eran distintas, y los miembros de los clanes usaban a menudo sus nombres. Pero los sull…, ningún miembro de un clan trataba jamás con ellos. Los grandes guerreros de las Tierras Atormentadas, con sus cuchillos de plata, sus armas sin brillo, arcos curvados a la inversa y orgullosos rizos, no malgastaban ni aliento ni tiempo en clanes. Raif intentó mantener un tono de voz despreocupado.
—¿Cuáles son las señales de que un hombre utiliza las viejas artes?
—Bueno, como he dicho, el que hace uso de ellas a menudo nota un regusto y un olor metálico. También se debilita. Su visión se puede tornar borrosa, sentir calambres en el estómago y a menudo, siente dolor en la cabeza. Todo depende de la cantidad de poder invocado. En una ocasión, vi a un hombre caer del caballo; sencillamente se desplomó en el barro. Tardó toda una semana en volver a ser capaz de mantenerse sobre sus propios pies. Quiso ir demasiado lejos, ¿sabes? Intentó hacer algo para lo que no poseía ni el poder ni la capacidad. Casi lo mató.
Raif sintió que le ardían las mejillas, pues había estado a punto de caer del caballo después de matar de un disparo en el corazón al lancero Bludd.
—Hubo una época en que los que podían recurrir a las viejas artes eran apreciados, cuando la argamasa que fraguaba las Ciudades de las Montañas era blanca como la nieve y los clanes tenían reyes en lugar de caudillos. Lo cierto es que encontrarás a quienes te dirán que los albañiles que construyeron Espira Vanis le debían tanto a las viejas artes como a sus escoplos y tornos. Unos cuantos jurarán, incluso, que los lores intendentes fundadores tenían algo más que unas cuantas gotas de la vieja sangre corriendo por sus venas.
—¿Vieja sangre?
—Es tan sólo una expresión. —Los ojos de Angus cambiaron de color—. Vieja sangre, viejas artes; ambas son la misma cosa.
Era una evasiva, y Raif adivinó que su compañero se apresuraría a taparla. No se equivocaba.
—Claro está que en aquellos días no era inaudito que los hombres de los clanes hicieran uso de las viejas artes. Cosas insignificantes: curaciones y adivinación, y cosas parecidas. Pero cuando llegó Hoggie Dhoone los clanes dieron la espalda a la hechicería.
—Ningún miembro de un clan digno de su amuleto tomaría parte en nada que fuera antinatural.
—¿Es eso cierto? —Angus se rascó la barbilla—. ¿Y cómo se supone que un miembro de un clan obtiene su amuleto? ¿La casualidad? ¿El destino? ¿O acaso el guía saca pajitas de un sombrero?
—Sueña.
—¡Ah! Eso es: sueña. No hay nada antinatural en eso, desde luego. —El hombre ladeó la cabeza a un lado y al otro, como si pensara con sumo detenimiento—. Y luego está la piedra-guía… Supongo que cada hombre del clan lleva el polvo con él en todo momento, para no encontrarse nunca con que le hace falta un poco de argamasa. Debe resultar de una enorme utilidad cuando en un viaje te encuentras con una pared mal levantada. Unas cuantas tazas de agua, un poco de ceniza y un puñado de piedra-guía pulverizada, y ya la tienes como nueva en un instante.
—Llevamos nuestra piedra-guía con nosotros porque es el Corazón del Clan —respondió Raif, lanzando una mirada furiosa a su tío—. Es lo que siempre hemos hecho.
Sorprendentemente, Angus asintió.
—Sí, muchacho, tienes razón. Me equivoqué al provocarte. No puedo evitarlo a veces; soy así de perverso. Si Darra estuviera aquí, ya me habría echado fuera, a la nieve —dijo, y se puso en pie para tirar los huesos de la perdiz blanca a la estufa.
Raif contempló cómo las llamas temblaban a través del agujero para el humo. Sentía punzadas en la mejilla y en las zonas en que las manos se habían helado, y un profundo cansancio se adueñó de su cuerpo como una crecida de las aguas. Se sentía molesto con Angus, pero también demasiado cansado para hacer algo al respecto.
—¿Utiliza alguien las viejas artes hoy en día?
El hombre no dejó de ocuparse de la estufa, aunque la postura del cuerpo varió mientras el joven hablaba.
—Algunos, unos pocos —respondió encogiéndose de cara a las llamas.
—¿En las ciudades fortificadas?
—Sí, tal vez. Pero allí lo desaprueban, al igual que sucede en los clanes. Las ciudades tienen su Deidad Única, y es realmente muy celosa. Hace tiempo que todos aquellos poderes que no provenían de ella se han visto forzados a mantenerse en las sombras, y su momento ya casi ha pasado. Hoggie Dhoone lo reconoció hace mil años, cuando echó de los clanes a todos los que utilizaban las viejas artes. La Deidad Única tiene brazos muy largos. Vive dentro de las Ciudades de las Montañas, pero que quede esto bien claro: su poder llega hasta los clanes.
—Pero nosotros veneramos a los Dioses de la Piedra.
—Desde luego, y debes dar gracias por eso al último de los grandes reyes de los clanes.
Raif se pasó una mano por los cabellos. No comprendía adónde quería ir a parar Angus.
—¿Por qué no dejas de mencionar a Hoggie Dhoone? Odiaba las ciudades y a su envidioso dios único. Sus ejércitos acabaron con diez mil hombres de ciudad en la batalla de los Túmulos de Piedra. Convirtió las colinas de la Amargura en una muralla y juró que ningún hombre que no perteneciera a un clan alzaría jamás un techo más allá de ellas. Salvó a los clanes y no tuvo tratos con la Deidad Única.
Su tío empezó a cargar la estufa para pasar la noche, añadiendo tan sólo los pedazos más grandes de leña a la chimenea.
—Desde luego, tienes razón respecto a Hoggie Dhoone: realmente salvó a los clanes. Vio a las ciudades tal y como eran. Sabía que si se les daba la más mínima oportunidad llevarían a sus ejércitos al otro lado de las colinas de la Amargura y pulverizarían todas las piedras-guía de los clanes. Conocía lo que pensaban de los clanes y sus nueve dioses. Hoggie Dhoone no era estúpido. Combatió a la ciudad con una mano, y llegó a un acuerdo con ellas con la otra.
—Hoggie Dhoone jamás llegó a un acuerdo con nadie.
—¿No lo hizo? —Angus se encogió de hombros—. Entonces, ¿es tan sólo una coincidencia que empezara a proscribir las viejas artes al mismo tiempo que lo hacían las Ciudades de las Montañas? ¿No se debió a la acción de un hombre inteligente que veía de qué lado giraba el mundo y eligió girar con él en lugar de contra él?
—No comprendo.
—Es sencillo. Hoggie Dhoone no estaba preparado para renunciar a los Dioses de la Piedra. Sabía que las Ciudades de las Montañas los consideraban crueles y bárbaros, y también era consciente de que la clase de guerras fanáticas que hacían estragos en las Tierras Templadas del sur podían estallar fácilmente en el norte. Así pues, en lugar de colocarse a sí mismo y a sus dioses aparte y arriesgarse a que el farisaico poder de las ciudades cayera sobre él, escogió correr con la jauría. Todos los que utilizaban las viejas artes fueron exiliados o perseguidos. No le importaba. Los Dioses de la Piedra siempre han sido dioses duros. No son famosos por llorar a los muertos.
»Mediante una astuta jugada, Hoggie Dhoone convirtió a las Ciudades de las Montañas en aliadas. ¡Oh!, se libraron innumerables batallas, tú lo sabes mejor que yo, pero siempre tenían como motivo la tierra, no la religión, Las creencias compartidas pueden resultar algo muy poderoso, pero nada ata tanto como el odio compartido.
Raif miró con asombro a Angus; no sabía qué pensar. Hoggie Dhoone era el último de los grandes reyes de los clanes, y nadie en el clan había contado jamás una historia parecida a esa. Le empequeñecía.
—Si las Ciudades de las Montañas eran tan fanáticas como dices, entonces, ¿por qué no fueron tras los sull? Sus dioses son más antiguos que los de los clanes.
—Porque les convino más arrebatarles tierra que dioses.
Angus cerró la puerta de la estufa, sumiéndolo todo en la oscuridad. El muchacho cerró los ojos. Pensó que el otro diría algo más, pero no lo hizo y empezó a acomodarse en el suelo, junto a la pared opuesta. Raif estuvo a punto de hablar para romper el silencio, pues de improviso no quería quedarse solo con sus pensamientos. Transcurrió el tiempo, y la respiración de Angus se tornó superficial y pausada, y el joven imaginó que su tío dormía. «¿Cuánto tardaré en dormirme?» se preguntó. ¿Cuánto tardarían en presentarse las pesadillas?