Fuertes nevadas habían caído sobre el territorio del clan durante los diez días que estuvo fuera. A la potranca no le gustaban los blandos ventisqueros que a menudo le llegaban hasta la altura del pecho, y abandonada a sus propios recursos, eligió senderos que eran indirectos, por no decir otra cosa. Raif la dejó a su aire. La casa comunal estaba a la vista ya, y el joven no conseguía hallar nada en su interior que recibiera con satisfacción la idea de regresar a casa.
En lo alto, el cielo aparecía rayado de gris y blanco por efecto de los fuertes vientos, y una tormenta situada lejos en dirección norte, nacida en el helado erial de la Gran Penuria descargaba más allá de la línea del horizonte. A nivel del suelo, el viento que generaba resultaba cortante. La yegua era la que salía peor parada, y su hocico y sus ojos estaban recubiertos por una costra y llorosos, y continuamente se formaban cristales de hielo alrededor de su boca. Cada hora más o menos, Raif se detenía y le limpiaba la cara y las bridas, y comprobaba la carne alrededor de la boca por si aparecían sabañones, aunque no conseguía reunir tanto entusiasmo respecto a sí mismo. La capucha de zorro estaba rígida por culpa del hielo; el aliento de cinco días se había acumulado en los pelos interiores, convirtiendo cada uno en un quebradizo cálamo de hielo. Las zonas de las mejillas del muchacho que tocaban la capucha estaban entumecidas.
Los ojos le escocían, en parte por abrasión y en parte por ceguera provocada por el reflejo de la nieve, y todo aquello a lo que había mirado durante los últimos dos días había aparecido borroso. Los otros probablemente habían tenido el buen sentido de esperar durante los peores días de la tormenta, levantar un campamento pegado a una ladera situada a sotavento y cubrir las tiendas de nieve. Raif forzó a sus labios agrietados por el viento a alargarse en una fina línea. No quería pensar en los otros. Regresarían, tal vez dos o tres días después que él, pero regresarían, y cuando lo hicieran, su vida en el clan habría finalizado. Maza Granizo Negro se ocuparía de ello.
«Raif Sevrance huyó de la batalla —diría—. El mesnadero rompió su juramento».
Raif alzó un puño y se hundió el amuleto de cuervo en el pecho. ¡Le había hecho el trabajo a Maza! Y si se pudiera hacer retroceder el tiempo y regresar a la calzada de Bludd y a la emboscada, no estaba seguro de si lo volvería a hacer. El horror de la matanza de mujeres y niños había parecido tan claro entonces; pero cabalgar solo durante los últimos cinco días lo había amortiguado.
Apartando a la potranca del sendero que seguía para conducirla a uno elegido por él, Raif se fortificó contra las dudas. El pasado era el pasado, y desear que hubiera sido distinto nunca había proporcionado alivio a nadie.
Mientras atravesaba la zona de pastos, una línea de humo azul que se elevaba del lado más próximo de la casa comunal llamó su atención, y se frotó los doloridos ojos, con lo que estos le dolieron aún más. Cuando la quemazón amainó, se concentró en el humo, localizando su origen en el tejado de piedra azul de la casa-guía. Inquieto, espoleó a su montura para que avanzara más deprisa. La casa-guía no tenía ni hogar ni chimenea, sólo un agujero para dejar salir el humo y los vapores de las lámparas, sin embargo, a juzgar por la cantidad de humo que salía por el techo, parecía como si alguien hubiera encendido un fuego.
Todo lo demás respecto a la casa comunal parecía normal. Cabeza-luenga y su equipo habían quitado la nieve del patio, y había un puñado de chicos en el exterior aprovechando los montones de nieve del tamaño de un carro que se habían amontonado a paletadas en los extremos. Los chiquillos dejaron de jugar y se volvieron para observar mientras Raif se aproximaba. Berry Lye, un joven con una enorme cabeza parecida a un nabo y orejas rojas que era el hermano menor de Banron, se sacudió la nieve de sus ropas de ante y corrió a saludar a Raif. Quería saber qué había sucedido en la emboscada. ¿A cuántos hombres de Bludd había descabalgado su hermano con el mazo? ¿Qué tal había resistido su nueva armadura la contienda? El joven lo acalló con una mirada. No estaba de humor para hablar con niños. El rostro de Berry enrojeció haciendo juego con sus orejas, y por un instante resultó idéntico a su hermano. Raif se dio la vuelta, repentinamente avergonzado, pues ni siquiera sabía si Banron estaba vivo o muerto.
El niño corrió hacia la casa comunal, ansioso por ser el primero con la noticia de que al menos uno de los miembros del grupo de emboscados había regresado con vida.
Raif saltó de su montura y la condujo al establo. Sentía náuseas. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo podía contar a los hombres del clan y a las mujeres respetables lo que había hecho?
La hermosa y pelirroja Hailly Curtidor salió de las caballerizas para hacerse cargo del caballo, e incluso enrojeció cuando sus manos se tocaron al pasarse las riendas. Raif, como muchos jóvenes del clan, había malgastado muchas horas soñando con la pálida piel, ligeramente pecosa, de Hailly y su perfecta boca de color fresa; pero hasta entonces, ella no se había dignado prestarle atención, y mucho menos tomarse la molestia de ocuparse de su caballo, mientras que en ese momento permanecía inmóvil ante él, inquiriendo con bastante timidez si la potranca necesitaba heno o avena. El joven le mostró una torva sonrisa. Entonces era un mesnadero; esa era la diferencia. Antes no había sido nada, un muchacho con un arco prestado y sin un juramento, indigno por completo de sus atenciones. Le dio sus instrucciones y se fue.
Haciendo caso omiso del pequeño grupo de mujeres y niños que había empezado a reunirse en la entrada principal, Raif se encaminó a la puerta lateral. Antes de hacer o decir nada, necesitaba visitar la casa-guía. A solas.
Anwyn Ave estaba de pie en la entrada, con los brazos cruzados, observándolo. Raif creyó que iba a tener que someterse a un feroz interrogatorio, pero algo debió de leerse en su rostro, porque la canosa matrona lo dejó pasar sin decir nada. Mientras recorría el pasillo de piedra que llevaba a la casa-guía, la oyó pedir en voz alta un barril de cerveza tibia y una fuente de pan frito. A pesar de todo, Raif sintió que se le hacía la boca agua. Llevaba carne curada en su morral, pero si había comido algo durante el camino de vuelta a casa, ni siquiera lo recordaba.
La puerta de la casa-guía estaba abierta. Jirones de humo y sustancias quemadas atravesaron el umbral cuando pasó al interior. Lo meditó un instante, pero a continuación cerró la puerta tras él, asegurándose de que quedaba bien cerrada.
El interior estaba tan oscuro y sofocante como un ahumadero, y al joven le escocieron terriblemente los ojos. En un principio no pudo ver nada, a excepción del enorme y macizo contorno de la piedra-guía, pero poco a poco se fue acostumbrando a la oscuridad y empezó a captar detalles de la habitación. Estaba de pie ante la piedra-guía. El granito estaba cubierto de aceite de grafito. Los pequeños agujeros de la antigua piedra tenían una costra de duros y lechosos depósitos minerales que relucían como secciones de hueso al descubierto. La misma piedra parecía más oscura de lo que recordaba, aunque tal vez se debía al humo.
Ardía una pequeña hoguera en la esquina oeste, con los bien amontonados troncos humedecidos con sangre de marrano para impedir que la madera ardiera con una llama caliente y veloz. Justo encima, el agujero para dejar salir el humo había sido ampliado recientemente, y se había dado una nueva capa de brea a sus bordes. No había lámparas de sebo ni de aceite encendidas, el suelo de la casa-guía estaba cubierto de escombros, y pedazos de piedra crujieron bajo las botas de Raif cuando este se aproximó a la piedra. No obstante el fuego, hacía un frío sepulcral, y un áspero hedor acre se elevaba por encima del aroma picante de la sangre cocida.
Desasosegado, el joven se desprendió de sus suaves guantes interiores y cayó de rodillas ante la piedra-guía. No era muy bueno en lo referente a oraciones. Tem había enseñado a sus hijos que no era correcto pedir a los Dioses de la Piedra nada para uno mismo, pues eran dioses duros, que no se conmovían fácilmente con el sufrimiento. La vida de un hombre y sus problemas no eran nada para ellos. Velaban por los territorios de los clanes y los clanes mismos, exigiendo el lugar que les correspondía en cada casa comunal y alrededor de las cinturas de cada hombre y mujer del clan. Sin embargo, no daban gran cosa a cambio…, y no escuchaban plegarias triviales.
Los dedos del joven se engarfiaron alrededor de la punta que colgaba de su cinturón, y mientras sopesaba la cornamenta, comprendió de repente que no había necesidad de orar: los Dioses de la Piedra habían estado a su lado durante toda la emboscada y el largo viaje hasta casa, y estaban allí en la pulverizada piedra-guía que llevaba al cinto. Sabían todo lo que había venido a decir.
Sin saber si aquel pensamiento lo reconfortaba o lo asustaba, Raif alargó las manos y apoyó las palmas sobre la piedra-guía.
La superficie estaba tan dura y helada como una res congelada, y el muchacho tuvo que resistir el deseo de apartar las manos, pues sabía que hacerlo sería una especie de derrota. Apretando con fuerza los dientes, presionó su carne con más energía sobre la piedra. El entumecimiento se apoderó de las yemas de los dedos, y luego de los nudillos, a medida que los vasos sanguíneos transportaban la frialdad de la piedra hacia su corazón. Un dolor sordo sondeó su antebrazo izquierdo. La luz que penetraba en sus pupilas osciló, y su visión parpadeó y se oscureció.
El intenso frío reptó por sus palmas, hormigueando como alcohol que se evaporara de su piel a medida que se extendía. Al cabo de unos pocos minutos, ya no pudo sentir nada de la superficie de la piedra-guía, y el dolor de su brazo vibraba como un surtidor bombeando agua. Por un brevísimo instante, Raif recibió la impresión de que estaba extrayendo algo de la piedra, tirando de ello hacía el interior de sí mismo. Sintió un momento de total quietud, pesada como el sueño más profundo, donde comprendió que si sencillamente pudiera llegar más allá de la superficie de la piedra, todo le sería revelado.
—¿Qué te hace pensar que puedes sanar la piedra?
La voz rompió el hilo. El dolor y la sensación de tirar se detuvieron, y la quietud se desplomó hacia dentro, creando un torrente de luz y oscuridad que formaba imágenes a medida que se deslizaba al interior de la piedra. Raif vio un bosque de elevados árboles, cuyo follaje ondulaba del azul al plateado como el mar; un lago de sangre congelada, cuya superficie era dura como un metal batido, y sus profundidades oscurecidas por figuras deformadas atrapadas en el interior del hielo. Otras cosas llegaron y se fueron, moviéndose a demasiada velocidad para que pudiera capturarlas o comprenderlas: una ciudad sin nombre ni gente, un par de ojos grises asustados y un cuervo que volaba hacia el norte en invierno cuando todas las otras aves volaban al sur.
Antes de que pudiera memorizarlo todo, alguien tiró de sus muñecas, apartando sus manos de la piedra. Las manos del joven se desprendieron despacio, realizando ruidos succionantes a medida que la piel luchaba por no soltarse. No sintió dolor, sólo una vaga sensación de pérdida, y al volverse se encontró cara a cara con los negros ojos de Inigar Corcovado.
—No deberías haber tocado la piedra, Raif Sevrance —le dijo con suavidad—. ¿No has visto que está rota?
El corazón del muchacho seguía latiendo con celeridad por todo lo que la piedra-guía le había mostrado, y tardó unos pocos segundos en descifrar lo que el otro había dicho.
—¿Rota? —Sacudió la cabeza—. No…, no comprendo qué quieres decir.
—Entonces, te lo mostraré.
El guía extendió una mano oscura y deformada por la edad.
Cuando Raif dio a Inigar la mano no esperaba necesitar la ayuda del guía para incorporarse, pero sus piernas se doblaron cuando tuvieron que soportar todo su peso, y dio un traspié contra la piedra. De modo sorprendente, el otro lo levantó, lo sostuvo y lo sujetó hasta que hubo recuperado fuerzas suficientes para mantenerse en pie solo. Mirando al menudo guía de pecho hundido con sus blancos cabellos de anciano y su oscura piel fina como una membrana, Raif se preguntó cómo conseguía tal hazaña.
Inigar sonrió sin afabilidad.
—Sígueme —dijo, y desapareció en la oscuridad, sin dar a Raif otra elección que la de seguirlo.
Deteniéndose en el lado opuesto de las piedras dragontinas, el anciano meneó la cabeza.
—Este es el motivo de que haya encendido una hoguera de humo —indicó—. Esto.
Raif siguió la dirección de la mirada de Inigar. Una profunda fisura discurría desde el borde superior de la piedra hasta medio camino del suelo, dejando al descubierto el húmedo y reluciente interior de la roca y acumulando sombras como una falla en la tierra. De la hendidura rezumaba aceite de grafito como si fuera sangre.
—Sucedió hace cinco días. —Inigar dedicó una aguda mirada a Raif—, al amanecer.
Sabía que las palabras del guía contenían una pregunta, pero de todos modos se mostró reacio a contestarla.
—La emboscada fue bien —dijo el joven—. Los otros regresarán en un día o dos.
Inigar hizo caso omiso de la información y pasó una mano a lo largo de la grieta.
—Los Dioses de la Piedra —siguió— velan por todos los clanes. A pesar de las afirmaciones de todos y cada uno de los caudillos de los clanes desde el Gran Asentamiento, no tienen favoritos. Granizo Negro, Dhoone, Scarpe, Ganmiddich: son uno solo y lo mismo para aquellos que viven dentro de la piedra. Si el clan Scarpe obtiene una victoria sobre el clan Estridor, no se sienten molestos. Si los Ganmiddich se apoderan de la casa comunal Croser y la convierten en la suya, no encuentran motivo para enfurecerse. Los Dioses de la Piedra crearon a los clanes; ellos pusieron el ansia de obtener tierras y de guerrear en nosotros, por lo tanto no se apenan cuando los clanes se declaran la guerra y se pierden vidas. Es su naturaleza, al igual que en la nuestra.
»No obstante, cuando sucede algo que va en contra de todo lo que nos han enseñado e inculcado, que amenaza la existencia misma de los mismos territorios de los clanes, entonces los dioses se enfurecen. —Inigar dio un puñetazo a la agrietada piedra-guía con la parte inferior del puño—. ¡Y así es como lo demuestran!
Raif retrocedió.
—Sí, Raif Sevrance. Tal vez sea mejor que retrocedas, por el bien de todos nosotros.
Sintiendo cómo su rostro enrojecía, el joven empezó a sacudir la cabeza. No soportaba contemplar la hendidura de la piedra.
—Yo…, yo…
—¡Silencio! No quiero saber lo que sucedió de tus labios. Algunas noticias llegan demasiado pronto, cuando un hombre no está listo o no es capaz de razonarlas. —Inigar Corcovado miró a Raif directamente a los ojos—. Como juramentos.
El otro hizo una mueca de dolor, y el dolor regresó a su brazo, suave y nauseabundo como un tirón muscular.
—Los tres lo sabíamos, ¿no es cierto? Hace once días en el patio. Yo, tú y el cuervo. —El guía agarró la piel de alce de Raif, y desgarró los lazos para dejar al descubierto el amuleto de cuervo que se ocultaba debajo. Arrancó el pedazo de asta del cuello del joven, partiendo el bramante; luego cerró los dedos sobre el amuleto, y dijo—: No fui yo quien te dio esto, esa culpa no es mía, y tal vez sea tan culpa del viejo guía como tuya. En cualquier caso, no eres bueno para este clan, Raif Sevrance. Has nacido para ser cuervo, elegido para observar a los muertos. Y me temo que si permaneces entre nosotros, nos verás morir a todos antes de que tus ojos hayan tenido suficiente.
»Ya has contemplado las muertes de tu padre, de diez de nuestros mejores guerreros y de nuestro caudillo. Sin embargo, eso todavía no era suficiente, ¿verdad? Tenías que contemplar la muerte de Shor Gormalin, también. Shor, el mejor hombre de este clan. Un águila era él. Dime, ¿con qué derecho puede contemplar un cuervo la muerte de un águila?
Raif bajó los ojos, pues carecía de respuesta.
No obstante, el anciano no había terminado aún.
—¿Y qué hay de tu hermano, Raif Sevrance? ¿Quién apadrinó tu juramento y tomó posesión de tu piedra de jura? ¿Qué nueva vergüenza has arrojado sobre él? Si yo tuviera un hermano así, que me amara con toda la ferocidad de su amuleto de oso, que hablara en mi favor cuando nadie más quisiera hacerlo y uniera su destino al mío sin una sola vacilación, me consideraría feliz. Lo veneraría y obedecería, y pasaría todos mis días compensándole por su confianza. No le avergonzaría con mis palabras o mis acciones.
El muchacho se cubrió el rostro con las manos. Había pasado los últimos cinco días apartando de su mente todo pensamiento de Drey, y entonces el guía volvía a introducirlos allí. Y Raif sabía que decía la verdad.
—Viniste aquí para buscar el consejo de los Dioses de la Piedra. —Inigar abrió la mano y dejó que el amuleto de cuervo cayera al suelo—. Así pues, contempla con atención la piedra guía y mira si no te ofrece la respuesta que necesitas. —Dirigió una veloz mirada a la fisura de la piedra, lo bastante larga como para asegurarse de que el otro comprendiera su significado Luego se dio la vuelta y se introdujo en el humo—. Cuando hayas terminado, ve a unirte con los que se han reunido para darte la bienvenida. Un visitante te espera.
Raif cerró los ojos. Se mantuvo en pie, sin moverse, temiendo volver a tocar la piedra. Pasó un largo rato antes de que recogiera del suelo su amuleto y saliera.
• • •
—¡Vosotros! ¡Dejadlo en paz! —Anwyn Ave se abrió paso por entre los reunidos en el patio, sosteniendo una bandeja bien cargada ante ella a modo de ariete—. ¿No veis que el mesnadero necesita comida y bebida antes de que empecéis a molestarlo con preguntas? —La matrona del clan obsequió a Raif con una sonrisa tan dulce y orgullosa que lo hizo sentirse avergonzado—. Toma, muchacho. Es la mejor cerveza negra que tengo. Bébetela.
Raif tomó el cuerno que le ofrecía, agradecido de tener algo en lo que concentrar su atención. La luz del sol reflejándose en la nieve resultaba deslumbradora tras la oscuridad de la casa guía, y el río de rostros que tenía ante él, todos parloteando y haciendo preguntas a la vez, hacía que sintiera ganas de salir huyendo. Se mantuvo firme, no obstante; esas gentes eran su clan, y tenían derecho a recibir noticias de los suyos. Se llevó el cuerno a los labios e inhaló el intenso aroma amaderado de cerveza envejecida en barriles de robles y luego calentada despacio sobre el hogar durante tres días. Anwyn tenía razón: era la mejor que tenía. Y fue por eso por lo que decidió no bebería.
Apoyando el recipiente en su pecho, intentó distinguir los rostros de Raina y de Effie entre la multitud, pero no consiguió descubrirlos. Un pequeño grupo de gente se mantenía en la oscuridad detrás de la gran puerta; tal vez ellas se encontraran allí.
—Debemos saber qué sucedió, muchacho. —Era Orwin Shank, con el enorme rostro rojizo serio y preocupado—. Tómate tu tiempo; cuéntanoslo cómo creas conveniente.
Raif asintió despacio. ¿Por qué lo trataban todos con tanta amabilidad? Aquello no hacía más que empeorar las cosas. Se obligó a mirar a Orwin Shank a los ojos.
—Bitty está sano y salvo —empezó—. Luchó valientemente, y su espada acabó al menos con dos hombres de Bludd que yo contara.
Orwin Shank alargó el brazo y cerró la mano sobre el hombro de Raif, con lágrimas centelleando en sus ojos azul claro.
—Siempre traes noticias que tranquilizan el corazón de un padre, Raif Sevrance. Eres un buen chico; y te doy las gracias por ello.
Las palabras del guerrero contrastaban tanto con las que había oído antes de labios de Inigar Corcovado que Raif sintió que le escocían los ojos. No las merecía. Paseó la mirada a su alrededor, y se dirigió a los reunidos, temiendo que si no acababa pronto con aquello, se derrumbaría.
—La emboscada fue un éxito. Todo salió tal y como estaba planeado. Corbie Méese condujo a un grupo desde el norte de la calzada, Ballic el Rojo, desde el sur. Mi hermano fue elegido para cubrir la retaguardia. La batalla fue encarnizada, y los hombres de Bludd combatieron con fiereza, pero los agotamos y arrojamos a la nieve, y luego nos hicimos con la victoria. —La mirada del joven buscó a Sarolyn Méese, la regordeta y dulce esposa de Corbie—. Corbie luchó como un Dios de la Piedra. Era un espectáculo verle.
—¿Está herido? —Sarolyn tocó el brazo de Raif mientras aguardaba su respuesta.
—No. Unos cuantos rasguños, tal vez. Nada más.
—¿Y Ballic?
Raif no pudo ver de quién provenía la pregunta, pero la respondió lo mejor que pudo. Siguieron otras preguntas, pues todos querían saber sobre sus seres queridos y parientes, y Raif se fue sintiendo más relajado a medida que hablaba. Resultaba sorprendentemente fácil no hablar de lo que había sucedido después en el claro. Todo lo que importaba a las gentes del clan era si sus hijos, esposos y hermanos estaban vivos y bien, y si habían combatido con bravura. Raif se sintió aliviado al decir verdades que no le herían ni a él ni a ningún miembro del grupo de emboscados.
Cuando Jenna Trotamundos avanzó al frente y preguntó por su hijo, la sensación de alivio del muchacho desapareció tan deprisa como si nunca hubiera estado allí.
—Toady resultó malherido. Podría estar muerto.
Jenna Trotamundos apartó a los que avanzaron rápidamente para sostenerla y darle ánimo. Sus ojos verdes, llenos de rabia, inmovilizaron a Raif allí mismo.
—¿Cómo es que no lo sabes con seguridad? ¿Por qué estás tú aquí antes que el resto? ¿Qué sucedió después del ataque?
El joven tomó aliento. Llevaba cinco días temiendo ese momento.
—¿Qué le sucedió a Banron? —Era el gran cabeza de nabo de Berry Lye, que se abría paso hacia el frente por entre los reunidos—. ¿Cuántas cabezas de hombres de Bludd abrió con su mazo?
—Dinos por qué estás aquí, Raif Sevrance. —El cuerpo de Jenna Trotamundos se estremecía mientras hablaba—. Dínoslo.
Raif paseó la mirada de Berry a la mujer; luego, abrió la boca para hablar.
—¡Es suficiente!
Raina Granizo Negro surgió de entre las sombras de detrás de la gran puerta. Ataviada con suaves prendas de cuero curtido y delicada lana negra, tenía todo el aspecto de la esposa de un caudillo del clan. La piel de marta de su garganta y puños ondulaba con cada respiración suya, y el cuchillo de plata que pendía de su cinturón reflejaba la luz. La muchedumbre le abrió paso mientras avanzaba al frente.
—El mesnadero ha tenido un duro viaje a través de nieve virgen. Dejad que nombre a aquellos que crea heridos o muertos; luego dadle tiempo para que descanse y coma.
A pesar de todas sus galas, los ojos de Raina estaban apagados y su rostro había perdido toda su grasa. El joven se sorprendió al ver que sus verdugones de viuda seguían sangrando.
—Habla a Berry de su hermano mayor.
Fue una orden y la obedeció, viendo mentalmente el cuerpo de Banron Lye caído en una cuneta y siendo mordisqueado por perros mientras hablaba. Dio a Berry y a los suyos pocas esperanzas, explicando que Banron no se había movido después de que acabara con un perro tras otro, y la creencia de que su camarada del clan estaba muerto creció en la mente de Raif a medida que hablaba. Recordó haber estado de pie en el lado opuesto de la calzada de Bludd donde se hallaba Banron. Observando…
«Has nacido para ser cuervo, elegido para observar a los muertos».
—¿Algún otro? —La voz de Raina atravesó sus meditaciones.
—No vi caer a nadie más —respondió meneando la cabeza.
La sensación de alivio de los reunidos se reflejó en la relajación de sus puños y en las miradas bajas. Algunos de los hombres más ancianos acariciaron sus porciones de piedra-guía pulverizada, dando gracias, pero Raif vio las preguntas de Jenna Trotamundos reflejadas, sin palabras, en muchos rostros. Raina se aseguró de que nadie las hiciera en voz alta, guiando a todos de regreso a la casa comunal mediante el simple gesto de encaminarse ella misma hacia allí. Anwyn ayudó, al prometer cerveza caliente y pan frito a todo el que entrara a resguardarse del frío. Raif permaneció donde estaba, observando cómo los miembros del clan desaparecían uno a uno en el interior del recinto. Lo que más deseaba era entrar él también y localizar a Effie, cogerla en sus brazos y apretar a la chiquilla contra su cuerpo. Sin embargo, ya no sabía si era lo correcto. Raina la había mantenido lejos de la reunión a propósito, deseando protegerla de cualquier daño.
Eso era lo que él tenía que hacer entonces: proteger a Effie, Drey y su clan de cualquier daño. Inigar Corcovado había hecho que lo comprendiera con claridad.
—Raif.
Alzó los ojos cuando escuchó pronunciar su nombre a una voz que no había oído en cinco años. Un hombretón enorme como un oso, con una erizada cabellera de un rubio rojizo y ojos de un tono cobrizo claro, salió al patio procedente de la casa comunal. Contempló las nubes que presagiaban nieve con ojos entrecerrados.
—Esperaba obtener una luz más favorable —dijo—. Con un buen conjunto de sombras sobre mi persona te juro que parece como si pesara seis kilos menos.
—Tío.
Angus Lok necesitó sólo tres zancadas para llegar junto a Raif, y envolviéndolo en un violento abrazo, lo apretó con tanta fuerza que el joven sintió cómo su caja torácica se doblaba. Luego, lo soltó y se colocó justo frente a él para examinarlo con tanto detenimiento como si Raif fuera un caballo que tuviera intención de adquirir.
Vestido con pantalones de gamuza sin teñir y un abrigo de montar, con altas botas negras y suficientes cinturones de cuero cruzando su pecho como para enjaezar a un tiro de caballos, Angus Lok tenía todo el aspecto del avezado vigilante que era. Se le veían las mejillas enrojecidas por las quemaduras producidas por el reflejo de la nieve, llevaba los labios recubiertos de cera de abeja y los lóbulos de sus orejas estaban vendados con suaves tiras de cuero para evitar sabañones y congelación.
—¡Por los Dioses de la Piedra, muchacho! ¡Cómo has crecido! —Golpeó con los nudillos la barba de doce días de la barbilla de Raif—. ¿Cómo le llamas a esto? ¡Cuando yo tenía tu edad apenas tenía esa cantidad de pelo en la cabeza, y mucho menos en la mandíbula!
No había respuesta para aquello. El muchacho sonrió. Angus estaba allí, y no sabía si aquello era algo bueno o malo, pero lo que sí sabía era que se podía confiar en él y era merecedor de respeto. Tem lo había dicho muchas veces, incluso después de que la persona que los había reunido hubiera muerto: Meg Sevrance, esposa de Tem, madre de Drey, Raif y Effie, y hermana de Angus Lok.
Bruscamente el rostro del hombre cambió, y unos ojos color avellana estudiaron al joven con detenimiento.
—Llegué esta mañana temprano. Raina me contó lo de Tem… Era un buen hombre tu padre. Un excelente esposo para Meg. La adoraba, ya lo creo. —Sonrió con suavidad, casi para sí—. Aunque debo admitir que lo odié cuando lo conocí por vez primera. No había nada que aquel hombre no pudiera hacer mejor que yo: cazar, disparar, beber, bailar…
—¿Bailar? ¿Mi padre bailaba?
—¡Cómo un demonio en el agua! Tem sólo tenía que escuchar una melodía una vez para empezar a picar con los talones y a dar pasos. Era todo un espectáculo con su gorra de zarpa de oso y su chaleco de piel de oso. Realmente creo que ese fue el motivo de que mi hermana se enamorara de él, puesto que no era ni con mucho el más guapo de los hombres. Al menos, yo pensaba eso entonces.
Estúpidamente, Raif sintió ganas de llorar. Jamás había sabido que su padre supiera bailar.
—Camina un poco conmigo, muchacho —dijo Angus, posando una mano en el hombro del joven—. He estado sobre la silla durante dos largas semanas y ansiaba tener la ocasión de estirar estas viejas piernas.
—Necesito ver a Effie —repuso él, echando una mirada en dirección a la casa comunal.
—Acabo de estar con ella. Está en buenas manos con Raina. Puede esperar un poco más para ver a su hermano.
Raif no se sintió convencido; sin embargo, resultaba obvio que el otro deseaba hablar con él, de modo que dejó que lo apartara de allí.
La luz del sol había convertido el pastizal en una pendiente perfecta, blanca y lisa como un huevo de gallina. Los arbolillos de cicuta y los pequeños pinos ya no eran reconocibles como árboles, sino que se habían convertido en extraños montículos de nieve del tamaño de un hombre que la mayoría de los miembros del clan denominaban «pinos fantasmas». La nieve bajo sus pies era poco firme y granulada, pues el movimiento del viento impedía que se endureciera. Unas pocas huellas de liebre rompían la superficie, suaves y discretas como lana deshilachada.
Raif no encontró demasiado consuelo en deambular por un ambiente familiar, pues las palabras de Inigar Corcovado resonaban en su mente: «Temo que si permaneces entre nosotros, nos verás morir a todos antes de que tus ojos hayan tenido suficiente». El joven se estremeció. Todo parecía diferente entonces que el guía había hablado. Intentar impedir que las mujeres y los niños Bludd se quemaran en el carro de guerra había sido un error. No se había salvado ninguna vida, y al final no había hecho más que crear algo peor.
—Toma. Bebe esto.
La voz de Angus Lok parecía venir de muy lejos, y el joven tardó un poco en arrancar sus pensamientos del campo situado al norte de la calzada de Bludd. El hombre le introdujo un frasco en la mano. Raif lo sostuvo allí un momento, y luego bebió. El transparente líquido estaba tan frío que le hirió las encías; no sabía absolutamente a nada, y era tan fuerte como para convertir su aliento en invisible en el helado aire. Su acompañante aminoró el paso, y tras unos pocos minutos se detuvo junto a un pino fantasma y apoyó la espalda en él. Montoncitos de nieve se desprendieron de las ramas para caer sobre sus botas. Le hizo un leve gesto señalando el frasco envuelto en piel de conejo, animando al muchacho a beber más, pero este sólo tomó lo necesario para calentarse la boca.
—Lo has pasado mal en la calzada de Bludd.
No era una pregunta. Angus desató las cintas de las muñecas y se quitó los magníficos guantes de piel de foca. Sus ropas sin teñir, la sencilla espada de viajero sujeta a su muslo y los cabellos muy cortos lo señalaban como un forastero. No pertenecía al clan. Tem había dicho que Angus y su hermana se habían criado en la ciudad fortificada de Ile Espadón, cerca de la frontera con Ganmiddich. Tem había conocido a Meg durante el año en que los Ganmiddich se hicieron cargo de él, cuando aquel rico clan fronterizo celebró un baile de verano para sus mesnaderos y las jóvenes del clan. Angus había sido invitado —Raif no conseguía recordar el motivo—, pero sí recordaba que Cámbaro Ganmiddich, el caudillo Ganmiddich, le había prohibido asistir a menos que trajera a una mujer propia para bailar con ella. Angus había llevado a Meg. Tem la vio, y según Gat Murdock, que también estaba presente, no le dio la menor oportunidad de bailar con ningún otro hombre en toda la noche. Se casaron dos meses después, el mismo día en que Tem fue liberado de su juramento de mesnadero.
Meg Lok jamás regresó a casa. En cuanto se casó con Tem Sevrance se convirtió en miembro del clan.
—Raina me dijo que puedes acertar a un blanco en la oscuridad. —Angus no permaneció quieto mientras hablaba, sino que se dedicó a dar la vuelta a sus guantes y a limpiar el forro con una navaja—. También dijo que cuando tú y Drey regresasteis de los páramos, mencionaste algo sobre percibir el ataque cuando sucedió.
Raif sintió que enrojecía. ¿Qué derecho tenía Raina para contar tales cosas a un forastero?
—Otros me han contado que tienes problemas con Maza Granizo Negro, que has discutido con él frente a los hombres del clan, que has desobedecido sus órdenes…
—Dime adónde quieres ir a parar, Angus. Sé muy bien cómo están las cosas en este clan.
La cólera del joven dejó indiferente al otro, que, una vez que hubo terminado con sus guantes, los volvió a girar y se los puso de nuevo. Sólo cuando hubo limpiado y vuelto a guardar el cuchillo consideró que debía responder.
—Tengo un asunto que me lleva al sur, a Espira Vanis. Creo que deberías venir conmigo.
Raif clavó la mirada en la de Angus Lok, y unos ojos con motas color bronce le devolvieron una completa firmeza. «¿Cuánto sabe? ¿Ha hablado con Inigar Corcovado?», pensó para sí el muchacho.
—¿Por qué hacer una oferta así ahora? —inquirió en tono hosco—. ¿Quién te ha instado a hacerlo?
Angus Lok le dedicó una mirada que le hizo desear no haber hablado. El hombre no pertenecía al clan, pero era un pariente, y se le debía respeto.
—Cuando un hombre regresa por delante de su grupo, eso es por lo general señal de que hay problemas entre él y los otros miembros de ese grupo. Y cuando un miembro del clan abandona una batalla, se convierte en un traidor a su clan. —El rostro de Angus se endureció junto con su voz—. No soy un estúpido, Raif. Oí lo que dijiste en el patio. Sabías mucho sobre el combate, pero apenas si dijiste nada sobre los heridos. Ni siquiera sabes con seguridad quién está vivo y quién muerto. Resulta evidente que no viste el fin de la lucha. Algo sucedió, ¿no es cierto? Algo sucedió que te obligó a marchar.
Levantó una mano para impedir al joven que dijera nada.
—No quiero saber qué fue. Los asuntos del clan no son cosa mía. La familia de mi hermana sí, y por lo que he oído esta mañana, Maza Granizo Negro está decidido a deshacerse de uno de sus miembros. Ahora, al abandonar una emboscada, ese pariente prácticamente ha afilado él mismo las estacas de su linchamiento.
Raif bajó los ojos. Una misma tarde, dos personas. Dos personas que le decían que era mejor que abandonase el clan. Su mano se alzó para sostener el amuleto.
El clan lo era todo.
Todo lo que amaba y conocía estaba allí. Hacía sólo once días había hecho un juramento que lo ligaba a los Granizo Negro durante un año y un día. Si Inigar Corcovado se hubiera negado a escuchar su juramento, si hubiera rehusado calentar la piedra para su jura, entonces todo habría sido distinto. Habría sido únicamente otro chico del clan, que no se había comprometido con nadie ni con nada, y si hubiera abandonado la batalla como Raif Sevrance, se le habría perdonado. A Raif casi le parecía escuchar a Orwin Shank o a Ballic el Rojo hablando en su favor: «El muchacho es joven, no ha jurado, y no ha sido puesto a prueba. ¿Quién puede culparlo por actuar como un tonto imberbe?». Pero en lugar de ello, se había ido como un mesnadero, y nadie se desgastaría las mandíbulas encontrando excusas para un mesnadero que había abandonado el campo de batalla antes de que la lucha tocara a su fin. Desobedecer una orden, reñir con el caudillo del clan, incluso malgastar flechas en un carro de guerra que ya estaba ardiendo, eran ofensas que podían dejarse a un lado como un acaloramiento momentáneo o un exceso de celo. Los miembros del clan podían y perdonaban siempre tales delitos; pero el que alguien abandonara la lucha cuando la batalla estaba aún celebrándose, que marchara sin decir una palabra…
Raif cerró el puño alrededor de su amuleto. Angus tenía razón: Maza Granizo Negro haría que lo empalaran y colgaran por la piel. La verdad de lo sucedido, la cacería y masacre de mujeres y niños Bludd, sería olvidada. Claro que se olvidaría. Raif sabía que él jamás la mencionaría en su propia defensa, pues hacerlo significaría deshonrar a Drey, a Corbie Méese, a Ballic el Rojo y a todos los demás.
No llevaría tal vergüenza a su clan.
Era mejor dejar que Maza Granizo Negro suavizara el incidente; dejar que urdiera alguna historia en la que las mujeres Bludd estuvieran armadas e intentaran escapar; dejar que todos los que tomaron parte en la carnicería regresaran a casa creyendo aquello, y que la verdad permaneciera enterrada en la calzada de Bludd.
Raif sintió que un dedo de hielo le golpeaba la mejilla. Vigilante de los Muertos. Por primera vez en su vida, comprendió lo que significaba haber nacido cuervo. Los cuervos describían círculos en las alturas, vigilaban y aguardaban, y luego picoteaban los restos sin vida. Inigar Corcovado había dicho la verdad en la casa-guía: él no era bueno para el clan.
Las quinta piedra-guía Granizo Negro, que había sido extraída de las canteras situadas al sur de Trance Vor y había permanecido dentro de la casa comunal durante trescientos años, se había partido debido a sus acciones. La piedra misma le había dicho que se fuera. Raif no recordaba las imágenes que la piedra le había mostrado, pero de una cosa estaba seguro: ninguno de los lugares era su hogar. Los territorios del clan Granizo Negro no contenían lagos rojos como la sangre, ni bosques de árboles de un azul plateado. La piedra-guía le había dicho que se fuera y le había mostrado el camino.
Raif se estremeció, sintiéndose repentinamente más helado que el día mismo, y al alzar los ojos se encontró con los de Angus Lok. El rostro grande y campechano del hombre, y sus ojos de un brillante tono cobrizo no mostraban la menor señal del genio que había demostrado minutos antes. Parecía preocupado y no hacía más que mirar al este, buscando tal vez señales de la cercanía del grupo de emboscados o siguiendo el progreso de la tormenta.
Habían transcurrido cinco años desde la última vez que había ido allí, y Effie apenas si era un bebé por entonces. El joven intentó recordar todo lo que sabía sobre su tío. Tenía esposa e hijos, pero Raif descubrió que no recordaba ni dónde vivían ni cómo se llamaban. Ni siquiera sabía cómo se ganaba la vida Angus. Raif sabía que Meg lo había querido profundamente, y que cuando estaba viva, Angus había visitado la casa comunal dos veces al año. El hombre siempre traía regalos, regalos buenos, como espadas de entrenamiento hechas con madera petrificada, pedazos de verde cristal marino de color verde, anillos para el dedo pulgar tallados de colmillos de morsa, cuerdas para arco tejidas con pelo humano y pequeñas bolsas de piel hechas de ratones de campo enteros, con el tamaño exacto para guardar pedernales.
Sonrió al recordar cómo él y Drey habían peleado por los regalos, y como uno de los dos acababa siempre sangrando. Tem les daba una bofetada a cada uno, y entonces su tío extraía milagrosamente de su morral un segundo objeto idéntico a aquel que motivaba la disputa. Tras eso, Meg regañaba a todo el mundo —Angus y Tem, incluidos—, y los echaba a todos fuera, hasta que hubieran recuperado un poco de sentido común.
La sonrisa del muchacho se desvaneció despacio, y volvió la cabeza para echar un vistazo a la casa comunal. El clan lo era todo: su hogar, sus recuerdos, su familia. Marchar significaba no regresar jamás. Un hombre no rompía un juramento y abandonaba a su clan y esperaba poder regresar al hogar algún día. Un músculo se tensó en el pecho de Raif. Amaba a su clan.
—Así pues, ¿qué dices, muchacho? ¿Vendrás conmigo a Espira Vanis? No soy tan joven como era y me iría bien tener a un jovencito cubriéndome la espalda.
«Sí, Raif Sevrance. Tal vez sea mejor que retrocedas, por el bien de todos nosotros».
El joven cerró los ojos y vio la herida rezumante de la piedra-guía; luego los abrió y vio a Drey tal y como lo había entrevisto la última vez: mazo en mano, con la saliva corriendo por su barbilla y la boca llena con las palabras que Maza Granizo Negro le había dado. No. Raif interrumpió el recuerdo antes de que grabara más profundamente en su alma, y en su lugar se obligó a recordar a Drey en el patio la mañana que habían partido para realizar la emboscada. De veintinueve hombres, él había sido el único dispuesto a adelantarse y secundar su juramento. «Si yo tuviera un hermano así…, no lo avergonzaría con mis palabras o mis acciones».
Raif se irguió en toda su estatura, y su mano fue a descansar sobre la empuñadura de su espada corta. Inigar Corcovado tenía razón. Si se quedaba, sucediera lo que sucediera, no haría más que deshonrar a Drey.
Oscurecía y la tormenta de los páramos se dirigía hacia el sur cuando el joven dio su respuesta a Angus Lok.