–Escapó por la puerta del establo. Grod vio cómo corría en dirección este. Para cuando alzamos la reja y pedimos ayuda ya había desaparecido. Se perdió entre la muchedumbre que celebraba la Noche Tundidora.
—Y el otro hombre… ¿Cuál dijiste que era su nombre?
—Storrin. —Marafice Ocelo escupió el nombre, claramente disgustado de que Iss ya lo hubiera olvidado—. Está muerto. No fue la caída de la reja lo que lo mató, sino su alzamiento.
Iss asintió, interesado a pesar de todo lo que pasaba por su mente.
—Sí, he visto cosas así antes. Mientras no se mueve a la víctima y las puntas permanecen en su sitio, está viva. En cuanto uno intenta liberarla, los órganos internos se desgarran y los pulmones de inundan de sangre. Desgraciado, muy desgraciado. ¿Has guardado el cuerpo?
—No os lo voy a entregar.
La piel de los labios de Marafice Ocelo se tensó hasta quedar blanca mientras hablaba, y al verlo allí de pie, dando la espalda al enorme fuego de la Estancia Redonda, con todo el cuerpo estremecido por la furia, Iss decidió no decir nada más. Marafice Ocelo protegía a sus hombres, con ferocidad, y la Fragua Roja ardería durante mucho tiempo y con fuerza esa noche en memoria de un camarada perdido.
Dando la espalda a Cuchillo, el surlord contempló con fijeza las amarillas llamas que ardían en su chimenea. ¿Cómo podía haberse ido Asarhia? ¿Acaso no sabía que él jamás le haría daño? ¿No le había dicho un centenar de veces que la quería más de lo que podría hacerlo un padre auténtico? ¡Condenada muchacha! Había que encontrarla. A saber en qué manos podía ir a caer allí fuera. Los phages podían encontrarla…, o incluso los sull. Iss sacó el atizador de hierro negro de su soporte cerca del hogar y giró una pieza tras otra de ardiente carbón de leña. Al cabo de unos minutos, ya se había sosegado lo suficiente para terminar con lo que tenía entre manos.
—Haz que lleven el cuerpo de Storrin ante los Túnicas Blancas para su bendición y anuncio; despiértalos si es necesario. Si se quejan, diles que el surlord en persona lo ordena. Y ocúpate de que la viuda, su madre o quienquiera que deje atrás sea compensado adecuadamente por la pérdida.
Marafice Ocelo lanzó un gruñido. Incluso en un aposento del tamaño y altura de la Estancia Redonda, que ocupaba toda una cuarta parte de la planta baja del Tonel, el protector general de Espira Vanis dominaba el espacio. Era un animal peligroso, con el que no se podía jugar, e Iss lo sabía.
—No mencionaste cuál era aquel asunto tan apremiante que te apartó de la puerta de Asarhia.
—No, no lo hice. —El hombre se mantuvo firme, con los ojos endureciéndose junto con su pequeña y tirante boca.
Iss le sostuvo la mirada. La información se conseguía barata en la Fortaleza de la Máscara, y no tardaría en obtener respuestas. Caydis Zerbina, con sus blandas zapatillas de hilo que jamás hacían el menor ruido y sus largos y ágiles dedos concebidos para abrir cerraduras, se ocuparía de ello. Había pocas cosas que Caydis y sus hermanos de piel oscura no supieran respecto a Marafice Ocelo: «Cuchillo prefiere cortejar a sus mujeres en la oscuridad, Sarab —había musitado Caydis en una ocasión con su suave voz musical—. Su champiñón está terriblemente deformado». Iss encontró tal información a la vez útil y desagradable. Y siempre enviaba a su sirviente en busca de más.
—No importa —dijo tras devolver el chamuscado atizador negro a su sitio—. Asarhia debe ser encontrada. Hay que interrogar a la criada. Me parece muy improbable que Asarhia pudiera haber orquestado una fuga tan inteligente ella sola. Mi pupila es una chica lista, pero demasiado ingenua y tímida para haber llevado a cabo algo tan desalmado sin ayuda. Poner hollín en sus cabellos, arrastrarse por debajo de las caballerizas de los caballos, presentarse ante la puerta del establo ¡y declararse a sí misma una prostituta! —Iss se detuvo, y su pálida mano se cerró alrededor del mango del atizador—. La criada tiene que estar involucrada de algún modo.
Miró a Cuchillo sin que pareciera que lo hacía, pero el rostro del hombre no reveló nada.
—Le sacaré la verdad —murmuró.
—Hazla venir ahora.
El surlord soltó el atizador mientras Marafice Ocelo abandonaba la habitación. La Estancia Redonda estaba iluminada y caliente, decorada con tapices y alfombras de seda, y trece faroles de estaño en los que ardía oloroso ámbar gris de cachalote, despidiendo un suave aroma infantil. Iss había enseñado a la joven a leer y escribir allí, bajo la luz de los faroles de estaño, y en una ocasión, cuando ella tenía nueve años, sus pies se habían quedado helados como cubitos en el patio, y él la había desnudado frente al fuego y le había calentado sus pálidos y diminutos dedos entre sus manos.
—La muchacha estará aquí pronto. —Cuchillo volvió a entrar con paso rápido en la habitación, agitando tapices y armamento colgado en la pared al moverse—. Ganron ha enviado su informe. Se ha triplicado la guardia en la Puerta de la Caridad, en la de la Escarcha, en la de la Ira. La del este…
Iss hizo un veloz gesto con la muñeca para acallar a su subalterno.
—También se debe vigilar la Puerta de la Vanidad. Quiero también una guardia triple destinada allí.
—La Puerta de la Vanidad no conduce a ninguna parte. Nadie en su sano juicio abandonaría la ciudad por el monte Tundido. No malgastaré a mis hombres colocándolos a custodiar una puerta muerta.
—Concédeme ese gusto —insistió Iss—. Malgástalos.
El otro le dedicó una mirada furiosa, y sus enormes manos aplastaron el broche con el matapodencos que llevaba en la garganta, obligando a la blanda aleación con base de plomo a adoptar una forma que recordaba más a un perro que a un ave.
El surlord se explicó sólo después de que Cuchillo hubiera asentido y respondido «sí».
—Conoces la historia de Asarhia tan bien como yo, Cuchillo. La abandonaron fuera de la Puerta de la Vanidad. La Puerta de la Vanidad. Ahora, por primera vez en su vida es libre de ir adonde quiera. Si tú estuvieras en su puesto, ¿no sentirías curiosidad sobre el lugar dónde te encontraron? ¿No querrías permanecer sobre ese suelo congelado y dedicar un instante a preguntarte por qué tu madre te abandonó dándote por muerta? Asarhia es una muchacha sensible. Me oculta cosas incluso a mí, pero yo sé que siente su abandono profundamente. Algunas noches incluso grita en sueños.
Marafice Ocelo tomó esta información y la digirió, dejando caer las manos a la altura de la cintura donde estaba envainada y colgada su espada roja.
—Si estáis tan seguro de que visitará la Puerta de la Vanidad —replicó tras un minuto de silencio—, entonces yo digo que no aumentemos en absoluto la guardia, al menos de un modo visible. La chica no es tonta, ya lo hemos comprobado nosotros mismos esta noche, y no aparecerá por la puerta si la considera peligrosa. Dejad que venga. Que vea sólo mendigos y vendedores ambulantes, e inmundicias callejeras. Que venga de buena fe, desprevenida. Y dejad que yo esté allí para detenerla cuando lo haga.
—No debe recibir ningún daño, Cuchillo.
—Mató a uno de mis hombres.
Iss sintió que la cólera lo envolvía, pero no lo demostró, y su voz se mantuvo pausada.
—No le harás ningún daño.
—Pero…
—¡Es suficiente!
El surlord siguió con la mirada fija en Marafice Ocelo hasta quedar satisfecho de que Asarhia le sería devuelta de una pieza. Luego, dio la espalda a Cuchillo, y se dedicó a contemplar los relieves de piedra situados por encima del hogar. Bestias empaladas, lobos de dos cabezas, cabras con cabezas y pechos de mujer, y serpientes con los ojos segmentados y en ángulo de insectos lo contemplaron desde sus estacas de piedra caliza. Iss se estremeció. ¡Asarhia! No le habría hecho daño si se hubiera quedado. Caydis se habría ocupado de que disfrutara de todas las comodidades. Su vida apenas habría cambiado.
Se escuchó el rápido golpear de unos nudillos sobre madera.
—La muchacha está aquí, señor.
Marafice Ocelo abrió la puerta, y un camarada de la guardia empujó a la menuda doncella morena al interior de la habitación. Con un veloz movimiento Cuchillo agarró el brazo de la joven y lo torció con fuerza a su espalda. La muchacha soltó un gritito, pero fue lo bastante sensata como para no forcejear con él.
—Déjanos —ordenó Iss al camarada de la guardia y, en cuanto la puerta se cerró, se volvió hacia la sirvienta y meneó la cabeza—. Katia, pequeña Katia. Confié en ti y me has defraudado. Ahora fíjate en el lío terrible en que te has metido.
Los labios de la criada temblaron. Sus hermosos ojos negros miraron de reojo en dirección a Cuchillo, pero este desvió la mirada.
Iss se apiadó de ella. Estaba tan atemorizada, y además ya le habían pegado una vez esa noche.
—Suéltala.
Cuchillo la soltó de inmediato, y ella dejó escapar un sollozo y se adelantó tambaleante, sin apenas saber que hacer. Paseó la mirada por la estancia durante un momento; luego se arrojó con violencia a los pies del surlord.
—Por favor, señor, por favor. Yo no sabía lo que planeaba. Lo juro. No me contó nada. Nada. Si lo hubiera sabido os habría venido a ver…, como hago siempre. Os lo habría dicho, señor. Lo juro. —Agotada, se derrumbó derramando suaves y estremecidas lágrimas, con la cabeza temblando, y las pequeñas manos aferradas a la seda tornasolada de la túnica de Iss.
—Vamos, criatura, vamos. —El surlord le palmeó los rizos—. Sé que habrías venido a verme. —Sus dedos se deslizaron bajo la barbilla de la criada, obligándola a alzar la mirada—. Eres una buena chica, ¿no es cierto? —Katia asintió, con las lágrimas acumulándose en sus ojos y los mocos descendiendo por su nariz hasta la boca—. Bien. Sécate la cara… Eso está mejor, ¿verdad? No hay necesidad de llorar. Me conoces y conoces a Cuchillo, y ninguno de nosotros te ha hecho nunca daño, ¿no es cierto? Por lo tanto no hay nada de lo que estar asustada. Todo lo que necesitamos de ti es la verdad.
—Señor, os he dicho todo lo que sé. —Katia se había tranquilizado, pero seguía temblando—. Cendra, quiero decir la señorita Asarhia, no me dijo nada sobre que quisiera abandonar la fortaleza. Se mantuvo muy reservada esta última semana. Desde el día en que salió a cabalgar al patio y al regresar encontró a Caydis en su habitación…
—¿Ello lo vio allí?
—Sí, señor. —La doncella asintió—. Hizo que el pobre se sintiera mal. Prometió que no lo delataría por ser perezoso en el cumplimiento de sus deberes si él no la mencionaba a ella.
—Comprendo. ¿Y te dijo ella algo a ti? —Katia vaciló—. Dime la verdad, chiquilla.
—Bien…, me hizo daño en el brazo, y dijo que me haría más si no le contaba lo que vos preguntabais cada vez que me llamabais a vuestros aposentos. —Katia retorció la seda en sus manos—. De modo que le expliqué lo mucho que os interesaba saber el momento en que empezara a tener la menstruación…, pero eso es todo lo que dije. Lo juro. Se mostró de lo más rara ese día, muy fría y enojada. Me dijo que me fuera justo después.
—Buena chica. —El surlord palmeó la cabeza de la muchacha—. Lo estás haciendo muy bien, ¿esta última semana has visto alguna señal de su menstruación? Piensa con atención, chica.
—No, señor. Toda su ropa interior estaba tan limpia como si ni siquiera se la hubiera puesto.
Un suave bufido escapó de los labios de Iss.
—Como si ni siquiera se la hubiera puesto.
Intercambió una veloz mirada con Marafice Ocelo, y necesitó unos instantes para aclarar sus ideas.
—Katia, una última cosa y podrás marcharte. ¿Has hecho el inventario de todos los artículos de la habitación de Asarhia? —La otra asintió—. Así pues, descontando el broche enjoyado para capa que encontramos en la nieve y el cepillo de plata que hallamos en su capa, ¿no sabes de cualquier otro objeto que pueda haberse llevado?
—No, señor. El cepillo y el broche son las únicas cosas que han desaparecido.
—De modo que no tiene nada que pueda vender para obtener monedas, y tampoco capa para mantenerse caliente. —El hombre siguió acariciando los cabellos de Katia—. Vaya aventura más desdichada que va a ser su primera excursión a la ciudad.
—Acabará en la Ciudad de los Mendigos con toda probabilidad.
Marafice Ocelo se había sentado en uno de los delicados sillones tapizados en seda que había cerca de la puerta, y a juzgar por el modo como presionaba con el antebrazo sobre el brazo del asiento, parecía decidido a romperlo.
—Doblaré los efectivos de la guardia también allí.
Iss asintió, dejándose guiar por la opinión de Cuchillo, ya que jamás había tenido motivos para dudar de su valía, y devolvió su atención a la criada:
—Mírame, muchacha —prosiguió.
Katia alzó la barbilla. Era una jovencita tan bonita y redondeada, una mezcla perfecta de sirviente astuta y muchachita temerosa. Asarhia había sentido un gran afecto por ella.
—Por favor, señor. ¿No tendré que regresar a las cocinas, verdad? Por favor. —Los grandes ojos castaños le suplicaron en tanto que unas manos menudas y ligeramente sucias se aferraban a la seda de su túnica.
Iss no se quedó impasible, y su mano acarició la ardiente mejilla.
—No, no tendrás que regresar a las cocinas; lo prometo.
La muchacha apareció tan aliviada y contenta que la contemplación de su rostro resultaba un auténtico placer. Mientras le besaba la túnica, se apartaba y murmuraba un centenar de sencillas palabras de agradecimiento, Iss hizo una seña con la cabeza a Marafice Ocelo, que se hallaba al otro extremo de la habitación.
Katia estaba tan enfrascada en su sensación de alivio que no oyó cómo Cuchillo se acercaba. Por un instante, mientras las manos del hombre se cerraban fuertemente alrededor de su cabeza, creyó que se trataba de una caricia, y una de sus manos se alzó veloz para tocarlo. Luego, las manos del otro apretaron aún más, y ella supo que debía sentir miedo, y la mirada que envió a Iss le desgarró a este el corazón. Un violento tirón fue todo lo que hizo falta para romperle el cuello.
• • •
«Morirá gente por esto».
Fuego y hielo abrasaban su carne y su espíritu. El dolor era tan profundo y con tantos estratos como una roca formada y luego comprimida durante millones de años bajo el mar. El Sin Nombre conocía el dolor. Conocía sus pesos y medidas, su regusto y su precio; las articulaciones le dolían con el sordo dolor calcífero de la vejez, y ni siquiera descansarlas enroscadas y en posición de reposo le proporcionaba alivio. Sus huesos rotos y mal soldados ardían entre su carne como varas al rojo vivo, y sus órganos se encogían y endurecían, perdiendo funciones poco a poco. Ya no sabía lo que era erguir la espalda u orinar sin sentir dolor, ni tampoco podía recordar la última vez que había tomado una bocanada de aire que le satisficiera por completo o masticado un trozo de carne hasta dejarlo plano.
Conocía el dolor.
El pasado no.
Se esforzaba por recuperarse cada día, se esforzaba hasta que los vasos sanguíneos se rompían en su vientre y espalda, hasta que su mandíbula se trababa, las heridas sangraban y los temblores de su cuerpo abrían llagas en su piel. Su temor a hacerse daño —en una ocasión tan fuerte, que era el único pensamiento que podía retener en su mente de un año al siguiente— se había ido desvaneciendo hasta convertirse en una tibia preocupación. El Portador de Luz siempre lo remendaba, con sus ungüentos y vendas y bolsas de gasa y pinzas. El Portador de Luz no le dejaría morir. El Sin Nombre había tardado muchos años en averiguarlo, y más después para aceptarlo, pero entonces estaba firmemente grabado en su mente.
Saber aquello lo había liberado: no del dolor —nada ni nadie podían librarlo de eso—, sino del temor a la muerte. El Sin Nombre carecía ya de completo control sobre los músculos faciales, pero la amargura todavía se asomaba a su rostro, incluso un dolor tan terrible que le arrebataba años enteros de vida no conseguía hacer que deseara la muerte.
No quería morir; esa era otra de las cosas que sabía. Con el tiempo, sabría más.
Una espera. Eso era su vida. Esperar, sentir dolor y odiar. Esperaba la llegada del Portador de Luz, esperaba las migajas de luz y calor que él traía, y las devoraba como un perro los huesos. Una mano en su hombro, una mano cálida, podía abrasarlo entonces, y aunque anhelaba el calor y el roce y el contacto, cuando los recibía, resultaban demasiado para él. Cuando el contacto desaparecía no sentía más que alivio; sin embargo, incluso antes de que el recuerdo se desvaneciera y la marca de la mano del Portador de Luz abandonara su piel, volvía a anhelar aquella sensación.
La soledad no era como el dolor. No poseía categorías ni sutilezas; no fluctuaba, y se intensificaba, y aligeraba, ni cambiaba de día en día. Se acrecentaba por momentos, hora tras hora, año tras año, torturándolo desde el fondo de su garganta, consumiéndolo pedazo a pedazo, y lo que dejaba tras ella lo asustaba. Podía soportar el encierro, la tortura y la explotación, incluso las llamas rojas y azules de fuego y hielo que ardían en lugar de su pasado. Pero la soledad, la soledad total, le producía un dolor que no podía soportar.
Lo convertía en algo que odiaba.
El Sin Nombre se removió en la estancia de hierro que era su hogar, su orinal y su lecho. Las cadenas, su metal manchado y corroído por años de sudor, orines y heces, no tintinearon, sino que más bien crujieron como los nudillos de un niño de huesos blandos.
El odio no era algo nuevo para él; esa era la última cosa que sabía. Apareció con demasiada facilidad y encajó demasiado bien para ser algo nacido durante su reclusión. Al mismo tiempo que ansiaba cada visita del Portador de Luz, anhelaba el mundo de la luz, el calor y la gente, odiaba todo aquello que ansiaba con total frialdad. La soledad se alimentaba de él, y él se alimentaba del odio. Con odio era cómo había vivido durante años de oscuridad, cómo había sobrevivido a la dolorosa quietud y a las distintas cargas de dolor físico. Era el modo como se enfrentaba a un mundo que no tenía ni días ni noches, ni estaciones, ni luz solar, ni fresca lluvia. Era así como se aferraba al último jirón de su personalidad.
«Morirá gente por esto».
Contar quedaba fuera de su alcance —no sabía nada de números ni cosas parecidas—, pero las palabras que musitaba a la oscuridad poseían la sensación de cosas dichas muchas veces, y eran un consuelo para él. Convertían en soportables las contorsiones y pellizcos de las criaturas insertadas bajo la piel de su antebrazo, espalda y muslo superior. Transformaban el serrar de sus bocas quitinosas en un sordo y soportable zumbido.
La piel del rostro del Sin Nombre se agrietó y sangró cuando este obligó a sus músculos a formar una sonrisa.
«Morirá gente por esto».
Todo lo que tenía que hacer era recordar el pasado, eso era lo que necesitaba. Recordar quién era.
En esos momentos, ya era más fuerte de lo que había sido. El Portador de Luz no lo sabía; creía que su pupilo seguía igual. Pero se equivocaba. El Sin Nombre se iba incrementando a sí mismo en capas finas como córneas, acrecentándose en la oscuridad igual que la carne en descomposición cría moho. Entonces podía retener pensamientos de un día al siguiente; aunque lo pagaba de otro modo, pues obligaba a su cuerpo a combatir el dolor solo, en tanto que su mente criaba un pensamiento, y las articulaciones le dolían hasta sangrar mientras se mantenía totalmente inmóvil al dormir. No obstante, sabía cosas, y juzgaba que todo aquello valía la pena, pues durante innumerables años había sabido tan poco como las criaturas que se desarrollaban hasta la maduración bajo su carne, sin ser consciente de otra cosa que del hambre, el dolor y la sed.
Entonces se tenía a sí mismo, y pasaba los días aguardando la oportunidad de recuperar más.
Cuando el Portador de Luz llegaba, cuando descendía a la estancia con su luz y sus calientes paquetes que rezumaban miel y jugo de judías, y hurtaba aquello que necesitaba de la carne del Sin Nombre, dejaba al descubierto un río de oscuras corrientes mientras trabajaba. Estos atisbos de oscuridad, ondulaciones y remolinos de cristal líquido estimulaban la lengua del Sin Nombre. La corriente discurría sólo para él. Y cada vez que el Portador de Luz le abría las carnes con su fino cuchillo de grabador y extraía lo que necesitaba con sus pequeñas pinzas de plata, la orilla del río serpenteaba más próxima. Un día se acercaría lo suficiente para que el Sin Nombre entrara, y un día él usaría sus aguas para apagar las llamas que ardían en lugar de su pasado.
Acomodándose en la posición que le confería más comodidad, con las piernas dobladas bajo él y las cadenas tensadas sobre el pecho, empezó a esforzarse por recordar el nombre que había perdido. El tiempo iba y venía. La oscuridad permanecía. De algún modo, no obstante todos sus esfuerzos y sus más intensos deseos, su mente abandonó su tarea, y la soledad apareció para nutrirse de él otra vez. Finalmente, se durmió, y sus sueños, cuando llegaron, fueron todos sobre brazos cálidos que lo tocaban, lo abrazaban y lo transportaban hacia la luz.