«Tal vez pase y visite a Cuchillo esta noche. ¿Eso a usted qué le importa?». Las palabras de Katia resonaron en la mente de Cendra. La menuda doncella de cabellos oscuros las había pronunciado cuatro horas antes, y la muchacha permanecía en las sombras detrás de la puerta de su habitación y aguardaba para ver si se cumplían. La espalda le dolía de estar tanto tiempo inmóvil, pero no se atrevía a apartarse. Salvo abrir la puerta y comprobarlo por sí misma, escuchar era el único modo de saber con seguridad si Marafice Ocelo había abandonado su puesto. No quería que Cuchillo la pescara mirando a hurtadillas por la puerta, pues eso no haría más que despertar sus sospechas. No; era mucho más conveniente mantener su posición y esperar.

«Katia me ha estado contando cómo tu brasero de carbón vegetal estaba lleno de cenizas la otra noche, casi-hija. ¿No habrás estado quemando nada en él, verdad? Estoy seguro de que no es necesario que te diga lo muy peligroso que algo así puede resultar».

Cendra se estremeció. Penthero Iss había visitado su habitación a últimas horas de la noche anterior, y aunque había dicho muchas cosas sobre muchos temas distintos, ella estaba segura de que lo que en realidad había venido a decir era que sabía lo del exceso de cenizas en su brasero. Él era así de astuto. Lo que todo aquello significaba era que a partir de entonces la estaría vigilando más de cerca, pues sabía que la joven tramaba algo impropio. Cendra maldijo a Katia en voz baja. ¿Cenizas en el brasero? ¿Es que no existía ningún secreto, sin importar lo estúpido que fuera, que la muchacha no fuera a contar?

Frunciendo el entrecejo, devolvió su atención a la puerta. Unos pasitos de ratoncito corretearon por las losas del otro lado. Algo crujió. Silencio… Luego, una alegre risa rápidamente sofocada. Katia. Katia estaba al otro lado de la puerta, charlando con Cuchillo.

«Por favor, llévalo a tu habitación, Katia. Por favor», pensó Cendra, y se odió a sí misma por desear aquello, odió la idea de las enormes manos de Marafice Ocelo presionando la espalda de la doncella, sin embargo necesitaba que la criadita distrajera a Cuchillo, pues tenía que abandonar la Fortaleza de la Máscara, esa noche. Y el único modo de que pudiera escabullirse de su habitación sin ser vista era que Katia se llevara a su guardián para acostarse con él.

Acostarse. Cendra se frotó los ojos con una mano, intentando disipar la imagen que la palabra le mostraba. Acostarse no era en absoluto la palabra correcta.

Sintiendo que sus mejillas enrojecían, se arriesgó a dar un paso más en dirección a la puerta. Marafice Ocelo podía hablar en voz baja cuando quería, y ella no conseguía oír su voz, a pesar de tener lugar una conversación. Katia habló entonces; mantuvo la voz baja unos instantes, y luego la elevó por la excitación, olvidando continuamente la necesidad de ser discreta. Cendra captó las palabras beso y regalo. Se produjo un largo silencio, y cuando se rompió, se escucharon con nitidez unas respiraciones roncas.

—Lagarta. —La voz del hombre atravesó la madera.

La palabra tenía un deje desagradable, y la joven sintió cómo se le erizaba la piel de los brazos. Siguieron sonidos, gran cantidad de ellos; luego dos pares de pisadas se alejaron con pasos quedos por el vestíbulo, y ella apoyó la cabeza contra la puerta. Se habían ido, pero aquello no le gustaba nada. ¿Era su imaginación, o el par de pasos más ligeros parecían ser arrastrados? Sabiendo que tales pensamientos no harían más que retrasarla, los apartó de su mente; aquella no era la primera vez que Katia había estado con Cuchillo, y la menuda doncella sabía cuidar de sí misma.

Cendra paseó por su habitación, y tras comprobar el bulto en forma de cuerpo hecho a base de almohadones debajo de las sábanas, se puso la capa más gruesa y sencilla, y abrió los postigos de modo que los que finalmente descubrieran su ausencia pensaran que había conseguido escapar descolgándose por la pared exterior del Tonel y así hacer que buscaran en la dirección equivocada. Deteniéndose ante el brasero, levantó la tapa de latón e introdujo una mano cubierta por un mitón en el interior del negro y pulverizado hollín. El hollín estaba caliente mientras lo introducía entre sus cabellos, caliente y picante como el pecado, y se le metió en la garganta, arrancando lágrimas a sus ojos, de modo que contrajo el rostro y siguió adelante hasta acabar. Cuando abrió los ojos al cabo de un minuto ante el espejo, vio a una chica desconocida que la contemplaba. El cabello negro mate no le favorecía en absoluto, pues hacía que su rostro pareciera algo conservado en cera, pero se dio la vuelta con decisión. Tendría que servir.

¿Qué podía llevarse consigo? ¿Qué necesitaría? Lo tenía todo planeado de antemano, pues no había pensado apenas en otra cosa durante los últimos seis días, pero por algún motivo había evitado decidir lo que tendría que llevarse. Todo lo que había en la habitación pertenecía a Iss. Desde luego, él decía que era de ella e insistía en hacerle numerosos regalos bonitos y poco costosos, pero cuando le interesaba se los volvía a llevar a voluntad. Ya había visto cuan cierto era aquello durante las últimas semanas, con Katia y Caydis Zerbina cogiendo cosas de su habitación a una palabra suya. Ella no era la auténtica hija de Iss; él jamás permitía que lo olvidara. «Casi-hija» era como la llamaba, y casi-hija era lo que era.

«Una expósita —se dijo la muchacha—, abandonada fuera de la Puerta de la Vanidad para que muriera».

Enojada entonces, se sintió menos propensa a marcharse con las manos vacías. Aquel cepillo de plata del tocador conseguiría un buen precio en el mercado de los Mendigos, y el prendedor de capa de estaño llevaba engastada una especie de gema roja que podría valer algo para alguien, de modo que los tomó y los introdujo en el forro de su capa antes de que su resolución tuviera oportunidad de cambiar. ¿Qué más? Girando en redondo, examinó la estancia. Unos abecedarios encuadernados con piel de cerdo, con las cadenas de la biblioteca todavía sujetas, podrían proporcionarle unas buenas monedas cada uno, pero la joven los rechazó, pues eran demasiado pesados, demasiado ruidosos. Si intentaba venderlos, las cadenas la delatarían sin duda.

Se volvió con brusquedad hacia la puerta. No tenía tiempo de llevar a cabo un inventario de su habitación, pues se trataba de irse entonces o perder la oportunidad.

«Si por lo menos pudiera estar segura».

No. Cendra sacudió la cabeza con tanta fuerza que una nube de negro hollín salió flotando de sus cabellos. Tenía que marcharse. Si se quedaba, sería una imbécil, y cualquier cosa que le sucediera no sería más que culpa suya. Era una criatura abandonada; nadie se preocuparía de ella si no lo hacía ella misma. Penthero Iss no se preocupaba en realidad por su bienestar; peor aún, planeaba llevarla a la Astilla y… La joven vaciló y aspiró con fuerza. Lo cierto era que no conocía cuáles eran las intenciones de su padre adoptivo. Únicamente sabía que sus pertenencias habían sido conducidas a aquella torre, que habían colocado al segundo hombre más poderoso en Espira Vanis a vigilar su puerta como si fuera un simple soldado de infantería y que cada mañana, mientras se lavaba la cara y se arreglaba los cabellos, su doncella le revisaba la ropa interior en busca de huellas de sangre.

Cendra dedicó una última mirada a toda la habitación. Ninguna de aquellas era la auténtica razón. Lo que fuera que estuviera atrapado en el interior de la Astilla, tan dominado por el odio y con una necesidad tan grande que todo lo que ella tenía que hacer era posar la mano sobre la puerta para sentirlo, era lo que finalmente la había obligado a actuar, pues tan sólo el recuerdo del desesperado e inexpresable sufrimiento de aquella cosa era suficiente para provocarle náuseas.

Aquello quería lo que ella tenía. Y Cendra Lindero, expósita y casi-hija, no estaba dispuesta a darle ni un ápice.

Haciendo acopio de valor, empujó la puerta. El frío la atacó como una picadura de serpiente, y tuvo que combatir el impulso de retroceder. Semanas de dormir poco y mal la habían dejado agotada, y cosas de poca importancia, como el constante frío en la Fortaleza de la Máscara, la afectaban entonces más que antes. Casi como si estuviera a punto de sumergirse en agua, en lugar de oscuridad, Cendra tomó aire, lo retuvo y salió al pasillo. Reinaba en él un silencio sepulcral, con una antorcha de madera verde humeando en lo alto de las escaleras. No se veía ninguna luz por debajo de la puerta de Katia.

La joven se movió con rapidez, pues ya había perdido minutos con su indecisión, y sabía por lo que había observado el poco tiempo que tardaba Marafice Ocelo en finalizar su tarea. El hombre podía salir de la habitación de la doncella en cualquier momento, con las manos tirando de las correas de cuero de sus pantalones y la pequeña boca húmeda aún con la saliva de Katia.

«Prométame que me llevará con usted cuando se marche».

Las palabras de la sirvienta hicieron regresar el rubor a las mejillas de Cendra. Era la única promesa seria que había hecho en su vida, y aunque había elegido las palabras para engañar deliberadamente a la menuda doncella, no se sentía mejor por ello. Después de esa noche, Katia volvería a ir a parar a las cocinas, y ese era el único lugar de la fortaleza en el que no quería estar.

«Mejor las cocinas que el lugar al que voy», pensó, y endureciéndose para no ceder a las emociones, la muchacha se lanzó escaleras abajo. Esa noche era la Noche Tundidora, y la Guardia Rive estaría por las calles en gran número, patrullando la ciudad y manteniendo el orden. Los camaradas de la guardia escasearían sobre el terreno en el interior de la fortaleza.

La Noche Tundidora era el más antiguo de los días de los dioses, y la gente lo celebraba sólo después de oscurecer. Cendra no estaba muy segura de lo que señalaba el festival, aunque su padre adoptivo decía que se trataba de una celebración de la fundación de Espira Vanis, señalando la construcción de la primera muralla a los pies de monte Tundido por parte del lord bastardo Theron Pengaron. Parecía bastante razonable, y realmente la gente calentaba rocas procedentes de la montaña en sus chimeneas o quemadores de carbón de leña; sin embargo, la joven había oído decir otras cosas. Los sirvientes ancianos de la Fortaleza de la Máscara hablaban de muerte y de una oscuridad que lo cegaba todo, y de mantener a los viejos demonios en su lugar. Cendra incluso había oído decir que el nombre Noche Tundidora no tenía nada que ver con el monte Tundido, y que en algunas ciudades situadas al este se le daba su auténtico nombre: Noche Asesina.

La muchacha frunció el entrecejo en la oscuridad. En el nombre del Hacedor, ¿qué estaba haciendo? Esa noche ya resultaba bastante aterradora sin desenterrar toda una serie de estupideces para asustarse aún más. En ocasiones podía ser tan obtusa como un despabilador de lámparas. La noche de hoy era su mejor ocasión para escapar de la Fortaleza de la Máscara; incluso se había pasado todo el día esperando que Katia apartara a Cuchillo de su puerta, y entonces que había visto realizado su deseo y se había puesto en marcha, debía mantener la mente concentrada en la tarea que la aguardaba.

Cerrando con fuerza las mandíbulas, se aproximó al último tramo de escaleras. Un banco confabulador y su correspondiente nicho creaban una trampa para las sombras en el descansillo. Las antorchas eran escasas, pues cualquier llama sin una piedra del monte Tundido en su base era considerada portadora de mala suerte esa noche. Cendra se estremeció. Penthero Iss probablemente odiaba aquello, pues odiaba las antiguas costumbres y las viejas tradiciones, cualquier cosa que hablara de los bárbaros inicios y el pasado de Espira Vanis.

Escuchando pasos más abajo, la joven se deslizó al interior del hueco ocupado por el banco para aguardar hasta que quienquiera que los causara hubiera pasado. Notaba la pared de piedra caliza fría como el hierro contra su espalda, y el banco de piedra, con su duro asiento y esculpido respaldo, no podía resultar menos atractivo para sentarse. Resultaba gracioso pensar que los hacendados y sus damas se habían sentado allí en una ocasión para flirtear, enfriando los ardores provocados por el dorado vino bebido mientras robaban besos y deslizaban las manos bajo las sedas. Todo aquello había desaparecido, pues Penthero Iss se había encargado de que así fuera. El surlord afirmaba ser un hombre amante de la cultura, el arte y las cosas elevadas, pero aunque demolió o puso fin a muchas cosas que habían sido corrientes en la fortaleza en tiempos de Boris Horgo —danzas a la bárbara luz de una pira ardiendo, duelos a muerte con espadones celebrados en el patio y el sacrificio anual de mil animales para festejar el fin del invierno—, casi nunca introducía nada nuevo en su lugar, y parecía más preocupado por la destrucción que por la creación.

Helada, Cendra abandonó con sigilo el hueco y descendió los últimos peldaños hasta la planta baja. Las pisadas se apagaron en la distancia, y la joven imaginó que un único camarada de la guardia realizaba la ronda por el Tonel. Eso quería decir que sólo tenía unos pocos minutos antes de que volviera a aparecer.

La negra puerta de roble y su verja estaban abiertas y alzadas, y aunque Cendra sabía que los soldados usaban la verja constantemente durante toda la noche para moverse entre la Fragua Roja y el Tonel, ello no impidió que se sintiera aliviada cuando sus botas se hundieron en la nieve. El viento le arrancó la capa del pecho, clavándole el broche de metal en la garganta, y las lágrimas le escocieron en los ojos mientras cerraba la puerta con un gran esfuerzo y se introducía en las sombras situadas junto a la pared. La nieve era dura y resbaladiza, convertida en hielo por los vientos que soplaban del monte Tundido.

No estaba oscuro. La Fragua Roja se mantenía encendida toda la noche, y la luz roja del fuego de la forja, combinada con la luz de las lámparas de las tres torres habitadas, conseguía hacer brillar la nieve como si fuera piel humana. El Asta aparecía especialmente iluminada. La más enrevesadamente labrada de las cuatro torres, con su obra exterior de hierro y el revestimiento de plomo, estaba colocada al oeste en relación con el Tonel. Katia había dicho que el lord de las Siete Haciendas celebraba una reunión allí esa noche. «Algo perverso, señorita —le había explicado—. ¡Totalmente perverso! ¡Habrá prostitutas y mujeres afeitadas y cosas peores!».

Cendra se deslizó con cautela por la galería oeste, encaminándose hacia el Asta. El tenue sonido metálico de música ahogada le rozó los oídos, y después siguieron cantos, y luego agudas risas tintineantes, hasta que finalmente el viento lo arrastró todo lejos.

—Trece —musitó la joven para sí mientras forcejeaba con su capa.

Trece puertas y entradas conducían al patio. De niña se había sentado en el terreno de entrenamiento y las había contado, y podía recordar una época en que doce de las trece habían estado en uso, pero luego Penthero Iss había cerrado toda la galería este y había sellado la Astilla; entonces quedaban ocho puertas, ocho, y la Guardia Rive tenía las llaves de todas.

Justo enfrente, profundamente encajada en la fachada de piedra caliza esculpida de la galería este, se hallaba la sellada con tablones y deteriorada Puerta del Santuario. La puerta, que conducía a la pequeña cripta inferior utilizada en el pasado por los apóstatas, estaba construida en madera traída desde el lejano sur, y era gris y dura como la piedra. Había desafiado los ataques destructores de cinceles y cuchillos y, en represalia, la habían pintado con una grotesca imagen del matapodencos. El ave contemplaba con maliciosa mirada a Cendra desde el otro extremo del patio, con sus órganos sexuales rojos e hinchados, en absoluto parecidos a los de un pájaro. La muchacha no recordaba un tiempo en que la puerta estuviera indemne. En la época de Boris Horgo, los caballeros que se llamaban a sí mismos los apóstatas debido a que renunciaban a todo juramento anterior al entrar en la orden se habían movido libremente por Espira Vanis. Habían ayudado a Horgo a derrotar a Rannock Talas en la ciénaga del Podenco, y cuarenta años más tarde, Iss los había expulsado por ello. Al igual que todos los demás, Cendra había oído historias sobre los doce ancianos e inválidos caballeros que habían huido a la cripta durante las expulsiones; enviaban mensajes a Penthero Iss en los que le suplicaban asilo. Se suponía que el surlord les había concedido su petición: había ordenado a los carpinteros que sellaran la Puerta del Santuario y las tres pequeñas ventanas de la cripta para enterrarlos a todos en vida.

La joven apartó bruscamente la mirada de la puerta. De improviso todo aquello que miraba parecía advertirle que diera la vuelta, que regresara a su habitación por la ruta más rápida y dejara de lado toda idea de marchar. Le resultaba desconcertantemente fácil imaginarse a sí misma en una habitación construida en piedra sin ninguna salida.

No, no, no. Cendra se enfrentó al miedo antes de que apareciera. «Esta noche o nunca», se dijo, apresurando deliberadamente el paso.

Más adelante, una pálida rendija de luz señalaba las puertas del establo, entornadas pero no cerradas aún hasta la llegada del nuevo día. Situados a mitad de camino entre el Tonel y el Asta, los establos eran su proyectado punto de destino.

Mientras se encaminaba al lugar del que surgía la luz, escuchó cómo la puerta del Tonel se abría con un crujido a su espalda. Sin atreverse a mirar en derredor, se detuvo en seco, con el corazón latiendo como una campana agrietada en su pecho. «Recuerda a las liebres —se dijo—. Sólo se persigue a las cosas que se mueven».

Resultaba difícil captar los sonidos con aquel viento, y Cendra no escuchó nada a lo que pudiera poner nombre en un principio. Podía tratarse de una patrulla rutinaria, de un camarada de la guardia cambiando el turno con otro o de criados trayendo carne en asadores y toneles de cerveza negra al Asta. Sin duda, el hecho de que nadie gritara ni corriera era buena señal. La joven pensó que era más que probable que la noticia de su huida fuera recibida por algo más estruendoso que el suave crujido de una puerta.

Tras aguardar durante más de un minuto, se arriesgó a echar un vistazo a su espalda. La puerta del Tonel estaba cerrada. No se veía a nadie, y las cadenas que mantenían alzada la verja seguían inmóviles. Satisfecha, siguió avanzando hacia las cuadras.

Los sonidos de música y risas procedentes del Asta aumentaron de potencia. Una puerta lateral se abrió mientras ella observaba, y un hombre gordo, ataviado con relucientes sedas, salió bamboleante al exterior. Doblándose al frente, vomitó prestamente contra la pared. Cendra no se detuvo, ya que el otro estaba demasiado borracho para observar nada que se moviera en las sombras a su espalda.

Una media luna surcó baja el firmamento por encima del monte Tundido, proyectando una bien definida sombra de la Astilla. La fugitiva intentó no mirar a la helada torre, prefiriendo contemplar el vapor que se elevaba del contenido del estómago del hombre gordo, cómo se formaban cristales de hielo en sus botas; cualquier cosa antes que la Astilla. Era una estupidez de la peor clase; sin embargo, no pudo evitarlo. Mirar significaba pensar, y Cendra no deseaba volver ninguna parte de su mente en esa dirección. No, entonces; no mientras se hallara tan cerca.

A pocos pasos de las enormes puertas con vigas transversales de los establos, avanzó tan silenciosamente como pudo. El seco olor a heno y avena se mezclaba con el hedor a sudor y orines de caballo, y Cendra se alegró de encontrar olores que tenían nombres en lugar del extraño y ligeramente químico aroma que el viento traía de la montaña. Frotándose los ojos para eliminar los últimos vestigios de las lágrimas provocadas por el viento, se acercó con pasos quedos al borde de la puerta. Todo estaba en silencio, y tras un instante, cobró ánimos y atisbó al interior.

Maese Almiar y dos mozos estaban sentados en cajones de madera con las espaldas vueltas a la entrada, bebiendo algo caliente de unos tazones de estaño y jugando a cubos con la intensa concentración de quien se toma muy en serio su juego. El suelo de piedra había sido totalmente barrido, y todos los caballos estaban en sus caballerizas. Un par de lámparas de seguridad colgaban de unos ganchos de latón en la pared, por encima de la cabeza de maese Almiar, con sus protecciones de asta amarillas como los dientes de un viejo rocín.

Cendra no se detuvo a tomar aliento antes de entrar. Tenía que arriesgarse. Las cuadras eran su mejor posibilidad, y lo había sabido desde el momento en que decidió marcharse. La puerta situada al otro lado de los establos era la más utilizada y la menos controlada, pues los camaradas de la guardia que la defendían estaban más interesados en quién entraba que en quién salía. Los que entraban por la puerta del establo eran, por lo general, comerciantes o repartidores, u otros camaradas de la guardia, ya que los hacendados, los miembros de la pequeña burguesía, los mercaderes ricos y todos aquellos que se consideraban lo bastante importantes como para preocuparse por las apariencias usaban una de las otras puertas, pues preferían llamar a los mozos para que se llevaran las monturas.

Maese Almiar y los dos mozos no oyeron entrar a la joven. Un mozo con un cuello tan rojo y reluciente como un solomillo de ternera acababa de arrojar los cubos, y el encargado de las caballerizas, junto con el otro mozo, estudiaba cómo habían quedado los pedazos de madera. No parecían complacidos, pues Cuello de Solomillo había obtenido una buena mano, y Cendra comprendió por el tintineo de monedas parecido al entrechocar de conchas marinas que se habían hecho apuestas sobre el resultado.

Se tomó unos instantes para recuperarse de los estragos del viento y el frío. Los establos estaban en penumbra a pesar de los dos faroles de seguridad, y los sonidos de los caballos al resoplar, alimentarse, chasquear las colas y roncar le resultaban reconfortantes. Le gustaban los caballos. Tras una pequeña pausa empezó a avanzar con cautela en dirección a la larga hilera de departamentos para los caballos situados justo al otro lado de donde los hombres estaban sentados jugando.

Tenía que alcanzar la puerta opuesta. Los establos eran el motivo de que los camaradas de la guardia que guarnecían la puerta se mostraran negligentes; sabían que quienquiera que se presentara ante ellos para salir había pasado por las caballerizas y, por lo tanto, por la inspección del jefe y de sus mozos. Cendra lo había meditado con detenimiento, y sabía que no tendría la menor posibilidad en cualquier otro acceso. Los camaradas de la guardia vigilaban día y noche, hacían preguntas y antes llamarían a un comandante que arriesgarse a dejar pasar a alguien con credenciales dudosas. Sólo la puerta oeste tenía una guarnición de siete hombres y estaba iluminada por tantas antorchas que Katia decía que toda la nieve en treinta pasos a la redonda se fundía.

Cendra se succionó las mejillas. Si existía un modo de abandonar la Fortaleza de la Máscara que no fuera por una de sus cuatro puertas, deseaba saberlo. Escalar almenas y tejados estaba descartado, pues ya se había roto el brazo al caer contra una protección de hierro contra asedios cuando tenía seis años. Conocía bien lo traicioneras que podían llegar a ser las murallas de la fortaleza, con su sillería helada, sus agujeros asesinos y las troneras protegidas con afiladas púas.

—¡Eh! Esa tirada no cuenta. Esa maldita rata de ahí ha alterado el total. —La voz de maese Almiar se alzó, colérica—. Vuelve a tirar, o te tendré limpiando excrementos toda una semana.

—No es culpa mía si la rata…

—¡Vuelve a tirar!

El sonido de cajones que crujían y de hombre adultos resoplando amortiguó el chasquido de los huesos de la muchacha cuando se agazapó sobre el suelo. Las sombras se espesaron a medida que se arrastraba en dirección a la hilera de compartimentos que ocupaban toda la longitud de las cuadras. Cada departamento de las caballerizas tenía paredes divisorias que finalizaban treinta centímetros por encima del suelo. Una vez por semana se regaban a conciencia los establos para limpiarlos, y la abertura entre las paredes y el suelo era necesaria para permitir que todo el estiércol de caballo, el pelo que les caía y el grano enmohecido salieran al exterior.

Agachando la cabeza hasta pegarla al cuerpo, la joven se introdujo por debajo de la división de madera y penetró en el primer compartimento. Tenía que ser más seguro que las piedras congeladas.

Un caballo negro dormía de pie cerca de la puerta, con las patas bien aposentadas, los ojos cerrados y la cola fláccida, pero el sonido del heno al partirse bajo el pecho de Cendra lo despertó al instante. La muchacha se mantuvo totalmente inmóvil mientras los grandes y límpidos ojos castaños del corcel la contemplaban. El animal bajó la cabeza y olisqueó el aliento de la joven. El polvo cosquilleó en la nariz de Cendra y las briznas de paja le arañaron el pecho mientras se esforzaba por controlar el impulso de huir; los cascos delanteros del caballo eran tan grandes como mazos de combate, brillaban bañados en aceite de pata de vaca y llevaban herraduras de hierro.

El caballo relinchó y sacudió la cabeza, y a continuación golpeó ligeramente a la joven con el hocico para ver cómo reaccionaba. Cendra miró al frente. El pesebre de piedra para el forraje y el cubo de cuero para el agua estaban pegados a la pared del fondo, y para mantenerse tan lejos de los cascos del animal como le fuera posible, tendría que gatear hasta ellos para conseguir llegar al departamento siguiente. Se sujetó los extremos de la capa contra el pecho para que no se engancharan en ninguna astilla, y empezó a arrastrarse hacia adelante… despacio.

«Sólo un corto trecho», se dijo, mientras sus ojos se movían veloces entre la siguiente división y el caballo. Era un buen caballo, estaba segura de ello; pero estaba acostumbrado a ver ratas, y no humanos, arrastrándose por su caballeriza cuando caía la noche.

Gatear hasta el pesebre de piedra resultaba difícil y doloroso, y Cendra se golpeó la espinilla con un borde afilado, aunque no se atrevió a dedicar ni un minuto a comprobar los daños, aun sabiendo que sangraba. El caballo la observaba, y cada vez que la joven avanzaba demasiado deprisa, cambiaba de posición y golpeaba con los cascos el suelo de piedra cubierto a rebosar de excrementos. El corazón de la fugitiva latía descompasado en su pecho, y la piel del rostro estaba tensada hasta el límite. A cada segundo que pasaba, esperaba oír gritos abriéndose paso por la fortaleza y ver cómo la noche cobraba vida inundada de hombres armados y luces. ¿Dónde estaba Marafice Ocelo? ¿Volvía a estar frente a su dormitorio? ¿Había entrado en él Katia para echarle una última ojeada antes de irse a dormir?

—¡Maldita sea!

Cendra lanzó un sofocado juramento cuando su codo golpeó el cubo de agua, lo que provocó que volcara sobre las piedras. El suelo se inclinaba ligeramente al frente, y el agua corrió al exterior por debajo de la puerta de la caballeriza.

—¡Ese maldito negro ha vuelto a volcar el cubo! —se oyó decir a maese Almiar—. Cucharón, esparce un poco de heno nuevo antes de que la humedad penetre en los cascos.

Libre del pesebre de piedra y del balde, Cendra se arrastró con energía por el hueco hasta el siguiente departamento. Su capa se enganchó en un pedazo de madera, y justo cuando consiguió soltarla de un tirón, la puerta del caballo negro se abrió con violencia. La joven se quedó totalmente inmóvil mientras el mozo llamado Cucharón silbaba esparciendo el heno fresco. El corcel, enojado entonces ante todas aquellas molestias, empezó a resoplar y a patear, lo que provocó que el mozo lanzara un juramento. Maese Almiar y el otro mozo se echaron a reír. A la muchacha le pareció escuchar el tenue tintineo de las piezas de madera; luego, Cucharón cerró la puerta.

—Ese maldito negro es un demonio —manifestó—. Esa es la última vez que entró ahí después de oscurecer. —Se encaminó de vuelta a los cajones—. ¡Eh! ¡Habéis movido esas piezas! ¡No estaban de ese lado antes de que fuera a buscar la paja!

Estalló, entonces, una animada discusión entre los hombres, en la que maese Almiar y el segundo mozo juraron por todos los perros ciegos que hubiesen muerto congelados en la esquina de una calle que no habían mirado siquiera los cubos, y desde luego mucho menos los habían tocado.

Cendra volvió su atención al compartimento en el que se hallaba. Aparte de un arnés de magnífico cuero oscuro colgado de un gancho junto a la puerta, estaba vacío. La insignia roja y negra del matapodencos sobre la Aguja de Hierro estaba estampada sobre la muserola, indicando que un miembro de la guardia guardaba allí su montura normalmente. La joven no se permitió un suspiro de alivio, aunque sí se sentía aliviada, pues la mayor parte de los integrantes de la guardia estaban fuera, en la ciudad, patrullando por entre las multitudes reunidas durante la Noche Tundidora, y eso significaba que muchos de los departamentos estarían vacíos.

Se movió velozmente después de eso. La discusión respecto a los cubos seguía su curso con la voz de maese Almiar pasando de la benigna indignación al atronador desafuero mientras Cucharón seguía acusándole de hacer trampas, y las agudas voces ayudaban a camuflar todos los pequeños ruidos que la muchacha hacía en su gateo de un compartimento a otro. Un buen número de ellos estaban vacíos, y cuanto más cubierta de heno, excrementos de caballo y crines estaba, más parecían aceptarla los animales. Aparte de un desagradable golpecito por parte de una madre embarazada que dormía tumbada y se alzó con un gran esfuerzo cuando vio invadido su departamento, Cendra consiguió salir ilesa. Descubrió que el secreto estaba en tumbarse de espaldas y luego permanecer totalmente inmóvil durante un momento, ofreciendo la suave piel de su garganta, hasta que el caballo hubiera olido e inspeccionado a toda la persona. Por lo general, la dejaban pasar tras aquello.

Por fin, llegó al compartimento más próximo a la puerta del otro extremo, compartiendo el espacio con una potranca de un año que era vivaz, alerta y no estaba en absoluto adormilada. La yegua se mostró desconfiada al principio, pero tras unos minutos de olisquearla continuamente, empezó a golpear la capa de Cendra en busca de chucherías.

—Lo siento, chica —articuló Cendra, extrañamente afectada por la dulzura y belleza de la joven yegua—. No hay chucherías esta noche.

Después de que una veloz ojeada bajo la puerta del compartimento te asegurara que maese Almiar y sus mozos se hallaban demasiado inmersos en su discusión para detectar a nadie escabullándose por la puerta exterior, se despidió de la potranca sin que ningún sonido surgiera de su boca y se deslizó bajo la pared.

Introduciéndose en las sombras más espesas, siguiendo la línea de la pared de las cuadras, se dirigió hacia la puerta exterior. Las miradas de los hombres estaban vueltas hacia el interior, y las cabezas se meneaban sin cesar, mientras las botas arañaban el suelo. La discusión había tomado mal cariz, y entonces era el dinero el motivo de la disputa, no pedazos de madera. Uno de los faroles de seguridad empezaba a agotar su combustible, y la llama resultaba anaranjada y débil. Cendra midió su paso con cuidado, apretando el pecho contra la húmeda piedra al mismo tiempo que andaba de puntillas. Quería correr tan rápidamente como le fuera posible hasta la puerta, pero el ruido y el repentino movimiento la delatarían.

Al igual que la puerta del patio, la puerta del otro extremo estaba ligeramente entornada para permitir la entrada a los rezagados y los camaradas de la guardia, y la joven sintió cómo un chorro de aire frío le golpeaba la mejilla. Cuando daba el paso final en dirección a la abertura, la puerta del patio se movió con un traqueteo. Con toda la rapidez que le fue posible, se acurrucó entre las sombras; alguien entraba en los establos desde el otro lado.

La puerta del patio se abrió con un ruido ensordecedor, y la figura enorme y de cuello fornido de Marafice Ocelo hizo su aparición. Envuelto en el suave cuero que correspondía a su cargo, llevaba una lámpara de asta que ardía con una abrasadora llama azul en una mano y una daga con empuñadura en forma de cangrejo en la otra. Maese Almiar y los mozos callaron, y los trozos de madera rodaron de las manos de Cucharón al suelo.

—¡Tú! —dijo Cuchillo a maese Almiar, hendiendo el aire con su daga—. ¿Ha pasado la pupila del surlord por aquí esta noche?

—No, señor. —El otro negó violentamente con la cabeza—. Todo está tranquilo. Nadie más que la guardia y sus equipos ha pasado por aquí.

Cuchillo lanzó un gruñido, y su pequeña boca se apretó sobre sí misma como algo que se ha cerrado con un alambre. Al contemplarlo, Cendra sintió cómo los huesos de sus piernas se convertían en agua. ¿Cuánto trecho de los establos podía él ver desde donde se encontraba? ¿Proyectaban los faroles de seguridad luz hasta la otra puerta, o lo deslumbraban?

—¡Iluminad este lugar! Cerrad todas las puertas y no dejéis pasar a nadie hasta que volváis a tener noticias mías. ¿Queda claro?

—Pero, señor, ¿qué sucederá con los otros camaradas de la guardia…?

Marafice Ocelo no tuvo que contestar nada para hacer callar al encargado de las cuadras; sus ojos centellearon, y eso fue suficiente. Con un encogimiento de hombros que en otro hombre habría sido un gesto de incertidumbre, pero que en Cuchillo era un violento acomodo de músculos y huesos, Marafice Ocelo se dio la vuelta y abandonó el lugar. Una línea de luz azul lo siguió como si se tratara de humo.

Maese Almiar lo siguió, mucho más feliz de poder hablar a la espalda de Cuchillo que a su cara.

—Como digáis, señor. Como digáis. Cucharón, coge las lámparas. Cribbon, ayúdame con esta puerta.

Cendra no esperó un momento más. Mientras los tres hombres estaban absortos en la contemplación de la marcha de Marafice Ocelo, ella se escabulló en la noche por la otra puerta.

El frío y la oscuridad la envolvieron tan por completo que fue como sumergirse en un estanque de aguas negras. El viento siseaba y la nieve rechinaba bajo las botas al andar. Paredes con la argamasa fresca y en buen estado se elevaban a ambos lados como gigantes de piedra. Treinta pasos más allá estaba la puerta.

Puerta del establo, puerta comercial, cualquiera que fuera el nombre que se eligiera, era una quijada de púas de hierro. Dos casetas de vigilancia, talladas en pálida piedra caliza que la erosión de siglos de fuertes vientos había vuelto totalmente lisa, la flanqueaban. La reja estaba subida, con los enormes dientes de metal suspendidos por encima de la viga transversal, goteando terrones de nieve y excrementos de caballo sobre el suelo situado debajo, y sujeta en su puesto mediante un aparejo de cadenas. Alargándose desde la viga transversal hasta la caseta de vigilancia, rodeando mecanismos y palancas, y formando nudos de negro hierro, las cadenas de la puerta se estremecían como follaje metálico a merced del viento.

Cendra se detuvo y miró, con la respiración entrecortada. Su única posibilidad era que los camaradas de la guardia que custodiaban la puerta no se hubieran enterado de su huida. No deberían estar enterados —alguien tendría que haber cruzado las cuadras para contárselo, y ella sabía con seguridad que eso no había sucedido—, pero la presencia de Marafice Ocelo la hacía sentirse insegura. El hombre le aplastaría el cráneo con las manos desnudas si pudiera…

«Para de una vez». La joven se clavó los nudillos en las sienes, intentando arrancar el miedo.

La nieve a sus pies empezó a brillar a medida que se encendían innumerables lámparas en los establos que tenía a la espalda, y cuando escuchó que la puerta se cerraba con un traqueteo, se hizo a un lado y aguardó hasta oír cómo pasaban el cerrojo. La fortaleza despertaba, pues los establos no eran el único lugar del que salía luz, y veloces miradas a ambos lados mostraron que se encendían antorchas alrededor de la muralla exterior. Se escucharon sonidos por encima del potente rugir del viento: órdenes gritadas, el zumbido y el chasquido de las puertas al cerrarse con llave, y el áspero golpear de las armas de metal.

Cendra avanzó hacia la puerta. Limpiándose mientras se movía, se fue quitando restos de heno y porquería de la capa al mismo tiempo que ocultaba sus cabellos bajo la capucha. Olía muy mal y no sabía decir si aquello era bueno o no. Un cuadrado de pálida luz escapaba por las ventanas enrejadas de la caseta de vigilancia izquierda, y varias líneas de nieve recién pisoteada entraban y salían de la puerta, de modo que se encaminó hacia allí. Un hombre apareció en la reja cuando ella se acercó, y el saber que la observaban le hizo más difícil parecer natural, con lo que sus movimientos se tornaron desiguales y envarados.

La puerta de la caseta de guardia se abrió de par en par, y salió al exterior un camarada de la guardia. El hombre era joven y de cabellos negros, con una boca bien dibujada y ojos demasiado separados; una insignia cruciforme estampada en lo alto de su gorjal de acero lo señalaba como el hijo tercero o cuarto de un hacendado.

—¿Quién va? —inquirió desenvainando la espada.

El segundo hombre situado tras la ventana enrejada alzó un farol que ardía con fuerza, proyectando luz sobre Cendra y el suelo a su alrededor.

La joven parpadeó; luego, tras una corta meditación, realizó una reverencia, con la mirada cuidadosamente baja:

—Por favor, señor, ¿puedo pasar? —dijo.

El centinela dio un paso al frente. Como todos los miembros de la guardia, iba perfectamente afeitado y se vestía con pieles ablandadas colocadas sobre placas metálicas. El rojo acero de su espada relucía y ondulaba a medida que los dibujos forjados en el metal atraían la luz. Por el rabillo del ojo, Cendra vio que su mirada se apartaba de ella en dirección al creciente círculo de antorchas que escupían luz y humo por encima de la pared. Cuando se dejó oír un grito desde el otro lado, calló para escuchar.

La muchacha mantenía la mandíbula tan apretada que le dolía, pero se obligó a permanecer en calma triturando la nieve con el tacón de la bota. Era una criada, una recadera, una costurera, y por lo tanto no podía permitirse demostrar miedo.

—¿Una de las chicas de Till Bailey?

Cendra se había estado concentrando tanto en triturar la nieve con el tacón que la pregunta la sobresaltó. Alzando la cabeza, arriesgó una veloz mirada al hombre.

Este no parecía contento, y, además, seguían sonando ruidos agudos dentro de la fortaleza.

—He dicho si eres una de las de Till Bailey. —Realizó un movimiento cortante con su espada en dirección al Asta—. Una de las que han traído para el festejo.

La joven aspiró con fuerza. El centinela creía que era una prostituta.

—Responde, muchacha.

Los bien formados labios del hombre se deslizaron sobre sus encías, dejando al descubierto unos pequeños dientes amarillos.

—Sí —asintió con la cabeza, y con los ojos fijos en la espada del otro—, una de las de Till.

El camarada de la guardia escupió, y ella pensó por un instante que la dejaría marchar. El hombre cambió la posición de la mano que empuñaba la espada, preparándose para volver a envainarla, pero mientras lo hacía una gran campana empezó a repicar dentro de la fortaleza, y a la joven le dio un vuelco el corazón. Era la Campana de Arrebato, colgada en la sala más alta del Tonel, y que se hacía sonar en tiempos de guerra, disturbios o asedios, por lo que era la señal que indicaba que había que cerrar todas las puertas.

Lanzándose al frente, el guardián agarró el brazo de Cendra y tiró de ella en dirección a la ventana de la caseta de guardia. Unas uñas afiladas, del mismo tono amarillento que los dientes, se hundieron en su carne. En el interior del habitáculo, el segundo hombre se apartó de la ventana, y al cabo de un momento unas cadenas de metal empezaron a estremecerse y a zumbar a medida que los mecanismos y poleas se ponían en marcha. Estaban bajando la puerta del establo.

—Por favor, ¿podéis dejarme salir antes de que baje? Till espera mi regreso.

Cendra intentó igualar el artero encanto que Katia usaba cuando iba en busca de favores o pastelillos de rosas. Fue una equivocación, pues acabó teniendo un deje de desesperación.

El camarada de la guardia tiró de ella hacia la ventana y la obligó a apretar el rostro contra la reja.

—Grod, ¿qué deberíamos hacer con esta? Es una de las chicas de Till.

El llamado Grod estaba manipulando el cigüeñal y aflojó el ritmo, pero no se detuvo mientras echaba una mirada a la muchacha. De cabellos canosos y casi calvo, tenía el aspecto del que ha servido como soldado durante muchos años, pues sus ojos eran agudos como los de un cerdo y no llevaba ninguna elegante insignia en el pecho, hombro o cuello. La primera reacción de Cendra fue retroceder, pero el que la sujetaba tenía la mano puesta en su cuero cabelludo y la apretaba con fuerza contra la reja. Las barras entrecruzadas de hierro dividían su rostro en cuadrados y sentía cómo el frío metal le robaba el calor de las mejillas. Despacio, con cuidado, usando la mano que estaba apretada contra la pared de la caseta, buscó en el interior de la capa el broche enjoyado que había cogido para vender.

La campana siguió repicando, enviando profunda y lastimeras notas que herían los oídos de la joven, y en lo alto, la reja traqueteaba y chirriaba, mientras descendía en cortas etapas bamboleantes a medida que su peso peleaba con las cadenas.

Al mismo tiempo que los dedos de Cendra encontraban y se cerraban sobre el suave latón del broche para capa, Grod meneó negativamente la cabeza.

—No es una de las de Till. Una cosa delgaducha como esta, con ese pelo y esa capa toda sucia. A Till le gustan regordetas y bonitas, no de piel cetrina y flacas como una tira de carne curada.

Los ojos del hombre se entrecerraron, y su mirada se concentró en un mechón de pelo de la joven que asomaba a través de la rejilla. Soltando el cigüeñal, enderezó la espalda y se hizo con la guedeja. Los ojos de Cendra se llenaron de lágrimas mientras él pasaba los dedos por toda su longitud.

Sus manos se mancharon de hollín, y una fría sonrisa endureció su rostro mientras enrollaba el pelo recién limpiado entre las yemas de los dedos. De repente, tiró con más fuerza.

—Esta se queda con nosotros. Tráela aquí, Storrin, y la ataremos de modo que podamos transportarla.

Al oír la palabra transportar, Cendra liberó de un tirón la cabeza del enrejado, y un terrible dolor hirió su cuero cabelludo al dejar un mechón de cabellos en manos del hombre. Giró el brazo al frente a toda prisa y hendió la punta de latón del broche en la bien dibujaba boca de Storrin, hundiéndola con fuerza a través del tejido labial y la encía hasta alcanzar el fino hueso de debajo.

El herido maldijo enfurecido, y la sangre afloró a su labio superior mientras asestaba un rabioso puñetazo a la joven, que, a pesar de recibir un fuerte golpe en el hombro, consiguió no perder el equilibrio. Tenía que cruzar la puerta. Era consciente de que en el interior de la caseta, Grod se dedicaba a manipular el cigüeñal con la intención de bajar la reja antes de ir en ayuda de su compañero. Era la forma de actuar de alguien práctico e insensible, y Cendra le despreció por ello.

Echó a correr en dirección a la puerta, pero Storrin fue más veloz, y la agarró por los extremos de la capa, derribándola sobre el suelo. Caída de rodillas, la joven forcejeó con las ataduras que la sujetaban a la altura de la garganta. No podía respirar, y los cristales de hielo se rompían contra sus espinillas como cristal pulverizado. El hombre sujetaba su capa como una correa mientras le golpeaba la espalda con su espada y le aullaba que dejara de luchar. La joven no sentía mucho dolor, pues estaba concentrada en las ataduras y en librarse del dominio que Storrin ejercía sobre su garganta.

La reja se puso en marcha con un estremecimiento casi justo por encima de ella, y nuevos terrones de nieve se soltaron de sus púas y cayeron al suelo. Cendra notaba las manos enormes y torpes mientras se arañaba el cuello. ¿Por qué aquella cosa no quería desatarse?

Storrin dio un fuerte tirón de su capa, lo que hizo que la joven resbalara hacia atrás en la nieve. Todo quedó sumido en tinieblas por un instante mientras ella luchaba por recuperar el equilibrio y ponerse en pie. ¡Chas! ¡Chas! El soldado le atizó con la espada en las costillas.

—¡Deja de forcejear conmigo, zorra!

La boca de Cendra se inundó de algo que tenía que ser sangre. Sentía la cabeza pesada e hinchada, y de repente ya no había espacio para sus pensamientos.

¡Alargad los brazos! ¡Alargad los brazos!

Unas voces empezaron a sisear por su cabeza como si fueran vapor hirviendo, y la presión resultaba insoportable, inundado de sangre y calor su rostro.

—Regresa aquí.

Se produjo otro fuerte tirón de su capa.

¡Alargad los brazos!

Cendra alargó los brazos. Con dedos entumecidos y helados, alargó las manos hasta el tirante hueco de su garganta y tiró con violencia de la capa. La fijación se rompió, y sintió cómo la sangre corría por su cuello, humeando en el frío aire. Jadeante y temblorosa, tomó aire igual que lo haría alguien que fuera a sumergirse en el agua; luego, avanzando con un traspié, clavó la punta de la bota en la nieve. Storrin seguía detrás de ella, tirando aún de los bordes de la capa, y tardó todavía un instante en darse cuenta de que la joven ya no estaba sujeta a ella.

Aquel segundo fue todo lo que ella necesitaba. Insuflando energía a sus piernas, que notaba heladas y extrañamente adormecidas, se irguió hasta ponerse en pie. Y corrió.

La reja había descendido ya dos tercios de su longitud, y cuando Cendra cayó bajo su sombra, escuchó un agudo gemido que hendió el aire. Todas las cadenas traquetearon, y mecanismos y poleas empezaron a girar sin control. La reja cayó, Cendra chilló y Storrin intentó atraparla.

Dos toneladas de hierro negro se estrellaron contra el suelo, y se oyó un sordo borboteo, como agua extraída de una tubería. La joven sintió cómo aire y nieve y algo más le salpicaban la espalda. Se encontraba en el exterior. ¡En el exterior!

A su espalda, oyó cómo la puerta de la caseta de guardia se abría violentamente y a Grod lanzar un grito dedicado al Hacedor. Lo curioso era que no parecía enojado, sino asustado.

Cendra echó un vistazo a su espalda. Storrin se hallaba bajo la reja, y una púa de hierro atravesaba su columna vertebral. Sus piernas se agitaban, los músculos se contraían y se relajaban de tal modo que parecía como si realizara una danza obscena en la nieve. Las salpicaduras de la sangre llegaban hasta los pies de la muchacha.

La muchacha se tambaleó y estuvo a punto de caer; luego, dándose la vuelta, se perdió en la noche.